miércoles, 21 de mayo de 2025

Cómo mueren las democracias: el caso de la República de Weimar (publicado el 14.5.25 en www.theobjective.com)

En tiempos donde están a la orden del día el presunto retorno del fascismo y los giros autoritarios, incluso en democracias que parecían sólidas, repasar el tumultuoso proceso cuyo desenlace ubicó a Hitler en el poder resulta imperioso y es lo que hace de El fracaso de la República de Weimar. Las horas fatídicas de una democracia (Taurus), el nuevo libro de Volker Ullrich, una lectura obligatoria.

Graduado en Filosofía, Literatura e Historia, este veterano periodista alemán regresa con un texto que ofrece un nivel de detalle y precisión admirables para dar cuenta de cuáles fueron los hechos clave ocurridos entre aquel 1919, en el que se iniciaba la primera experiencia democrática alemana, hasta aquel fatídico 1933 en el que Hitler, gracias a los votos, pero, sobre todo, a una serie de intrigas, azares, errores y mezquindades ajenas, alcanza el cargo de Canciller.

Son diversas las razones que han dado los historiadores a lo largo de todos estos años para explicar el fracaso del proceso republicano. Para algunos, el nuevo sistema nunca pudo sacarse de encima la rémora del Estado autoritario, tanto en lo que respecta a la influencia de las élites económicas pre y antidemocráticas, como así también al interior del propio Estado, esto es, en el ejército, la burocracia y el poder judicial. Para otros, quizás la explicación más generalizada, la humillación y la pesada carga económica impuesta por la fuerza en el Tratado de Versalles, generó el caldo de cultivo para la reacción ultranacionalista y de derecha; otros mencionan los defectos estructurales de la Constitución de Weimar que le daba al presidente prerrogativas extraordinarias (el famoso artículo 48) y que demostraría que aquella era la república posible y no la república perfecta. Incluso se llegó a señalar la mezquindad y la miopía de los partidos y los sindicatos cuya intransigencia y división dejó la mesa servida a los sectores más radicalizados.

Ullrich indica que probablemente todo eso sea verdad pero que, “sin embargo, por pesadas que hayan sido las cargas heredadas (…) el experimento de la primera democracia alemana no estaba destinado desde el comienzo a la caída. Había alternativas, y hubo razones por las cuales no fueron aprovechadas”.

¿Cuáles eran esas alternativas? En 1918-19 los socialdemócratas podrían haber ido más a fondo y haber promovido cambios sociales mayores más allá de que, cabe decirlo, la nueva Constitución suponía el fin de la monarquía, garantizaba la libertad de expresión y de reunión, acababa con la censura, otorgaba el sufragio universal para las mujeres y estipulaba jornadas laborales de 8 horas, entre otros avances. Sin embargo, no quiso/no pudo dar un paso más y afectar ciertos privilegios del antiguo régimen.

Asimismo, el gobierno socialdemócrata de Friedrich Ebert no aprovechó el enorme apoyo que recibió la república cuando un grupo de etnonacionalistas asesinó al ministro de Asuntos exteriores de la Nación, Walther Rathenau, en junio de 1922. El ministro representaba todo lo que la derecha odiaba: era judío, defensor ferviente de la república, empresario heredero de un grupo empresarial eléctrico e intelectual, además de escritor talentoso. Si bien los crímenes políticos fueron moneda corriente, el gobierno podría haber utilizado esa demostración de dolor popular para arrinconar a los enemigos de la república y no lo hizo.

También hubo alternativas cuando el gobierno logró controlar la hiperinflación de 1923 que había destrozado la economía, especialmente la de las clases medias y bajas. Las hubo incluso a pesar de lo que probablemente haya sido una subestimación de los efectos de la misma en el electorado. Este aspecto es central y, en este sentido, Ullrich discrepa incluso con pensadores de la época que trazaban una continuidad lineal entre la hiperinflación y la llegada de Hitler al poder 10 años más tarde. Refiero, por ejemplo, a Stefan Zweig quien, en su autobiografía, El mundo de ayer, afirmaba que nada había vuelto al pueblo alemán un pueblo “tan amargado, tan lleno de odio, tan listo para Hitler como lo volvió la inflación”; a Sebastian Haffner, que en su libro Historia de un alemán, indicaba que esa vivencia de un dinero que se evaporaba dejó a Alemania lista “no para el nazismo en particular, pero sí en general para cualquier aventura fantástica”, o a Thomas Mann quien indicó: “Hay un camino recto que lleva del delirio de la inflación alemana al delirio del Tercer Reich”. 

Otra oportunidad perdida la representa ese mismo año el modo en que, a pesar de haber podido repeler fácilmente una intentona golpista de Hitler, el gobierno no logra sacar a un rival radical y peligroso de la escena. Es más, hasta se permitió que la justicia actuara vergonzosamente con Hitler condenándolo a apenas cinco años de prisión con libertad condicional al poco tiempo de estar encarcelado, lo que permitió que el genocida estuviera libre hacia fines de 1924.

Aun en el terreno de los contrafácticos, Ullrich también entiende que, si los comunistas hubieran superado sus diferencias, el monárquico Paul von Hindenburg jamás hubiera llegado a presidente como lo hizo en 1925. Se trató de un punto de inflexión porque el viejo Mariscal de campo del Imperio Alemán, aun cuando fue mucho más respetuoso de la Constitución de lo que se esperaba y se negaba a entregar el cargo de Canciller a Hitler, estuvo lejos de ser un republicano y no dudó en hacer uso de la potestad que le otorgaba la Constitución para suspender las garantías y disolver el Parlamento según las necesidades políticas.

A propósito de Hindenburg, Ullrich recoge una frase de Theodor Lessing, el filósofo de la cultura, que bien uno podría utilizar para tantísimos políticos de la actualidad:

“Según Platón, los filósofos deberían ser los líderes del pueblo. No sería precisamente un filósofo el que estaría subiendo al trono con Hindenburg. Más bien sería solo un símbolo representativo, un signo de interrogación, un cero. Uno podría decir: ‘mejor un cero que un Nerón’. La historia muestra, por desgracia, que siempre detrás de un cero se oculta un Nerón”.

Por último, en 1930, la ruptura de la coalición de gobierno entre los partidos de centro y socialdemócratas, acabó con la democracia de hecho y allanó el camino a lo que sucedería tres años más tarde cuando, tras conspiraciones e intrigas palaciegas, el exCanciller Franz Von Papen, sediento de venganza por haber sido desplazado, acuerda con Hitler formar parte de su gobierno y convence a Hindenburg para que designe al Führer nuevo Canciller.

En síntesis, además del rigor histórico del trabajo de Ullrich, el libro es valioso porque nos permite comprender que las democracias no necesariamente caen de manera abrupta. Tal como ha sucedido con la experiencia de la República de Weimar, son una infinita cantidad de factores los que juegan y los que muchas veces acaban degradando paulatina e imperceptiblemente la calidad democrática hasta que un día es demasiado tarde. Sobre todo, incluso visto desde la perspectiva histórica de los que ya conocemos el final, Ullrich hace énfasis en que la República de Weimar no tenía un destino inexorable ni Hitler era su consecuencia necesaria.

Al fin de cuentas, todo depende de la manera en que actúan determinadas personas en situaciones concretas y, con ello, el autor no se refiere solamente a aquellos que están en los principales espacios de decisión sino, con mayor o menor responsabilidad, a todos los ciudadanos. De aquí que el libro culmine con una frase que, a la luz de algunas decisiones populares y de los comportamientos de los líderes, incluso en sistemas democráticos, resulte, al mismo tiempo, tan esperanzadora como preocupante: “La historia siempre está abierta (…) Está en nuestras manos que nuestra democracia fracase o sobreviva”.

 

 


No hay comentarios: