Entre el 15 y el 16 de mayo se realizaron elecciones para la Convención
Constituyente en Chile, lo que es visto por muchos como la continuidad de una
nueva etapa que se habría iniciado con una protesta por el aumento del boleto del
metro en octubre de 2019. De los 155 constituyentes, casi un tercio serán
ciudadanos no partidarios (los denominados “independientes”), lo cual permitió
inferir que este resultado fue ante todo un golpe a los partidos tradicionales.
Sin embargo, hay que advertir que el espacio más castigado es sin duda el de la
derecha porque la suma de los no partidarios y los referentes de la oposición,
tanto de centro como de izquierda, alcanza más de dos tercios de los votos. Ese
dato es importante además porque el actual gobierno de Piñera, referente de un
espacio de derecha, obtuvo apenas 37 escaños a pesar de que apuntaba a alcanzar
al menos un tercio para condicionar el contenido de una Constitución que, más
allá de haber sufrido modificaciones, data de 1980 y es clara heredera de la
dictadura de Pinochet, especialmente en lo que respecta al rol del Estado.
De este modo, en los próximos nueve meses (que se pueden
extender hasta doce), la Convención Constituyente, conformada con un sistema de
paridad (que, en este caso, perjudicó a las mujeres porque 11 de ellas tuvieron
que ceder sus espacios a varones), y 17 escaños reservados para pueblos
originarios, deberá presentar un nuevo texto constitucional que a su vez tendrá
que ser refrendado por la ciudadanía. Los ojos de sus vecinos latinoamericanos
y, por qué no, del mundo entero, estarán puestos allí.
¿Por qué resulta tan relevante lo ocurrido en Chile? Porque se
juega bastante más que el destino de ese país o, en todo caso, cabe decir, hay
demasiados intereses puestos allí en la medida en que el país trasandino ha
estado en el eje de las disputas ideológicas entre derechas e izquierdas desde
hace décadas. Para el espectro ideológico liberal y de derecha, Chile es el
mejor ejemplo de las maravillas del neoliberalismo. A su favor muestran los
números de crecimiento del país, el ingreso per cápita, la inversión privada y
los índices de desarrollo que se dieron desde el golpe militar contra el
gobierno socialista de Allende en 1973. Para el espectro ideológico de
izquierda, Chile es el ejemplo del neoliberalismo pero pocas maravillas es
posible encontrar allí. Se trataría de una suerte de laboratorio experimental
de los Chicago Boys que solo pudo ser impuesto por una dictadura sangrienta que
tuvo una impronta tan fuerte que condicionó la transición democrática y se
garantizó la impunidad y el sostenimiento de su modelo. De aquí se seguiría que
aun cuando hubo varias presidencias de centro izquierda pos Pinochet, las
grandes desigualdades en, por ejemplo, el acceso a la salud, la educación y un
sistema de pensiones de capitalización privada que es casi único en el mundo,
continuaron prácticamente intactas o con modificaciones cosméticas. La crisis
de los partidos tradicionales podría ser una evidencia a favor de este punto de
vista.
Pues entonces ¿qué cabe esperar? La respuesta no es posible
darla aunque al menos ofreceremos algunas advertencias frente a lecturas
demasiado lineales que se aventuraron a presagiar el fin del modelo neoliberal
chileno y la reaparición del hombre libre por las anchas alamedas que pregonaba
Allende.
Es que si toda constitución es hija de su
tiempo y aparece como la respuesta a un determinado problema, podría decirse
que, en el caso de Chile como en el del resto de Latinoamérica, los grandes
problemas, al menos de las últimas décadas, han sido la desigualdad y la
representación. En este sentido, es importante recordar que las últimas
reformas constitucionales que han intentado lidiar con estos inconvenientes y
dejar atrás constituciones emparentadas con el liberalismo, fueron las de
Venezuela, Ecuador y Bolivia. Se trata de constituciones que algunos han
ubicado en lo que se conoce como “nuevo constitucionalismo social
latinoamericano”. Es “constitucionalismo social” porque remite a una tradición
que fue muy fuerte en los años 30 y 40 con las reformas en Brasil (1937),
Bolivia (1938), Cuba (1940), Ecuador (1945), Costa Rica (1949) y Argentina
(1949), y que, a su vez, tenía antecedentes en la Constitución mexicana de 1917
y en la de Weimar de 1919.
Frente a lo que se denominaría
constituciones “negativas” del liberalismo decimonónico, en el sentido de ser
un cuerpo normativo preocupado más por limitar al Estado, el constitucionalismo
social se compromete explícitamente con una concepción del mundo y amplía la
lista de derechos sociales y económicos bastante más allá de los derechos
civiles y políticos que garantizaban las constituciones liberales.
Pero también es “nuevo” porque agrega,
al constitucionalismo social, derechos multiculturales, ambientales o de género,
al tiempo que traza un camino que afecta los cimientos mismos de las formas
clásicas de los Estados de derecho, tal como veremos a continuación con los
casos de Ecuador y Bolivia.
Es que el constitucionalismo social
de la primera mitad del siglo XX siguió teniendo una concepción, llamemos,
“clásica” del Estado pues lo concebía como una entidad monolítica,
centralizadora y homogeneizante; en esta línea, el constitucionalismo social
continúa considerando que a cada sistema jurídico le corresponde una cultura,
una etnia y una religión privilegiada. Asimismo, el constitucionalismo social
de primera mitad del siglo XX también entiende que el Estado central es el
encargado de la fijación y control de las fronteras y que en él se deposita la
facultad de ejercer la violencia legítima.
Sin embargo, constituciones como las
de Ecuador y Bolivia, con fuerte impronta de pueblos originarios, introdujeron
la controvertida idea de plurinacionalidad de la cual se puede derivar el
pluralismo jurídico al interior de un Estado. La constitución boliviana, por
ejemplo, reconoce oficialmente la existencia de 36 naciones y pueblos indígenas
originarios campesinos, con sus respectivos idiomas y autonomías.
Por otra parte, más allá de sostener
una estructura, digamos, clásica respecto de la organización del poder, una
Constitución como la de Venezuela sorprende por su énfasis en la promoción de
canales de participación popular, déficit relevante en las constituciones del
siglo XIX y mediados del XX. Cabe mencionar en este sentido que esta
constitución impulsada por Hugo Chávez acepta que una eventual reforma
constitucional sea impulsada por el Presidente, la Asamblea Nacional, o un
número no menor del 15% de los electores inscriptos en el Registro civil y electoral.
También las materias de especial trascendencia nacional e incluso municipales podrán
ser sometidas a referendo consultivo por iniciativa del Presidente, la Asamblea
Nacional o al menos el 10% del padrón electoral. Por último, proyectos
aprobados en la Asamblea Nacional o leyes sancionadas podrán ser sometidas a
referendos, y existe la posibilidad de referendos revocatorios de los cargos
elegidos por voto popular incluido el de presidente (algo que incluso fue
utilizado contra el propio Chávez en su momento). Éstos pueden realizarse
consiguiendo el apoyo del 20% del padrón electoral una vez que el representante
en cuestión haya transcurrido la mitad de su ejercicio en el cargo.
Para finalizar, si el hecho de que la
derecha no tenga los constituyentes suficientes para trabar cambios profundos deriva
en una constitución “de izquierda” que tome como referencia el nuevo
constitucionalismo latinoamericano, es, como les decía, algo imposible de saber
por varias razones. Principalmente, no resulta claro que los referentes de centro
y centro izquierda puedan acordar una agenda común en medio de tanta
fragmentación y, sobre todo, no resulta una verdad evidente que los
“independientes” voten “por izquierda”. De hecho, ocurre cada vez más que los
no partidarios acaban asumiendo posturas de derechas o al menos actúan de modo
tal que acaban siendo funcionales a ella como pasó en las últimas elecciones de
Ecuador donde un espacio indigenista, supuestamente representante de una
izquierda radical, se opuso férreamente a la centro izquierda de Rafael Correa
y acabó “entregando” sus votos a un banquero de derecha como Lasso en el
balotaje.
Asimismo, si se siguiera el espíritu
del nuevo constitucionalismo social es probable que allí aparezca el gran
riesgo de este tipo de iniciativas. Me refiero a que, a diferencia de otras tradiciones
caracterizadas por constituciones mucho más austeras, resultan tan ambiciosas y
es tal el grado de especificidad sobre el que avanzan, que rápidamente pueden caer
en letra muerta una vez que la política ordinaria tiene que legislar y ejecutar
políticas públicas. Es que una Constitución no es un plan de gobierno. Es mucho
más que eso, sin duda, pero después hay que gobernar. De aquí que constituciones
realizadas con las mejores intenciones, constituciones generosas en otorgar
derechos y reconocimientos, de repente “salen a la calle” y se enfrentan con el
problema de que los derechos cuestan dinero y alguien los tiene que pagar. Además,
en este caso en particular, no se puede pasar por alto que la participación
para elegir a los convencionales constituyentes fue de apenas el 43% de los
ciudadanos y eso supone una crisis de legitimidad al menos potencial.
Frente al límite fáctico no hay fuerza
performativa del lenguaje, en este caso, constitucional. En otras palabras, la
desigualdad no se acaba porque la letra de una constitución así lo determine ni
la representación se activa por un acto de la voluntad. Podría decirse incluso
que pretender una constitución ideal y por definición incumplible puede generar,
en un futuro próximo, decepción y la
continuidad de la crisis que le dio origen.
Muchos tienen la ilusión de que Chile
cambie. Sin embargo, paradójicamente, puede que el cambio de Chile sea solo una
ilusión.
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