Netflix acaba de estrenar un documental de producción propia
que está teniendo gran repercusión a lo largo del mundo. Se llama “The social dilemma” (El dilema de las
redes sociales), está dirigido por Jeff Orlowski y revela lo que para cierto
público podrían ser grandes novedades con el plus de que quienes hacen las
revelaciones son programadores, diseñadores, empleados y un buen número de
máximos responsables de las principales empresas de tecnología de Silicon
Valley. Si lo pensamos en términos de producto, no hay nada que seduzca más que
un documental donde aparecen presuntos arrepentidos, máxime si lo que esos
arrepentidos indican puede agruparse en una narrativa apocalíptica donde
aparece gente muy mala capaz de asustar a padres progresistas respecto a qué
mundo le estamos dejando a sus hijos.
¿Por qué deberían asustarse los padres progresistas? En
primer lugar, porque el documental muestra al famoso psicólogo Jonathan Haidt
afirmando que desde 2009 las tasas de autolesiones y suicidios aumentaron
exponencialmente entre las adolescentes. ¿Qué tiene que ver esto con las redes
sociales? Es que Haidt adjudica el fenómeno a que en el año 2009 llegaron las
redes sociales masivamente a los teléfonos celulares y los que nacieron en 1996
son la primera generación que tenía redes sociales cuando ingresó al colegio
secundario. Pero hay algo más de qué preocuparse: me refiero a la cada vez más
extendida “Dismorfia de Snapchat”, esto es, el crecimiento de cirugías
estéticas en adolescentes que buscan parecerse a las imágenes de ellos mismos
atravesados por los populares filtros de la red social mencionada. En las fotos
y con filtros todos somos lindos. El problema es que en algún momento parece
que hay que salir a la calle y cruzarse con gente.
Ahora bien, más allá del susto de los padres, ¿qué es lo que
revela The social dilemma? Que el
modelo de negocios creado por cincuenta diseñadores de California ha logrado
transformar al mundo y que si no pagas por el producto, el producto eres tú
porque son los anunciantes, y no los usuarios, los verdaderos clientes de las
empresas que han moldeado internet. Los usuarios, en todo caso, somos el
producto que se le ofrece a los anunciantes y por lo que los anunciantes pagan.
Entonces, antes que vender nuestros datos, aun cuando
eventualmente lo hubieran hecho, lo que empresas como Facebook hacen es
construir, tomando como base la información que brindamos en nuestras
navegaciones, modelos capaces de predecir nuestras acciones. Se trata de los
famosos algoritmos creados gracias a la inteligencia artificial y que, según
los arrepentidos, “se nos han ido de las manos”. En este punto, el documental
cae en el clásico escenario frankesteiniano de la creación artificial humana que
cobra autonomía y luego se vuelve contra la humanidad.
La pregunta que surge entonces es por qué seguimos en las
redes sociales. Y el documental tiene una respuesta para ello. Es que dado que
el modelo de negocio implica que la gente se mantenga la mayor cantidad de
tiempo en pantalla, Google, Instagram, Twitter y cada una de las empresas en
cuestión, nos ofrecen una serie de incentivos capaces de generar adicción. Uno
de ellos, quizás el más popular, es el “Me gusta” de Facebook y su éxito
estaría basado en una lógica conductista básica. Así, se entrevista a Anna
Lembke, Directora de adicciones de la Universidad de Stanford para explicar que
“hay un imperativo biológico para conectarnos con la gente que afecta
directamente la producción de dopamina como recompensa”. Resulta entonces que
los ingenieros que diseñaron este modelo consideran que los humanos funcionamos
como lo imaginaba la psicología conductista hace mucho tiempo y que respondemos
como perros al castigo y al premio. El punto es que, según el documental, no
estamos hechos para recibir aprobación social todo el tiempo y eso genera grandes
saltos emocionales, de la euforia a la frustración, y, sobre todo, mucha
ansiedad. En este sentido, se recrea una situación en la que una adolescente
publica una selfie en una red social
en la que automáticamente recibe gran cantidad de “Me gusta” y corazoncitos
hasta que uno de sus seguidores se burla de sus orejas y allí, claro está, comienza
la desesperación. Le pasa a los adolescentes con sus fotos pero también les
pasa a los adultos y especialmente a los periodistas, incluso a los que tienen
lindas orejas, por la sencilla razón de que están poco acostumbrados a que
alguien objete su trabajo.
En realidad, el documental prácticamente sigue la línea del libro
Diez razones para borrar tus redes
sociales de inmediato, publicado en 2018 por Jaron Lanier, una suerte de gurú de la realidad
virtual y las redes, quien lleva tiempo siendo crítico de lo que, considera,
son algunas derivas peligrosas de este modelo de negocio. Entre otras cosas,
Lanier, quien interviene repetidamente en el documental, entiende que internet
y las redes sociales se han transformado en un gran sistema de manipulación que
va transformando tu conducta y tu percepción y, a partir de ahí, tanto el libro
como el documental tematizan cada una de las obsesiones de la progresía
bienpensante con un mensaje subrepticio: el manipulado siempre es el otro.
Entonces las fake news; la
polarización de las sociedades; los resultados inesperados de elecciones como
las de Estados Unidos, Brexit o Brasil; los fundamentalismos; el populismo; las
teorías conspirativas y el terrorismo, son producto de oscuras manipulaciones.
En este sentido, The social dilemma
reproduce de manera calcada la misma lógica que otro documental de Netflix, The Great Hack, sobre el caso Cambridge
Analytica, el cual supe comentar aquí mismo. En aquella ocasión advertí que la
intención de poner énfasis en el modo en que una empresa de minería de datos
utilizó la información de usuarios para
incidir de alguna manera en elecciones como las de Estados Unidos en 2016 y la
del Brexit, era la última esperanza progresista para explicar el gran fracaso
de su agenda identitaria y el solipsismo en el que habían caído todos sus
hegemónicos medios afines. Consumada la gran sorpresa, no hubo autocrítica ni
ninguna intención de revisar por qué, por ejemplo, sectores de trabajadores
afectados por la globalización decidieron votar a Trump a pesar de que siempre
se habían volcado hacia el partido demócrata. Algo parecido sucedió en Gran
Bretaña cuando un poco más de la mitad de la ciudadanía dejó en claro que no
quería pertenecer a este modelo de Unión Europea. ¿Cuál fue la respuesta de los
derrotados? Echar las culpas a las reacciones conservadoras, los resabios que
se resisten al progreso y a la derecha fascista. Y por supuesto que algo de eso
hay pero como es difícil imaginar que esas resistencias superen el 50%, el tiro
de gracia debía venir por la manipulación. Entonces mis adversarios son tontos:
pueden ser manipulados. Yo, por supuesto, no.
Así, el resultado electoral que no nos gusta se explica por
las mismas razones que se explican las fake
news y las teorías conspirativas. De hecho el documental menciona un
estudio que indica que una noticia falsa se viraliza seis veces más rápido que
una verdadera. Pero también se encarga de explicar cómo el algoritmo detecta
quién es proclive al consumo de teorías conspirativas y lo induce a que consuma
otras de modo tal que el terraplanista acaba siendo un antivacuna que niega la
llegada del hombre a la luna y cree que en los sótanos de las pizzerías
funcionan redes de pedofilia. Todo es lo mismo. Todos manipulados. Del
antivacuna al votante de Trump. Todos imbéciles que fueron llevados de las
narices por el algoritmo de Youtube que “se les fue de las manos” a los
ingenieros porque encontró en la polarización y en la propagación de delirios
una forma de mantener a la gente en la pantalla microsegmentándolos para saber
qué producto venderles. A propósito de esta posibilidad de individualización,
el documental menciona la posibilidad de que, en un futuro próximo, cada
usuario reciba la noticia que más se adecua a su satisfacción. Pero en realidad
esto ya sucede puesto que según la región, las búsquedas y el perfil del
usuario, el buscador de Google puede arrojar distintos resultados. Así, alguien
de izquierdas en un distrito demócrata puede poner en su buscador “Cambio
climático” y Google lo completará con “es la destrucción de la naturaleza”;
pero ante la misma búsqueda, quien viva en un distrito republicano y sea de
derechas, verá completada automáticamente su búsqueda con “(el cambio
climático) es una farsa”.
La narrativa apocalíptica culmina con uno de los
entrevistados afirmando que vamos a una guerra civil, otro dice que se va a
destruir la civilización por ignorancia voluntaria, un tercero se escandaliza
con la posibilidad de que no se resuelva el problema del cambio climático y así
podríamos seguir con otras intervenciones en las que se indica que se degradarán
las democracias, se arruinará la economía y quizás no sobrevivamos. Pero por
suerte, el documental nos ofrece una salida y allí el film pasa del apocalipsis
y de un enfoque conspirativo sobre las conspiraciones, a una serie de respuestas
cándidas que no pueden más que dibujarnos una mueca en el rostro.
Si tomamos por ejemplo algunas de las afirmaciones de quien
es el principal arrepentido y quien marca el eje del relato, Tristan Harris, quien
trabajara en el área de ética de Google, su solución para las fake news es regresar a que todos
podamos percibir una única realidad, una base empírica común. Cómo después de
2500 años de filosofía occidental alguien puede afirmar que la solución para la
mentira, ante el hecho del pluralismo y en el marco de un sistema que estimula
la diferenciación al máximo, es percibir un único mundo o, al menos, consensuar
una base empírica común, parece casi una burla. Lo mismo sucede cuando Roger
McNamee, uno de los primeros inversores de Facebook, se manifiesta preocupado
por lo que significaría Facebook en manos de un dictador o un gobierno
autoritario. ¡Como si no hubiera razones suficientes para estar preocupado por
el hecho de que nuestros datos estén en manos de estas empresas! De aquí se
seguiría que el modelo de negocios no es el problema sino que solo deberíamos
preocuparnos por la posibilidad de que una herramienta presuntamente neutral y
realizada con buena voluntad, cayera en las manos indeseadas de los enemigos de
siempre: Rusia, China, etc.
Asimismo, a lo largo del film se deja entrever que las redes
sociales están dando pie a persecuciones individuales, genocidios y actos de
terrorismo de “lobos solitarios”. Seguramente es así, y aprovecho este momento
para indicar que buena parte de lo que se indica en The social dilemma es verdad. Pero el documental pasa por alto que
además de preocuparnos por estos supuestos exabruptos del sistema, estos
“errores de la matrix”, lo que debería preocuparnos es el sistema mismo. Dicho
de otra manera: no tenemos que preocuparnos solo por la “anormalidad” que
arroja el sistema sino por la “normalidad” del sistema. Antes que por los lobos
solitarios preocupémonos por la manada, por esa uniformidad que es más
terrorífica que la diferencia monstruosa.
Por último, y no es casualidad que se elija a un especialista
en ética para guiar el relato, el documental se desarrolla completamente
descontextualizado como si el modelo de negocios hubiera sido una creación de
algoritmos autónomos. No se toma en cuenta que ese modelo de negocios es el
modelo adecuado para esta etapa del capitalismo y la mejor solución que el film
ofrece son algunas regulaciones y una salida “ética” e individual. Algo así
como “podemos cambiar el sistema desde adentro si somos buenas personas. Yes, We can!”. La famosa solución de la
autoayuda por la que cada uno aporta el granito de arena y el cambio interior
para que luego la sumatoria de cambios interiores individuales derive en un
mundo mejor y así podamos vencer a la gente fea que puede usar nuestras
invenciones para hacernos mal. ¡La revolución ética ha comenzado y vencerá a
populismos, rusos, chinos, virus, locos y derechas! Todo depende de nosotros y
del algoritmo que pronto nos sugerirá ver The
social dilemma. Si usted es un padre progresista, entonces, puede dormir
tranquilo: el manipulado siempre es el otro.
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