En tiempos en los que no se nos
permite otra cosa que vernos y mostrarnos felices, una cita con los principales
pensadores griegos para reflexionar sobre qué es la felicidad, por qué buscarla
y cómo alcanzarla, resulta una invitación estimulante, especialmente cuando
prolifera tanta banalidad y donde pareciera que lo único a rescatar de la
antigüedad es esta versión entre extemporánea, new age y pseudo orientalista de los filósofos estoicos.
Afortunadamente, el guionista,
escritor y profesor, Daniel Tubau, entiende que los discípulos de Zenón de
Citio que florecieran también en Roma gracias a las contribuciones de Epicteto,
Séneca y Marco Aurelio, entre otros, tienen una gran relevancia, pero hay algo
más allá, y más acá, de ellos. De aquí que en Siete maneras de alcanzar la felicidad según los griegos (Ariel),
el autor se proponga desarrollar comparativamente las reflexiones de los
estoicos, pero también de Sócrates y Platón, Aristóteles, Demócrito, los
escépticos, los cínicos y los epicúreos.
A trazo grueso, si bien podría
decirse que en general todos acordarían en considerar a la felicidad (eudemonía) como el bien supremo, el
contenido de la misma varía entre las escuelas y los autores.
Para Sócrates, por ejemplo, la
virtud moral, el autodominio y guiarse por el método dialéctico como forma de
alcanzar la verdad eran elementos centrales para alcanzar la felicidad; y en su
discípulo, Platón, la felicidad se obtiene cuando el alma se orienta hacia el
mundo ideal donde, gracias a conocer la Idea del Bien, el filósofo se comporta
con virtud y gobierna de manera justa.
Aristóteles, por su parte, en su
clásica querella contra Platón, entiende que la felicidad debemos buscarla en
este mundo y no en aquel de las formas perfectas. El Estagirita defiende el
ideal de vida contemplativa, pero al momento de cultivar las virtudes entiende
que éstas deben trascender lo teórico para efectivizarse en la práctica. La
apuesta por la racionalidad no deriva en un rechazo a las pasiones sino en la
búsqueda de un término medio, por ejemplo, la valentía es el término medio de
la temeridad y la cobardía; la generosidad el del despilfarro y la tacañería;
la mansedumbre el de ser iracundo y no sentir ira alguna, y la magnanimidad el
de la vanidad y la humildad.
Tubau encuentra antecedentes de
esta perspectiva aristotélica en Demócrito, el atomista, aquel que entendía que
el vivir bien estaba vinculado al buen ánimo (euthymia), el cual se obtenía en la moderación del placer y en la
armonía de la vida evitando tanto los excesos como las carencias.
Empezamos en este punto a ver una
cierta constante más allá de las diferencias, una suerte de visión negativa de la felicidad en el sentido de
que, en contraste con las concepciones actuales asociadas al consumo, el deseo
irrefrenable y la autoexplotación, en la gran mayoría de los pensadores y
escuelas antiguas, la felicidad está vinculada a algún tipo de restricción,
(auto) control y moderación.
Si tomamos el caso de los
cínicos, sea en la versión de Antístenes o en la del más famoso Diógenes, el perro, se trata de vivir conforme a la
naturaleza y oponiéndose a las artificiosas convenciones sociales a través de
ejemplos prácticos y evitando sesudas reflexiones, como demostraba Diógenes
ingresando a contramano de los asistentes una vez que la obra de teatro había
concluido. Sin embargo, claro, el perro pasó a la posteridad por el cultivo de
la autarquía viviendo en un tonel con lo mínimo indispensable y practicando el
hablar franco, la parresía, como una
forma de desafío al poder. Una anécdota que ilustra su autosuficiencia es
aquella en la que se afirma que mientras Corinto era asediada y los ciudadanos
corrían desesperados tratando de salvar sus pertenencias, Diógenes hacía lo
mismo pero con las manos vacías afirmando “es que todo lo mío lo llevo
conmigo”. En cuanto a su franqueza, claro está, contamos con la legendaria
anécdota con Alejandro Magno en la que éste le pregunta qué desea y Diógenes,
echado en el piso, le pide simplemente que se apartara para no taparle el sol.
En los estoicos encontramos
aspectos similares, de hecho, Zenón de Citio, su fundador, habría sido
discípulo de Crates, el Cínico, si bien Tubau indica que la cuestión del autodominio
en esta escuela tiene una justificación más bien metafísica ya que su rechazo
al placer y la riqueza, que en los cínicos era un acto de rebeldía, en los
estoicos deviene de la aceptación racional del orden cósmico.
Para los estoicos, hay que distinguir
lo que no depende de nosotros, por ejemplo, el clima, de lo que sí depende de
nosotros, (nuestras opiniones, impulsos, deseos y aversiones) y hacer foco allí
porque la felicidad y la virtud la encontraremos en la imperturbabilidad del
alma (ataraxia) que surgirá como
consecuencia de un control de las pasiones y de ser indiferentes a aquellas
cosas que no podemos controlar.
En apariencia, los grandes
rivales de los estoicos serían aquellas escuelas que conectaban la felicidad
con el placer. Sin embargo, hay que matizar esa afirmación. Tubau menciona el
caso de Aristipo, fundador de la escuela cirenaica que ve en el placer el bien
supremo pero que, sin embargo, también aboga por el autocontrol.
En el caso de los epicúreos, el
énfasis está puesto de nuevo en el placer, aunque no se trata de los placeres
concupiscentes sino del placer de no sufrir dolor en el cuerpo, y de aquellos
que, una vez más, no generan turbación en el alma.
Su famoso tetrafármaco indica,
por ejemplo, que no hay por qué temerle a los dioses (porque ellos no se ocupan
de nosotros ni castigan ni recompensan) ni a la muerte (porque cuando muramos
no vamos a sentir nada); que el bien es fácil de alcanzar y el mal es fácil de
soportar.
Por último, los escépticos, con
Pirrón a la cabeza, afirman que, dado que no es posible tener certeza de la
verdad ni a través de los sentidos ni a través de la razón, la única forma de
encontrar la ataraxia no es, como en
los estoicos, aceptando ser parte de un orden cósmico, sino asumiendo la
ignorancia y, con ello, la suspensión de cualquier afirmación acerca del mundo.
El libro de Tubau culmina con una
propuesta y con un intento de responder a la pregunta sobre qué es y cómo
alcanzar la felicidad. En cuanto a la primera, la salida es ecléctica:
“(…) ser estoicos cuando no hay
más remedio que soportar situaciones extremas; pirrónicos y cínicos ante las
convenciones sociales absurdas (…); escépticos ante las grandes promesas de los
políticos (…); epicúreos para darnos cuenta de que no sentir dolor y no estar
enfermo es ya casi la felicidad (…); cirenaicos para disfrutar de todo tipo de
placeres; aristotélicos y epicúreos para considerar las consecuencias del
exceso; aristotélicos, platónicos, democriteos y escépticos académicos para
buscar los placeres de la investigación, la curiosidad y cierta trascendencia,
que no tiene por qué ser religiosa (…)”.
Y en cuanto al interrogante
central, en una línea que podríamos definir entre escéptica y existencialista
con algunas reminiscencias de El mito de
Sísifo de Camus, Tubau considera que la filosofía nos enseña que la
felicidad no es el estado emergente del cumplimiento de un propósito, aquello
que se obtiene cuando alcanzamos la meta. Se trata, más bien de la trama más
que del desenlace, de ese camino hacia el conocimiento que, como el horizonte,
se mantiene siempre lejano aun cuando creamos que estamos avanzando.
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