lunes, 9 de septiembre de 2024

¡Reconquista tu tiempo!: Árboles que hablan y rocas que viven (publicado el 4.9.24 en www.theobjective.com)

 

Reflexiones acerca del modo en que la pandemia ha repercutido en nuestras vidas ha habido de las más dispares. Los más aventurados auguraban un punto de inflexión en la historia de la humanidad y los más escépticos indicaron que, tras la zozobra inicial, las cosas volverían a un cauce relativamente normal, para bien o para mal.

Con todo, y más allá de estas diferencias, en lo que todos parecieron acordar es en que aquel episodio alteró nuestra relación con el tiempo. Efectivamente, especialmente en los inicios cuando prácticamente todo el mundo adoptó una estrategia de confinamiento estricto, la ruptura de la rutina transformó el modo en que trascurrimos los días en relación con la familia, el trabajo y el tiempo libre. 

Es en ese marco que se comprende mejor el nuevo libro de Jenny Odell, Saving Time, cuya traducción, ¡Reconquista tu tiempo!, puede hacernos creer que estamos frente una de las tantas opciones de autoayuda. Pero no es el caso. Se trata más bien de un manifiesto radical que es, a su vez, una suerte de secuela de ese manual para “resistirse a la economía de la atención” que fue su exitoso libro anterior, How to Do Nothing (Cómo no hacer nada).

En su nuevo libro, Odell se propone reflexionar sobre las raíces sociales y materiales que sustentan la idea de que el tiempo es dinero. Y sí, señor lector, tal como usted ya se ha percatado, se trata de aquello que un tal Karl Marx había advertido hace ya un tiempo.   

A propósito, la propuesta de Odell, tal como ella mismo lo reconoce, es la de un giro copernicano en nuestra forma de vida. De aquí que no se sume a las modas decrecentistas ni a los movimientos “slow” que llaman a detener la espiral de consumo pues, para ella, se trata de simples placebos, anestesias que brinda el sistema capitalista para que no vayamos contra él.

Así, abrazando sin matiz alguno toda la liturgia woke, Odell afirma cosas tales como:

“Lo que dio origen a nuestro actual sistema para medir y marcar el tiempo (…) fueron el colonialismo y la actividad comercial europeos (…) los orígenes del reloj, el calendario y la hoja de cálculo son inseparables de la historia del extractivismo tanto de los recursos de la tierra como del tiempo de trabajo de las personas. En otras palabras, quien hoy siente la dificultad de reconciliar la presión del tiempo y la ansiedad climática está lidiando, en realidad, con las consecuencias situadas en los dos extremos de una cosmovisión muy específica que ha producido nuestra forma de medir el tiempo de trabajo como la devastación ecológica en pro del beneficio económico”.

Por si esto fuera poco, y para comprar el paquete completo, alrededor de esta manera de entender el tiempo, propia del Occidente capitalista, estaría la explicación que da cuenta del modo en que operan las jerarquías en torno al género, la raza, la capacidad y la clase social. Algo así como una “brecha temporal” por el que todo aquel que no sea hombre, blanco y heterosexual, padecería el tiempo de una manera desaventajada. De hecho, entre el insólito sinfín de citas y referencias desjerarquizadas que tiene el libro (en la edición para e-book, el 30% del libro son citas y bibliografía, a las que habría que sumar una o dos más en cada una de las páginas del texto), recoge afirmaciones de activistas capaces de decir, “Las dueñas del tiempo son las personas blancas”.

Donde el libro amaga con ofrecer algún elemento conceptual novedoso es en el capítulo 3, cuando se refiere al ocio. Allí, más allá de que autores como Byung-Chul Han ya se habían referido a esto con anterioridad, da en el punto cuando refiere al modo en que hoy el ocio es pensado siempre en relación al trabajo: se descansa para volver descansado al trabajo. Así, el ocio sería solo un tiempo de “no-trabajo” pero sin ningún tipo de diferencia cualitativa y, a su vez, se ofrecería en sí mismo como otro objeto de consumo. Pensemos, si no, en los influencers vendiéndonos su “ocio” con toda esa palabrería de esta nueva “economía de la experiencia” en la que el capitalismo nos dice que ahora la tendencia es consumir momentos antes que objetos perdurables.

En todo caso, el problema de Odell, algo bastante común, por cierto, es esa especie de obligación que creen tener los autores/activistas de ofrecer soluciones cuando con un buen diagnóstico ya hubiera sido suficiente. Y allí, a pesar de que pretende ofrecer herramientas conceptuales de precisión, abraza definiciones como las que siguen:

“Si la definición de ocio tuviera alguna utilidad, a mí me parece que tendría que ser esta: una interrupción, una aprehensión, un atisbo tanto de la verdad como de algo completamente distinto de todo lo que vemos normalmente. Este ocio es algo ajeno no solo al mundo del trabajo, sino también a nuestro mundo habitual, cotidiano”.

Aun para quienes acostumbramos tener lecturas con contenido abstracto, un pasaje como el señalado resulta espeluznante.

Algo similar sucede cuando siguiendo a un libro de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, la autora suscribe a la idea de que “el ocio (…) se asemeja más a un estado mental o una postura emocional; un estado que solo puede alcanzarse –como ocurre con quedarse dormido- dejándose ir. Conlleva una mezcla de asombro y gratitud, ‘algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo’”. Poético, pero conceptualmente inasible.

Lo cierto es que, para Odell, esta nueva concepción del ocio alteraría la idea del tiempo como elemento cuantificable y ofrecería semillas de revolución en un mundo “saturado por el patriarcado, el capitalismo y los colonialismos viejos y nuevos”.

La solución para Odell es, entonces, comprender que hay otras formas de medir y conectarse con el tiempo. De aquí que dedique los últimos capítulos a desarrollar distintos ejemplos de lo que ella llama “cronodiversidad” desde la perspectiva de pueblos indígenas de distintas partes del mundo. El argumento podría sintetizarse así: si el capitalismo extractivista de Occidente, que se manifiesta en su forma de entender el tiempo, es el causante del cambio climático, entonces la concepción del tiempo de las comunidades no occidentales que viven en supuesta armonía con la naturaleza, podría ofrecer una salida.  

En esta línea, la autora se hace eco de debates online en los que se dice que no hay claridad entre qué es estar vivo o estar muerto y cita a un tal George Tinker que afirma que es arrogancia del capital globalizado estar seguro de que las rocas no tienen conciencia, ejemplo que le permite a Odell hablar de árboles que acuerdan entre sí porque tienen unidad de propósito y concluir que “es difícil mantener las rocas la margen de lo que (hoy) normalmente consideramos vivo”. Contrariamente a lo que considera la autora, desde aquí, humildemente, consideramos que no es tan difícil. De hecho, es bastante fácil.

En síntesis, Odell acierta en posarse en una temática tan interesante como es la del tiempo, especialmente a partir del gran cambio que significó el modo en que nos conectamos con él desde la pandemia. Asimismo, se sirve de diagnósticos certeros, aunque harto conocidos en el mundo académico, que advierten el modo en que la temporalidad es hija de condiciones materiales e históricas. Sin embargo, al momento de ofrecer una presunta solución, repite los mantras de la religión woke trazando una serie de linealidades y causalidades difíciles de sostener, a lo que suma una particular combinación entre marxismo radical y romantización indigenista que ofrece menos sorpresa que perplejidad.  

domingo, 8 de septiembre de 2024

No twittearás (editorial del 7.9.24 en No estoy solo)

 

Mark Zuckerberg admite que el gobierno de Biden presionó reiteradas veces a su empresa, META, para que retirara contenido sobre la COVID-19 y una nota de New York Post acerca del comprometedor contenido de la computadora portátil del hijo del presidente estadounidense; Pavel Durov, el magnate dueño de Telegram, es arrestado en Francia acusado de no aplicar criterios de moderación y control del contenido que se vierte en la plataforma; un juez brasileño ordena la suspensión inmediata de la red social X (Twitter) acusando a la empresa de Elon Musk de no designar un representante que enfrente, eventualmente, las responsabilidades legales de oponerse a bloquear cuentas que habrían difundido mensajes de odio y noticias falsas. No twittearás, parece ser el nuevo mandamiento progre.

Lo más curioso es que todo eso pasó en las últimas dos semanas en una espiral que ubica a las redes sociales en el centro del debate público y donde se solapan varias discusiones. Por lo pronto, la más general y que lleva ya varios años, refiere a la responsabilidad de las plataformas por el contenido vertido allí. Dicho más simple: ¿tiene, por ejemplo, Facebook (META), la misma responsabilidad por el posteo de sus usuarios que la que tendría el director de Clarín por las notas publicadas en su diario? La respuesta intuitiva sería que no, pero desde hace mucho tiempo sabemos que las plataformas tampoco son meros canales neutrales de información, a punto tal que todas cuentan con criterios de regulación y edición.

Sin embargo, como suele ocurrir, los conflictos se dan en las zonas grises. Dicho de otra manera, todos vamos a acordar que las plataformas deberían tener criterios rigurosos para impedir el fomento de información asociada a, supongamos, pornografía infantil, trata de personas, etc. De hecho, la policía francesa adjudicó la detención de Durov a una investigación por la cual se acusa a Telegram de no haber hecho lo suficiente para bloquear e impedir la circulación de información asociada a este tipo de delitos.

Sin embargo, claro está, hay otros casos donde la intromisión de los gobiernos parece tener motivaciones políticas y se posa sobre noticias u opiniones que, en todo caso, son controvertidas y hasta equivocadas, pero de ninguna manera censurables. Hablando de las últimas declaraciones de Zuckerberg, estar en contra del confinamiento al que los gobiernos sometieron a los ciudadanos, no es una fake news ni fomenta el odio. Quizás sea un error y, en lo personal, creo que los que encontraban oscuras conspiraciones detrás de ello, estaban equivocados. Sin embargo, también creo que estaban en lo cierto quienes observaron que muchos gobiernos se aprovecharon del hecho objetivo de la pandemia, sea para aplicar sistemas de vigilancia, sea simplemente, porque el encierro les significaba rédito político frente a una sociedad asustada.

Asimismo, por ejemplo, ¿decir que hay solo dos sexos es lenguaje de odio? ¿Por qué? Quizás esa afirmación sea falsa, quizás ofenda a determinados usuarios, quizás haya más sexos, quizás deberíamos hablar de géneros, quizás la biología no cumpla ningún rol en la determinación de la identidad de las personas, pero ¿afirmarlo implica odiar a alguien o a un grupo de personas?   

En la misma línea, hay información que pertenece, sin dudas, a la categoría de noticia falsa, al menos así lo entendemos los que consideramos que hay una realidad externa y que los enunciados deben confrontarse con ésta. Pero hay situaciones más problemáticas donde, en todo caso, nuevamente, puede haber sesgo, intencionalidad, intereses o hasta una retórica particular con el fin de persuadir… pero llamar a eso estrictamente “fake news” es complejo. Si volvemos al caso de la pandemia, es falso que la vacuna mate y ha sido vergonzosa la cantidad de información que han hecho circular los denominados “antivacunas”, entre ellas, la inolvidable teoría conspirativa de la introducción de un microchip subcutáneo para controlarnos. Sin embargo, no es falso que, en algunos casos muy puntuales, la vacuna tuvo efectos secundarios que, eventualmente, pudieron ocasionar la muerte de quienes fueron inoculados. Lo aceptaron las propias compañías farmacéuticas. No es una fake news. Es de mucha mala fe hacer foco solo en esos casos; es de mala fe también englobar a todas las vacunas allí; es de una profunda irresponsabilidad no cesar en propagar esa información sin tomar en cuenta la abrumadora evidencia de que, en la mayoría de los casos, la vacuna funcionó bien. Pero hablar de una noticia falsa que habría que censurar es problemático.     

Es que esta dificultad objetiva es permeable a las intencionalidades políticas en un contexto muy particular en el que, más allá de ser siempre un terreno en disputa, las redes parecen ser el canal donde las expresiones de derecha tienen un espacio, especialmente si lo comparamos con el modo en que estos puntos de vista han sido relegados a un segundo plano por la hegemonía cultural progresista de los canales institucionales y los medios tradicionales. Porque, digámoslo, el conflicto en Brasil con X, que ha llevado a la demencial idea de quitarle la posibilidad a millones de brasileños de expresarse a través de un canal masivo, es un conflicto ideológico que se explica por la prédica libertaria de Elon Musk. Pero, sobre todo, expone la vehemencia y la tozudez con que las miradas progresistas intentan dar cuenta del fenómeno del auge de las derechas en el mundo. Por ello no hay que sorprenderse que la problemática del odio y las noticias falsas aparezcan cada vez que el progresismo pierde o está cerca de perder una elección.

Es que, herederos de las “vanguardias iluminadas” y, por tanto, con un doble discurso respecto a su presunta extracción popular, el progresismo no puede concebir que haya razones para votar alternativas a sus propuestas. Trump, el Brexit, Bolsonaro, Milei y cualquier buena elección de la ultraderecha en el mundo se explicaría así por la manipulación de una masa ignorante guiada por la pantalla del Smartphone, esa que ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la TV para “dominar a las masas”. Así, la noticia falsa y el odio siempre son ajenos, siempre son la razón que explica el voto del que no me vota a mí. No llegar a las mismas conclusiones que yo solo puede ser producto del engaño al que son sometidas personalidades débiles, fácilmente manipulables por el odio y la mentira. Nosotros estamos en la Verdad. Si perdemos no es por estar equivocados. La autocrítica llega como mucho a un “no hemos comunicado bien”, como si el problema fuera de forma y no de contenido.  

Para concluir, entonces, digamos que “lenguaje de odio” y “fake news”, las dos grandes estrellas de las cuales se sirven gobiernos, instituciones y algunas plataformas para legitimar intentos de regulación, resultan claros solo en los casos extremos, pero acaban siendo categorías demasiado laxas, abiertas a la discrecionalidad del editor de turno, sea la propia plataforma, sean los gobiernos.

Por ello, es necesario decir que las plataformas son, en buena medida, responsables de parte del nivel de toxicidad que invade el debate público en tanto promotores conscientes, y con intereses económicos detrás, de la polarización. De modo que inocentes no son y algo hay que hacer.

Pero la alternativa a la desregulación total, no puede ser nunca, bajo ningún concepto, una regulación sesgada.    

 

 

sábado, 31 de agosto de 2024

¿Juicio político? ¿Para qué? (editorial del 31.8.24 en No estoy solo)

 

De funcionar “como una escribanía” a devenir el ámbito desde el cual se sacan y ponen presidentes puede haber solo un pequeño paso, o una gran crisis de representación, que no es lo mismo, pero es igual.

 

Esa podría ser la síntesis de los años del Congreso argentino desde los momentos en que el kirchnerismo ostentaba mayorías robustas hasta un escenario de fragmentación como el de hoy. Aunque no se escucha, los amigos republicanos deberían aceptarlo: si una mayoría oficialista en el congreso está contraindicada para el supuesto saludable funcionamiento de los pesos y contrapesos de las instituciones, la fragmentación total, antes que grandes acuerdos, crea parálisis, inestabilidad y crisis política de cara a sociedades que solo quieren que les resuelvan algunos problemas.     

 

Dejando de lado lo conceptual y más allá de matices y poroteo, si un juicio político necesita de dos tercios de las cámaras, la fragmentación actual deja a Milei, y a cualquiera que ocupe el sillón de Rivadavia, a merced de las roscas parlamentarias. No sabremos si será una tendencia que ha venido para quedarse, pero es de esperar que la próxima elección legislativa no altere drásticamente esas proporciones, ni siquiera si una gran elección del oficialismo hace que la distribución de las bancas represente más o menos el resultado de las últimos presidenciales. Dicho en criollo: aun si el oficialismo pudiera sumar a lo que ya tiene para alcanzar un tercio de las bancas, estaría a tiro de ser eyectado tras un acuerdo de los opositores. Las advertencias ya fueron debidamente expresadas algunos días atrás y tuvo como consecuencia una reunión entre Milei y Macri.

 

La amenaza del “juicio político” es un clásico y éste no será ni el primero ni el último gobierno que la reciba. Sin ir más lejos, al inicio del último año de gestión, Alberto Fernández acumulaba más de una docena de pedidos de juicio político por razones varias que iban desde una supuesta resistencia a acatar un fallo favorable a CABA hasta declaraciones acerca del fiscal Luciani. También acumulaba pedido la vicepresidente y ministros como Aníbal Fernández al cual le pidieron el juicio político por un posteo en X en el que el humorista NIK se sintió intimidado. En fin…

 

Dicho esto, sabemos que el pedido de juicio político es legal y hasta una práctica habitual basada en todo tipo de acusaciones, desde las más serias hasta algunas francamente delirantes. Sin embargo, el eventual pedido de juicio político a Milei, debería responder otro interrogante, más incómodo y es el para qué.

 

Es que una eventual destitución de Milei, con los niveles de aceptación que tiene hoy, septiembre de 2024, sería visto como una persecución de parte de la casta, el pase de factura que la clase política le tenía jurado. El actual presidente tendría hasta la suerte de la terminología y podría agarrarse de la idea de que se trata de un “juicio político” para decir que se trata de un juicio de la política, esto es, sesgado y faccioso. En tiempos donde la política es mala palabra y donde el gobierno ha hecho campaña contra la política, un “juicio político” es todo lo que Milei necesita para confirmar, frente a la opinión pública, su posicionamiento.

 

Pero podríamos continuar e indagar en el escenario posterior. Una vez destituido Milei, ¿quién gobernaría? Argentina, que en general siempre cuenta con malos antecedentes para muchas cosas, tiene en este sentido una excepción: más allá de la forma apresurada en que Duhalde tuvo que entregar el poder, cuando nuestra joven democracia funcionó como un parlamentarismo de facto, eligiendo a quien había perdido la última elección para que encabece el gobierno, logró estabilizar el país sin salir del orden institucional. Sí, hay que decirlo, el país se incendiaba, la incertidumbre era total y el gobierno de Duhalde, con el apoyo de los distintos actores políticos, evitó la catástrofe.

 

Sin embargo, pensar que aquello no tuvo costos es un acto voluntario de desmemoria, empezando por lo que significó una devaluación de 1 a 4.

Naturalmente, la situación actual es difícil de comparar con aquella, pero, ¿alguien puede pensar que la destitución del presidente sería simplemente un trámite administrativo sin ningún tipo de costo social y económico? ¿Ustedes se imaginan lo que puede ser la economía de este país durante ese proceso? Alguien dirá que peor no se puede estar. Pero, sí, se puede. Es más, no conviene comparar demasiado porque es, como mínimo, controvertido, afirmar que un año atrás estábamos mejor.      

 

Por otra parte, ¿destituir a Milei para que asuma Villarruel? ¿Destituirla a ella también para que suba X? ¿Quién sería ese X? ¿Con qué apoyo político? ¿Sería un K? ¿Quién? ¿Con qué plan antiinflacionario? ¿Conoce alguien algún plan antiinflacionario del kirchnerismo? ¿Alguien de Massa, el ministro que duplicó la inflación? ¿Alguien de un PRO completamente fragmentado, responsable de un gobierno fracasado que no pudo sostenerse ni siquiera con un préstamo inédito en la historia universal? ¿Un radical? ¿Pichetto? ¿Creen que esto es fácil y se arregla en un cuarto?

 

Asimismo, ¿creen que mientras esta rosca, que puede llevar meses, se desarrolla, la marcha del país permanecerá estable y condenada al éxito?

 

Y por último, lo más importante, ¿cómo creen que reaccionará la ciudadanía que desprecia a la clase política, sentimiento que no solo es común en los votantes mileistas, sino también en algunos votantes nac and pop después de la decepción Fernández/Fernández? ¿Serán pasivos espectadores de un acuerdo de cúpula de “los mismos de siempre”?         

 

Por último, a la idea del juicio político contra Milei parece subyacer el diagnóstico que suele graficar bien el dicho de “muerto el perro, muerta la rabia”. Sin embargo, es un gran error, pensarlo así. Porque es claro que no hay en el oficialismo nadie que pueda acercarse ni hacerle sombra a Milei, menos aún nadie que pueda asumir allí un legado, ya que el mileismo empieza y termina en él. Pero al no ser una construcción política sino una reacción que encontró en esa personalidad un espacio donde encarnar, la eventual desaparición política de Milei no soluciona ningún problema.

 

Es que si esa reacción no encarna allí, encarnará en otra figura o, algo mucho peor, en una serie crónica de episodios de inestabilidad y destrucción aun mayor del tejido social que nadie se hará cargo de explicar.

 

Si, a decir de Maquiavelo, la política tiene que ver sobre todo con el sentido de la oportunidad, con saber interpretar cuál es el momento oportuno para actuar, cabría decir que, antes de avanzar en un juicio político, debería quedar bien en claro el porqué, qué se haría en el mientras tanto y, sobre todo, el para qué.             

    

 

 

 

 

 

domingo, 25 de agosto de 2024

No apto para moralistas (editorial de No estoy solo del 24.8.24)

 

Semana aciaga para los grandes moralistas de la política. A desempolvar los Maquiavelos, los Weber, el teorema de Baglini…, entonces.

Un periodista del DestapeWEB le pregunta al senador de UxP, Mariano Recalde, qué se puede negociar a cambio de darle al oficialismo un juez de la Corte. La pregunta es pertinente y hasta podría reformularse con el subtexto: ¿qué van a pedirle al gobierno que ustedes consideran fascista y prodictadura a cambio de darle, eventualmente, la llave para que todas sus reformas no sean trabadas en la Justicia? La respuesta fue “[podemos negociar] un juez de la corte [o sea, otro juez, pero propio]… hay muchas cosas que se pueden negociar… leyes para la gente…qué se yo”. El orden de prioridades altera el producto.

CFK, entonces, negocia y el kirchnerismo apoya a Lousteau para controlar el dinero de la SIDE acompañado por dos grandes espadas K: Parrilli y Moreau. Están quienes hasta se aventuran a imaginar algún tipo de Frente que incluya a Rodríguez Larreta y hablan de una candidatura de Santoro junto a Lousteau en Capital para llevar adelante la profecía autocumplida de que ningún peronista puede obtener un buen resultado en CABA. Parecen apresurados, especialmente cuando el año que viene se votan solo legislativas.  

Pero CFK negocia todavía más: algunos periodistas dicen que lo hace a través de Victoria Villarruel, aquella que hasta hace poco era un “límite”. Pero los límites son como el horizonte… uno camina dos pasos y este se aleja dos pasos...

Los kirchneristas más fieles hablan de realpolitik, buscan ejemplos en House of Cards, en Succession. También hacen memes, llaman a entender el equilibrio de fuerzas y la metamorfosis como virtud; una política en la que lo bueno y lo malo es relativo y se define por comparación. Por eso solo hay “más malos o más buenos que…”.

“Desde hace tiempo CFK solo está preocupada por su situación personal”, se dice por allí y habría buenos indicios para confirmar ello. Incluso hay quienes entienden que la decisión de ungir a Alberto Fernández tuvo que ver, sino exclusivamente, también porque le permitía garantizarse librarse de la persecución que la tuvo a maltraer con el gobierno de Macri. Probablemente nunca se sepa, pero, de ser así, lo que para algunos podría ser una decepción desde lo político sería comprensible desde la psicología individual: lograste todo lo que te propusiste a nivel político y cuando te quieren meter presa a vos y a tus hijos, y te gatillan en la cabeza, quienes dicen dejar la vida por vos ni siquiera prenden fuego un tacho de basura. ¿Y ustedes quieren que CFK no se mire el ombligo?

Milei también negocia y lo hace con la casta kirchnerista también. Está bien que lo haga porque así es el juego de la democracia. Una vez más: no apto para moralistas.

El desbande de la oposición y la tendencia a la baja de la inflación le dan algo de aire, pero es especialmente el primer aspecto lo que tiene, como consecuencia indirecta, un problema interno. Esto es, la facilidad con la que una fuerza minoritaria en el Congreso ha avanzado gracias a la fragmentación opositora, alienta las fragmentaciones al interior del gobierno.

Para muestra basta el escándalo con los diputados, lo cual incluye a la diputada que se denunció a sí misma por la visita a los represores y que siempre es noticia por cosas relacionadas con patos: a veces porque se los pone en la cabeza; a veces porque no los tiene en fila.

Sumemos a esto las renuncias y expulsiones que se han dado a lo largo de estos meses de gestión y una tensión permanente en sus legisladores, tensión que quizás se comprenda mejor por el modo en que se conformaron las listas y por una concepción ideológica reactiva a las construcciones colectivas y a las disciplinas partidarias. Lo cierto es que, salvo alguna excepción, todos están allí por ser un conjunto de nombres desconocidos elegidos de casualidad por estar amarrados a las bolas y a la lista “del león”. Sin embargo, todos creen ser librepensadores dueños de sus bancas, algo que es alimentado por la falta de conducción política y por un Milei que delega esa acción en sus subordinados en tanto se trataría de una “labor menor” la cual, en el fondo, desprecia.

Pero las internas se dan también en la administración del Estado y se da así una paradoja: la estructura de toma de decisiones del gobierno de Milei parece ser la opuesta al de Alberto Fernández, pero el resultado en la gestión es bastante pobre también. En el caso de la anterior administración, se creó un esquema de distribución atomizada del poder para que cada espacio del Frente, en cada ministerio, en cada secretaría, logre trabar a la otra. ¿El resultado? Un Estado incapaz e inmóvil como el gobierno que lo presidía. En el caso del gobierno actual, el esquema cambió, pero la concentración del poder en pocas manos ayudó menos a la eficiencia que a la megalomanía.    

A propósito, quienes conocen el mundillo de la actual administración insisten en algo que ya es demasiado evidente: la fuerte presencia de los servicios de inteligencia y el peligro de darles demasiado juego libre. Se menciona allí el rol de Santiago Caputo y aparecen operaciones por todos lados, a su favor y en su contra. Dicho esto, y si bien el tiempo puede aclarar algunas cosas, es tentador afirmar que el futuro del gobierno está más en riesgo por su desborde interno que por la oferta electoral que pueda estructurar la oposición.

Por su parte, y hablando de fragmentación, viene a cuento una mínima referencia a Macri haciendo lo que todos sabíamos que iba a hacer y que está muy bien que haga: acompaña al principio, mantiene la independencia para negociar, pide, pide más y si no le dan, pega el zarpazo. Del otro lado queda Bullrich, quien defiende con la misma radicalidad todas las fuertes convicciones pasajeras que va abrazando y que quizás muerda algo del PRO para formalizar ya su paso a LLA y luego, por qué no, volver al comienzo del círculo y hacerse montonera.  

Con todo, y si bien nada hace presagiar un escenario de este tenor, nunca debemos olvidar que con un Congreso como está distribuido hoy, una alianza de la oposición puede llevar a un juicio político que destituya al presidente. Y aunque falte mucho, salvo una elección extraordinaria del oficialismo en 2025, será muy difícil que los números de las bancas en el Congreso para los últimos dos años de mandato le alcancen para alejar definitivamente ese fantasma.  

Un repentino cambio en el humor social y la profundización del desorden interno del gobierno podrían ser motivos suficientes para que las alianzas que parecían imposibles dejen de serlo. Tenerlo presente es un buen aprendizaje para todos aquellos que todavía están dispuestos a perder amigos y familiares discutiendo de política.

 

jueves, 22 de agosto de 2024

La guerra del turismo (publicada el 2.8.24 en www.theobjective.com)

 

Al igual que durante el siglo XX, los últimos años han sido testigos de conflictos por territorios, intervenciones militares, matanzas y genocidios. Asimismo, apenas estamos saliendo de una pandemia a la que se respondió con confinamientos del mismo modo que se hizo durante el medioevo. Sin embargo, se ha iniciado subterráneamente una nueva disputa, sigilosa, una guerra de guerrillas cuyas consecuencias resultan impredecibles. Tiene que ver con la ocupación de territorio, en un sentido, pero está claramente asociada al fenómeno de la globalización y a la circulación de personas. Ya tiene sus exiliados y, Dios no lo permita, puede que empiece a contabilizar muertos. Hablo de la Guerra del Turismo.

En España tomó cierta notoriedad a fines de abril con las protestas en Canarias, con huelgas de hambre incluidas, contra la construcción de dos nuevos hoteles como emblema de un modelo de negocios que altera la vida de los lugareños; asimismo, ya existía el antecedente de Mallorca donde el año pasado se habían colocado carteles falsos en las playas advirtiendo la supuesta caída de rocas o la presencia de medusas. Y, por si esto fuera poco, podríamos agregar las protestas en Barcelona o lo ocurrido en Málaga donde aparecieron pegatinas violentas con lemas como “a tu puta casa” o “apestando a turista”.

En otro contexto podrían considerarse acciones xenófobas, pero como las protestas han sido acogidas como una reivindicación “de izquierdas” e incluidas en la agenda del anticapitalismo “decrecentista” que aboga por la “reducción del consumo”, los activistas pudieron evitar el estigma.

Por supuesto que no se trata de una problemática estrictamente española. En Hallstatt, un pequeño pueblo de Austria cuyo paisaje había servido de inspiración para la película Frozen, hartos de los miles de turistas que buscaban selfis con el “telón de fondo”, decidieron construir una valla para impedir la visión; y si de grafitis se trata, los atenienses fueron bastante más allá cuando en algunas de las paredes de la ciudad se pueden leer cosas tales como “Vamos a quemar Airbnb”.   

Lo cierto es que esta suerte de turismofobia se está extendiendo especialmente por Europa, impulsada por críticas que, en general, son sensatas: al ruido, la basura, los incidentes, el riesgo sobre el patrimonio histórico, etc., se le agrega un tema central, esto es, el aumento exponencial en el precio de los alquileres para vivienda en las zonas más turísticas.

La consecuencia de ello es la literal desaparición de los locales (de hecho, ya no es posible ver a nadie paseando un perro en un casco histórico) y una transformación urbanística hacia la desidentificación plena. Se da así la paradoja de turistas visitando distintos lugares que, en la práctica, acaban pareciéndose; ciudades que devienen zombis, cáscaras artificiales que se llenan y se vacían diariamente siguiendo la dinámica propia del peor consumo: visitar la atracción, sacarse la selfi para que los demás sepan lo bien que la estoy pasando y luego disimilar la ignorancia en historia y geografía comiendo y bebiendo.

A propósito, recuerdo una entrevista publicada en el número 30 de L’Espresso a Ryszard Kapuściński, el periodista polaco que de viajar sabía bastante, quien allá por el año 2006 afirmaba algo que se puede extender, en parte, a todo el turismo, incluso el que va a Europa:

 

“El objetivo del turista, (…) es paradójico: evitar escrupulosamente conocer el país en el que transcurren sus vacaciones, su lengua y su gente y en donde gastan su dinero. El turista evita los medios de transporte de los “indígenas” porque los considera sucios, lentos, inseguros. Además, el turista no quiere hacer contacto con la gente del lugar (si acaso con los necesarios empleados del hotel) porque tiene miedo de enfermedades, o que les pidan dinero. Un miedo que prevalece sobre cualquier curiosidad. Le interesa la comida, el vino, las comodidades, la terraza y la piscina, el sol”.

Ahora bien, quien había imaginado un conflicto en torno al turismo había sido el escritor británico James Graham Ballard, en un cuento titulado “El parque temático más grande del mundo”. Sin embargo, el autor de El imperio del sol, lo pensó como un conflicto impulsado por los turistas de alto consumo que se disponen a derribar el mito protestante de la salvación gracias al esfuerzo del trabajo. 

En el cuento, la rebelión comienza con algunos miles de turistas franceses, británicos y alemanes que descansaban en la Costa Azul y la Costa del Sol, los cuales repentinamente decidieron que no tomarían el avión de regreso. Pasando los meses ya había que hablar de “turistas exiliados de forma permanente” que, en el caso de los más jóvenes, una vez acabada la ampliación de los gastos de la tarjeta de crédito, se dedicaron a dormir en la playa e, incluso, a realizar algunos robos menores en el vecindario.

Pero esto no era todo pues comenzaron las revueltas en Málaga, Mentón y Rímini ya que los hoteleros decidieron llamar a la policía, hartos de estos okupas VIP deseosos de vivir en modo vacaciones.

Con la fina ironía que maneja Ballard, el relato continúa señalando que, dado que los millones de turistas habían invadido las playas, era posible que el Louvre y el palacio de Buckingham, sin prácticamente visitas, fueran vendidos a una compañía hotelera japonesa. Además, el británico señala que esas hordas de turistas rebeldes se organizaron, primero en asambleas democráticas, pero luego degeneraron hacia sistemas anárquico autoritarios enormemente violentos. El estado de naturaleza de los turistas ricos arrojaba así resultados previsibles, pero con el glamour de los últimos trajes de baño y un envidiable bronceado.     

De repente, todo devino muy confuso. De hecho, Ballard indica que, en uno de los conflictos, la policía esperaba a un líder rebelde al estilo Napoléon pero que ni siquiera “consiguió hacer frente a la agresiva brigada de morenas madres desnudas que, entonando cánticos ecologistas y lemas feministas, avanzaban sin titubear sobre el cañón de agua (…) [ni a los] Comandos de dentistas y arquitectos [que] se pavoneaban por las calles estrechas lanzando sus patadas de karate más feroces”. Pareciera escrito en 2024.

Finalmente, Ballard concluye que Europa, cuna de la civilización occidental, había dado a luz el primer sistema totalitario combinado con el ocio y acabó anticipando, quizás, la vehemencia consumista que pareció reverdecer después de la pandemia. Lo que nunca imaginó es que la respuesta a este modelo la darían los vecinos de los principales destinos turísticos que se beneficiaron con el turismo y ahora responden con un nivel de agresividad inusitada.

Por ello, es de esperar que la próxima guerra no sea por los recursos naturales ni por la religión sino por el derecho a vacacionar y a poder llevarnos un suvenir de una ciudad vaciada, y que los próximos ciberataques no vayan contra los sistemas de seguridad de los Estados sino contra Booking.com o Instagram.

Cuál será el detonante, no lo sabemos. Quizás la confusa muerte de un guía de Free Tour o un envenenamiento masivo de chinos en un tour gastronómico; quizás una rebelión de propietarios de Airbnb, una intervención extranjera para rescatar el patrimonio histórico de una ciudad, o una reacción contra el decreto que determina que las montañas y el mar son fascistas.

¿Quién hubiera imaginado que el próximo “No pasarán” se dirigiría a los turistas y que la respuesta frente a ello pudiera ser un “¡Low Cost o Muerte! Venceremos”?