martes, 3 de diciembre de 2024

Vivir en zapatillas: un alegato contra el confinamiento voluntario (publicado el 27.11.24 en www.theobjective.com)

 

Oblómov, el personaje de aquella obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.

La razón es que la aparición del virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido, Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la “tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.

Porque incluso antes de la pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad, y, ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que alguien todavía quiera salir a la calle.

Asimismo, vivimos una época donde el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda. Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones virtuales.        

La era de la búsqueda del placer ha acabado:

“Ya no se disfruta con, se disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo, sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías”.

Dentro de los temores preferidos al momento de pensar el fin del mundo, el calentamiento global pica en punta y, en este aspecto, Bruckner es igualmente implacable:

“Las palabras de la difusora de pavor colectivo, Greta Thunberg, son reveladoras en este sentido: ‘No quiero vuestra esperanza, no quiero vuestro optimismo, quiero que sintáis pánico, quiero haceros sentir el miedo que me acompaña cada día’. Los doctrinarios del declive y el apocalipsis quieren paralizarnos en el terror para que nos quedemos en casa y comerles la oreja a las jóvenes generaciones. Que el diagnóstico sea justo o no es lo de menos, es el síntoma de un estado de ánimo anterior al acontecimiento y que lo ha confirmado”.

Como corresponde a una etapa civilizacional en la que se prefiere la victimización a la heroicidad, el padecimiento al protagonismo, Bruckner entiende, junto a Günther Anders, que “hemos pasado del tiempo de las revoluciones al tiempo de las catástrofes”. El héroe deja el lugar al sobreviviente.

El calentamiento global, a su vez, funciona así como nuevo relato totalizante, una nueva religión que es la responsable de todo, de las tormentas pero también de las revueltas, de las hambrunas, del terrorismo, de lo que el Estado no hizo y, sobre todo, del humor social e individual.

En este punto, en un capítulo delicioso, Bruckner traza una breve historia de la transformación de la meteorología desde una ciencia de la previsión rural o marítima, allá por finales del siglo XVIII, a una ciencia de la intimidad, de los humores individuales. Ante vidas banales y repetitivas, el estado del clima es la novedad insignificante que da sentido al día. Nuestro humor depende de la presentadora del clima. Sin embargo, claro está, conectado con la atmósfera catastrofista y con los tiempos puritanos, el clima y su cambio se transforman en el determinante del humor social a nivel universal.

“La meteorología ya no es el barómetro del alma, sino el termómetro de la insensatez humana, se ha convertido en una ciencia de la alerta e, incluso, de la alarma (…) La meteorología es un sermón cotidiano, una amonestación, una advertencia de Gaia que nos castiga por nuestros excesos mediante catástrofe”.

El desastre por venir se conjuga así con un llamado culposo a no consumir, a abrazar el decrecentismo: odia tu coche, controla tu huella de carbono, consume verde, pero, sobre todo: quédate en tu casa.

El paso de la claustrofobia a la agorafobia afecta, naturalmente, la vida pública y, al mismo tiempo, no agranda ni hace más significativa la vida privada, esa gran conquista de la modernidad: “La vida en el interior en lugar de la vida interior”, o sea, una mera ampliación cuantitativa del tiempo doméstico, -estar más en casa-, que deriva en un encogimiento cualitativo del espacio público. 

Por ello, viene el tiempo de los que andan en pantuflas, esos que salen a la calle con la ropa de entrecasa solo para mostrar que ese es un tránsito circunstancial para volver a la banalidad hogareña. Es un nuevo tipo de bando: no son ni los empresarios y comerciantes sometidos a la lógica del cálculo ni los rebeldes y bohemios que se rebelan contra el capitalismo. Se trata de los “desertores de la vida”, los que “preferirían no hacerlo”, aquellos que rechazan al burgués pero también al antiburgués, aquellos que no trabajan pero tampoco les interesa hacer la revolución: “no quieren sembrar el porvenir sino esterilizarlo”.

Son hombres disminuidos que viven tirados en el sofá, móvil en mano, y necesitan de una realidad aumentada para completarse. En el gráfico de la evolución son hombrecillos que andan doblados, no alcanzan a ser Homo Erectus porque no se pueden enderezar.

Según Bruckner, este escenario debería encender la alarma de Occidente frente a sus enemigos, los eslavófilos pro Putin, el fundamentalismo islámico, el autoritarismo chino, aquellos que vienen diagnosticando la crisis de nuestra civilización por su inclinación hacia la ampliación de derechos de minorías o el debilitamiento de la fe. Sin embargo, Bruckner entiende que, más allá de los excesos en estos aspectos, se trata de una marca civilizacional. Más problemático, en cambio, es esta tendencia, también claramente occidental, a la insatisfacción constante, a la exigencia de derechos sin asumir responsabilidades, a un modelo que va hacia grandes sectores de la población mantenidos sin trabajo viviendo de la ayuda estatal y entretenidos a través de las pantallas; átomos indignados esperando la catástrofe inminente desde el sofá de la casa, sin la experiencia de lo común, asistiendo impávidos al desmoronamiento de unos valores que, naturalizados, se olvida que fueron también una conquista.

Aun así, Bruckner considera que hay posibilidad de un renacimiento y que, en las nuevas generaciones, como hay quienes asumen su papel de víctima esencial, también hay quienes están dispuestos a levantar determinadas banderas. La atrofia, el llamado a la retracción, a quedarse en casa, se ha instalado, pero entra en tensión con fuerzas que reaccionan frente a ello.

“El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior”, el fin del mundo fuera de casa, indica Bruckner.

Habrá que quitarse las pantuflas, pues, y salir a recuperarlo.   

 

 

Lo nuevo de Guy Standing: menos tiempo es menos democracia (publicado el 2.12.24 en www.theobjective.com)

 

Resulta paradójico, pero es probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues, en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y, sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.

Si a esta experiencia disruptiva la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva, de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al diagnóstico.  

Para Standing, las mayorías han perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda y duradera.

Para ello, el autor recurre a dos distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será la distinción entre el ocio y el recreo.    

“La ciudadanía de la antigua Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un sentido más general o independiente (work, en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.

Los ciudadanos atenienses, entonces, no laboreaban. Sin embargo, sí trabajaban, concepto que incluía actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades vinculadas a la poesía, el teatro o la música.

Esto que al mundo contemporáneo le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos porque el ocio era visto como skholé, un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero, estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo a otro, sino trabajar y volcar su tiempo a los asuntos de la polis.

En este punto, claro está, el lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo entendido como labour, esto es, trabajar y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del pleno empleo, el derecho al trabajo (labour) o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de formación como ciudadano.        

La consecuencia de esta transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:

“Si interpretamos el ocio como una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de consumo en sí misma”.

Ahora bien, donde el texto deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.

Según el autor, para recuperar el tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la propiedad y de determinados activos.

Así, la distribución del capital rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento ecológicamente sostenible.

Asimismo, haciendo una pirueta teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y deteriora la discusión pública:

“Lo que sí pueden hacer los Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta incrementaría el crecimiento”.

El impuesto a los pasajeros frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas del primer mundo.

En síntesis, Standing hace un llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los conceptos, bien merece una oportunidad.            

 

 

jueves, 28 de noviembre de 2024

Autocracia S.A.: las redes del mal en el siglo XXI (publicado en www.theobjective.com el 23.11.24)

 

Sean comunistas, nacionalistas, teocráticos o monárquicos, los regímenes no liberales forman hoy sofisticadas redes que incluyen estructuras financieras, entramados de servicios de seguridad y expertos en tecnología capaces de proporcionar vigilancia, propaganda y desinformación con un único fin: ganar dinero y sostenerse en el poder. Esa es la hipótesis de Autocracia S.A., el nuevo ensayo de Anne Applebaum, autora de El Telón de Acero, Hambruna roja y Gulag, libro por el cual supo, en 2004, obtener el premio Pulitzer.    

¿Por qué hablar de “autocracias” y no lisa y llanamente de “dictaduras”? Porque a diferencia de las dinámicas que estas últimas adoptaron a lo largo del siglo XX, las primeras actúan como un conglomerado de empresas y no como un bloque homogéneo desde el punto de vista ideológico.

Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua, Angola, Myanmar, Cuba, Siria, Zimbabue, Malí, Bielorrusia, Sudán, Azerbaiyán, y quizás otra treintena de países, serían, según Applebaum, ejemplos de autocracias que no solo tejen redes entre sí sino también con “democracias iliberales” como Turquía, Singapur, India, Filipinas, Hungría, esto es, países que no siempre confrontan con Occidente. Pero no solo eso: lo más escandaloso es que las autocracias también interactúan e influyen en el “mundo libre” gracias a los vacíos legales y las estructuras financieras que les garantizan buenos negocios y, con ello, beneficios personales para los líderes y fortalecimiento interno para el sostenimiento de sus regímenes.  

Sobre la autocracia rusa y el ascenso de Putin, en particular, afirma:

“El teniente de alcalde de San Petersburgo se enriqueció gracias a las empresas de Occidente que compraron las exportaciones, a los reguladores de Occidente que dejaron pasar los contratos irregulares y a los bancos de Occidente que extrañamente no sintieron curiosidad por los nuevos flujos de dinero que entraban en sus cuentas”.

El ejemplo de la Rusia de Putin viene a cuento porque, según la autora, desempeña un rol central en el mundo de las autocracias en tanto creadora del matrimonio moderno entre cleptocracia y dictadura. Asimismo, Rusia sería el país que más activamente intenta perturbar el statu quo de las democracias occidentales financiando ataques y buscando incidir en la política interna de los países sobre los que tiene particulares intereses. Applebaum incluso va más allá y afirma que el propio Trump podría haber recibido financiación directa o indirecta de los rusos a través de oscuros personajes que compraron pisos pertenecientes a los emprendimientos inmobiliarios del flamante presidente electo de los Estados Unidos.

Las redes de las autocracias apuntan, además, a dar una batalla comunicacional que, según la autora, es la principal fuente de bulos y desinformación. Desde canales dependientes del gobierno ruso como RT, hasta la financiación de Telesur por parte del chavismo, pasando por señales del mundo árabe y, ahora, la versión de X con Elon Musk a la cabeza, para Applebaum, todo es parte de un gran dispositivo que, en muchos casos, es adoptado por las derechas occidentales para socavar los gobiernos liberales y/o socialdemócratas de las repúblicas libres.   

Aquí aparece un punto interesante en el libro y es el que refiere al modo en que ha cambiado el escenario en las últimas décadas respecto a la relación entre Occidente y las autocracias. Es que siempre existió una idea asociada al liberalismo clásico de que el libre comercio acabaría siendo una forma más efectiva de influir en las dictaduras y, sin embargo, habría sucedido exactamente lo contrario. Un ejemplo en este sentido es el caso del acuerdo en torno al gasoducto que llevaba el gas desde la URSS a Europa y que estuvo en el eje del conflicto tras la guerra en Ucrania. Lejos de haber desestabilizado a la URSS y, ahora, al gobierno de Putin, los ha fortalecido con dinero fresco y ha significado una dependencia fuertemente condicionante para Europa.

De hecho, Applebaum encuentra una relación de causalidad entre el ascenso de la derecha en Alemania y esta fe ciega en la capacidad aperturista del intercambio comercial:

“El cambio a fuentes de energía más costosas [por el corte del gas desde Rusia] generó inflación. La inflación, a su vez, generó insatisfacción. Esa insatisfacción, agravada por una campaña rusa de desinformación, contribuyó a un brusco aumento del apoyo a la extrema derecha”.

Incluso adoptando una terminología de un autor como Carl Schmitt, a quien Applebaum no dudaría en llamar “nazi”, la autora considera que una excesiva dependencia con Rusia o China supone no solo un riesgo económico para Occidente, sino, sobre todo, un “riesgo existencial”. 

En este contexto, la autora arriesga: 

“Quizá, en el futuro, otras autocracias ofrecerán también esa clase de paquetes. China podría prestarse a invertir en el tipo de régimen adecuado para debilitar la eficacia de las sanciones; Irán podría organizar una revuelta islámica para ayudar a derrocar a un Gobierno democrático inestable; los venezolanos podrían aportar su experiencia en el tráfico internacional de estupefacientes; los zimbabuenses podrían contribuir con el contrabando de oro. Puede que todo esto parezca descabellado, pero no debería. Un mundo en el que las autocracias colaboran para mantenerse en el poder, promover su sistema y perjudicar a las democracias no es una distopía lejana. Es el mundo en el que vivimos ahora”.

 

No conforme con tal temerario diagnóstico, aparece una segunda mención a Trump, en quien, considera, se daría la fusión completa del mundo autocrático y democrático en el caso de que su nuevo gobierno logre dirigir contra sus enemigos a los tribunales y a las fuerzas de seguridad en combinación con ataques a través de redes sociales.

Frente a este escenario, y como suele ocurrir en este tipo de libros, a mitad de camino entre el periodismo y el activismo, hay un último capítulo en el que se intenta responder al interrogante acerca del qué hacer. Allí, insólitamente, Applebaum considera que la multipolaridad y la idea de soberanía son solo excusas creadas por las autocracias para garantizarse impunidad. De aquí que llame a una gran coalición de las fuerzas de los países democráticos que incluya a los ciudadanos que persiguen las ideas de la libertad y los derechos humanos al interior de las autocracias, con el fin de enfrentar esta gran red cuyo enemigo principal son los valores occidentales. Desde distintas estrategias de protesta pasando por bloqueos económicos e intervenciones más o menos directas vía la OTAN, hasta reformas del sistema financiero y la regulación de la IA y las redes sociales bajo la excusa del peligro de la desinformación… todo sería válido frente al poder autocrático.

Para finalizar, digamos que, más allá de la novedad que podría aportar la idea de presentar a los regímenes no liberales como parte de una red cuyo funcionamiento se asemeja más al de empresas que al de los viejos Estados leviatanes, el libro tiene deficiencias. Sobre todo, la imprecisión categorial: dentro del universo de “autocracia” entran un sinfín de países o regímenes completamente diversos, con historias, tradiciones, contextos e intereses inconmensurables. Aun cuando en algún párrafo la autora hiciera la aclaración, a lo largo del libro pareciera que autocracia es todo país que no se adecue a los cánones de las repúblicas liberales occidentales y una definición tan amplia, en el noble intento de hallar patrones o generalidades, acaba aportando confusión.

Más difícil aún se ponen las cosas cuando ese espíritu autócrata también se les adjudica a las derechas de los países occidentales, de modo tal que, en una divisoria groseramente maniquea, Applebaum ubica el Occidente de centro y centro izquierda del lado del bien y a las derechas occidentales, junto a cualquier otro sistema de gobierno no occidental, del lado del mal absoluto, formando parte de esa gran red de ayudas recíprocas con el fin de enriquecerse y eternizarse en el poder. No hace falta abrazar el relativismo para darse cuenta que la evidencia empírica muestra que, lamentablemente, las cosas no son tan simples.  

En este sentido, si lo que se busca son trazos gruesos y reforzar posicionamientos, el libro de Applebaum cumple su cometido. Pero si lo que se pretende es comprender, asumir complejidades y, eventualmente, aprender a convivir con los grises, serán necesarias otras lecturas.    

Las verdades incómodas de Milei (editorial de No estoy solo del 23.11.24)

 

A punto de cumplir su primer año de gestión, el gobierno llega en su mejor momento: superávit fiscal, una macro más ordenada, expectativa de crecimiento para el 2025, inflación perforando el 3%, una reactivación despareja pero reactivación al fin, un blanqueo exitosísimo, un dólar controlado y a la baja con brecha en mínimos históricos, y caída del Riesgo País augurando la posibilidad de volver a los mercados para refinanciar deuda. Ni el más optimista de los libertarios imaginaba este escenario. “Dolor mandriles”, diría el león.  

Asimismo, a la luz de los hechos, se confirma que la desregulación de los alquileres fue una opción superadora a la insólita ley de alquileres que destrozó el mercado y jodió a propietarios e inquilinos. Además, sin represión sino gracias a la interrupción del financiamiento, eliminó el extorsivo corte de calles diario de los piqueteros sin perjudicar a quienes necesitaban los planes. Durante años fue el tema de agenda pública y de repente se acabó, simplemente cortando la intermediación y el chorro de guita que utilizaban los líderes para movilizar a los beneficiarios amenazándolos con quitarles lo que les correspondía. Es incómodo decirlo, pero, en este punto, la derecha tenía razón y los resultados están a la vista. Lo hacían “con la nuestra”.  

Acierta también el gobierno en llamar “periodistas ensobrados” a los periodistas ensobrados. Lo hace de mala manera, generalizando y apuntando, en algunos casos, a aquellos que, simplemente, son menos condescendientes que ese círculo íntimo de periodistas oficialistas que hacen de voceros o presta micrófonos. Si se hiciera sin agravios y mostrando los hilos quedarían todavía más expuestos para aceptar que, siempre en los carriles de un debate respetuoso, la participación pública y la defensa de determinados intereses puede traer como consecuencia la crítica. Hay que bancarse la pelusa. No los aprietes ni las listas negras como las hubo años atrás, en algunos casos, ante el silencio de muchos de estos periodistas (de los ensobrados y los no tanto). Pero sí la crítica: son periodistas, muchachos. No son el médium ni de la verdad ni de la neutralidad. ¿Quieren opinar y bajar línea? Acepten que otros opinen y critiquen la línea que bajan. Si el gobierno va más allá de eso, denúncienlo, pero si se queda en la crítica, no se victimicen, que en la carrera de la victimización hay muchos delante de ustedes y el periodismo tradicional es una de las instituciones/casta con menos credibilidad, desprestigio que han sabido ganar con esmero día a día, por cierto.  

Por último, aun cuando está a la vista que el ajuste no lo ha pagado la casta, lo cierto es que la ciudadanía apoya la quita de determinados privilegios, especialmente a gremios como los aeronáuticos, con algunos referentes que no son Dios pero se creen dueños del cielo y del tiempo de la gente. Lo mismo con esa suerte de título de nobleza/cargo hereditario en algunas dependencias del Estado. Uno entiende el sentido de la medida en su momento, pero los tiempos han cambiado. Que en el fondo el gobierno apunte allí porque su voluntad es atacar lo público y privatizarlo todo, (lo que da déficit y lo que no), no invalida muchos de los señalamientos que realiza. Lo hace con provocaciones y, una vez más, con generalizaciones injustas, pero esos casos existen. Si el gobierno anterior hubiera querido defender lo público, en vez de hacer la vista gorda, debió haber actuado. Pero, claro está, no lo hizo.       

En otros aspectos, en cambio, la actual administración entra como elefante en el bazar y muestra improvisación, sobreideologización, medias verdades y mucho argumento ad hoc. Se vio algo de eso con las universidades cuando buena parte de sus argumentos son atendibles (la denuncia de las cajas políticas, por ejemplo) pero son razones que se esgrimen a cuenta gotas para ganar el debate de la semana ante la ausencia evidente de un plan general para la educación y la ciencia vinculado a un modelo de país.

Más torpe aún es cuando ingresa en debates como los de la literatura presuntamente pornográfica en los colegios secundarios de la provincia de Buenos Aires. No sabemos en qué porcentajes, pero la cruzada anti progre le ha traído una buena cantidad de votos al gobierno, del mismo modo que esa agenda permite entender parte del triunfo de Trump, pero, como suele ocurrir, ha habido una sobreactuación a partir de un par de páginas que, en todo caso, pueden ser de mal gusto o no, pero que han llevado el debate a un terreno superado. Me refiero al de la educación sexual como asunto del Estado o de la familia. Para decirlo brutalmente, las miradas más conservadoras consideran que los temas de la sexualidad son responsabilidad de los padres y la casa, mientras que los sectores más progresistas entienden que la escuela cumple un rol formativo en ese aspecto como lo hace con el resto de las asignaturas. Como suele ocurrir, el debate escondía ese debate más de fondo pero, además, plantea un falso dilema en el que la mayoría no repara. Es que para el progresismo, educación sexual devino sinónimo de ESI. Entonces el falso dilema es: conservadurismo de dinosaurios o ESI. Y se puede decir que no a ambas cosas, es decir, alguien podría defender la educación sexual en los colegios y sin embargo poner en tela de juicio al menos parte del contenido woke de la ESI. De hecho, antes de la ESI también existía educación sexual. Pero es más simple plantear el debate en términos de viejos vinagres contra espíritus libres progres que vuelven a su lugar más confortable y denuncian “censura”. Bienvenido sea ese retorno, por cierto, porque en los últimos años, quienes persiguieron, cambiaron los planes de estudios, se preocuparon por cómo debíamos hablar, modificaron frases, argumentos y finales de obras clásicas, reescribieron la historia a piacere, cancelaron gente y censuraron libros en función de la moral del autor, no fue la derecha, ni fue la Iglesia: fue el progresismo. Ahora hace falta que vuelva a ser rebelde, aunque algunos signos muestran que para eso falta tiempo. Imaginen: el presidente anarco capitalista entra a los actos cantando La Renga y la principal candidata opositora con los pibes para la liberación, deja las banderas rojas y negras del Indio y las reemplaza por “Es mi fanático, me vuelve loca, toda la noche me sueña y se toca” de Lali Espósito. ¡Cosas veredes, Sancho!    

Llegamos finalmente a la insólita idea de la creación del “brazo armado” del mileismo con aclaración posterior de que no se trataba de un escuadrón parapolicial sino de una metáfora: “el brazo armado con celulares”, en la línea ya algo pasada de moda de las interpretaciones naif respecto del rol de la tecnología y las redes. Recuerdo incluso que ya sonaba vetusto cuando Durán Barba y Santiago Nieto publican La política en el siglo XXI en 2017 y en la edición argentina incluían una mano sosteniendo un celular en la tapa. Es que entre la revolucionaria primavera árabe y los algoritmos de Facebook fomentando la polarización y siendo partícipes necesarios de genocidios, tal como mencionábamos días atrás leyendo Código Roto de Jeff Horwitz, ha pasado poco tiempo, (algo más de 10 años), pero muchas cosas. Agreguemos a esto la controversia actual en torno a X (ex Twitter), con medios como The Guardian o La Vanguardia abandonando sus cuentas después de aducir que, con la llegada de Musk, la red devino difusora de las ideas de ultraderecha.

Y sí, efectivamente, no solo en Twitter, hoy parece haber un retroceso a nivel político, cultural y social de las ideas progresistas que dominaban la discusión hace apenas 5 años atrás. Si esta huida hacia “espacios seguros”, tan propia del progresismo, supondrá algún cambio, no lo sabremos, aunque sospechamos que solo generará más cámaras de eco y más polarización.  

En síntesis, forzando la interpretación pareciera entonces que “el brazo armado con un celular” es dar una batalla cultural en redes denunciando marxismo por todos lados contra progresistas que acusan de fascismo todo lo que no sea progre.

Veremos qué deparará el futuro, aunque ya hemos visto que las tendencias son cambiantes y que lo que retorna, nunca retorna igual.              

 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Herejía: la leyenda negra del cristianismo (publicado el 13.11.24 en The Objective)

 Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia “en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad”, existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como “cristianismo primitivo” y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

“Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia”.

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos “otros” Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra “herejía” una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra “herejía” tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de “veneno”.     

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, “racionales”, de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios. En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran “materia corriente” en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran “trucos” que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas “versiones alternativas”, las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios “oficiales” con estos otros relatos como si la decisión de elegir unos por sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, “razones políticas” y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los “otros” Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.