miércoles, 30 de diciembre de 2020

La era de la meritocracia negativa (publicado el 19/8/20 en www.disidentia.com)

 

Las acciones afirmativas que favorecen a determinados grupos brindando cupos, subsidios, escaños, etc., suelen ser vistas como una afrenta a la meritocracia. Quienes son críticos de este tipo de iniciativas advierten que detrás de una causa noble de pretendida igualación, se acaba estigmatizando al favorecido porque se le quita la posibilidad de alcanzar un determinado status en función de su propio mérito. Incluso miembros de algunos de los colectivos seleccionados, como podrían ser los negros, los indígenas o las mujeres, muchas veces son críticos de este tipo de políticas que son cada vez más frecuentes aun en repúblicas liberales.

Del otro lado, quienes abogan por ellas, entienden que las acciones afirmativas que, por ejemplo, pudieran garantizar que las mujeres ocuparan la mitad de los escaños del congreso, que algunas comunidades indígenas accedan a la propiedad colectiva de la tierra o que la comunidad negra tenga un cupo para el ingreso a las universidades, son necesarias para garantizar la igualdad de oportunidades. Si bien hay distintos argumentos y el espectro ideológico que las impulsa es vasto, en general se coincide en que, para que la carrera meritocrática sea justa, todos deben comenzar desde el mismo lugar y esto solo se puede lograr con políticas públicas que intervengan y pongan en pie de igualdad a todos los participantes. En lo personal, no tengo dudas que, en sociedades tan desiguales, una gran mayoría de los habitantes de la tierra comienza a correr la carrera desde posiciones enormemente desfavorables. Sin embargo hay quienes advierten que antes que tratar de igualar al inicio para que la competencia sea justa, lo que hay que poner en tela de juicio es la noción misma de meritocracia porque se asocia al individualismo liberal. Tampoco tengo dudas en que esa asociación sea correcta pero quisiera en estas líneas indagar hasta qué punto las propuestas presuntamente alternativas generalmente impulsadas por el pensamiento de izquierda están ofreciendo una transformación concreta de la lógica meritocrática. En otras palabras, ¿la alternativa a la meritocracia es una propuesta que elimina la competencia salvaje y el atomismo?

Veámoslo con un ejemplo: un inmigrante africano escapa de la miseria y de la persecución en su tierra natal y logra ingresar clandestinamente e indocumentado a un país europeo. Es negro. A semanas de establecerse en un barrio marginal, no tiene trabajo, y junto a una compañera, también negra e inmigrante indocumentada, salen a robar a un barrio acomodado de la capital aprovechándose de una señora mayor a quien intentan quitarle su cartera. Ella se resiste pero ellos acaban logrando su cometido con una cuota de violencia desmedida que supone golpes varios a la señora. Finalmente dos patrullas de policía se acercan al lugar y, tras una breve persecución callejera, logra apresarlos golpeando a ambos. El episodio es captado por un ciudadano desde la ventana de su casa y subido a las redes. En ese momento, los hechos pasan a un lugar secundario y el debate público se transforma en una competencia: se dice que los agresores son víctimas del sistema por ser negros, inmigrantes, indocumentados, pobres y por haber sido golpeados por la policía; sin embargo, el varón es victimario por haber realizado un acto encuadrable en la violencia de género y la gerontofobia; en el caso de su compañera, es victimaria por realizar un acto gerontofóbico pero no por violencia de género; la señora es víctima por ser mujer y por tener más de 70 años pero es victimaria por ser blanca y rica y más victimaria aun porque es de derecha y en su alegato culpa del acto a la política migratoria abierta. Los policías han recibido varios golpes en el acto de resistencia de la pareja, de modo que los golpes del ladrón varón hacia la mujer policía podrían ubicarla como víctima de violencia de género pero ella también es victimaria porque golpeó a la mujer que había robado y ambos policías son victimarios, además, porque representan al Estado; doblemente victimario, a su vez, es el varón policía que golpeó al varón que es ladrón, pero también víctima, y a la mujer, que es doblemente víctima.

El episodio recién descripto es hipotético y si se parece a algún caso existente es pura coincidencia. Con todo, en la era donde lo que interesa es la identidad de los intervinientes antes que las acciones, representa el tipo de debate público que suele darse en torno a casos que toman trascendencia.

¿Ha intervenido en esta descripción el mérito? En ningún momento. Sin embargo, la lógica es la misma. En otras palabras, existe una estructura que plantea la existencia de una carrera en la que los participantes compiten. Por supuesto que no lo hacen en función del mérito sino en función de su carácter de víctima. El valor está puesto, entonces, ya no en una serie de acciones merituables o sí pero en todo caso se trata del mérito de sufrir o haber sufrido un padecimiento.

En el marco de lo que algunos denominan “cultura del victimismo” y que hemos comentado aquí mismo tiempo atrás, entonces, la competencia no se elimina y la meritocracia estrictamente no desaparece sino que deviene meritocracia negativa, mérito de la falta. A propósito, y para graficar este punto, viene al caso un pasaje del libro del italiano Daniele Giglioli, Crítica de la víctima: [se] inaugura (…) el siniestro fenómeno que Jean-Michel Chaumont ha denominado “la competición de las víctimas”, la pugna por el primado del sufrimiento, las macabras disputas entre los golpeados. Nuestro genocidio fue peor que el vuestro; el nuestro es el único verdadero, y no tenéis derecho a compararos con nosotros; el nuestro empezó antes; el nuestro duró más tiempo; no os es lícito hablar del vuestro porque no condenáis suficientemente el nuestro; el nuestro se llevó a cabo con gas; el nuestro, con machetes; el nuestro, por motivos ideológicos; el nuestro, con fines de explotación económica”.

 Creo que no hace falta decir lo que significa para las verdaderas víctimas ser sometidas a esta suerte de competencia nefasta por desentrañar cuál de todas tiene la potestad para erigirse como tal. Pero más doloroso resulta saber que la competencia es salvaje dado que el modelo de la meritocracia negativa premia al triunfador con la impunidad del decir y del hacer, y con un acceso directo a la verdad en tiempos donde, dicen, la verdad ya no existe más. Asimismo, la competencia es enormemente salvaje también porque como lo que está en juego son las identidades antes que las acciones, el ser, antes que la existencia, quien logre triunfar en la carrera lo hace, en algún sentido, para siempre. Si no importa lo que se hace, sino lo que se es, basta con mostrar que determinada identidad es la que más ha padecido para alcanzar un espacio incontrovertible. En el libro citado, Giglioli lo dice así: “En su erigirse como una identidad indiscutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nadie pueda disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo propietario”.

De aquí se seguiría, entonces, una doble curiosidad para aquellos pensamientos de izquierdas que promueven este tipo de perspectivas: por un lado, perpetúan la estructura competitiva y salvaje de la meritocracia aunque, en este caso, acaban imponiendo esa lógica a grupos y a individuos a los que se pretende proteger; y, por otro lado, al poner el énfasis en las identidades, acaban sustanciando la idea del individualismo propietario que intentan socavar.

Con todo, por supuesto, las contradicciones no son solo de las izquierdas. De hecho, buena parte del pensamiento de derecha ha mutado y ha ingresado en la lógica de la meritocracia negativa obteniendo, en algunos casos, buenos resultados electorales aunque, muchas veces, a cambio de haber resignado buena parte de sus principios. Pero hoy también la derecha ingresa al debate público postulándose como víctima: víctima de la inmigración, del Estado, del populismo, de la delincuencia, de los pobres, etc.

Hay muchas formas de caracterizar el clima de época pero la enorme confusión en el plano de las ideas y las acciones es una marca que no se puede dejar de soslayo.  

Capitalismo, control y victimismo acreedor (publicado el 17/9/20 en www.disidentia.com)

 

“El hombre ya no es el hombre encerrado sino el hombre endeudado” afirmaba el filósofo francés Gilles Deleuze en un brevísimo artículo del año 1990 titulado “Posdata sobre las sociedades de control”. Allí, lo que el autor de Mil Mesetas y El Anti-Edipo intentaba significar era que estábamos ingresando en una era del capitalismo que reemplazaría a las sociedades disciplinarias por las sociedades de control para inaugurar un nuevo tipo de subjetividad. Lo que comenzaba a ser una realidad treinta años atrás se ha efectivizado en las décadas posteriores y probablemente tenga una aceleración vertiginosa pospandemia. Pero aclaremos mínimamente algunas de las categorías mencionadas. Cuando se habla de “sociedades disciplinarias” se hace referencia al término que encontró otro filósofo francés, Michel Foucault, para describir a las sociedades que se estructuraron hasta bien ingresado el siglo XX a partir de instituciones disciplinarias como la familia, la escuela, la universidad, el servicio militar, la fábrica, el hospital, la cárcel, etc. Se trata de instituciones de encierro donde se cumplían horarios y reglas en un territorio compartimentado para generar cuerpos dóciles. Pero a partir de las últimas décadas del siglo XX, si bien estas instituciones no desaparecieron, se transformaron radicalmente. Por citar algunos ejemplos actuales, el teletrabajo ha roto completamente la dinámica de trabajo en una fábrica; lo mismo podría decirse de los hospitales cuando observamos que la medicalización de la vida es un hecho que no necesita de las cuatro paredes de la institución o cuando asistimos a consultas vía Skype y recibimos recetas por whatsapp; para finalizar, digamos que la educación avanza cada vez más hacia la no-presencialidad y que, en cárceles superpobladas o con riesgos de contagios, los dispositivos electrónicos en forma de pulseras, etc., permiten tener control sobre el que debe cumplir una pena.

A priori estos cambios parecen suponer un mayor espacio de libertad: ¿no es beneficioso poder trabajar o estudiar desde casa y evitar ir a un hospital? Todo pareciera indicar que sí. Sin embargo, el paso de una sociedad disciplinaria a una sociedad de control supone una transformación profunda que merece un análisis más detallado. Volvamos al ejemplo del trabajo. Después de algunas conquistas básicas, el obrero clásico que iba a una fábrica trabajaba, digamos, 8 horas en un determinado horario, cumplía una función específica, tenía vacaciones pautadas, etc. El teletrabajador de hoy, en cambio, no tiene horario, siempre está a mano de su jefe a través del teléfono celular y se encuentra sometido a un mercado laboral con exigencias de productividad enormes. Esto muestra que las instituciones disciplinarias, aun con su efecto sobre la subjetividad y sobre los cuerpos, estaban acotadas en el tiempo y en el espacio. Se era “disciplinado” desde el momento en que se entraba al espacio físico de la fábrica hasta que el obrero se retiraba. Luego el disciplinamiento cesaba más allá de que probablemente después la persona ingresara a otra de las instituciones mencionadas. Pero en todo caso había un entrar y un salir. La sociedad de control, en cambio, actúa todo el tiempo, no permite que se salga nunca. El teletrabajador debe estar disponible las 24 horas, los 7 días de la semana porque probablemente trabaje por objetivos. Esa disponibilidad no está vinculada a un espacio físico: puede teletrabajar desde una computadora en cualquier lugar del mundo pero está “controlado” constantemente. El vínculo con el control no cesa: siempre se puede estar trabajando, la formación académica va agregando postítulos al infinito, la medicalización está presente desde pequeños y en todo momento debemos estar tomando alguna pastilla porque algo no anda perfectamente, etc. Siempre falta algo. De aquí que Deleuze indique que en las sociedades disciplinarias había un “sobreseimiento aparente” que se daba en aquellos momentos en que se pasaba de una institución a otra pero en las sociedades de control lo que hay es una “moratoria ilimitada”.

A su vez, como decíamos al principio, según Deleuze, estos cambios van de la mano de una transformación al interior del capitalismo. En sus propias palabras: “el capitalismo del siglo XIX es de concentración, para la producción, y de propiedad. Erige pues la fábrica en lugar del encierro, siendo el capitalista el dueño de los medios de producción (…) En cuanto al mercado, es conquistado ya por especialización, ya por colonización, ya por baja de los costos de producción. Pero, en la situación actual, el capitalismo ya no se basa en la producción (…) Es un capitalismo de superproducción. (…) Lo que quiere vender son servicios, y lo que quiere comprar son acciones. Ya no es un capitalismo para la producción, sino para el producto, es decir para la venta y para el mercado. Así, es esencialmente dispersivo, y la fábrica ha cedido su lugar a la empresa”.

Dicho esto, podemos comprender mejor la frase con la que comenzamos: los hombres que durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX fueron moldeados por instituciones disciplinarias fueron “hombres encerrados”. Los hombres de hoy no están encerrados pero eso no los hace más libres. El hombre de hoy está controlado por la falta, el incumplimiento que, por definición, no puede saldarse. Si al hombre encerrado lo identificaba una firma y un número de documento, al actual lo identifica un número de tarjeta de crédito. Por ello, el de hoy es un “hombre endeudado”.

A propósito de esto, el sociólogo y filósofo Mauricio Lazzarato, en su libro La fábrica del hombre endeudado, advierte sobre el modo en que los Estados nacionales cada vez adquieren más deuda y cómo ello condiciona sus políticas públicas y su soberanía. Sin embargo, va un paso más allá y afirma que la idea de “deuda” es, además, esencial para comprender el proceso de subjetivación que propicia esta nueva etapa de capitalismo financiarizado. De hecho, Lazzarato, siguiendo a Nietzsche, afirma que la relación social básica que se establece para constituir una sociedad no tiene que ver con el intercambio interesado entre iguales sino con la relación entre acreedor y deudor. Así, Lazzarato denuncia que nuestra sociedad está estructurada a partir de un origen asimétrico donde ya había una relación de poder. Según lo indica en la página 37 del libro citado: “el crédito o deuda y su relación acreedor-deudor constituyen una relación de poder específica que implica modalidades específicas de producción y control de subjetividad (una forma particular de homo oeconomicus, el “hombre endeudado”)”.

Ahora bien, desde mi punto de vista, una de las pruebas más evidentes del modo en que esta lógica acreedor-deudor ha constituido subjetividades y ha estructurado nuestras sociedades podría observarse en lo que se conoce como “cultura victimista”, categoría que hemos trabajado aquí en artículos anteriores desde diferentes aristas. Pero hay una dimensión distinta sobre la que quisiera enfocarme hoy, esto es: la lógica de la víctima-victimario también se expresa en términos de acreedor y deudor. Porque es la presunta víctima la que se posiciona en el lugar del acreedor y le exige al presunto victimario una deuda que muchas veces se cuantifica económicamente pero que sobre todo funciona como una deuda moral que, por definición, resulta eterna e impagable. Las comunidades indígenas que reclaman por tierras o incluso por probados genocidios ocurridos hace quinientos años se posicionan frente al victimario como acreedores de una deuda que, en el fondo, no se puede pagar. Con esto no pretendo negar ningún genocidio ni desacreditar el reclamo a priori. Simplemente se trata de mostrar un buen ejemplo del modo en que las deudas infinitas están detrás de muchos de los conflictos actuales, en este caso específico, el que se da a partir de quienes dicen ser representantes de aquellos que fueron víctimas reales hace siglos y reclaman una deuda a unos supuestos herederos que, con aquellos victimarios, apenas si comparten un color de piel y una religión (aunque a veces ni siquiera eso). Por otra parte, con reclamos que también pueden rastrearse algunos siglos atrás pero que continuaron teniendo mucha visibilidad bien entrado el siglo XX, el feminismo y la comunidad negra, por ejemplo, también exigen a los varones y a los blancos respectivamente una deuda por injusticias del pasado pero también por privilegios del presente. Y naturalmente la lista podría continuar con las distintas minorías más o menos visibles.

La relación acreedor-deudor cuadra perfectamente en la cultura victimista pues, como el propio Lazzarato recuerda, Nietzsche, en su Genealogía de la moral, nos advierte que el concepto “Shuld” (culpa), fundamental para la moral, está íntimamente relacionado con el concepto “Shulden”, esto es, “deudas”, cuyo sentido es más económico y “material”. De aquí que, por ejemplo, el escritor búlgaro, Tzvetan Todorov en una entrevista publicada el 11 de junio en letraslibres.com, afirme: “Últimamente el papel de la víctima ha cobrado mucha relevancia, lo que resulta paradójico. Nadie quiere ser víctima, pero se quiere pertenecer simbólicamente al grupo de las víctimas, porque eso te abre una especie de línea de crédito infinita, inagotable. Siempre puedes realizar una reivindicación en nombre de la injusticia pasada” [el subrayado es mío].

 ¿Qué es lo que se observa entonces? Que se produce un vínculo victimario-culpa-deuda que se va a oponer a la víctima-acreedora para establecer ya no un nuevo contrato social entre iguales sino una nueva relación de poder asimétrica que pretende moldear nuevas subjetividades aunque sin salirse del modelo. Quienes son identificados como el grupo victimario se transforman en culpables esenciales y como lo que los identifica como victimarios es una identidad (ser blanco, varón, etc.) esa culpabilidad se transmite generacionalmente incluso a quienes todavía no han nacido. De aquí se sigue que poseerán una deuda que los afecta hoy pero también mañana. Y sobre este punto quiero hacer énfasis porque se trata de una inversión del mismo modelo. No de una alternativa. No hay deconstrucción de la lógica acreedor-deudor y es por ello que este tipo de reclamos expresado de esta manera ha encajado muy bien en el contexto de las sociedades de control del capitalismo financiarizado aun cuando hoy sea una bandera de las izquierdas. Lo que se ha invertido es quién puede enarbolar su rol de acreedor. Los grupos que tradicionalmente fueron segregados injustamente y sobre los que se hacía pesar una deuda injustificada ahora se posicionan en el lugar de acreedor y reclaman una deuda. En otro momento podremos discutir los límites de esos reclamos, algunos de los cuales, por cierto, son más que pertinentes pero si las sociedades continúan estructurándose en la lógica acreedor-deudor, independientemente de quién esté de cada lado, podrá haber avances y reparaciones pero también nuevas injusticias y, por lo tanto, nuevos conflictos.    

La paradoja del victimismo (publicado el 9/7/20 en www.disidentia.com)

 

Prácticamente toda discusión pública en la actualidad se expresa en términos de víctimas y victimarios. Las mujeres dicen ser víctimas de los varones, los negros de los blancos, los homosexuales de los heterosexuales, los nativos de los conquistadores, los discapacitados de los no-discapacitados, los inmigrantes de… La lista podría continuar. Sin duda que hay hechos y razones para justificar esta perspectiva. El mundo ha sido y es una fábrica de víctimas y en muchos casos esa condición se vincula a la pertenencia a determinados colectivos pero pareciera que desde hace ya unas décadas vivimos en el marco de una “cultura del victimismo”. Hay varios autores de distintas tradiciones que vienen advirtiendo esto especialmente en la medida en que las reivindicaciones de las izquierdas a lo largo del mundo han adoptado las agendas identitarias en detrimento de las disputas de clase pero hoy quisiera detenerme en un libro publicado en el año 2014. Su nombre es Crítica de la víctima y su autor es el italiano Daniele Giglioli.

El título no debe entenderse como un juicio de valor contra las víctimas reales sino como un intento por reconocer cuáles son las características de esta cultura del victimismo y establecer una delimitación entre las víctimas reales e imaginarias.   

El primer párrafo del libro es bastante elocuente y deja una enorme cantidad de elementos para discutir:

“La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido”.  

¿Qué quiere significar Giglioli con esta idea de que ser víctima confiere una identidad? Se trata de un signo de los tiempos y de otra de las características que muestra la transformación de las izquierdas después de la caída del muro: es que la clásica pregunta por el “qué hacer”, una pregunta cuya respuesta siempre tenía que ver con una acción transformadora del mundo, hoy ha sido reemplazada por el “qué soy”. El “qué hacer” nos lleva hacia afuera y hacia la acción; el “qué soy” nos lleva a la introspección y a indagar en el terreno de las propiedades atribuibles al sujeto, a algo ya dado. Del “qué hacer” puede venir una revolución; del “qué soy” pueden derivar muchas cosas pero también un manual de autoayuda.

En este sentido no es casual lo que muchos señalan en relación al regreso de la perimida idea de “delitos de autor”, esto es, delitos donde no se juzga la acción en sí sino las características de quien la realiza. Para los nazis, ser judío era un “delito anterior” a cualquier acción que un judío pudiera realizar. Y hoy volvemos a ser testigos de situaciones en las que antes que evaluar qué delito se cometió nos preguntamos qué es quien lo cometió y qué es quien lo padeció. ¿Es un varón o una mujer? ¿Un negro o un blanco? ¿Un hetero o un gay? ¿Un indígena o un descendiente de conquistadores? El qué hizo queda en un segundo plano.

De esto se sigue un elemento central que todavía no hemos mencionado: la cultura del victimismo supone que la condición de ser víctima o victimario no es circunstancial sino esencial. No se es víctima o victimario por algo que se haya padecido o se haya realizado sino que, a priori, en función de a qué identidad se pertenezca, se forma parte del bando de las víctimas o de los victimarios. Si usted ha nacido en una familia de buen pasar, es un varón blanco, heterosexual y occidental cumple con todas las condiciones para ser un victimario esencial. Sus privilegios pueden incluso determinarse a priori y este es un punto a tener en cuenta porque, como indica el propio Giglioli, dado que el concepto de “culpa” se ha secularizado para devenir “deuda”, el castigo que debe recibir el privilegiado/victimario esencial es una deuda eterna. Juega aquí también esta particular concepción por la cual la condición de víctima y victimario se transmite de generación en generación a tal punto que hoy alguien puede sentirse víctima de lo que padeció un ancestro de su comunidad 600 años atrás. Estos reclamos buscan, claro está, efectivizarse jurídicamente o en políticas públicas pero la idea de la existencia de victimarios esenciales con deudas, por definición, inextinguibles, permite comprender por qué muchas de las disputas de la actualidad se dan más en internet que en la justicia. Lo que sucede es que la justicia puede demostrar que una denuncia es falsa o aun cuando demostrara que la denuncia en cuestión es verdadera, impondría una pena proporcional al delito. Esto demostraría que todo individuo agresor no es un victimario esencial sino un victimario circunstancial que debe cumplir una pena que, aun cuando fuera extensa, tiene un límite en el tiempo. En cambio, cuando las acusaciones, denuncias, etc. se dan en redes sociales o se replican en portales, el señalado pierde su presunción de inocencia y automáticamente se le impone de hecho una pena que no tiene proporción. Es una pena eterna porque quedará en el mundo virtual por siempre como merece quien es considerado un victimario esencial. Si su ser es el de un victimario esencial, usted tiene una deuda impagable y le corresponde una pena eterna. Por eso hoy en muchos casos la lucha se da menos en sede judicial que en la edición de wikipedia.       

Volviendo al primer párrafo citado de Giglioli y en conexión con lo que estamos desarrollando, aparece la cuestión de cómo juega la problemática de la verdad en esta cultura del victimismo. El italiano entiende que cuando alguien adquiere el status de víctima queda inmune a toda crítica. Efectivamente, siempre ha sido así. Incluso está extendida la idea de que “a una víctima se le perdona todo” y no hay discusión racional posible allí. Esto se ve muy claro cuando un funcionario lleva a la televisión datos de que bajó la delincuencia pero enfrente le ponen al familiar de una persona, que acaba de ser asesinada, llorando y pidiendo soluciones a lo que lamentablemente no tiene solución. Aquí se muestra que, aunque a todas luces se trata de una falacia, la condición de víctima acaba estableciendo una especie de relación directa con la verdad. Y esto resulta bastante paradójico para tiempos posmodernos donde nos dicen que todo es relativo, que toda mirada es una perspectiva, que los grandes relatos han caído, etc. En realidad, la estructura de los grandes relatos, de la verdad con mayúscula, de Dios, etc. no ha sido reemplazada y eso no es ni bueno ni malo en sí mismo. Necesitamos creer en algo aun en los tiempos donde decimos no creer en nada. Y en aquello en lo que creemos es en la víctima real o en cualquiera que asuma públicamente su condición de víctima. Giglioli lo dice así: “Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca”.

Esto también explica esta suerte de abrazo colectivo inmediato que recibe quien es, o dice ser, víctima. Por supuesto que no niego la enorme solidaridad humana pero no perdamos de vista que apoyando a quien aparece como víctima muchos buscan, más bien, tener garantía de verdad, tener garantía de estar en el lugar correcto en un mundo donde todo es líquido. No lo hacen por ayudar al que padece. Lo hacen por ellos mismos, más por debilidad que por empatía. Así dicen cosas como “ante la duda estoy con la víctima” o “hay que acompañar a la víctima hasta que se expida la justicia”. Claro que es la justicia la que finalmente determina quién es la víctima y quizás quien decía ser víctima es el victimario. Pero eso es un detalle cuando el yo necesita aferrarse a alguna certeza. Aun cuando la víctima no sea tal, lo que importa es que, si aparece como tal, se garantiza inmunidad y relación directa con la verdad. No sólo para ella sino también para todos los que la apoyen. En ese sentido, la víctima es un Dios de los tiempos seculares.   

Y como cuando hablamos de “verdad” hablamos también de “poder” quisiera culminar con un breve desarrollo a partir de esta frase de Giglioli: “La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder”.

Efectivamente, la cultura del victimismo está erigiendo una nueva forma de poder irresistible, un poder total que anula todo debate porque habla desde una verdad presuntamente inapelable. Este nuevo poder es tan arrasador que hasta los propios poderosos adoptan el lenguaje de la víctima para poder legitimarse. En un nuevo síntoma de este giro de la tradición cínica que, como diría el filósofo alemán, Peter Sloterdijk, ya no se ejerce contra sino desde el poder, hoy podemos escuchar a millonarios europeos decir que son víctimas de los inmigrantes africanos; o a individuos que pertenecen a algunas de las minorías antes mencionadas presentarse como víctimas de un sistema que los ha ubicado en la elite mundial económica, social, cultural, artística y políticamente hablando.    

Esto muestra que, paradójicamente, la retórica del victimismo no está empoderando a las verdaderas víctimas sino generando una competencia en la cual las viejas elites se acomodan y absorben a las figuras emergentes con discurso rebelde en la medida en que entienden que esas reivindicaciones no ponen en tela de juicio sus privilegios de clase.  A propósito de los liderazgos y los referentes, el propio Giglioli recuerda que, cuando Freud hablaba de la psicología de las masas, resaltaba que lo que atraía de los grandes líderes era su potencia; hoy en día se da exactamente al revés: se celebra la impotencia, el padecimiento. No liderará quien haya realizado una acción encomiable sino quien haya padecido una acción aberrante.

De aquí que el italiano se anime a afirmar que nunca hemos vivido tiempos tan contrarrevolucionarios. Es que la idea de revolución estuvo asociada siempre a valores modernos como el sujeto activo, la responsabilidad, la potencia, mientras que la posmodernidad viene a realzar sus opuestos: identidad anclada en el padecimiento propio o ancestral, pasividad e impotencia, ausencia de responsabilidad, etc. Si la modernidad, de la mano del prusiano Immanuel Kant, era una apuesta por abandonar la minoría de edad, la posmodernidad parece una era en la que volvemos a pedir tutelaje y donde se nos pretende anclar en la cárcel de una identidad fija predeterminada por un padecimiento como si lo que somos y nuestro destino estuviera marcado para siempre. 

Un clima de época en el que el “qué hacer” es reemplazado por el “qué soy”, con un mundo que se divide entre víctimas y victimarios esenciales y una verdad irresistible accesible sólo a los que han padecido una injusticia, avanza a pasos acelerados. El cambio cultural se percibe y comienza a tener incidencia directa en diseños institucionales y en políticas estatales. Se auguran tiempos conflictivos pero sobre todo tiempos paradójicos en los que el triunfo de la cultura victimista podrá ser una buena noticia para algunos pero nunca lo será para la inmensa mayoría de las verdaderas víctimas.       

El discurso progresista de la ultraseguridad (publicado el 6/8/20 en www.disidentia.com)

 

Más allá de que sea un lugar común afirmar que ya no hay derechas ni izquierdas, existe un acuerdo en torno a que determinadas agendas, categorías y enfoques pueden ubicarse dentro de un universo amplio de derecha o de izquierda. La cuestión de lo que se conoce como “seguridad”, por ejemplo, suele ser una de las grandes preocupaciones de la derecha y en sus versiones más radicalizadas la respuesta que se da desde aquel espectro ideológico es una respuesta punitivista que puede ir desde exigir militarizar vecindarios y llenar de cámaras de seguridad para controlar comportamientos sospechosos, hasta llamar a la sociedad civil a armarse en defensa propia. Frente a esta mirada, en general, las izquierdas, o los progresismos, al enfocar el delito como una consecuencia social de la desigualdad, entienden que la respuesta punitivista no es la solución y que la mejor manera de combatir el delito es crear una sociedad más igualitaria. Por supuesto que en el medio hay decenas de matices pero esta caracterización puede servir a manera de presentación esquemática.

Dicho esto, pareciera que, en un sentido, la cuestión de la “seguridad” es solo un tema de la derecha, una preocupación de burgueses asustados que protegen su propiedad y que, en todo caso, para la izquierda, la “seguridad” como tal no está en la agenda sino como un sucedáneo del problema de la desigualdad.

Sin embargo, quisiera utilizar estas líneas para observar de qué manera el paradigma de la seguridad punitivista que suele endilgárseles a las derechas también se encuentra presente en las izquierdas de una manera solapada. Para ello me serviré del diagnóstico realizado por los estadounidenses Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, psicólogo cognitivista el primero y abogado el segundo, en un libro que en 2019 se tradujo al castellano como La transformación de la mente moderna.         

El contexto en el cual se desarrolla la investigación es el auge de la cultura de la cancelación en las universidades estadounidenses que luego se exporta a Europa y al resto del mundo. Desde la perspectiva psíquica pero también moral y legal en torno al modo en que estas prácticas afectan la libertad de expresión, los autores repasan con enorme cantidad de ejemplos y documentación una serie de casos en los que los alumnos agreden y censuran a oradores, exigen que se retiren autores de los planes de estudios y presionan a autoridades y a miembros de la comunidad universitaria para que se adecuen a ciertos cánones incluidos dentro de lo que llamaríamos “la corrección política”. De hecho, los autores llevan contabilizado que, desde el año 2000 hasta la fecha de publicación del libro, hubo 379 intentos de retirar invitaciones a oradores en universidades de Estados Unidos. Y algo peor: el 46% de esos intentos fue exitoso y un tercio del 54% que logró dar la conferencia tuvo que hacerlo en medio de escraches y perturbaciones varias.  

La hipótesis del libro es que hay tres grandes ideas que están interfiriendo en el desarrollo social, emocional e intelectual de los jóvenes: “lo que no te mata te hace más débil”; “confía siempre en lo que sientes”; “la vida es una batalla entre buenos y malos”. Asimismo, detrás de cada una de estas ideas se esconden tres grandes falsedades: la supuesta fragilidad de los jóvenes; la exaltación de lo emocional por sobre lo racional y una lógica binaria impulsada por las redes sociales y los algoritmos por la cual no hay matices y, si no eres mi amigo, eres mi enemigo.

Pero lo interesante del libro es que estas grandes ideas equivocadas basadas en tres falsedades han dado lugar a lo que los autores llaman “cultura de la ultraseguridad” (safetyism). En otras palabras, si creemos que por ser jóvenes somos frágiles, que todo lo que expresan nuestras emociones es verdadero y que el mundo está habitado por un montón de gente que solo busca hacernos daño porque es mala, lo que necesitamos es un ámbito de ultraseguridad, una extrema protección frente a un entorno hostil. Lo curioso es que esta creencia está tan extendida entre los jóvenes que una encuesta del año 2017 mostró que el 58% de los alumnos universitarios estadounidenses no quiere estar expuesto a ideas intolerantes u ofensivas y que, dentro de ese espectro, un 63% se identificaba con ideas progresistas pero también hubo un 45% que se identificaba con ideas conservadoras.  

Pero ¿por qué hablar de ultraseguridad? La pregunta viene al caso ya que, en general, los actos de cancelación o escraches suelen basarse en la supuesta ofensa que podría suponer la presencia o la obra de un determinado personaje. Así, por ejemplo, alguien podría decir que hay que quitar de exhibición una película clásica en la que existen protagonistas o enfoques racistas porque ello ofende a la comunidad negra.

Sin embargo, Haidt y Lukianoff afirman que, antes que la ofensa, la novedad de estos tiempos es que la necesidad de censura se expresa en términos de falta de seguridad.  

De hecho, la cultura de la ultraseguridad es el producto de una serie de deslizamientos del concepto de seguridad. Por un lado es un desplazamiento hacia ámbitos que van más allá de sus límites porque acaba equiparando la incomodidad emocional con el peligro físico; y, por otro lado, un desplazamiento en lo que refiere al criterio de validación: de un criterio objetivo a otro subjetivo. Daré algunos ejemplos para que se pueda comprender mejor.

Sobre el primer desplazamiento, que vaya un orador a la universidad a afirmar cosas con las que alguien desacuerda, aparece como un riesgo psíquico-físico. Por lo tanto, que alguien diga lo que no quiero oír o contradiga lo que pienso ya no ofende: genera inseguridad. O en todo caso ofende pero porque antes genera inseguridad. La idea de estar a salvo se extendió a estar a salvo de quien piensa distinto y, en este sentido, no debe sorprender que sea común que las universidades estadounidenses hayan implementado los denominados “espacios de seguridad”, esto es, salas a las que asisten los alumnos cuando, por ejemplo, visita la universidad algún orador que los incomoda. Haidt y Lukianoff mencionan un caso donde la sala contenía galletas, libros para colorear, pompas de jabón, manualidades infantiles, música relajante y un video con marionetas que jugaban además de trabajadores de la universidad especialistas en traumas. Una alumna refugiada en un espacio seguro dijo: “me sentía bombardeada por muchos puntos de vista que van contra mis creencias más profundas y arraigadas”. En esta línea, dos ejemplos más. Por un lado, las universidades empiezan a implementar oficinas de Atención contra Prejuicios donde los estudiantes pueden denunciar a compañeros, docentes o autoridades por comentarios que ellos juzguen prejuiciosos y que se hayan realizado en el ámbito del campus o incluso en redes sociales. Y, por otro lado, se está extendiendo en las universidades americanas una modalidad que también empieza a ser frecuente en portales, foros y medios tradicionales. Es lo que se conoce como “alertas de detonante” (trigger warnings), es decir, notificaciones verbales o escritas para alertar a los estudiantes (o usuarios) que están a punto de encontrarse con material potencialmente estresante para ellos en tanto puede contradecir sus creencias identitarias. Haidt y Lukianoff reconocen que siempre hubo intentos de vetar textos y autores pero insisten en que la novedad es que ahora se hace bajo la presunción de que los alumnos son frágiles y que, incluso aquellos alumnos que no lo son, igualmente fomentan la cancelación y la censura basándose en que hay compañeros que necesitan protección.  

Sobre el segundo desplazamiento, referido al criterio de validación, los autores mencionan el caso de cómo se fue modificando la idea de “trauma” desde un concepto que hacía especial énfasis en consecuencias físicas objetivas a, para decirlo en sus propias palabras, cualquier cosa “experimentada por una persona como física o emocionalmente dañina (…) La experiencia subjetiva del “daño” se hizo definitoria para valorar el trauma. (…) Como en el caso del trauma, el cambio crucial que se produjo en la mayoría de los conceptos (…) fue el giro al estándar subjetivo. No le correspondía a nadie más decidir qué se considera trauma, maltrato o abuso: si tú los sentiste como tales, confía en tus sentimientos”. Pasamos entonces de criterios objetivos de validación al imperio de la subjetividad y a la imposibilidad de poner en tela de juicio cualquier juicio individual. Se produce allí una enorme paradoja porque mientras las izquierdas denuncian el atomismo liberal, pregonan por un estándar de validación que lleva el individualismo al extremo.

Esto también aparece en lo que se conoce como “microagresiones”, esto es, formas de vinculación presuntamente violentas que hasta el día de hoy se encontraban invisibilizadas o “normalizadas”. Lo que sucede con las microagresiones es doblemente preocupante no solo porque el criterio para validarlas es subjetivo y no puede ser puesto en tela de juicio ni controvertido; sino porque el concepto se ha extendido a casos en los que el supuesto agresor no ha tenido intención de “microagredir”. Es decir, la intención como elemento central para asignar responsabilidad de un acto hoy queda en un segundo plano porque se pone el énfasis en el daño que subjetivamente autopercibe la presunta víctima. De aquí que el castigo para el microagresor no incluya como variable la intención. Da lo mismo si un chiste que ofendió a otra persona fue intencionado o no. Importa lo que la persona microagredida sintió y la pena correspondiente será determinada por ello.

La irrelevancia de la acción y de la intención nos acerca peligrosamente a la idea de delito de autor, esto es, la teoría por la cual el juicio sobre un individuo debe hacerse por lo que es y no por lo que hace. Pero es coherente con estos tiempos donde lo que se privilegia es la identidad, es decir, lo que soy antes que lo hago. Pertenecer a una identidad no minoritaria se transforma así en una imputación, en una agresión en sí misma y ante una eventual acusación funciona como prueba en contra que invierte automáticamente la carga de la prueba.  

Para concluir, entonces, la agenda de la seguridad no es solamente una agenda de “la derecha”. Podría decirse que, incluso, las agendas progresistas, antes que rechazarla, amplían esa agenda hasta el ámbito de las relaciones humanas más básicas extendiendo los presuntamente necesarios campos de protección hasta límites hasta ahora desconocidos. En línea con lo que comentaban los autores, los cuales, por cierto, expresan tener mayor simpatía por demócratas que republicanos, esto no solo está promoviendo la multiplicación de generaciones enteras que se asumen frágiles y que, “al salir a la vida”, sufren trastornos de ansiedad, depresión, etc., sino un punitivismo que es tanto o más peligroso que el punitivismo de las derechas. Es que se está combinando un umbral bajo de tolerancia al disenso y el fomento de una cultura pública de la denuncia con instituciones que son incapaces de resistir a la presión de Twitter; una cultura que cree que el cliente, o el que se asume como víctima, siempre tiene la razón.       

 

 

Coronavirus: la pandemia que nunca existió (publicado el 3/9/20 en www.disidentia.com)

 

Los muertos por covid-19 no están; no existen; no hay imágenes de ellos; tampoco hay fotos de los hospitales colapsados en tiempos donde cualquiera filma y sube sus grabaciones en las redes. La relación con la muerte y la indignación con ella transcurre por carriles administrativos: cuántos muertos a nivel local, cuántos a nivel mundial, cantidad de pacientes recuperados, comparación con otros países por millón de habitantes, etc. Todo se reduce a un problema de contabilidad. Que los muertos no se vean pero que la administración de la muerte sea transparente. Hay más preocupación por la pulcritud de la información que por los muertos en sí. Incluso hablamos con expertos que exponen modelos matemáticos donde nos proyectan curvas, aumentos de casos, saturación de camas pero los muertos no se ven, ingresan en el mundo de la inteligencia artificial como dato. Es casi una cuestión de gamers. El muerto y el virus siempre es el otro.  

A propósito, días atrás, Arturo Pérez Reverte en XLSemanal.com publicaba una nota titulada “No vimos bastantes muertos”. Allí el escritor exponía una vez más esta máxima de la filosofía y de la comunicación: lo que no se ve no existe. En este sentido indicaba: “fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la angustia, la muerte de cerca y en directo”.

El punto de vista de Pérez Reverte se confirma, por la inversa, en el caso que despertó la última ola de protestas raciales en Estados Unidos. Es que si lo que no se muestra no existe, podría decirse que solo existe lo que se muestra, y en una cultura de la imagen donde todos deseamos ser vistos haciendo algo, lo que en realidad altera el humor social no es la muerte de Floyd sino la imagen de la muerte de Floyd. De hecho, violencia racial hay constantemente pero lo que lo hizo insoportable fue la filmación. Es la imagen, antes que el hecho que retrata la imagen, lo que genera la zozobra. No es que haya sucedido sino que haya sido visto.

En la misma línea, el 13 de junio, Rafael Ordóñez publicaba una nota en elindependiente.com, cuyo título va todavía un paso más allá: “Los muertos invisibles, censura en la pandemia”. Allí se entrevista a un grupo de fotoperiodistas para que den cuenta de las enormes dificultades que han tenido en documentar el colapso del sistema de salud español y se llega a la siguiente conclusión: “La gran mortandad causada por la pandemia en España ha sido invisible a los ojos de la libertad de información. Las instituciones gubernamentales del país, de todo signo político, han puesto todas las barreras y trabas para que no tuviéramos registro gráfico de la tragedia. Periodistas de los gabinetes de comunicación de las instituciones públicas han ejercido de cerrojos a las órdenes de los políticos y el acceso a la información no ha sido posible en su libertad total. La muerte (…) se ha convertido en una serie estadística con forma de curva que ha mantenido concentrados todos nuestros sentidos con el objetivo de alcanzar la ansiada nueva normalidad”. 

Explicar este fenómeno de la ausencia de imágenes de la muerte es difícil porque allí conviven aspectos propios de la cultura y la política local junto a elementos de carácter más universales.

En cuanto a estos últimos, la idea más o menos extendida en occidente de que es necesario eludir la morbosidad, el amarillismo y el fomento del miedo en una sociedad a la que se considera frágil y a la que hay que advertirle que las próximas imágenes pueden herir su sensibilidad, es un aspecto que no se puede dejar de soslayo. Por cierto, quien escribe estas líneas está de acuerdo con ello y tiene razones para justificar su posición. Sin embargo, es necesario reconocer que alguien podría alegar que mostrar lo que sucede no es fomentar el miedo y que, en todo caso, si lo que hay da temor, el problema no es del mensajero sino de la realidad. Digamos entonces que como mínimo es un debate atendible.

Pero si se trata de rasgos comunes a los tiempos que corren, una referencia más o menos obvia para entender este fenómeno son los artículos que el filósofo francés Jean Baudrillard publicara en ocasión de la guerra del Golfo y que luego fueran compilados en el libro La guerra del Golfo no ha tenido lugar.

Para Baudrillard, tras la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, se inauguraba un tiempo de “guerras irreales”, “virtuales”. Un buen ejemplo de ello era, entre otras cosas, que en la Guerra del Golfo no había imágenes de muertos y, a favor de Baudrillard, se trata de un fenómeno que se repitió en los conflictos armados que se sucedieron hasta el día de la fecha y en atentados como los de las torres gemelas donde habrían muerto 3000 personas pero prácticamente no hay ni videos ni fotos de las víctimas.

De hecho las transmisiones de los corresponsales de zonas de conflicto suelen hacerse desde interiores o, como mucho, desde balcones donde los misiles y las bombas se ven apenas como lucecitas que van y vienen a tal punto que no pueden diferenciarse de fuegos de artificio. El comentario le gana al acontecimiento y las guerras devienen así guerras asépticas y virtuales, una pura representación mental de un mundo al que accedemos a través de pantallas. Esto naturalmente se ha acentuado 30 años después y llegó al paroxismo en el año 2020 cuando buena parte del planeta, de repente, se vio obligada a aislarse y a comunicarse a través de sus dispositivos.

Si las guerras se transforman en virtuales y están mediadas por nuestros dispositivos, ya no hará falta librarlas en un territorio y en un determinado tiempo. Por ello los conflictos de la actualidad, salvo algunos resabios, ya no tienen que ver con la ocupación en el espacio ni con las intervenciones directas sino que se acomodan más a la lógica de conflictos y amenazas desterritorializadas. El mejor ejemplo de ello es el terrorismo: la amenaza está en todas partes. Ya no es un Estado extranjero. Puede ser una célula migrante o incluso nacionales; puede ser un loco suelto sin preparación que accede a armas y a  información a través de internet. El terrorista no tiene un género particular, ni una etnia ni una religión. Puede ser tu vecino, el que come una pizza al lado tuyo, tu cita a ciegas, quien maneja el auto que frenó en la esquina. Por lo tanto, el riesgo es total, está siempre y no cesa. Eso es lo importante de los conflictos actuales: se libran en cualquier espacio y continúan indefinidamente. Son guerras que necesitan no terminar nunca y que recibirán como respuesta un control que tampoco cesará y que será ubicuo. En este sentido, la pandemia cumple con todos los requisitos para ubicarse en el centro de los conflictos del siglo XXI.

De hecho podríamos decir, con Baudrillard, que el coronavirus no ha tenido lugar. La enfermedad no se ve. Solo hay imágenes de barbijos como efectos de una causa que no está y que al ser invisible nos amenaza todo el tiempo. Es que las amenazas de estos tiempos necesitan portadores discretos. Solo la discreción puede tener como respuesta el control total, exactamente como sucede con el terrorismo. Si quienes ponen bombas o distribuyen virus fueran monstruos verdes gigantes no haría falta tanto control. Por eso, además, el coronavirus es ideal porque buena parte de sus portadores son asintomáticos. Ni siquiera tosen. Parecen sanos pero están enfermos. Gente asintomática. Gente discreta. El enemigo está en todas partes. Por ello, como decíamos al principio, los conflictos de la actualidad son un problema de administración. El virus no existe porque no se ve pero hay que administrarlo. Entonces hay que protocolizar. Seres humanos resolviendo sus relaciones con las herramientas con las que en general se resuelven los conflictos es algo pasado de moda. Hay que protocolizar todo porque siempre hay riesgo. El otro es un peligro: pone bombas, contagia, ofende.

El virus que no existe, con muertos que no se ven, seguirá vivo en el control que se realice para continuar evitándolo. Por ello la noticia que más se espera no es la de la vacuna sino la del rebrote, la de la reinfección, la de la alteración de la cepa, la posibilidad que en otro mercado de animales aparezca un virus quizás más letal. El simulacro debe continuar como la temporada de una serie de Netflix: covid-2020; covid-2021. Necesitamos que un epidemiólogo de cualquier universidad de mierda, vestido con delantal blanco, nos diga que vamos a usar barbijos de por vida y que para besar en la boca habrá que ponerse un látex en la lengua. Necesitamos saber que vamos a estar siempre en peligro pero sin ver la muerte porque instagram censura las fotos que puedan sensibilizar.

Por cierto, si vas a sacar una foto ejerciendo el acto libertario de hacer fila para tomar un café en frente del hospital, procura que en la toma no aparezcan las ambulancias. No sea que alguien pueda angustiarse y olvide darte un like.

 

 

 

Y sin embargo...es mentira (publicado el 23/12/20 en www.disidentia.com)

 

El protagonista está mirando la TV, llega el momento de los comerciales y aparece una publicidad de Coca Cola que reza lo siguiente: “Hola, soy Bob. El vocero de Coca Cola. Hoy he venido a pedirles que sigan comprando Coca Cola. Estoy seguro de que la beben hace años y si aún lo disfrutan les recuerdo que la compren otra vez pronto. Básicamente es agua marrón azucarada. No hemos cambiado los ingredientes así que no puedo contarles nada al respecto, aunque cambiamos un poco la lata… verán que los colores son distintos y que agregamos el oso polar para los niños. Coca Cola tiene mucho azúcar y como toda bebida calórica puede causar obesidad en niños y adultos que no siguen una dieta saludable. Eso es todo. Es Coca Cola. Es muy famosa. Todos la conocen. Soy Bob. Trabajo para Coca Cola y les pido que no dejen de comprarla. Eso es todo”.

¿Se imaginan un comercial donde alguien pretenda vendernos un producto con ese descaro? En realidad, es una de las primeras escenas de una película de Ricky Gervais del año 2009. Su nombre es The invention of lying y su trama es interesantísima. Se trata de un mundo en el que todos dicen la verdad. Nadie miente. Sin embargo, lo que parece ser una sociedad ideal, libre de Fake news, no es tal porque un mundo en el que todos dicen la verdad puede ser muy cruel. Sin ir más lejos, en la película, el protagonista tiene una cita a ciegas, llega hasta la puerta de la casa de ella y se da el siguiente diálogo:

“-Hola.

-Hola.

-Llegaste temprano. Me estaba masturbando.

-Eso me hace pensar en tu vagina. Soy Mark. ¿Cómo estás?

-En este momento un poco frustrada. También deprimida y pesimista sobre nuestra cita de esta noche. Soy Anna. Entra. Espera ahí [señalando el sillón]. Terminaré de arreglarme. Mientras tanto, quizás notes que sigo algo excitada e intente terminar de masturbarme sin que me oigas.

-Ahora me siento incómodo por haber llegado temprano.

-Sí, me decepciona que así sea y no tengo muchas expectativas por lo de hoy pero la idea de estar sola el resto de mi vida nos asusta a mi madre y a mí por igual”.

Este es uno de los tantos ejemplos que muestra muy bien la película y, si no la vieron, les sugiero que lo hagan. Claro que todo cambia cuando el protagonista, por una cuestión fortuita, acaba mintiendo. Sí, la primera vez que alguien miente. ¿Qué sucedería si alguien mintiese en un mundo donde todos dicen la verdad? La pregunta viene al caso porque si el mentiroso tiene buen corazón puede comenzar a realizar un montón de mentiras piadosas a gente que lo necesita. Por ejemplo, puede decirle a la pareja que se iba a separar que son tal para cual y que, gracias a ese mensaje, la disposición de ellos cambie y vivan felices; puede mirar a los ojos a la mujer creyente que estaba por morir y decirle que la espera el cielo y la salvación eterna para que ella esté tranquila; al idiota que todos desprecian le puede hacer creer que sus afirmaciones son valiosas, etc. Y ahí aparece un punto clave porque en una sociedad donde todos dicen la verdad, todos creen. Y solo en una sociedad en la que todos creen puede haber mentiras piadosas que funcionen como tal. En otras palabras, aunque resulte una obviedad, para que la mentira cumpla su función, el mentido debe creer que se le está diciendo la verdad. De aquí que la credulidad sea vital.

En la película, como les decía, el único hombre capaz de mentir no utiliza ese poder que en un mundo de crédulos podría hacer estragos. Más bien lo utiliza para ayudar y cuando tiene la posibilidad de usar la mentira para seducir a su amor no correspondido, decide decir la verdad porque lo que busca es un amor basado en ésta. Ahí se da cuenta que la mentira no le puede servir siempre o que construir una relación basándose en la mentira no garantiza cimientos sólidos.

Pero el experimento mental que propone Gervais me llevó a trazar puentes con la realidad y hacerme algunas preguntas. La principal gira, naturalmente, en torno a la cuestión de la verdad, tema filosófico si los hay. Sin entrar en precisiones técnicas, digamos que hay muchas definiciones de verdad pero la clásica que aún pertenece a cierto sentido común es la conocida como “verdad como correspondencia”. Esto es, la verdad surge de la relación de correspondencia entre lo que se dice y lo que es, entre lenguaje y realidad. Hay verdad si alguien afirma que tengo un reloj en la muñeca y efectivamente tengo un reloj en la muñeca. Si falta el lenguaje o falta la realidad, no hay verdad. 

¿Y qué sucede hoy? Sucede que nadie se atreve a decir que algo es verdad porque los dos elementos esenciales de la verdad, el lenguaje y la realidad, están puestos en tela de juicio.

De hecho hoy el eufemismo reemplaza a la búsqueda de precisión porque ya no se busca describir sino que lo que se pretende es no ofender. El lenguaje se ha desvinculado de la tarea del conocer para ser un promotor de moral pública. No es que antes no lo fuera pero ahora parece ser ésa su función exclusivamente. Claro que aquí no defendemos una posición positivista decimonónica burda, ni neopositivista, por la cual creamos que es posible encontrar un lenguaje que describa el esqueleto de la realidad tal cual es. Pero de advertir que es imposible hallar un lenguaje perfecto que describa las cosas tal cual son, no se sigue que el lenguaje sea incapaz de transmitir conocimiento y que su única función sea no ofender.

Asimismo, lo que llamábamos “realidad” es ahora la invención de una perspectiva individual. Tantas realidades como individuos. La objetividad devino fascista. Y una vez más: no hace falta caer en una posición radicalizada por la cual se indique que existe un único mundo y que las perspectivas individuales no juegan ningún papel. Pero de ahí no se sigue que la realidad sea lo que el capricho subjetivo determine.

A propósito, leía hace poquito un caso de un joven que se autodenomina “transespecie” y que se hizo una operación por la que se incrustó dos aletas en el cráneo a partir de lo cual dice tener percepciones especiales y no sentirse 100% humano. ¿Por qué no podemos decirle que está equivocado o que, en todo caso, él puede decir y sentirse como quiera, pero la realidad es que él no es un transespecie sino un humano? ¿Acaso puede ofenderse?  Quizás sí pero a veces las subjetividades se equivocan, mal que le pese al posmodernismo.      

Tenemos entonces un lenguaje que no pretende describir y una realidad a merced de los caprichos subjetivos. ¿Dónde podríamos encontrar la verdad en un escenario así? Lo curioso es que la creencia no ha desaparecido. La gente sigue creyendo. No hay verdad pero cree. O en todo caso no hay grandes verdades sino microverdades en las que se cree, al menos un rato, hasta que otra microverdad la reemplaza. Así, lo otro del mundo donde todos dicen la verdad y todos creen, es un mundo donde todo es mentira pero donde hay creencia y por eso pueden operar las mentiras piadosas y se nos exige que las llevemos adelante todo el tiempo. Así, se nos obliga a utilizar mentiras piadosas con la esperanza de que un día, quizás, olvidemos que lo son.

Como muestra la película, un mundo donde todos dicen la verdad no es un mundo deseable. Es, más bien, un lugar donde todos seríamos muy crueles y donde todo estaría a la vista. Agregaría yo, además, que ese mundo tampoco es posible porque la verdad es también una construcción. Pero es una construcción sobre una mínima base común y no sobre el capricho subjetivo porque por más que así lo deseamos, en general, el mundo no se comporta como nosotros queremos. Es así. A veces es una injusticia producto de las formas que tenemos de vincularnos los humanos cuando, por ejemplo, sabemos que cada vez hay más desigualdad. Pero a veces no. A veces la naturaleza juega. Si sos humano, no tienes alas y tampoco puedes vivir bajo el agua ni eres inmortal. Lo siento. Afirmar lo contrario no hará a esa afirmación verdadera por la sencilla razón de que es falsa. El lenguaje crea realidad pero no hace magia. La performatividad tiene límites.  

Entonces nadie quiere el mundo donde todos dicen la verdad. Pero el mundo donde todos dicen mentiras piadosas no nos debe hacer olvidar que, aunque piadosas, hay algunas afirmaciones que son, lisa y llanamente, mentiras.         

Tu presidente es un androide (publicado el 9/12/20 en www.disidentia.com)

 El bipartidismo y las elecciones donde los ciudadanos eligen a quien será su representante se han ido con el siglo XX y son materia de libros de historia. Salvo contadas excepciones, los presidentes en Europa o Estados Unidos se suceden pero las plataformas y las políticas se parecen, especialmente porque quienes gobiernan no son esos presidentes ni los representantes del pueblo. En este sentido, la alternancia es solo alternancia de nombres propios.

El escenario no dista demasiado de aquel diseñado por el escritor de ciencia ficción estadounidense Philip Dick, en su libro Simulacros, publicado en 1964. La novela está ambientada a mediados del siglo XXI. Al frente del gobierno de una nueva entidad política conformada por Estados Unidos y Europa cuya sede es La Casa Blanca, hay un presidente que pertenece al único partido existente. Podría decirse que se dejó de lado la hipocresía de afirmar la pertenencia a distintos partidos. Resultaba más simple asumir que partido hay uno solo y que la democracia solo era real para un grupo mayoritario de cándidos. Es verdad que el pueblo mantenía el derecho de elegir sus presidentes cada cuatro años. El detalle es que estos presidentes son androides. No sabemos por qué Dick recurrió a la idea de presidentes androides para exponer que los presidentes humanos elegidos a través de las urnas responden a intereses fácticos pero convengamos que, como metáfora, es por demás pertinente.

Dejando de lado el sentido más técnico que el término “simulacro” pudiera hallar en la filosofía, la idea de simulacro entendida coloquialmente como una puesta en escena que se hace pasar por algo real, atraviesa toda la historia del pensamiento occidental y también la obra de Dick. De hecho, probablemente, junto a la pregunta acerca de qué es y qué será el ser humano, el tema de qué es real y qué no, es la gran pregunta que está presente obsesivamente, me atrevería a decir, en casi todos sus escritos.

Asimismo, como también sucede en el resto de sus novelas, hay varias historias que se van contando en paralelo pero de ésta yo rescataría con fuerza la cuestión política, la exposición de la farsa en la que se han convertido las democracias actuales. De hecho, la idea de un gran único partido muestra que la verdadera competencia ya no es electoral sino entre empresas. Es el poder real el que saca y pone estos presidentes androides y que juega su propia interna apoyando o desplazando a las empresas que, naturalmente, mantienen este secreto de Estado. Es más, si bien ha sido publicada en 1964, un pasaje de la novela expone que para mediados del siglo XXI las empresas multinacionales serán más importantes que los Estados. Evidentemente la realidad fue más ansiosa y llegó antes que los presagios de Dick, al menos en este punto.

Pero este simulacro no alcanza y Dick va un paso más allá para poner en el centro a la primera dama. La primera dama es una suerte de reina y ocuparía algo así como un cargo vitalicio ya que ejerce ese rol desde hace setenta años, aun cuando los presidentes androides se reemplazan cada cuatro. Como indica uno de los personajes, a finales del siglo XX, Occidente derivó en un matriarcado. ¿Pero es ella también un androide? No. Sin embargo, parece no envejecer. De hecho está siempre espléndida, luce joven y la gente la adora. La respuesta no está en las cirugías ni en un prodigio. Es que la primera dama real, joven y bella había muerto hace setenta años y desde aquel momento ha sido reemplazada, sin que el pueblo se diera cuenta, claro, por actrices cuya fisonomía era similar a la de la finada.

En medio de todo esto aparecen personajes rarísimos como un pianista sin manos que toca gracias al poder mental; unos marcianos que conviven con nosotros y que tienen la capacidad de convencer a la gente, y lluvias radioactivas ocasionadas por bombas lanzadas desde la China popular que derivaron en la esterilidad de muchas personas. El dato es interesante porque en su novela Dick aclara que los sistemas políticos prohíben votar a esta horda de estériles.

Además, en Dick no pueden faltar las colonias en Marte, claro está, y los viajes en el tiempo. En este caso utilizados para cambiar la historia de un Hitler que habría ganado la guerra (como en su otra novela, El hombre en el castillo) y para traer al presente al nazi Hermann Göring, quien había sido el número dos de Hitler y que sería extorsionado para que aceptara realizar un trabajo sucio funcional al interés del gobierno actual.

En el plano de lo político y sociológico no es menor el detalle que marca Dick cuando habla de una sociedad dividida entre una elite que conoce el secreto de los simulacros y un vulgo engañado que cree vivir en un sistema democrático. En medio de todo ello hay unos seres denominados “parias” que no serían producto de una degradación radioactiva sino neandertales que se vinculan con la realidad a través de la televisión. Es interesante este punto porque la diferencia entre la elite y el vulgo no es económica sino vinculada al conocimiento. Son una elite por lo que saben y no por lo que tienen. Efectivamente, Dick ya lo había visto todo en 1964.

¿Y qué sucede en la novela? La empresa que creaba los androides presidentes amenaza con revelar el secreto a la prensa si se le quita el negocio de construir el próximo androide. El gobierno intenta acallar a la empresa persiguiendo a los responsables pero la información sale a la luz y hay un conato de golpe de Estado que enfrenta a la policía federal, de parte de la empresa multinacional, con el gobierno. Pero cuando decimos “gobierno” hay que aclarar que quien gobierna es, en realidad, un Consejo muy poco notable que maneja desde hace décadas al país eligiendo en los castings a la primera dama y poniendo o sacando a los presidentes robots.

Hacia el final, uno de los protagonistas plantea la posibilidad de irse a vivir a Marte mientras observa alrededor la guerra civil desatada y un grupo de neanderthales bailando sin comprender lo que sucede alrededor.

Quienes disfrutamos de la literatura entendemos que el agregado del viaje a Marte es un guiño que hay que agradecerle a Dick. Es que, leída en el año 2020, es la única parte de la novela que nos permite reconocer que se trata de una ficción.  

lunes, 14 de diciembre de 2020

Argumentos, falacias e incomodidades en torno al aborto (editorial del 12/12/20 en No estoy solo)

 

“Te despertás en la mañana y de espaldas a vos se encuentra en la cama un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se ha comprobado que él tiene una enfermedad renal grave, y la Sociedad de Amantes de la Música sondeó todos los registros médicos disponibles y encontró que solo vos tenés el tipo de sangre para ayudarlo. Por ello, te han secuestrado y anoche han conectado el sistema circulatorio del violinista al tuyo, así tus riñones podrán ser usados para extraer el veneno de la sangre de él, así como el de los tuyos. El director del hospital, ahora te dice: “Mire, nosotros sentimos que la Sociedad de Amantes de la Música haya hecho esto  –si lo hubiésemos sabido nunca lo hubiésemos permitido. Pero aún así, lo hicieron, y el violinista está ahora conectado a usted. Desenchufarlo sería matarlo. Pero no importa, es solo por nueve meses. Para entonces, ya se habrá recuperado de su enfermedad y con seguridad podrá ser desconectado de usted”. ¿Es moralmente vinculante para vos acceder a esta situación? No cabe duda de que sería muy amable de tu parte si lo hicieras, una gran bondad. ¿Pero tenés la obligación de acceder a ella?”

El párrafo anterior pertenece a la filósofa estadounidense Judith Jarvis Thomson, fue publicado en 1971 y se ha transformado en un clásico de la literatura sobre despenalización del aborto. Si bien su argumentación no estuvo exenta de críticas, lo que la autora intenta señalar es que del derecho a la vida (de un embrión o un feto) no se sigue que exista un derecho a utilizar el cuerpo de otra persona ni tampoco una obligación moral de la dueña de ese cuerpo para con esa vida. Es decir, si te parece razonable que nadie puede exigirte que estés atado a un violinista durante nueve meses aun cuando desconectarte supusiera la muerte de él, encontrarías allí una analogía para justificar que, aun reconociendo que se debe proteger la vida de un embrión, nadie podría obligarte a que sacrifiques tu cuerpo en pos de ello.

Traigo a colación este texto porque en estas semanas en las que escuchamos las posiciones a favor y en contra del proyecto de legalización del aborto, tengo la sensación de que más temprano que tarde se transformará en ley pero los argumentos que se esgrimen para defenderlo no son los mejores.

De hecho, uno de los que más se utiliza para defender la legalización podría entenderse como una variante de la “Falacia naturalista”, aquella que del “ser” deriva un “deber ser”. Me refiero al que indica que, dado que los abortos se realizan igual, de manera clandestina y con el consabido riesgo que para la madre conlleva, entonces, habría que legalizarlos. No hay ninguna duda de que la ilegalidad de la práctica de la interrupción del embarazo no ha hecho que las mujeres dejen de realizarla pero el mismo argumento podría utilizarse para quitar las multas de quienes pasan los semáforos en rojo. Es decir, a nadie se le ocurre afirmar que dado que los automovilistas siguen pasando en rojo, entonces, habría que dejar de multarlos. En todo caso, este tipo de argumento funciona para los casos en que hay nuevas costumbres inocuas que hacen a las leyes obsoletas o, creo que este podría ser el caso, ante la suposición de que lo que se está cercenando es un derecho. El punto es que hay sectores de la sociedad que consideran que el derecho del embrión está por encima del de la mujer. Esos sectores también discuten en términos de “derechos” por más que en la batalla terminológica se los quiera quitar del debate democrático bautizándolos de “antiderechos” (lo cual no es otra cosa que una respuesta del mismo tenor al artilugio que utilizaran “los pañuelos celestes” al autodenominarse “provida” e intentar dejar a “los pañuelos verdes” del lado de “la muerte”).

Asimismo, primo hermano de este argumento es aquel que afirma que despenalizando el aborto acabaríamos con el negocio millonario de las clínicas que realizan abortos clandestinos y de los laboratorios que aumentan los precios de las pastillas que producen los abortos. Sin dudas es así, pero, por ejemplo, a nadie se le ocurriría despenalizar el tráfico de animales en riesgo de extinción para acabar con el negocio clandestino de la compra y venta de los mismos. Si bien podría pensarse que el argumento obedece a razones pragmáticas y no a una valoración moral sobre aquello que se despenaliza, no es el pragmatismo el que podría distinguir entre los casos del aborto clandestino y el tráfico de animales en riesgo de extinción, sino la suposición de que detrás del aborto hay un derecho de las mujeres lo cual hace que el pragmatismo, entonces, se transforme en secundario. 

Pero hay un segundo argumento muy utilizado en favor de la legalización y es el que hace hincapié en la protección de la vida de la madre. Efectivamente, si bien los números que se arrojan difieren enormemente, es evidente que existen muertes de mujeres, en su mayoría pobres, por abortos realizados en condiciones inapropiadas y que la legalización evitaría esas muertes. Sin embargo, el error de esta argumentación es que hace foco en la problemática de “la vida” ya que ese eje es justamente el que utiliza el adversario. En otras palabras, si quienes buscan la legalización afirman que alrededor de cincuenta mujeres mueren por año en la Argentina por complicaciones vinculadas a abortos realizados de manera clandestina, los grupos denominados “provida” argumentarán, naturalmente, que, entonces, cada año mueren, en Argentina, quinientos mil seres humanos “inocentes” por abortos.

Además, dar el debate en términos de “vida” corre el riesgo de olvidar que, para los sectores que buscan la legalización, lo central es instalar la distinción entre “vida” y “persona” entendida como sujeto de derecho. Que hay vida desde la concepción nadie lo duda. Lo que se discute es cuándo esa vida se transforma en sujeto de derecho. Decir que se es persona desde la concepción, desde la semana catorce o desde el nacimiento es, por cierto, toda una discusión metafísica.               

Para concluir, creo que la mejor manera de defender robustamente el proyecto es evitar la variante de la falacia que supone que lo que se repite en los hechos debería transformarse en derecho y correr el eje de la discusión quitándolo del terreno de la “defensa de la vida (de la mujer)” y la salud pública. Para ser más claro: probablemente estas razones sean las que más conmuevan a la sociedad y las que acaben siendo más persuasivas pero, sinceramente, no creo que sean las más potentes. En este sentido, si bien, por supuesto, no está exento de controversias, los que abogan por la legalización quizás encontrarían un terreno argumentativo más sólido si trasladaran el debate al terreno de un derecho que lo que busca es reguardar el valor de la autonomía de las personas.  

De hecho, si retomamos el fragmento de Thomson, una lectura posible de ello es la de la reivindicación del derecho de, en este caso, las mujeres, a disponer libremente de su cuerpo y a proyectar un plan de vida, características que, claramente, un embrión, como tal, no posee. Esto, a su vez, dejaría a los adversarios del debate prendidos de argumentos bastante débiles y arcaicos en torno a las supuestas potencialidades de esa vida que se sumaría a la visión tan frágil como conspirativa por la cual se afirma temerariamente que detrás de todo esto hay un plan de Soros para despoblar la Argentina y traficar órganos de embriones.  

Enfocarse en la autonomía es un argumento liberal y quizás sea por eso que los sectores de izquierda y del progresismo “nac and pop”, que hoy son los principales impulsores del proyecto, se sientan incómodos y prefieran esgrimir otras razones. Porque está claro que incomoda mucho a estos sectores aceptar que están defendiendo un argumento liberal y que en muchos casos llevan como banderas reivindicaciones que son liberales. Pero la incomodidad, las tensiones y los complejos al interior de movimientos, partidos o corrientes ideológicas, no parecen razones suficientes para despreciar un argumento sólido, provenga de la tradición que provenga.

Quedará para otra ocasión, en todo caso, revisar elementos que han aparecido en el debate pero que lo trascienden. Por ejemplo aquella acusación que indica que se trata de una agenda progre de clases medias/altas ilustradas y urbanas. Creo que es así pero eso no invalidaría la reivindicación. En otras palabras, las ilustradas y progresistas clases medias/altas urbanas tienen todo el derecho a llevar adelante una agenda propia, máxime si se esgrimen buenas razones para justificar que hay un derecho que la ley está negando. Ahora bien, por qué esas clases medias/altas evitan asumir esa agenda como propia es un aspecto que, insisto, trasciende la discusión sobre el aborto e incluso trasciende a la Argentina. Es que, en general, pareciera que las agendas progresistas nunca aceptan la agenda como una agenda de clase sino que siempre la llevan adelante en nombre de sectores desaventajados o víctimas. Y aquí se dan enormes paradojas porque hace años que todo se hace por, y en nombre de, los pobres pero cada vez hay más y más pobres. Asimismo, en Argentina en particular todo tiene que hacerse en nombre de Perón y de Evita y si las nuevas reivindicaciones no encajan con los principios del peronismo pues entonces se cambian los principios. En este sentido, se podría ser oficialista, defender la legalización del aborto y sin embargo admitir que de la doctrina social de la Iglesia de la cual abreva el peronismo no se sigue fácilmente una propuesta como ésta. Claro que admitirlo generaría incomodidad y por eso se rechaza. Pero pareciera que importa más el hecho de que se haga en nombre de Perón y Evita, y, presuntamente, a favor de los pobres, que la solidez de la argumentación con el fin de alcanzar un objetivo.

La Cámara de Senadores tiene en sus manos la decisión y lo dicho aquí probablemente no sirva de nada. Es que más allá de mejores y peores argumentos, o de discusiones metafísicas, se tratará, al fin de cuentas, de una decisión política.   

 

*Una versión preliminar de este artículo fue publicada en 2018 bajo el título “Argumentos equivocados para despenalizar el aborto”

viernes, 11 de diciembre de 2020

Los buenos policías y los derechos de los hijos de puta (editorial del 5/12/20 en No estoy solo)

 

El escándalo generado por unos twitts realizados hace casi 10 años por el capitán y dos jugadores más de la selección de Rugby argentina podría haber pasado como una anécdota menor si no resumiera un clima de época.

Los detalles del hecho son por todos conocidos: un conjunto de mensajes de tono particularmente xenófobo y clasista se viralizaron días después del pobrísimo homenaje que Los Pumas rindieran a Maradona. Estos mensajes, la mayoría provenientes de la cuenta del capitán, Pablo Matera, recibieron rápidamente el repudio de usuarios de las redes hasta llegar a ser noticia en los medios tradicionales.

Antes que alguien pueda afirmar que lo que viene a continuación es una defensa de los rugbiers o, peor aún, de la xenofobia, el clasismo o la discriminación tan frecuente que aparece en forma de misoginia u homofobia, advirtamos que, naturalmente, ése no es el sentido de estas líneas. De hecho, hasta podría reconocer que tengo enormes prejuicios, seguramente de clase, contra los rugbiers y que algunos de esos prejuicios son, en realidad, juicios relativamente fundados más allá de que toda generalización supone injusticias. Dicho esto, no puedo acordar con quienes han pedido desmedidas sanciones que, en algunos casos, hasta llegaron a la exigencia de castigos de por vida. ¿Sanciones de esa magnitud para quien incluso ha reconocido su error y ha pedido disculpas aclarando además que hoy, 10 años después, no es la misma persona que era? ¿Hay que sacrificarlo en la plaza pública para que pague sus culpas por un mensaje xenófobo y clasista escrito cuando tenía menos de 20 años? Dejando a un lado el caso específico para no personalizar: ¿Quienes realizan deportes al más alto nivel tienen que ser todas buenas personas? ¿Un eventual boludo o, incluso, un hijo de puta, no tiene derecho a trabajar o a realizar la actividad que desee? Una vez más, y para no ofender a nadie con epítetos: ¿el tribunal de Twitter es el que va a determinar qué personas cumplen con los nuevos requisitos de moralidad para desarrollar una actividad?

La situación es enormemente preocupante justamente porque es tanto el vértigo y la necesidad de castigo de estos tiempos neovictorianos que las sanciones las determinan los enjambres cibernéticos antes que los tribunales de Justicia. El señalado es expuesto en las redes y la viralización hace que el mero señalamiento se transforme en sentencia inmediata, inapelable y, sobre todo, desproporcionada. Si suelen leerme saben que vengo haciendo hincapié en este último punto y estoy tentado a decir que, hoy en día, más grave que las sentencias exprés son los castigos sin proporción que aparecen a partir de que las redes tienen una capacidad memorística ilimitada y descontextualizada. Es más, para el caso en cuestión, es probable que pasen los años y que cualquiera que busque “Pablo Matera” en Google encuentre su nombre asociado a la xenofobia antes que a su desempeño deportivo.      

Pero supongamos que alguien no comprendió lo que acabo de desarrollar y se pregunta si acaso no es para celebrar el hecho de que las sociedades, representadas a través de las redes sociales, hoy en día estén mucho más atentas a repudiar casos de discriminación. Expuesto de ese modo sería difícil oponerse pero, ¿es efectivamente así? No necesariamente. Porque es evidente que hay un mayor recelo por actitudes y comentarios discriminatorios que hace décadas se dejaban pasar por estar naturalizados pero también comienzan a hacerse cada vez más visibles otras formas de discriminación que curiosamente vienen de tradiciones más cercanas a lo que ampliamente podría denominarse “pensamiento de izquierda”. En este sentido, a la clasista y xenófoba declaración del rugbier, representativa de la más vulgar derecha reaccionaria argentina, no se le responde con juicios sensatos, equilibrio, prudencia y búsqueda de igualdad. En otras palabras, a la declaración clasista y xenófoba que estigmatiza a “la mucama laburante” y a “los negros” se le responde clasista y xenofóbicamente para afirmar que todo lo que provenga de clases altas y blancas es malo y repudiable. Al estereotipo de “la sociedad argentina debe tener los valores de Los Pumas” se le responde afirmando que allí no hay nada bueno y que los valores que debe tener la Argentina son los valores de los no blancos y no ricos. Pero no hay nada a priori que determine que los no ricos y no blancos tengan un status moral superior, salvo, claro, que caigamos en romanticismos varios y metafísicas difíciles de justificar.

Entonces nos estamos acostumbrando a que las respuestas a las discriminaciones sean igualmente discriminatorias: a la aporofobia que discrimina a los pobres se le responde con una suerte de aristofobia que ataca a cualquiera que se destaque como si el mérito y el esfuerzo fuesen “de derecha”. En todo caso, deberíamos luchar para que la carrera meritocrática tenga a todos los participantes en el mismo punto de partida. Pero el problema no es el mérito. El problema es que la desigualdad hace que no todos puedan correr en igualdad de condiciones para demostrar quién tiene más mérito.         

Y la lista puede continuar: la respuesta al especismo que pone al Hombre en el centro en detrimento del resto de los animales tiene un montón de elaboraciones razonables y justas pero también sectores que ponen en pie de igualdad a un bebé humano con la cría de una comadreja y que son capaces de llamar “asesino” a quien come un sándwich de jamón y queso; ni hablar de los interesantes aportes del feminismo, con sus discusiones internas y sus conquistas pero que a veces acaba opacado por sectores que dan respuestas misándricas a reales ataques misóginos. Por último, algo que en su momento comentamos aquí, son cada vez más frecuentes las respuestas punitivistas “de izquierda” a los ataques punitivistas “de derecha”. En este punto las contradicciones abundan transversalmente. Leía por allí a un usuario que advertía cómo la derecha buscaba absolver al capitán de Los Pumas por haber escrito esos twitts antes de cumplir 20 años mientras que, al mismo tiempo, se aboga por una baja en la edad imputabilidad que permita meter presos especialmente a jóvenes de clases bajas. Tiene razón. Sin embargo, del otro lado, los mismos que piensan las cárceles como espacios de resocialización y advierten que no se puede hablar estrictamente de la responsabilidad individual de un acto sin tomar en cuenta el contexto de desigualdad originado por el sistema capitalista, exigen penas legales, sociales y morales desproporcionadas para determinados sectores sociales o determinados comportamientos. Así, si el asesino es pobre hay que darle una oportunidad. Pero si el infractor es rico hay que negársela y que pague eternamente. Al punitivismo de derecha no se le responde, entonces, con garantismo, sino con un punitivismo selectivo que es punitivista con los que no me gustan y garantista con los que piensan como uno.

Antes de finalizar, quiero señalar dos puntos más a propósito de esto. El primero es que el exceso de guardianes morales no suele generar sociedades más virtuosas sino más hipócritas. Volviendo al ejemplo de los rugbiers, buena parte de los que piden la expulsión de por vida para los rugbiers twitteros van a la cancha y le gritan a la hinchada rival que “son todos putos y que se laven el culo porque…etc.”. Sin embargo, mientras se haga en masa y no se deje por escrito parece que allí sí se pueden reproducir los estereotipos del machismo y la homofobia más vulgar sin ninguna consecuencia.

Y el segundo punto tiene que ver con las instituciones. Hace algunos años se decía que nadie resistía tres tapas de Clarín. Habría que modificar eso y decir que hoy nadie resiste doce horas de ataques en Twitter. Esto, claro, es una realidad para las personas de a pie pero no puede serlo para las instituciones. Independientemente de lo que suceda con la UAR, que al momento en el que escribo estas líneas, primero sancionó y luego quitó la sanción a los tres rugbiers, lo cierto es que, en general, las instituciones sobrereaccionan a los ataques de las redes cometiendo, en algunos casos, enormes injusticias. No les importa la verdad sino que nadie se sienta ofendido, responder a presiones políticas o que el sponsor, que quiere asociar su marca a los cánones de la nueva moralidad, no se retire.

En síntesis, los boludos, los hijos de puta, las malas personas también tienen derechos porque los derechos que poseen los poseen en tanto personas. Podemos discutir con ellos públicamente, exponer nuestras diferencias, señalarles sus errores, incluso podemos elegir que no sean nuestros amigos pero tienen los mismos derechos que la gente buena, comprometida y sabia. Además, una sociedad en la que solo puedan hablar y, sobre todo, desarrollar una vida normal aquellas personas que los patrones de moralidad consideran virtuosas, no va a generar una sociedad mejor sino una sociedad donde continuará habiendo discriminación, desigualdad e injustica. Será una sociedad en la que, en nombre de ser buenos ciudadanos, nos transformaremos, sin darnos cuenta, en muy buenos policías.