domingo, 20 de febrero de 2022

¿Quién dijo que el peronismo es siempre "Más Estado"? (editorial del 19/2/22 en No estoy solo)

 

El auge de posiciones libertarias o de un liberalismo radical se explica por varias razones. Aquí me ocuparé solo de una de ellas: la compulsión a la intervención estatal. Efectivamente, en ciertos espacios populares o progresistas, se estableció la idea de “Estado presente” como una suerte de mantra purificador. Todos los problemas se solucionarían con “Más Estado” y la inflación estatal es tomada como sinónimo de mayor protección a la lista cada vez más extensa y variopinta de grupos desaventajados. Así, parte de los funcionarios, segundas y terceras líneas, o militantes, al momento de llegar al gobierno, consideran que su deber es utilizar dinero para intervenir desde sus áreas respectivas. No se discute cómo ser más eficiente ni en qué aspectos sería mejor una no intervención de modo de canalizar recursos hacia donde sí hace falta. Nada de eso. Solo disputas interministeriales por el presupuesto y luego ejecuciones en las que funcionarios y partidarios buscan “ser vistos haciendo” a través de redes sociales. Esto no incluye solo al actual gobierno. De hecho ha habido casos en el que los legisladores, en acuerdos amplios que incluyen mayorías robustas, decidieron intervenir como un gesto de demagogia que acabó perjudicando a todos, incluso a quienes se quería favorecer. Un buen ejemplo es el de la “ley de alquileres”. Nadie duda de que el problema habitacional en la Argentina es muy serio y que la desregulación total del mercado permitía comportamientos abusivos de parte de los propietarios. Sin embargo, cuando el “Más Estado” se hace sin tomar en cuenta cómo funciona el mercado o ciertos principios de la racionalidad y la calle, el resultado es menos oferta, incertidumbre y, por lo tanto, alquileres que son muy altos para los inquilinos y que siguen siendo bajos para los propietarios. Frente a ello, antes que decir que los propietarios son malos, echarle la culpa a la especulación o enojarse con la realidad, bien cabe preguntarse si lo que falló fue la intervención. Debería decirse entonces que la desregulación total muchas veces genera inequidades pero la intervención per se no necesariamente mejora las cosas.    

Ahora bien, lo curioso es que, al menos en Argentina, este intervencionismo compulsivo se hace en nombre del peronismo y, al menos desde mi punto de vista, esto obedece a una lectura equivocada tanto del legado del propio Perón como de la tradición de la cual viene el peronismo. Me refiero aquí a la Doctrina Social de la Iglesia. No hay espacio para desarrollar en profundidad todos sus principios pero podría decirse que “La Doctrina” se apoya especialmente en dos encíclicas separadas por 40 años en los que la Iglesia Católica inaugura la cuestión social buscando un punto intermedio, o superador, de la disputa entre el individualismo liberal y el colectivismo comunista. El primero de los textos es la Rerum Novarum del Papa León XIII escrito allá por 1891 y el segundo es la encíclica Quadragessimo anno, escrita por Pío XI en 1931. Bien común y función social de la propiedad son solo algunos de los elementos que forman el eje de una tradición que en Argentina se hizo carne en el peronismo y que ha tenido distintas articulaciones a lo largo del mundo. En este sentido, cabe mencionar la corriente distributista impulsada por Hilarie Belloc y el gran G. K. Chesterton quienes abogaban por una organización social de pequeños propietarios y acusaban tanto a capitalistas como a comunistas de acaparar la propiedad: los primeros en manos de una oligarquía y los segundos en manos de una burocracia centralizada.  

Contra los primeros, en Lo que está mal en el mundo, Chesterton dice lo siguiente:

“La propiedad no es más que el arte de la democracia. Significa que cada hombre debería tener algo que pueda formar a su imagen, tal como él está formado a imagen del cielo. Pero como no es Dios, sino solo una imagen esculpida de Dios, su modo de expresarse debe encontrarse con límites; en concreto, con límites que son estrictos e incluso pequeños. Soy muy consciente de que la palabra propiedad ha sido definida en nuestro tiempo por la corrupción de los grandes capitalistas. Se podría pensar, cuando se oye hablar a la gente, que los Rothschild y los Rockefeller estarían del lado de la propiedad. Pero obviamente son enemigos de la propiedad, porque son enemigos de sus propias limitaciones. No quieren su propia tierra, sino la de otros. Cuando retiran el límite de su vecino, también están retirando el suyo. Un hombre que ama un pequeño terreno triangular debería amarlo porque es triangular; cualquiera que destruya la forma, dándole más tierra, es un ladrón que ha robado un triángulo. Un hombre con la verdadera poesía de la posesión desea ver la pared en la que su jardín se une con el jardín de Smith; el seto donde su granja toca la de Brown. No puede ver la forma de su propia tierra a menos que vea los bordes de la de su vecino. Es una negación de la propiedad el hecho de que el duque de Sutherland tenga que poseer las granjas de todo un condado; igual que sería la negación del matrimonio que tuviese a todas nuestras esposas en un solo harén”.

Chesterton desarrolla su distributismo en diferentes libros y en diferentes momentos de su vida pero donde quizás se pueda encontrar una buena síntesis es en un pequeño libro que surge de la transcripción de un debate entre Chesterton y Bernard Shaw organizado por la Liga distributista en 1923. El libro, al igual que aquella conferencia, lleva como título ¿Estamos de acuerdo? y allí Chesterton afirma, contra el socialismo de Shaw: “Acepto la proposición de que la comunidad debiera poseer los medios de producción, pero con esto quiero decir que son los Comunes quienes deberían poseer los medios de producción, y la única manera de hacerlo posible es conservar la verdadera posesión de la tierra. Mr. Bernard Shaw propone distribuir la riqueza. Nosotros proponemos distribuir el poder”.

Ahora bien, más allá del juego de las similitudes y diferencias, y del modo en que se busca hacer un equilibrio entre “yanquis y marxistas”, tanto el distributismo como el peronismo se apoyan también en otro principio caro a la Doctrina social: el principio de subsidiariedad. Este principio le impone un límite al Estado pues indica que éste solo debe intervenir cuando su participación demuestra ser más eficaz que la que llevarían adelante instancias inferiores, esto es, los individuos o grupos sociales. Pongamos un ejemplo más o menos burdo: si reuniéndose en una feria gastronómica todas las semanas una pequeña comunidad pudiera garantizar que todos los habitantes alcancen niveles satisfactorios de alimentación. ¿Por qué debería intervenir el Estado?

Por supuesto que no casualmente el ejemplo habla de pequeñas comunidades. Es que cuando pensamos a gran escala las cosas se complican. De aquí que, salvo honrosas excepciones, haya un mínimo acuerdo en que, por ejemplo, el sistema de justicia o la seguridad pública estén en manos del Estado porque está claro que en este aspecto una organización estatal demuestra mayor eficacia. Aunque hay más disparidades según las tradiciones políticas, al menos en Argentina hay una mayoría que entiende, también, que el Estado es imprescindible en materia de educación y salud, algo que, más allá de las críticas que pueda haber, quedó en evidencia en tiempos de pandemia. ¿Se imaginan un país como Argentina en el que la decisión sobre confinamientos o acceso a las vacunas quedara en manos de los individuos o los grupos sociales?      

Los ejemplos en los que es necesaria la intervención estatal abundan pero, en tiempos de tecnócratas sociales ocupando espacios de decisión, también son muchos los ejemplos en los que observamos que el Estado interviene en aspectos que los individuos y los grupos sociales podrían resolver por sí mismos. No siempre el “dejar hacer” es arrodillarse frente al mercado o ser “un liberal”. A veces es mejor que la gente, de manera individual o asociada, simplemente haga e interactúe aun con los conflictos que toda interacción trae aparejada. E insistimos: no se trata de una posición que solo puede encontrarse en el liberalismo. También el peronismo da herramientas conceptuales para sostener esta posición. Quizás el peronismo esté equivocado pero no se le puede adjudicar a éste la idea de que toda nuestra vida, incluyendo el sentido de la misma, deba estar atravesada por el Estado. Que los antiperonistas se lo adjudiquen al peronismo puede ser mala fe o ignorancia; que lo hagan los partidarios también. ¿Cuándo fue que, en nombre del peronismo, se ha perdido la confianza en la capacidad de la gente para vivir en comunidad?

El hecho de que el Estado esté metido en todo no es necesariamente protección: puede ser también paternalismo, kiosko o pereza intelectual. En cualquier caso, no saber discriminar cuándo es necesario intervenir y cuándo no, supone darle buenas razones a quienes abogan por la reducción del Estado al mínimo, esto es, a aquellos que han llevado adelante políticas que han generado mucho daño en nuestro país. Entre un Estado que atraviesa cada instancia de nuestra vida, como si estuviésemos bajo tutela, y los divagues del Estado reducido a su mínima expresión hay un montón de grises. Transitar por allí es el desafío.     

 

 

Bardem, Sagan y la búsqueda del cupo galáctico (publicado el 18/2/22 en www.disidentia.com)

“Dime qué filmas y te diré quién eres” podría ser una frase aplicable a un director de cine pero también a toda una época. Es que si bien no se trata de un todo homogéneo, los climas culturales de los últimos cien años pueden comprenderse echando un vistazo a los mensajes que transmiten las películas y, por supuesto, a quienes actúan en ellas, verdaderas celebridades capaces de mantener un idilio con el público por un personaje o una actuación particular. Sin embargo, el mundo del cine no solo describe sino que también prescribe los valores de sus realizadores, lo cual incluye no solo a los guionistas, actores y directores sino también a los productores, las distribuidoras y las plataformas que exhiben los productos. Esta breve introducción era necesaria para comprender buena parte del revuelo creado por las declaraciones de Javier Bardem tras ser nominado para el Oscar. Lejos de intentar hacer una exégesis de sus afirmaciones, el reconocido actor pareció utilizar terminología “woke” para interpelar esa misma ideología, esto es, aquella que hace énfasis en las identidades minoritarias con reivindicaciones que atraviesan el feminismo, la lucha contra el racismo, el ambientalismo, etc. Con el trasfondo de una insólita controversia en la que algunos críticos afirmaron que la vida del cubano Desi Arnaz no debía ser interpretada por un español como Bardem sino por un cubano (o un latino, como si los latinos fuéramos todo lo mismo, por cierto), el actor aclara que la esencia de la actuación es actuar de lo que no se es pero agrega que, además, la industria del cine no crea personajes españoles. Así, si se siguiera al pie de la letra las indicaciones de los comisarios de la presunta apropiación cultural, ni Bardem ni los actores españoles podrían actuar fuera de España en tanto españoles hasta que algún guionista cree un personaje español. El punto es que, al momento de advertir esta situación, Bardem dijo que esto demuestra que hay “minorías españolas” en el cine y allí se desató el escándalo porque el status de minoría da derechos y no se le puede otorgar a cualquier grupo, máxime si, en este caso, se trata de “los españoles”.

A propósito de las minorías, quisiera conectar este caso con el de la nueva entrega de la saga Matrix. En una entrevista brindada para la TV argentina algunos días atrás, una de las protagonistas, la actriz mexicana Eréndira Ibarra señaló, como una de las razones por las cuales se siente orgullosa de participar del film, el hecho de que las directoras de la película, las mujeres trans conocidas como “Hermanas Wachowski”, habían estado muy atentas a cumplir con el “cupo” explícito/implícito que exige toda megaproducción no solo frente a cámara sino detrás de ella: afros, latinos, LGTB, asiáticos, marrones, etc. No deja de ser curioso, pero hay quienes se sientan a ver una película y ponen menos atención en el film que en el hecho de que allí estén representados todos los géneros, todas las etnias y toda aquella identidad que sea considerada fuera de la normatividad. Más curioso aún es que quienes desean contarnos una historia estén más preocupados por cumplir con los cánones morales de la época siendo que, en general, a lo largo de la historia, los artistas que sobresalieron fueron los que, justamente, desafiaron lo establecido.

Con todo, más allá de eso, me interesa situarme en esta fantasía de la “representación total”. Con esto quiero decir que no solo debiéramos ponernos a discutir por qué habría que representar todas las identidades del nuevo canon; lo que habría que pensar es, sobre todo, si es posible hacerlo. Aunque parezca mentira, ha habido un episodio que expresa bastante bien esta problemática y los memoriosos lo van a recordar. Se trata de la famosa discusión en torno al primer intento más o menos serio que hizo la humanidad para comunicarse con civilizaciones extraterrestres. Todo comenzó allá por el año 1972 con el lanzamiento del Pionner 10, una nave espacial que sería enviada hasta un punto del espacio donde ninguna creación humana había llegado. Dado que hipotéticamente existía la posibilidad de que la nave tuviera contacto con vida inteligente, la discusión que se dio públicamente y que reseña muy bien Carl Sagan en su libro La conexión cósmica, pasaba por cuál sería el mensaje más representativo que quisiéramos darle a una civilización desconocida. Se trataba de encontrar una síntesis y de poder acordar cómo queríamos ser representados frente a otra civilización destacando aquello que tenemos en común pese a ser todos diferentes. Existió un acuerdo más o menos generalizado en que, al menos una parte del mensaje, expuesto en una plancha de aluminio y oro anodizado de 15 x 23 cm, tenía que ser expresado en un lenguaje científico bajo el supuesto de que es el único aparentemente capaz de ser comprendido por otras vidas inteligentes. De aquí que, por ejemplo, se incluya una representación esquemática de la transición entre giros de electrones de protones paralelos y antiparalelos del átomo de hidrógeno neutro. Pero el conflicto se dio sobre otro aspecto del mensaje: aquel que incluía un dibujo que intentaba representar la forma física de la civilización creadora de la nave, esto es, de los humanos.  Efectivamente, se le pidió a la mujer del propio Sagan que dibujara a un hombre y una mujer, de modo tal que representaran a todos los hombres y mujeres del planeta. Tomando como base los modelos de la escultura griega y los dibujos de Leonardo Da Vinci, la esposa de Sagan hizo un dibujo en el que el varón tiene una mano alzada en un gesto de saludo. En este sentido, muchos criticaron que solo el varón parecía amigable y que la mujer adoptaba un rol pasivo en la imagen. En esta misma línea hubo quienes advirtieron que el sexo del varón estaba expuesto pero no se daba el mismo caso en lo que respecta a la mujer a punto tal que muchos reclamaron “quitarle” el sexo a la figura del varón. Más interesante aún fue la discusión sobre la representación étnica. Lo citaré al propio Sagan con una extensión que vale la pena:

“(…) Realizamos un gran esfuerzo para conseguir que tanto el hombre como la mujer tuvieran gran alcance racial. A la mujer se le dio aspecto físico agradable, y en cierta forma asiático, aunque parcialmente. Al hombre se le atribuyó nariz ancha, labios gruesos y corte pelo “afro”. En ambos seres también estaban presentes los característicos rasgos caucásicos. Esperábamos representar, al menos, tres de las principales razas humanas. En el grabado final sobrevivieron los labios, la nariz y el aspecto agradable en general, pero, como los cabellos de la mujer solo estaban dibujados en contorno, a muchos les pareció rubia, destruyendo así la posibilidad de una significativa contribución de genes asiáticos. También y en algún momento de la transcripción del dibujo original al grabado final, el aspecto “afro” se convirtió en un corte de pelo dado al hombre que aparecía con cabello rizado, corto, con aspecto muy mediterráneo. Sin embargo, el hombre y la mujer de la placa son, en gran medida, representantes de los sexos y razas humanas”.

Las controversias continuaron e incluyeron creyentes que exigían alguna representación de Dios y amantes de la música que pedían enviar una cinta de Los Beatles. Lo cierto es que en estos casos la discusión sería la misma y mostraría el eje en el que quiero hacer hincapié: la imposibilidad de la representación total. No había manera de representar todas las etnias en la placa y menos de dar cuenta de todas las interpretaciones posibles, las sensatas y las delirantes, en torno a un simple dibujo de un hombre y una mujer. La mujer de Sagan eligió arbitrariamente un modelo e intentó una mezcla igualmente arbitraria de lo que consideraba las “razas” más representativas. Pudo haber escogido otro modelo y otro recorte pero la representación nunca representa al representado tal cual es. Por eso es una representación. Ahora bien, si esto ya era materia de discusión en un mundo donde había bloques nacionales, políticos, religiosos y culturales más o menos homogéneos, imaginen lo que sucederá hoy cuando tenemos prácticamente tantas identidades como habitantes en la Tierra.

Volviendo al inicio, si aceptamos que el cine describe pero también prescribe los valores de cada época, no podemos más que celebrar que sea posible hoy disfrutar de perspectivas que vayan más allá de Hollywood o los clásicos europeos. Eso incluye las historias, el modo en que se cuentan, quiénes son los personajes y quiénes las representan. Pero el intento de limitar el cine según los patrones de la nueva moralidad solo instaura un nuevo canon y, con ellos, toda una serie de limitaciones que encorsetan los procesos creativos. Si 50 años después del Pionner 10 existiera un Pionner modelo 2022 y tuviéramos la posibilidad de enviar un mensaje a una civilización extraterrestre, la discusión sobre una suerte de cupo galáctico que represente a todos sería interminable y solo se podría saldar metiendo en una nave espacial a cada uno de los 7000 millones de habitantes de la Tierra. Será el triunfo de las identidades irreductibles y un mensaje contundente a una civilización inteligente de parte de una civilización que hace todo lo posible por dejar de serlo.    

          

 


domingo, 6 de febrero de 2022

El dilema kirchnerista (editorial del 5/5/22 en No estoy solo)

 

Mientras buscábamos la letra chica del entendimiento con el FMI, Máximo Kirchner renuncia a la presidencia del bloque del FDT en diputados. ¿Pasión kirchnerista por volver a ser una minoría intensa modelo 2016? ¿Resurgimiento de un ADN K que denuncia poderes fácticos y asume que el poder está en cualquier lado menos en la administración del Estado? ¿Consecuencia natural de hacerse cargo de una verdad incómoda por sobre una mentira que garantice gobernabilidad? Quizás todo eso a la vez. Quizás no. Imposible saberlo. Tampoco sabemos qué opina la madre de Máximo y no lo sabemos porque Máximo y su madre, actual vicepresidenta, expresidenta durante dos mandatos y máximo referente del espacio que gobierna, prácticamente no hablan en público; apenas deslizan a cuenta gotas algunas epístolas a ser interpretadas. La decisión de comunicar de ese modo puede ser saludable frente a la vergonzosa camada de políticos que han construido su popularidad sobre la pereza de productores radiales y televisivos que repiten las figuritas una y otra vez. Pero hay grises entre ser un payaso mediático y este laconismo. Se dirá que el caso de CFK es distinto al de los referentes de la Cámpora, en líneas generales, reacios a las participaciones en los medios tradicionales, y efectivamente es así ya que cuando CFK fue presidenta su presencia era otra. No daba reportajes, prácticamente, pero sus intervenciones eran constantes. En la actualidad, en cambio, el respeto institucional a la figura del presidente, la ha llevado a cumplir un rol de episódica comentarista epistolar, como si el cargo de vicepresidente fuera el de un ciudadano más y no tuviera algún tipo de injerencia en un gobierno que existe por la genial decisión electoral que ella misma tomó. Lo de “genial”, por supuesto, no es irónico. Como hemos dicho varias veces aquí, esa decisión determinó la elección y eso es lo que importa. Si en todo caso el gobierno surgido de allí no cumple con las expectativas es otra discusión. Con todo, es difícil de entender lo que viene sucediendo: ¿la vicepresidenta acusando en carta pública al presidente por no llamarla? ¿El presidente del bloque de diputados del oficialismo esperando a que se anuncie el entendimiento con el FMI para exponer un cúmulo de verdades en otra carta pública que lo lleva a renunciar a la presidencia del bloque pero no al bloque mismo?

El espacio que gobierna parece haber entendido la lógica de la coalición como una suma de identidades irreductibles; un conjunto de dirigentes que responden a este o al otro y que recibirán un cargo en función de esa pertenencia. Por supuesto que algo de eso tiene toda coalición pero lo que ha ocurrido en este caso es la parálisis de la gestión, algo que quedó en evidencia con el cambio de nombres pos PASO y de la cual solo se salvan algunos ministerios.   

La situación es compleja para el kirchnerismo porque hay dos opciones: o negoció mal al interior de la coalición y, a pesar de aportar el 70% de los votos en 2019, renunció a condicionar al presidente que fue su crítico feroz durante 10 años; o es cómplice de esta versión pasteurizada cuyo único plan parece ser llegar a 2023 con una inercia de crecimiento que, sumado al espanto que puede producir la oposición, le permita ganar.

Si esta lectura es correcta, Máximo (y quizás el kirchnerismo) estaría reflexionando acerca de si es mejor quedar como tonto que como cómplice. De aquí se seguiría la ruptura de la coalición aduciendo que el gobierno tomó un camino equivocado sobre el cual el kirchnerismo no ha tenido ninguna injerencia. Claro que si esto sucediera y se reeditara “Unidad ciudadana” la situación no sería la misma por varias razones. En primer lugar, esa decisión haría caer automáticamente al gobierno de Alberto Fernández; en segundo lugar, la caída del gobierno de Alberto Fernández, fruto también de una mala gestión, le pasará factura al propio kirchnerismo, tal como se vio en las PASO de la Provincia de Buenos Aires cuando con el aparato de Nación y Provincia más todo el peronismo unido se obtuvieron menos votos que los que había alcanzado CFK en 2017 con casi todo en contra.

Sin embargo, al menos por ahora, la idea parece ser no romper la coalición. Ello es condición necesaria para ser competitivos en 2023 aunque no es suficiente, como ya hemos visto. La contrapartida de ello es que el kirchnerismo pagará el costo político de un gobierno que se parece bastante poco al que lideró el país entre 2003 y 2015 e inauguraría, para los libros de historia, una suerte de período de “resignación kirchnerista (2019-2022)”. Este camino habría comenzado en 2019 con la resignación que supone asumir que es imposible ganar la elección yendo en solitario y que es necesario ubicar como presidente a quien hizo mucho para que te fuera mal; la segunda resignación, la del 2022, sería la del acuerdo con el FMI: sin un contexto geopolítico favorable, sin épica, sin decisión política, sin una planificación que sustente una recuperación sostenida como sí existía en 2003, este kirchnerismo es el que dice “hay que arreglar lo mejor que se pueda y patear para adelante”. El kirchnerismo de la resignación 2022 sería también, en este sentido, un kirchnerismo de la dilación, todo lo contrario a su versión anterior en la que, en materia de deuda al menos, si cometió un error fue justamente el de apurarse a pagar lo más posible dejando un país desendeudado al gobierno de los endeudadores seriales.   

Para concluir, entonces, el kirchnerismo parece atravesar hoy un dilema cuyo costo político es de una magnitud incalculable: o rompe la coalición harto de un gobierno que carece de espíritu transformador y de esa manera genera una crisis institucional gravísima; o se resigna, se expone a la acusación de complicidad y dilapida capital político manteniéndose como parte de una coalición donde aparentemente no tiene el poder para tomar decisiones.

El final está abierto.