miércoles, 26 de febrero de 2020

El espejo roto de las minorías (publicado el 20/2/20 en www.disidentia.com)


Es difícil e inútil intentar caracterizar de una única manera un determinado tiempo histórico pero no se falta a la verdad si afirmamos que el problema de la representación está en el centro de las principales controversias que hoy atraviesan los debates públicos. Si bien puede que haya sido así a lo largo de toda la historia de Occidente, o al menos desde que se abandonó la democracia directa, lo cierto es que la gran mayoría de los conflictos parecen estar vinculados a que buena parte de la ciudadanía no se siente representada ni por los políticos ni por el resto de las instituciones que conforman sociedades complejas como las actuales. Cada país y cada comunidad tiene sus propias reglas, su historia y sus tensiones pero la sensación es que las reivindicaciones y exigencias cada vez más fragmentadas y específicas desbordan cualquier  modelo y hacen que ninguna organización social pueda sustraerle a sus miembros el sentimiento de no sentirse representados.
No tenemos aquí el espacio suficiente para realizar un rastreo conceptual de todas las discusiones que se han dado en torno a la noción de representación ni de las distintas soluciones históricas que se han brindado pero en términos generales cualquiera podrá entender que si no es uno mismo el que se presenta o representa, el hecho de delegar esa voluntad en un tercero admite la posibilidad de que ese tercero, finalmente, acabe defraudando nuestras expectativas. Eso es lo que sucede cuando, por ejemplo, votamos a un político para que nos represente en función de sus promesas de campaña y luego, al obtener la representación, su accionar dista mucho de lo que había prometido.
La situación es problemática porque en países con millones de personas es imposible logísticamente que cada uno de nosotros tenga voz y voto para cada una de las decisiones que toma un gobierno. De aquí que los países busquen generar mecanismos de participación más o menos directa de la ciudadanía o, en todo caso, mecanismos que permitan que la voluntad popular se sustancie atravesando la menor cantidad de filtros posible.
Pero si de filtros hablamos, justamente, tenemos que pensar que la noción de representación moderna, especialmente en su tradición liberal/republicana, buscaba justamente eso, esto es, filtrar la voluntad popular a través de representantes que, con un dejo claramente aristocrático, sabrían mejor que el propio pueblo lo que es bueno para el pueblo. Dicho de otra manera, el representante recibiría una suerte de mandato popular pero también gozaría de un cierto espacio de libertad para, enfrentado a una situación x, tomar una decisión, aun cuando ésta sea percibida como “negativa” por el propio pueblo que le había otorgado aquel mandato.  
Para ilustrar este punto podemos remitir al clásico libro El Federalista, texto fundamental para la constitución de los Estados Unidos, donde James Madison, hablando de la importancia del Colegio Electoral, afirma que ese sistema permite a los representantes “refinar y elevar las opiniones públicas, haciéndolas pasar a través de un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya sabiduría sea la que mejor pueda discernir el verdadero interés de su patria, y cuyo patriotismo y amor a la justicia difícilmente sacrificarían por consideraciones temporales o parciales”.
 En este mismo sentido, y para eludir la presión de las facciones, otra mediación clave que se expone en El Federalista es la de constituir distritos electorales amplios y periodos largos de cumplimiento de los mandatos en el Congreso para que “hicieran al cuerpo más estable en su política y más capaz de contener las corrientes populares que tomaran una dirección equivocada, hasta que la razón y la justicia recuperaran su ascendiente”. Esta necesidad de mayor estabilidad es la que hace que, para escándalo de muchos republicanos actuales, los autores de El Federalista brinden interesantísimas razones para justificar, por ejemplo, la reelección indefinida del cargo de presidente.
Con todo, y volviendo a la cuestión general de la representación, decíamos que el espacio de libertad del que todo representante debe gozar es el que hace que algunos de los representados acuse de traiciones varias al representante en cuestión dado que muchas veces el elegido toma decisiones que van a contramano del mandato o al, menos, van a contramano de lo que alguno de sus votantes consideraba que era un mandato.

Ahora bien, como dejé entrever anteriormente, hay distintas modalidades a través de las cuales los sistemas de representación intentan garantizar que la voluntad popular no acabe diluyéndose en la infinita cantidad de mediaciones existentes. Sin embargo, en la actualidad, pareciera que estos canales no alcanzaran y comenzaran a imponerse legislaciones que van a contramano de los valores de universalidad de la representación. El argumento es, en parte, atendible, y viene de la mano de la nueva ola de políticas identitarias que denuncian a las democracias modernas representativas de haberse transformado en un sistema cuyo diseño acaba favoreciendo a determinados sectores de la sociedad, esto es, los ricos, los poderosos, los varones, los blancos, los heterosexuales, los que profesan la creencia mayoritaria, etc. Se afirma que esto sucede porque en general los representantes son ricos, poderoso, varones, etc. de lo cual se sigue que el modo de acabar con esta representación que solo representa a un sector de la sociedad sería establecer los mecanismos para que aquellos no representados puedan tener un lugar de voz y voto. Una vez más, los mecanismos y las variantes son casi infinitas pero en general se habla de políticas de discriminación positiva que deriven en leyes de paridad, cupos o escaños reservados para lo que cada país considere una minoría “oprimida” (lo que a la fecha suele equivaler a “mujeres” o “minorías étnicas”).  
Se supone, claro está, que la representación funciona de manera especular y que, entonces, solo un negro puede representar a los intereses de los negros, solo una mujer a los intereses de la mujer y así se podría continuar incluyendo todo tipo de identidad que alcance la suficiente capacidad de presión social como para obtener un espacio.
Estos puntos de vista basan sus exigencias en la evidencia de que las políticas de la modernidad, ciegas a toda diferencia, no han sido capaces, en la práctica, de dar cuenta de muchísimas reivindicaciones, en algunos casos de grupos o ciudadanos que, en su conjunto, fueron considerados una minoría en términos cualitativos, esto es, en tanto no eran parte de “la norma”. Sin embargo, un sistema que avance en esta lógica de asignar espacios en función de determinadas identidades corre el riesgo de generar otras inequidades además de trasladarnos a tiempos premodernos de sociedades estamentales.
En primer lugar porque siempre habrá controversia acerca de la lista de minorías que deben ser representadas. ¿Por qué las mujeres sí y los negros no? ¿Por qué los negros sí y los gays no? ¿Por qué los gays sí y los musulmanes no? ¿Por qué los musulmanes sí y los discapacitados no? ¿Por qué los discapacitados sí y los indios de la tribu x no? ¿Por qué los indios de la tribu x sí y los indios de la tribu y no? Si la respuesta es “porque unos son más relevantes que los otros socialmente”, o “porque unos tienen mayor capacidad de lobby que los otros” le estamos haciendo flaco favor a las minorías que a priori deseamos visibilizar. Además se generarían situaciones indiscernibles para el caso de algún aspirante al cargo que poseyera más de una de las identidades mencionadas. Esto es, ¿para qué grupo calificaría la persona que fuera mujer, negra, homosexual, musulmana, discapacitada y miembro de una tribu autóctona?
En segundo lugar, porque aun cuando supongamos que la representación funciona como un espejo y que solo puede representarnos aquel representante que “sea como nosotros”, ese “ser como nosotros” siempre deja abierto un espacio de libertad/diferencia porque, al fin de cuentas, el representante, por más que se nos parezca mucho, nunca es exactamente idéntico a nosotros. Esto obedece a la obviedad de que ninguna persona es igual a otra y a otra obviedad que suele pasarse por alto y es que los grupos elegidos para que tengan representación nunca resultan homogéneos. En Argentina, por ejemplo, se implementó una ley de paridad de género. Sin embargo, una vez conformadas las listas, quedó en evidencia que muchas de las mujeres seleccionadas no pertenecían al campo ideológico del feminismo que había impulsado la ley de paridad. A partir de ahí existió una campaña en redes sociales que exigía “feministas en las listas”. Se mostró así que ese “ser igual a nosotros” no era, entonces, “ser mujer” sino, “ser feminista”, porque, evidentemente no todas las mujeres son feministas.
Del mismo modo podríamos pensar en infinidad de casos a lo largo del mundo donde el representante de la minoría étnica finalmente acaba tomando decisiones que difieren de los intereses de su minoría o se distancian de los intereses de una parte de esa minoría. Y lo mismo sucedería si en algún momento se decidieran reservar escaños o cupos para el colectivo LGBT, los discapacitados o cualquier grupo que se considere minoría y entienda que su perspectiva solo podrá ser representada en el parlamento por “uno de los propios”.
A propósito, y para finalizar, permítanme la licencia de ilustrar el problema de la representación especular a partir de un fragmento del libro de Jorge Luis Borges titulado El libro de los seres imaginarios.
Allí dedica un fragmento a unos supuestos “Animales de los espejos” que referirían a la legendaria época de un mítico Emperador Amarillo:

“En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.

El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas”.

Este fragmento de Borges nos muestra que aun cuando pueda haber buenas intenciones, avanzar hacia un tipo de representación especular no garantiza que se vean representadas las minorías que en la representación moderna ciega a las diferencias estuvieron, en parte, silenciadas. Porque la lógica de pretender representar todas las identidades en sí mismas lleva a un infinito que deviene absurdo y porque podremos, como el Emperador Amarillo, forzar a los representantes y obligarlos a acatar nuestra voluntad pero será una victoria pírrica. Es que aun en los grupos que se presentan como homogéneos, la heterogeneidad ha irrumpido. La diversidad existe también al interior de los grupos diversos y pretender representarla llevaría a negar la propia idea de representación porque la atomización es tal que la única manera de que se garantice nuestra voluntad sería participando de forma directa. Y esto resulta imposible en términos prácticos.
Así, pretendemos que el espejo represente nuestra voluntad, pero nuestra voluntad ya está fragmentada, ya está completamente rota. Como el espejo, ése al que todavía, y de manera ingenua, le exigimos que nos imite y se comporte como nosotros queremos.    





domingo, 23 de febrero de 2020

Los peligros del zocalismo (editorial del 22/2/20 en No estoy solo)


Las innovaciones tecnológicas y las modas que se imponen en materia de comunicación se independizan cada vez más de la pretensión de brindar una información fidedigna. El mejor ejemplo de ello son los denominados “zócalos”, esas placas de color creadas hace casi una década y que suelen aparecen en la parte inferior de la pantalla para resaltar determinada frase, en principio, de alguno de los entrevistados presentes en el estudio de televisión. Digo “en principio” porque en los últimos tiempos es cada vez más notorio que su utilización se ha ido transformando para dejar de ser una suerte de edición en vivo del reportaje y devenir mensaje efectista que, incluso, puede ni siquiera tener relación con el entrevistado y el tema en cuestión. De hecho, a veces se utiliza como un textual entrecomillado de alguien que ni está presente y ni aparece mencionado; otras veces se lo usa para describir la imagen y en ocasiones se trata simplemente de un juicio de valor que abona la línea editorial del medio. Eso sí: lo que parece buscar siempre es la agitación social para lograr que nadie se despegue de la pantalla. Sin ir más lejos, a horas de la última marcha exigiendo justicia por el chico asesinado en Villa Gesell, Crónica TV ponía en sus zócalos, mientras el conductor esbozaba todo su sentido común punitivista: “apareció una selfie después de matarlo”; “compraron hamburguesas con los nudillos llenos de sangre”; “después de matar se fueron a comer”. Lo curioso es que estos mismos medios luego se preguntan por qué hay tanta violencia y, como no podía ser de otra manera, lo coronan poniendo a un impune con micrófono que, en algún momento, con voz grave, afirme: la culpa es de la sociedad. 

Asimismo, el zócalo que, insisto, no es estrictamente una novedad sino que se ha ido puliendo con los años, se inscribe en la lógica de una comunicación que hoy en día debe ofrecernos infinidad de estímulos en una misma y única pantalla. En ese sentido la televisión intenta, con sus propias herramientas, reproducir las múltiples ventanas y las múltiples atenciones que dispersan al usuario de internet. Por ello ofrece, en medio de un noticiero, pantallas varias veces partidas en las que aparece el loop del último asesinato; la cara indignada del presentador por un lado; el gesto de dolor de un miembro de la familia de la víctima por el otro; un cuadradito en un vértice en el que invitan a mirar el programa que sigue, y un zócalo más fino debajo del zócalo mayor en el que indican los goles del partido de ayer, los mensajes de whatsapp de la audiencia y/o el clima para el domingo, etc. De solo pensarlo ya me resulta asfixiante. 
No hay manual para la utilización del zócalo pero sí hay quienes ya tienen conciencia del impacto que produce. Los que más lo saben son los propios conductores o participantes de los programas ya que al decir alguna frase chequean el monitor para observar si los han sacado de contexto o si la edición los perjudica. No les preocupa tanto que en lo inmediato alguien en la casa o el bar pueda verse engañado por un zócalo que no refleja el sentido de lo que se acaba de exponer sino la posibilidad de que exista una captura de pantalla y que la frase, acompañando su imagen, se viralice para dejarlos inermes ante el ataque del enjambre cibernético que busca a quién castigar hoy.
Este es un punto importante porque el zócalo, al ser una herramienta que presuntamente nos permite, en una captura, “traducir” la imagen, es ideal para la lógica del meme o de la fake news.
Por ello, lejos de ser una herramienta más de la edición capaz de acercarle al televidente un resumen de los aspectos relevantes de lo que está viendo, el zócalo ha devenido uno de los modos a través de los cuales la desinformación crece. Si cada vez son más los casos en los que el titular de una nota se contradice con el contenido de la misma, no debe asombrarnos que crezcan los zócalos que emitan mensajes contradictorios en relación a la imagen en la que se imprimen.
Y pensar que muchos, todavía, por estar atentos a las noticias, creen estar informados.




lunes, 17 de febrero de 2020

El frente de todos (o todas las internas del frente) [editorial del 15/2/20 en No estoy solo)


Apenas algunas semanas atrás, en este mismo espacio, comentábamos que, más allá de los adversarios políticos objetivos y externos que tendría el Frente de todos (FdT) era de prever que el mayor inconveniente estaría dentro del espacio. En aquel momento augurábamos que las tensiones podían mantenerse sosegadas en la medida en que el gobierno de Alberto pudiera encauzar económicamente al país de modo tal de poder revalidar en 2021 el triunfo de 2019. Dado que esa condición no es fácil de cumplir en tanto la herencia recibida es casi condenatoria, había buenas razones para estar preocupados. También en aquel momento aventurábamos que el gobierno de Alberto trataría de impulsar una agenda en línea con lo que se suele llamar “ampliación de derechos civiles” gracias a proyectos como el de legalización del aborto bajo la suposición de que la base de sustentación estrictamente peronista no alcanza y que hace falta apoyarse en el electorado progresista urbano, de clase media, con estudios universitarios, es decir, en aquel espectro que suele dominar últimamente cierto sentido común en el debate público.
Este giro socialdemócrata estaba ya presente en el gobierno de CFK, de modo tal que no es estrictamente adjudicable a Alberto, y se sostiene también en un cálculo electoral de dudosa justificación, máxime cuando un tema como el del aborto es probable que genere una grieta transversal, pero indagar en este aspecto es algo que haremos cuando lo oportunidad lo amerite.
Lo cierto es que a dos meses de asumido el gobierno, buena parte de lo que suponíamos se ha confirmado, si bien hay algunos agravantes que era imposible imaginar.
Nos referimos a la sensación de parálisis existente, una suerte de gobierno entre paréntesis a la espera de la renegocicación de la deuda. Porque es verdad que no hay presupuesto posible ni planificación alguna si no sabemos cuánto debemos destinar al pago de la deuda pero pareciera que el motor del gobierno está apagado y solo se encenderá una vez que, a fines de marzo, y ojalá así sea, tengamos, entre las manos, el resultado de la negociación. Esa parálisis tiene aspectos positivos porque paralizó también la inflación en tanto congeló la nafta, los servicios, los transportes, etc. Pero también congeló las paritarias y cada vez que se habla de la desindexación de la economía se hace referencia a desindexar los sueldos y las jubilaciones.
La situación es más preocupante cuando entendemos que a diferencia de otros gobiernos, el actual ha padecido un desgaste injusto producto de prácticamente haber sellado la elección en agosto de 2019. Y estos primeros dos meses han sido abundantes en gestos simbólicos pero no han sido audaces en intentar transformaciones estructurales de peso. Las líneas generales están claras, esto es, atender la urgencia de los que menos tienen, para lo cual se impulsó la tarjeta alimentaria, el bono para jubilados que cobren la mínima, etc., pero no mucho más que eso. Si tomamos en cuenta los primeros cien días de Macri, y cito de memoria, para esa fecha ya se había barrido con la ley de medios, se eliminaba el denominado “cepo” pagando todos los dólares que se exigían, se nombraban por decreto dos jueces de la Corte, y comenzaba una cacería moral, social y judicial sin precedentes en la historia democrática. Comparado con estos primeros sesenta días de gobierno de Alberto, la diferencia es abrumadora y resulta chocante observar cómo quienes deberían al menos responder alguna pregunta de la justicia, se encuentran vacacionando en Punta del Este o destinos exóticos. Una vez más, nadie exige sobrepasar los límites republicanos e intervenir en el poder judicial tal como hizo el gobierno anterior y menos aún estoy dando a entender que el tan temido Ministerio de la Venganza pueda haber devenido Ministerio de la Impunidad, pero el Estado como un todo, con todas sus instituciones, algunas dependientes del gobierno y otras no, tiene herramientas para investigar lo que ocurrió y tiene la gran oportunidad de hacerlo sin fraguar pruebas y sin crear estructuras mafiosas. Ojalá se pueda avanzar en ese sentido. 
Y ya que hablamos de cacerías, caben unas líneas para un conflicto que el actual gobierno no preveía o al menos no imaginaba en esta magnitud y con esta celeridad: el de la existencia de presos políticos. Aquí hay razones atendibles de todas las partes porque resulta injusto hacer responsable al actual gobierno y pedir una intervención directa porque chocaría con límites legales pero, sobre todo, porque tendría un importante costo político. No obstante, en paralelo, se da una situación curiosísima: ministros del gobierno contradicen al presidente y afirman que efectivamente existen presos políticos. La situación es curiosa porque esos ministros estarían admitiendo que forman parte de un gobierno que tiene presos políticos pero al mismo tiempo no renuncian a su cargo. Se trata, evidentemente, de una situación muy particular y de difícil solución si bien entiendo que ninguno de los presos exige indulto sino un juicio justo cuyo veredicto puedan esperar en libertad. En lo personal, creo que ninguna causa es igual a otra y habría que evaluar caso por caso porque no es lo mismo el caso de Amado Boudou que el de José López, pero cada vez son más las pruebas que muestran que en causas como la del exvicepresidente y la de otros referentes del gobierno anterior, hubo un entramado mafioso entre sectores del poder judicial, un conjunto de periodistas y el gobierno de Macri. Llamémoslo “detenciones arbitrarias”, “presos políticos”, “dios” o “energía” pero lo cierto es que hay gente que está injustamente presa y está injustamente presa por pertenecer al espacio político del actual gobierno.
Siguiendo con las internas, en su momento decíamos que iba a haber un conflicto en el área de seguridad. Lo más preocupante no es que esto ya se haya explicitado sino que recién empieza.
El conflicto que parece estar demorado es el del gobierno con los movimientos sociales en tanto se los ha incluido, con recursos, a la estructura del Estado pero se tratará de un vínculo siempre en tensión y no parece una relación fácil de manejar en tiempos de escasez.  
En cuanto a la interna que impulsa Clarín y sus repetidoras, esto es, la que habría entre el cristinismo y el albertismo, entiendo que es algo bastante más complejo. Es que el albertismo como tal todavía no existe, Massa está en silencio tejiendo un entramado de poder inteligente, hay figuras en cargos ejecutivos a distinto nivel que no atienden los teléfonos y se encierran en el microclima de técnicos y aduladores y hay sectores del peronismo que no son ni albertistas ni cristinistas y que han quedado desplazados (no precisamente porque esos lugares hayan sido ocupados por virtuosos seres de luz). Estos sectores, a los que se suman ciudadanos de a pie que tampoco exponen su incomodidad públicamente porque con buen tino reconocen que el gobierno recién asume, juzgan que en estos dos meses el gobierno ha sido mucho más tibio de lo que se esperaba y que quizás por ello no despierta la épica de antaño. Esta crítica viene de sectores cristinistas pero también de sectores peronistas que no se sienten representados por CFK. Olvidan que la “épica K” no comenzó en 2003 sino recién en 2008, cuando enfrente hubo un adversario identificable y homogéneo, pero no faltan a la verdad cuando sostienen que, al menos hasta ahora, en 2020, no existe el mismo fervor que en 2015 para defender al gobierno. 
Y esto es un problema porque se necesitará mucho entusiasmo para lidiar con una parte de la herencia de Macri que no suele tomarse en cuenta. Es que a diferencia de lo que suelen decir algunos cínicos de la oposición, el gobierno de Macri no dejó la vara alta. Más bien, lo que ha dejado, es la paciencia baja. Demasiado baja.   

lunes, 10 de febrero de 2020

Parásitos: el regreso de las clases sociales (publicado el 5/2/20 en www.disidentia.com)


“En la sociedad capitalista de hoy en día hay rangos y castas que son invisibles a los ojos. Los mantenemos disfrazados y fuera de la vista, y despreciamos superficialmente las jerarquías de clase como una reliquia del pasado, pero la realidad es que hay líneas de clase que no se pueden cruzar. Creo que esta película muestra las inevitables grietas que aparecen cuando dos clases sociales se rozan entre sí en una sociedad cada vez más polarizada”.
Estas palabras fueron pronunciadas por Bong Joon-ho,  en una entrevista para el sitio www.macguffin007.com, a propósito de su última película, Parasite (Parásitos, en castellano). Se trata de la primera película coreana en ganar la Palma de Oro y en contar con seis nominaciones para los premios Oscar.
Para quienes no la hayan visto, y sin adelantar aspectos sensibles de la trama, la película se enfoca en la relación entre dos familias, una de bajos recursos y otra enormemente rica. Por razones fortuitas el joven de la familia pobre consigue transformarse en el profesor de inglés de la adolescente que pertenece a la familia rica y, desde allí, a través de una serie de engaños, logra que toda su familia acabe trabajando para la familia rica: su padre como chofer, su madre como ama de llaves y su hermana como guía artística/psicológica del niño más pequeño. Unos verdaderos parásitos en el sentido más coloquial del término por el cual entendemos que un parásito es un organismo que vive de otro organismo que no forma parte de su misma especie. Sin embargo, hay algunos guiños de la película en las que no está de más preguntarnos quiénes son los parásitos de quién pues no faltan razones para fundamentar que, al fin de cuentas, es la familia rica la que está viviendo de la explotación de aquella familia pobre.  
Pero la película de Bong Joon-ho deja otras sutilezas interesantes. La más visible es dar cuenta de las jerarquías desde lo espacial. Porque la familia pobre vive literalmente en un sótano con una ventana que da a la calle y que apenas deja ver los pies de los transeúntes, algunos de los cuales no tienen mejor idea que orinar en el tacho de basura que está en el rincón de la ventana. Vivir en un sótano hace que, tal como muestra la primera escena en la que queda claro el carácter parasitario de la familia, los dos jóvenes estén desesperados por captar la señal de WI-FI de un vecino y, para lograrlo, tengan que llevar su celular en alto hasta tocar el techo de la casa. A su vez, vivir allí hace que en una jornada de intensa lluvia las aguas servidas inunden la casa y les hagan perder todo, como así también les permite, dejando esa pequeña ventana abierta, que el veneno de las fumigaciones contra insectos que hay en la calle ingrese a la casa intoxicando a sus habitantes pero matando a los parásitos de los parásitos: las cucarachas. En este punto, volvemos a lo mencionado anteriormente y a algo que suelo incluir en mis notas. Esto es, aclarar una y otra vez que, frente a las lecturas simplistas que dividen a la sociedad en victimarios y víctimas, en ejercicios de poder unidireccionales de arriba hacia abajo, las relaciones de poder son, justamente, relaciones en las que hay poder pero también hay resistencias y en las que las variables son tantas que sería absurdo afirmar que hay quienes son esencialmente víctimas y quienes son esencialmente victimarios. 
Mientras los pobres viven literalmente en los sótanos, la familia rica vive en una fabulosa casa que se encuentra “arriba” y a la que se llega tras subir una cuesta, en otra metáfora de la presunta meritocracia a la que suelen recurrir también los nuevos ricos. En este punto la película me recordaba a aquella novela del escritor de origen inglés, James Ballard, la cual también se transformó en una película: Rascacielos.
Esta novela es una de las metáforas más salvajes de una sociedad capitalista sin ley, un gran organismo complejo en pleno proceso de descomposición. Y todo dentro de un rascacielos de 40 pisos, 20 ascensores y 1000 departamentos donde se reproduce una verdadera estructura social. En el último piso vive el gran arquitecto y en cuanto al resto del edificio se estructura como se estructura cualquier sociedad moderna: en los pisos de arriba las clases altas, en los pisos inferiores las clases bajas y, entre ambos, las clases medias. Lo que allí dentro sucede no se los voy a decir pero digamos que no se tratará de un camino exento de conflictos.        
Volviendo a Parasite, un elemento sociológico no menor, es que aquella familia que he denominado “pobre”, tampoco responde a la categoría clásica de pobreza pues se trata, en todo caso, de una familia empobrecida, con un padre que viene de una serie de fracasos como emprendedor, dos hijos con una educación aceptable pero que tendrán dificultades para ingresar a la universidad, una mujer que acaba trabajando en casa de lo que puede, etc. Más que proletariado se trata del precariado en el sentido de ese espacio que no solo nuclea a los clásicos trabajadores sindicalizados sino que incluye allí a sectores de clase media pauperizados que ven deteriorado paulatinamente su nivel de vida al ritmo de un capitalismo cada vez más concentrado y un Estado de Bienestar cada vez más descompuesto.
Asimismo, quizás por el hecho de ser coreana, los comisarios de la corrección política no estuvieron controlando el cupo de minorías ni de identidades, y cierta ambigüedad en el mensaje puede que haya ayudado para que tampoco se le exija la moralina del triunfo de los buenos. No hay negros, ni gays ni mensaje ecológico porque la historia no necesita mostrar ni negros ni gays ni mensaje ecológico; los roles femeninos y masculinos reproducen el esquema clásico del varón hacia la vida pública y las mujeres al cuidado del hogar, pero en la película eso no aparece como problema porque el énfasis está puesto en las clases sociales y no en las “nuevas” identidades. De hecho, y sigo intentando no revelar demasiado de la película, hay escenas en las cuales se plantea que el vínculo entre las familias es, al fin de cuentas, imposible y esa imposibilidad el director la resume en el olor. Efectivamente, la diferencia irreductible no tiene que ver con la religión, el color, el género, el objeto de deseo, etc. sino con el olor que en la película distingue a cada clase social. No es la apariencia, sino algo “invisible” tal como indicaba el director en las palabras que cité al principio. Porque, a simple vista, más allá de algunos detalles sutiles en cuanto a la ropa, no habría manera de identificar a una familia de la otra. Pero de lo que no puede escapar la familia pobre es del “invisible” olor a sótano, del olor a vivir abajo, del olor a pobre. Ese eje atraviesa la película y explica el asombroso final.
De esta manera, independientemente de la discusión acerca de qué familia es parásita de la otra, la película muestra que hay un límite infranqueable que es la clase social. Más allá de que se trate de una categoría cada vez más en desuso, incluso por la propia izquierda, y de que en la actualidad sea difícil justificar que sea completamente determinante de las relaciones humanas, no viene mal recordar que la clase social sigue constituyendo una variable de relevancia en cualquier análisis que pretenda ser serio.     



domingo, 2 de febrero de 2020

Los rugbiers y el punitivismo selectivo (editorial del 1/2/20 en No estoy solo)


“Los pumas y el país soñado. Respeto por la autoridad, reglas de juego inquebrantables y solidaridad. Competencia dura pero leal y reconocimiento por el esfuerzo a quien no se considera un enemigo. El efecto del rugby en las villas. La metáfora de una Argentina posible. ¿Por qué en política domina el modelo tramposo del fútbol?”. La cita pertenece a la tapa de la Revista Noticias del 6 de octubre de 2007 y se realizó a días de las elecciones que llevarían a Cristina Kirchner al gobierno y en el marco del pleno fervor por el mundial de rugby en el que los pumas obtendrían un histórico tercer puesto. 

Leer esa tapa hoy, a días de conocer el caso de los diez rugbiers de Zárate que habrían asesinado a Fernando Báez Sosa a la salida de un boliche en Villa Gesell, produce una mezcla de sonrisa irónica e indignación ya que este episodio parece derribar una a una las afirmaciones recién mencionadas aunque, para ser justos con la revista, no fueron un invento de ella sino que, en todo caso, representan la cosmovisión, los estereotipos y las fantasías de una parte importante de la Argentina. Pensémoslo: ¿“Respeto por la autoridad”? ¿“Reglas de juego inquebrantables y solidaridad” y “competencia leal” que no considera al otro como enemigo cuando diez valientes con musculitos fajan a un tipo tirado en el piso? Asimismo, la tapa dice mucho porque deja entrever que este tipo de valores que tendrían los rugbiers funcionarían como modelo frente a “la cultura villera”, acercándonos a un presunto estadio civilizacional superior. Y si esto fuera poco, la tapa hace su bajada política, o, habría que decir, antipolítica, lo cual, claro está, es una bajada política, equiparando las trampas en el fútbol con la política. Se reproduce así la contraposición burda entre los valores de la Argentina blanca y aristocrática que juega al rugby, y los valores de la Argentina futbolera peronista de los negros tramposos. A esto se le agrega, porque hay que recordar que ya por esa época empezaba a circular la imbecilidad de que el kirchnerismo era un populismo que seguía a Carl Schmitt y a Laclau afirmando que el otro era un enemigo, la idea de que la Argentina aristocrática de los rugbiers era la Argentina de todos (de hecho ese discurso fue calcado meses después, en 2008, cuando “el campo” reemplazó al “modelo rugbier”), mientras que la propuesta de redistribución de la riqueza que proponía el peronismo, más o menos perfectible o más o menos criticable, venía a dividir a los argentinos.   
Dicho esto, podríamos dedicar las próximas líneas a denunciar las contradicciones de comunicadores o la manipulación de la opinión pública pero quisiera posarme en algo menos obvio. Me refiero al modo en que parte de la prensa y un sector de la opinión pública que, a priori, desde el punto de vista ideológico, estaría en las antípodas de quienes aplaudían y se sentían identificados con aquella tapa de Noticias, cayeron en estereotipos y afirmaciones equiparables a las mencionadas anteriormente si bien fueron realizadas desde la presunta profundidad de sociologismos baratos y teorías de la sospecha.
De hecho, pasaban las horas y la generalización era tal que estuvimos a un pasito de que algún legislador oportunista pidiera la prohibición del rugby. Si antes teníamos los valores aristocráticos de la Argentina blanca rugbier, ahora todo eso era sinónimo de crimen, racismo, machismo, discriminación, salvajismo, dictadura, oligarquía, etc; si en aquella tapa ser rugbier implicaba pertenecer a la esperanza de una Argentina posible y mejor, ahora serlo era formar parte de una línea de continuidad con todo lo más oscuro de la historia nacional. Y lo voy a decir a título personal. Porque podría confesar que hasta puede que tenga un encono personal con muchas de las cosas que representa el rugby, encono probablemente fundado en razones ideológicas y de clase, pero no puedo ser tan idiota de hacer una generalización tal que estigmatice a todo aquel que le guste practicar el deporte de la pelota ovalada o a todo aquel que pertenezca a la clase alta. Incluso permítanme agregar otra afirmación incómoda: si la justicia confirmara el accionar de estos diez muchachos, incluyendo la reverenda hijiputez de haber señalado como culpable a un pobre pibe que estaba cenando tranquilo a kilómetros de los hechos, no tendría ningún empacho en afirmar que me parecen seres despreciables, pero de ahí a la demonización total ejercida especialmente por periodistas (muchos de los cuales, por cierto, aplaudían la tapa de la revista Noticias en 2007) me parece también execrable, máxime cuando se hace con la lógica del minuto a minuto, espectacularizadamente y sin información. Por cierto y más allá de este caso particular, ¿será la audiencia la que exija que todos los autores de actos delictivos deban ser presentados como demonios y todos los que lo sufren sean presentados como ángeles? ¿O será una lógica del morbo mediático para conmover más a aquellas audiencias? No es este el momento para desentrañar la eterna discusión del huevo y la gallina pero sí para advertir que el punitivismo esta vez no estuvo en los sectores de derecha, o por lo menos no por las razones que suelen esgrimir los sectores de derecha, sino que estuvo en los sectores progresistas, de izquierda. Esa idea de que tienen que pagar pudriéndose en la cárcel y que ojalá sufran todo tipo de vejaciones estando presos, está en el marco de la misma lógica de aquellos que, cada vez que el que comete el delito forma parte del universo “pibe chorro”, piden bajar edad de imputabilidad, subir las penas y que padezcan todo el horror posible en las cárceles como si estar privado de la libertad supusiese estar privado de todo derecho.
Contrariamente a lo que suponemos, entonces, la grieta ideológica no distingue entre derechas punitivistas e izquierdas garantistas sino entre derechas punitivistas e izquierdas que ejercen el punitivismo selectivamente.
Porque si somos de izquierda y el que cometió el delito es pobre o marginal, el manual nos indica que la responsabilidad individual se diluye y lo que parece haber cometido el delito es “la desigualdad”, algo que, por supuesto, no toma en cuenta que la enorme mayoría de pobres o marginales no comete delitos. Se dice, entonces, desde la izquierda, que debemos hacer todo lo posible para reinsertar a esa persona en la sociedad y paralelamente disminuir las condiciones de desigualdad. En lo personal me siento parte de ese ideario pero si desde ese mismo espacio ideológico voy a suspender mi garantismo cada vez que el que cometió el delito es “mi adversario” social/político/económico/de género, etc. entonces prefiero apartarme. Porque no puedo exigir presunción de inocencia, penas razonables y derechos solo para las causas, los sectores o los individuos que mi ideología me inclina a defender mientras que cuando se trata de “los otros”, de “los malos”, pido escraches, condenas mediáticas, fin de la presunción de inocencia y de toda garantía, cadenas perpetuas y hasta pena de muerte.
En síntesis, no puedo ser garantista solo con los que considero buenos o a priori aparecerían como víctimas porque denuncian algo. Las garantías, y ésa es la conquista de los sistemas de derecho modernos, también las deben tener los hijos de puta y aquellos sujetos que por las razones que fueran, objetivas o subjetivas, resultan, o nos resultan, despreciables. Sé que es difícil pero si querés vivir en comunidad, habrá que hacer el esfuerzo. Si no lo hacés por bondad o por convicción hacelo por miedo. Porque, ¿qué pasaría si la injusticia un día te toca a vos?