lunes, 10 de febrero de 2020

Parásitos: el regreso de las clases sociales (publicado el 5/2/20 en www.disidentia.com)


“En la sociedad capitalista de hoy en día hay rangos y castas que son invisibles a los ojos. Los mantenemos disfrazados y fuera de la vista, y despreciamos superficialmente las jerarquías de clase como una reliquia del pasado, pero la realidad es que hay líneas de clase que no se pueden cruzar. Creo que esta película muestra las inevitables grietas que aparecen cuando dos clases sociales se rozan entre sí en una sociedad cada vez más polarizada”.
Estas palabras fueron pronunciadas por Bong Joon-ho,  en una entrevista para el sitio www.macguffin007.com, a propósito de su última película, Parasite (Parásitos, en castellano). Se trata de la primera película coreana en ganar la Palma de Oro y en contar con seis nominaciones para los premios Oscar.
Para quienes no la hayan visto, y sin adelantar aspectos sensibles de la trama, la película se enfoca en la relación entre dos familias, una de bajos recursos y otra enormemente rica. Por razones fortuitas el joven de la familia pobre consigue transformarse en el profesor de inglés de la adolescente que pertenece a la familia rica y, desde allí, a través de una serie de engaños, logra que toda su familia acabe trabajando para la familia rica: su padre como chofer, su madre como ama de llaves y su hermana como guía artística/psicológica del niño más pequeño. Unos verdaderos parásitos en el sentido más coloquial del término por el cual entendemos que un parásito es un organismo que vive de otro organismo que no forma parte de su misma especie. Sin embargo, hay algunos guiños de la película en las que no está de más preguntarnos quiénes son los parásitos de quién pues no faltan razones para fundamentar que, al fin de cuentas, es la familia rica la que está viviendo de la explotación de aquella familia pobre.  
Pero la película de Bong Joon-ho deja otras sutilezas interesantes. La más visible es dar cuenta de las jerarquías desde lo espacial. Porque la familia pobre vive literalmente en un sótano con una ventana que da a la calle y que apenas deja ver los pies de los transeúntes, algunos de los cuales no tienen mejor idea que orinar en el tacho de basura que está en el rincón de la ventana. Vivir en un sótano hace que, tal como muestra la primera escena en la que queda claro el carácter parasitario de la familia, los dos jóvenes estén desesperados por captar la señal de WI-FI de un vecino y, para lograrlo, tengan que llevar su celular en alto hasta tocar el techo de la casa. A su vez, vivir allí hace que en una jornada de intensa lluvia las aguas servidas inunden la casa y les hagan perder todo, como así también les permite, dejando esa pequeña ventana abierta, que el veneno de las fumigaciones contra insectos que hay en la calle ingrese a la casa intoxicando a sus habitantes pero matando a los parásitos de los parásitos: las cucarachas. En este punto, volvemos a lo mencionado anteriormente y a algo que suelo incluir en mis notas. Esto es, aclarar una y otra vez que, frente a las lecturas simplistas que dividen a la sociedad en victimarios y víctimas, en ejercicios de poder unidireccionales de arriba hacia abajo, las relaciones de poder son, justamente, relaciones en las que hay poder pero también hay resistencias y en las que las variables son tantas que sería absurdo afirmar que hay quienes son esencialmente víctimas y quienes son esencialmente victimarios. 
Mientras los pobres viven literalmente en los sótanos, la familia rica vive en una fabulosa casa que se encuentra “arriba” y a la que se llega tras subir una cuesta, en otra metáfora de la presunta meritocracia a la que suelen recurrir también los nuevos ricos. En este punto la película me recordaba a aquella novela del escritor de origen inglés, James Ballard, la cual también se transformó en una película: Rascacielos.
Esta novela es una de las metáforas más salvajes de una sociedad capitalista sin ley, un gran organismo complejo en pleno proceso de descomposición. Y todo dentro de un rascacielos de 40 pisos, 20 ascensores y 1000 departamentos donde se reproduce una verdadera estructura social. En el último piso vive el gran arquitecto y en cuanto al resto del edificio se estructura como se estructura cualquier sociedad moderna: en los pisos de arriba las clases altas, en los pisos inferiores las clases bajas y, entre ambos, las clases medias. Lo que allí dentro sucede no se los voy a decir pero digamos que no se tratará de un camino exento de conflictos.        
Volviendo a Parasite, un elemento sociológico no menor, es que aquella familia que he denominado “pobre”, tampoco responde a la categoría clásica de pobreza pues se trata, en todo caso, de una familia empobrecida, con un padre que viene de una serie de fracasos como emprendedor, dos hijos con una educación aceptable pero que tendrán dificultades para ingresar a la universidad, una mujer que acaba trabajando en casa de lo que puede, etc. Más que proletariado se trata del precariado en el sentido de ese espacio que no solo nuclea a los clásicos trabajadores sindicalizados sino que incluye allí a sectores de clase media pauperizados que ven deteriorado paulatinamente su nivel de vida al ritmo de un capitalismo cada vez más concentrado y un Estado de Bienestar cada vez más descompuesto.
Asimismo, quizás por el hecho de ser coreana, los comisarios de la corrección política no estuvieron controlando el cupo de minorías ni de identidades, y cierta ambigüedad en el mensaje puede que haya ayudado para que tampoco se le exija la moralina del triunfo de los buenos. No hay negros, ni gays ni mensaje ecológico porque la historia no necesita mostrar ni negros ni gays ni mensaje ecológico; los roles femeninos y masculinos reproducen el esquema clásico del varón hacia la vida pública y las mujeres al cuidado del hogar, pero en la película eso no aparece como problema porque el énfasis está puesto en las clases sociales y no en las “nuevas” identidades. De hecho, y sigo intentando no revelar demasiado de la película, hay escenas en las cuales se plantea que el vínculo entre las familias es, al fin de cuentas, imposible y esa imposibilidad el director la resume en el olor. Efectivamente, la diferencia irreductible no tiene que ver con la religión, el color, el género, el objeto de deseo, etc. sino con el olor que en la película distingue a cada clase social. No es la apariencia, sino algo “invisible” tal como indicaba el director en las palabras que cité al principio. Porque, a simple vista, más allá de algunos detalles sutiles en cuanto a la ropa, no habría manera de identificar a una familia de la otra. Pero de lo que no puede escapar la familia pobre es del “invisible” olor a sótano, del olor a vivir abajo, del olor a pobre. Ese eje atraviesa la película y explica el asombroso final.
De esta manera, independientemente de la discusión acerca de qué familia es parásita de la otra, la película muestra que hay un límite infranqueable que es la clase social. Más allá de que se trate de una categoría cada vez más en desuso, incluso por la propia izquierda, y de que en la actualidad sea difícil justificar que sea completamente determinante de las relaciones humanas, no viene mal recordar que la clase social sigue constituyendo una variable de relevancia en cualquier análisis que pretenda ser serio.     



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