lunes, 31 de mayo de 2021

La ilusión de Chile (publicado el 27/5/21 en www.disidentia.com)

 

Entre el 15 y el 16 de mayo se realizaron elecciones para la Convención Constituyente en Chile, lo que es visto por muchos como la continuidad de una nueva etapa que se habría iniciado con una protesta por el aumento del boleto del metro en octubre de 2019. De los 155 constituyentes, casi un tercio serán ciudadanos no partidarios (los denominados “independientes”), lo cual permitió inferir que este resultado fue ante todo un golpe a los partidos tradicionales. Sin embargo, hay que advertir que el espacio más castigado es sin duda el de la derecha porque la suma de los no partidarios y los referentes de la oposición, tanto de centro como de izquierda, alcanza más de dos tercios de los votos. Ese dato es importante además porque el actual gobierno de Piñera, referente de un espacio de derecha, obtuvo apenas 37 escaños a pesar de que apuntaba a alcanzar al menos un tercio para condicionar el contenido de una Constitución que, más allá de haber sufrido modificaciones, data de 1980 y es clara heredera de la dictadura de Pinochet, especialmente en lo que respecta al rol del Estado.

De este modo, en los próximos nueve meses (que se pueden extender hasta doce), la Convención Constituyente, conformada con un sistema de paridad (que, en este caso, perjudicó a las mujeres porque 11 de ellas tuvieron que ceder sus espacios a varones), y 17 escaños reservados para pueblos originarios, deberá presentar un nuevo texto constitucional que a su vez tendrá que ser refrendado por la ciudadanía. Los ojos de sus vecinos latinoamericanos y, por qué no, del mundo entero, estarán puestos allí.

¿Por qué resulta tan relevante lo ocurrido en Chile? Porque se juega bastante más que el destino de ese país o, en todo caso, cabe decir, hay demasiados intereses puestos allí en la medida en que el país trasandino ha estado en el eje de las disputas ideológicas entre derechas e izquierdas desde hace décadas. Para el espectro ideológico liberal y de derecha, Chile es el mejor ejemplo de las maravillas del neoliberalismo. A su favor muestran los números de crecimiento del país, el ingreso per cápita, la inversión privada y los índices de desarrollo que se dieron desde el golpe militar contra el gobierno socialista de Allende en 1973. Para el espectro ideológico de izquierda, Chile es el ejemplo del neoliberalismo pero pocas maravillas es posible encontrar allí. Se trataría de una suerte de laboratorio experimental de los Chicago Boys que solo pudo ser impuesto por una dictadura sangrienta que tuvo una impronta tan fuerte que condicionó la transición democrática y se garantizó la impunidad y el sostenimiento de su modelo. De aquí se seguiría que aun cuando hubo varias presidencias de centro izquierda pos Pinochet, las grandes desigualdades en, por ejemplo, el acceso a la salud, la educación y un sistema de pensiones de capitalización privada que es casi único en el mundo, continuaron prácticamente intactas o con modificaciones cosméticas. La crisis de los partidos tradicionales podría ser una evidencia a favor de este punto de vista.

Pues entonces ¿qué cabe esperar? La respuesta no es posible darla aunque al menos ofreceremos algunas advertencias frente a lecturas demasiado lineales que se aventuraron a presagiar el fin del modelo neoliberal chileno y la reaparición del hombre libre por las anchas alamedas que pregonaba Allende.

Es que si toda constitución es hija de su tiempo y aparece como la respuesta a un determinado problema, podría decirse que, en el caso de Chile como en el del resto de Latinoamérica, los grandes problemas, al menos de las últimas décadas, han sido la desigualdad y la representación. En este sentido, es importante recordar que las últimas reformas constitucionales que han intentado lidiar con estos inconvenientes y dejar atrás constituciones emparentadas con el liberalismo, fueron las de Venezuela, Ecuador y Bolivia. Se trata de constituciones que algunos han ubicado en lo que se conoce como “nuevo constitucionalismo social latinoamericano”. Es “constitucionalismo social” porque remite a una tradición que fue muy fuerte en los años 30 y 40 con las reformas en Brasil (1937), Bolivia (1938), Cuba (1940), Ecuador (1945), Costa Rica (1949) y Argentina (1949), y que, a su vez, tenía antecedentes en la Constitución mexicana de 1917 y en la de Weimar de 1919.

Frente a lo que se denominaría constituciones “negativas” del liberalismo decimonónico, en el sentido de ser un cuerpo normativo preocupado más por limitar al Estado, el constitucionalismo social se compromete explícitamente con una concepción del mundo y amplía la lista de derechos sociales y económicos bastante más allá de los derechos civiles y políticos que garantizaban las constituciones liberales.

Pero también es “nuevo” porque agrega, al constitucionalismo social, derechos multiculturales, ambientales o de género, al tiempo que traza un camino que afecta los cimientos mismos de las formas clásicas de los Estados de derecho, tal como veremos a continuación con los casos de Ecuador y Bolivia.

Es que el constitucionalismo social de la primera mitad del siglo XX siguió teniendo una concepción, llamemos, “clásica” del Estado pues lo concebía como una entidad monolítica, centralizadora y homogeneizante; en esta línea, el constitucionalismo social continúa considerando que a cada sistema jurídico le corresponde una cultura, una etnia y una religión privilegiada. Asimismo, el constitucionalismo social de primera mitad del siglo XX también entiende que el Estado central es el encargado de la fijación y control de las fronteras y que en él se deposita la facultad de ejercer la violencia legítima.

Sin embargo, constituciones como las de Ecuador y Bolivia, con fuerte impronta de pueblos originarios, introdujeron la controvertida idea de plurinacionalidad de la cual se puede derivar el pluralismo jurídico al interior de un Estado. La constitución boliviana, por ejemplo, reconoce oficialmente la existencia de 36 naciones y pueblos indígenas originarios campesinos, con sus respectivos idiomas y autonomías.

Por otra parte, más allá de sostener una estructura, digamos, clásica respecto de la organización del poder, una Constitución como la de Venezuela sorprende por su énfasis en la promoción de canales de participación popular, déficit relevante en las constituciones del siglo XIX y mediados del XX. Cabe mencionar en este sentido que esta constitución impulsada por Hugo Chávez acepta que una eventual reforma constitucional sea impulsada por el Presidente, la Asamblea Nacional, o un número no menor del 15% de los electores inscriptos en el Registro civil y electoral. También las materias de especial trascendencia nacional e incluso municipales podrán ser sometidas a referendo consultivo por iniciativa del Presidente, la Asamblea Nacional o al menos el 10% del padrón electoral. Por último, proyectos aprobados en la Asamblea Nacional o leyes sancionadas podrán ser sometidas a referendos, y existe la posibilidad de referendos revocatorios de los cargos elegidos por voto popular incluido el de presidente (algo que incluso fue utilizado contra el propio Chávez en su momento). Éstos pueden realizarse consiguiendo el apoyo del 20% del padrón electoral una vez que el representante en cuestión haya transcurrido la mitad de su ejercicio en el cargo.

Para finalizar, si el hecho de que la derecha no tenga los constituyentes suficientes para trabar cambios profundos deriva en una constitución “de izquierda” que tome como referencia el nuevo constitucionalismo latinoamericano, es, como les decía, algo imposible de saber por varias razones. Principalmente, no resulta claro que los referentes de centro y centro izquierda puedan acordar una agenda común en medio de tanta fragmentación y, sobre todo, no resulta una verdad evidente que los “independientes” voten “por izquierda”. De hecho, ocurre cada vez más que los no partidarios acaban asumiendo posturas de derechas o al menos actúan de modo tal que acaban siendo funcionales a ella como pasó en las últimas elecciones de Ecuador donde un espacio indigenista, supuestamente representante de una izquierda radical, se opuso férreamente a la centro izquierda de Rafael Correa y acabó “entregando” sus votos a un banquero de derecha como Lasso en el balotaje.

Asimismo, si se siguiera el espíritu del nuevo constitucionalismo social es probable que allí aparezca el gran riesgo de este tipo de iniciativas. Me refiero a que,  a diferencia de otras tradiciones caracterizadas por constituciones mucho más austeras, resultan tan ambiciosas y es tal el grado de especificidad sobre el que avanzan, que rápidamente pueden caer en letra muerta una vez que la política ordinaria tiene que legislar y ejecutar políticas públicas. Es que una Constitución no es un plan de gobierno. Es mucho más que eso, sin duda, pero después hay que gobernar. De aquí que constituciones realizadas con las mejores intenciones, constituciones generosas en otorgar derechos y reconocimientos, de repente “salen a la calle” y se enfrentan con el problema de que los derechos cuestan dinero y alguien los tiene que pagar. Además, en este caso en particular, no se puede pasar por alto que la participación para elegir a los convencionales constituyentes fue de apenas el 43% de los ciudadanos y eso supone una crisis de legitimidad al menos potencial.

Frente al límite fáctico no hay fuerza performativa del lenguaje, en este caso, constitucional. En otras palabras, la desigualdad no se acaba porque la letra de una constitución así lo determine ni la representación se activa por un acto de la voluntad. Podría decirse incluso que pretender una constitución ideal y por definición incumplible puede generar, en un futuro próximo,  decepción y la continuidad de la crisis que le dio origen.

Muchos tienen la ilusión de que Chile cambie. Sin embargo, paradójicamente, puede que el cambio de Chile sea solo una ilusión.      

jueves, 27 de mayo de 2021

El cagazo que no alcanza y un interrogante final (editorial del 22/5/21 en No estoy solo)

 

Catorce meses después del inicio del confinamiento, a primera vista Argentina parecería estar viviendo el día de la marmota que se desarrolla idéntico una y otra vez. Pero no es así: Argentina empeora y atraviesa el momento más angustiante de la pandemia con una paradoja: la apelación a la sociológica “inmunidad del cagazo” ya no alcanza. ¿Por qué ya no alcanza? Por necesidad, hartazgo e imitación.

Es que la necesidad solo podía ser refrenada con ayuda directa de parte del Estado: IFE, Repro, etc. se multiplicaron en el año 2020 y permitieron disminuir la circulación. Sin embargo, el gobierno parece mantenerse firme en la idea de que inyectar dinero en el bolsillo de la gente puede espiralizar más una inflación que ya está en los mismos números que dejó Macri. Y es verdad que son muy pocos los países del mundo sin acceso a crédito externo y con estos niveles de inflación pero también es verdad que a pocos países se les puede ocurrir un equilibrio en el déficit fiscal primario después de una caída en la actividad como la que hubo en el 2020 cuya consecuencia fue la explosión de la cantidad de pobres. Se dirá que para enfrentar los nueve días de confinamiento estricto se ha ampliado la ayuda económica y es cierto. Sin embargo, también es cierto que esta ayuda todavía ni se acerca a la que hubo en 2020.

En segundo lugar, el hartazgo, naturalmente, no es propiedad de la oposición y sus seguidores, aunque algunas interesantes encuestas muestran que la gran mayoría de los votantes opositores están en contra de las medidas de restricción mientras que la gran mayoría de los votantes del gobierno está a favor. ¿Posiciones estrictamente ideológicas en el peor sentido del término? No lo sabemos pero en buena parte del mundo se ha dado que las restricciones suelen ser impulsadas por gobiernos de centro a la izquierda mientras que la retórica libertaria anticonfinamiento quedó en manos de los gobiernos del centro a la derecha. Si bien todos coinciden en que la menor circulación de la gente ayuda a evitar la propagación del virus, lo cierto es que las distintas estrategias no parecen haber logrado resultados demasiado diferentes. Sin ir más lejos, esta semana Argentina alcanzó el triste récord de 16,46 muertos por millón de habitantes transformándose en el país con mayor cantidad de muertos en un día y superando a Brasil y a la India quienes eran, desde nuestra perspectiva, países desbordados con un colapso sanitario total.

Por último, el factor imitación es importante y nos permite hablar de la clase política. Es un lugar común pero no por eso una afirmación falsa, decir que el ejemplo deben darlo los de arriba. Y esto no está sucediendo. Y ni siquiera me refiero a los eventuales deslices del gobierno nacional cuando se ve al presidente sin la protección adecuada en algunas fotos. Eso es menor. No tan menor, es cierto, es que Carlos Zannini dé una entrevista en el que defiende su vacunación (algo más o menos atendible) pero también defiende la de Verbitsky (algo que no hay manera de justificar). ¿Cómo puede reaccionar alguien que vive encerrado hace catorce meses cuando un funcionario le dice que un periodista se vacunó antes porque es una “personalidad que necesita ser protegida por la sociedad”? Tampoco es determinante pero molesta cuando se prohíben las reuniones sociales y se pone excesivo celo en el cuidado pero, al mismo tiempo, no existe la decisión política para, por ejemplo, desalojar a veinte tipos que protestan cortando una vía y jodiendo el regreso de miles y miles de trabajadores los cuales, a su vez, corren riesgo de contagiarse. Allí se ve que el gran problema es que los gobiernos están tomando decisiones  justificadas ad hoc por mera especulación electoral y que están persiguiendo agendas propias. Porque no poder desalojar a veinte tipos de una vía sacralizando el derecho a cualquier protesta, por casquivana que sea, no es más que un prejuicio progresista de quienes a su vez se la pasan explicando que ningún derecho es absoluto. La única manera de comprender semejante inacción, y dejarle servido a la derecha un argumento, es por razones ideológicas y como un regalo a la hinchada propia (sin darse cuenta que, en realidad, la hinchada propia que les hará ganar la elección son los trabajadores que no pudieron volver a su casa por el corte).  A su vez, si hablamos del gobierno nacional, se toma como un hecho que no hay margen para un nuevo confinamiento y, como se gobierna para que nadie se enoje, las medidas son siempre tibias o, como supimos decir alguna vez aquí, siguen el modelo de Xuxa de “un pasito para adelante y un pasito para atrás”. Un gobierno que asume que no puede imponer nada y que ahora ya ni siquiera puede decretar un confinamiento necesario de catorce días para que se cumpla un ciclo de la enfermedad, negocia apoyos a cambio de parar todo nueve días más dos días más el fin de semana del 5 y 6 suponiendo que el virus es salidor y solo se propaga sábado y domingo. Pero por si esto fuera poco, reinstala el feriado puente del 24 que había quitado diez días antes para decir que, al fin de cuentas, volvemos a Fase 1 por nueve días de los cuales solo tres son hábiles. La justificación de este último cambio es el mejor ejemplo de la improvisación y la lógica de las justificaciones ad hoc puesto que los mismos que habían dicho que quitarían el feriado puente para desincentivar las salidas del fin de semana largo ahora lo vuelven a poner para incentivar que te quedes en casa. Excede el ámbito de estas líneas ingresar en las razones por las que las personas obedecen la ley o determinadas medidas pero el aspecto racional de las mismas algún rol juega. Sin entrar en disquisiciones académicas, si la medida implementada resulta irracional para el que debe obedecer es natural que haya más razones para desobedecerla. Este parece ser el caso y se suma a la ingente cantidad de medidas y contramedidas, marchas y contramarchas que han ofrecido los gobiernos de todos los niveles bajo la excusa de la condición dinámica real del virus. Pero no nos confundamos: una situación dinámica no lleva necesariamente a la improvisación constante; sobre lo dinámico también se puede planificar.

Asimismo, si se trata de hablar de agendas propias, el gobierno nacional y su principal usina comunicacional (C5N) están enfrascados en el escándalo de “Pepín”, lo cual, claro está, hubiera valido una cadena nacional privada en caso de tratarse de un operador K. Por si no queda claro lo diré sin ambigüedad: “Pepín” es probablemente uno de los cerebros del lawfare y resulta imposible avanzar hacia una Argentina más igualitaria con un poder judicial que actúa como partido político opositor a favor del poder real. Sin embargo, a la inmensa mayoría de la gente, “Pepín” y lo que le sucedió a Cristóbal López, le importa un carajo. Se trata de una agenda importante pero chiquita que solo es relevante para la casta política y para algunos empresarios. En ese sentido, es una pelea que se puede y se debe dar pero si mientras tanto el poder adquisitivo cae y la pobreza y la desigualdad aumentan, la sensación es que la política está persiguiendo una agenda que no es la de los votantes. Eso quiebra el vínculo particular que tiene buena parte del sector que vota FDT, aquel que cree en la política, en los proyectos, en las construcciones colectivas, en las transformaciones de fondo. Si del “volvimos mejores” ya estamos condenados a consolarnos con el “pero los otros son peores”, la sensación no puede ser más que amarga.

Naturalmente, cuando uno mira hacia el otro lado no sabe si graficar el horror con “La cabeza de Medusa” de Caravaggio, “El grito” de Munch o la colección completa de El Bosco. A la apelación al sinsentido constante, a la falta de respeto cínica hacia algo de lo real, (a lo que ya nos tiene acostumbrado aquel sector de la oposición que no tiene responsabilidades de gestión), le sumamos un Gobierno de la Ciudad que actúa bajo especulación política electoral constante mientras gestiona una pandemia. El mejor ejemplo es la insólita sobreactuación con el tema de las clases presenciales. Sí, el mismo espacio que avaló las clases virtuales todo el año pasado y que viene desinvirtiendo en materia educativa desde la gestión de Macri en la ciudad, ahora se dio cuenta que defender las clases presenciales “garpa” electoralmente de cara a sus votantes. Si en todas partes del mundo, ante un nivel de contagiosidad como la existente, los colegios se cerraron, no importa. Poniendo a los chicos como escudo humano y aprovechando el clima cultural del victimismo, son capaces de exponer a la enfermedad y, como mínimo, a la angustia, a familias enteras por no poder implementar un sistema de clases virtuales que no es el ideal pero que podría ayudar enormemente hasta que, en las próximas semanas, se acelere la vacunación. El éxtasis de la sobreactuación se dio cuando se anunció que en estos tres días hábiles no habría ni siquiera clases virtuales porque se recuperarían a fines de diciembre. ¿Pero si las clases virtuales no sirven para nada por qué las implementaron para los alumnos del secundario? Por otra parte, si la idea es no perder clases, ¿por qué no adelantar las vacaciones de invierno o, eventualmente, pasar a clases virtuales hasta agosto y, si es que fuera necesario recuperar, extender el ciclo hasta enero inclusive? La respuesta es simple: porque, con razón, los docentes sumados a los padres que se quieren ir de vacaciones con todo derecho, los van a reputear. Y este año hay elecciones. Entonces la educación de los chicos no importa. Importa darle de comer mierda a los votantes propios y ganar.

Especulación política electoral ha habido siempre y es muy entendible pero cuando las decisiones de todos los niveles de gobierno juegan durante tanto tiempo directamente con la vida y la muerte de nosotros mismos y de nuestros afectos, es natural que el cagazo no alcance y la gente reaccione. Claro que si a esto le sumamos que la necesidad no es satisfecha, el hartazgo gana en fundamentos y no hay ejemplos para imitar, el problema es que, sin conducción y con agendas fragmentadas, la gente va a reaccionar y puede hacerlo mal o, lo que quizás sea peor, dirigirá esa reacción hacia un terreno que aún resulta desconocido.

jueves, 20 de mayo de 2021

El colapso (publico el 13/5/21 en www.disidentia.com)

 

El hombre lobo del hombre, la guerra de todos contra todos. A eso podría reducirse el estado de naturaleza, al menos desde la perspectiva del famoso contractualista Thomas Hobbes. Por supuesto que hay otros puntos de vista como los de John Locke o Jean-Jacques Rousseau acerca de cómo sería ese estado sin ley y de la discusión entre estos autores surgen robustas teorías para defender principios vinculados a la monarquía absoluta, el liberalismo o la democracia. Pero no es mi intención entrar allí. Me basta con comenzar desde la suposición de que la mirada de Hobbes es la que más se ha extendido. En otras palabras, parece haberse instalado en cierto sentido común que la naturaleza humana es violenta y egoísta de modo que, ante la ausencia de un Estado de derecho, llegaría la anarquía y el (des) gobierno de la fuerza.

¿Pero tiene esto algún asidero? Podría decirse que sí y que la confirmación se hace diariamente. Es más, aun bajo el imperio de la ley, las peores miserias humanas se presentan diariamente. Sin embargo, dado que estrictamente es imposible encontrar hoy en día una civilización que viva completamente por fuera de las leyes y la civilización, generalmente se acude a experimentos mentales, grandes ucronías para imaginarnos cómo podrían haber sido las cosas. Dejando de lado los autores mencionados, en la literatura hay muchos ejemplos. Por citar uno, José Saramago en Ensayo sobre la ceguera también realiza un experimento mental para indagar en la naturaleza humana o al menos en el estado actual de la civilización. La pregunta que guía la novela podría ser: ¿cómo se comportaría la gente si una inexplicable y repentina ceguera atacara a cada persona? La respuesta que da Saramago es dramática y es similar a la respuesta que dio una serie francesa que ha cultivado muchísimos elogios y que de casualidad, claro, ha  sido asociada con el clima de época pandémico. La serie se llama “El colapso” y fue realizada en 2019 cuando nadie sabía nada de este virus que marcaría nuestras vidas poco tiempo después. Se trata de 8 capítulos de unos 20 minutos cada uno, filmados en plano secuencia, con un hilo común: el colapso de nuestra civilización tal como la entendemos. Nunca se explica por qué ni se echan culpas más allá de que lamentablemente, en el último capítulo, los tiempos de la corrección política probablemente hayan obligado a los realizadores a sugerir una suerte de colapso ambiental (quizás en línea con la agenda del Gran Reseteo mundial 2030) que transforma a unos oenegistas radicalizados y conspiranoides en héroes. Pero si pasamos por alto ese final “obligado”, a lo largo de los siete primeros capítulos, la serie muestra cómo unos jóvenes de clase media acaban robando un supermercado ante la escasez de toallitas femeninas, comida y la caída del sistema de pago con tarjetas de crédito; el modo en que la situación se desmadra en una gasolinería que cargaba nafta a cambio de alimentos porque el dinero ya no le interesaba a nadie; un rico que había contratado un seguro para el día del colapso final pero que, sin embargo, no le sirve para escapar y evitarlo; una aldea en la que dos grupos se enfrentan por las raciones; una central de energía que no se puede mantener por la falta de combustible; un hogar de ancianos que es saqueado por un grupo de personas y en el que el único enfermero que no los había abandonado decide, tras acordarlo con ella, realizarle un suicidio asistido a la paciente que más quería antes de que muera de hambre; y una mujer en una isla que secuestra un barco hasta encontrarse con un límite en el mar custodiado por drones que disparan a todo aquel que pretenda vulnerarlo.     

Como comentaba anteriormente, la idea de “colapso”, apenas algunos meses después de la filmación de la serie, dejó de ser un cuento de ciencia ficción o una amenaza más o menos lejana cuando, prácticamente de un día para otro, miles de millones de personas acabaron confinadas mientras las autoridades se veían desbordadas. Imágenes de las principales ciudades del mundo sin presencia humana y, en algunos casos, copadas por animales salvajes, bien podrían haber sido parte de uno de los capítulos de la serie o de una novela distópica. No faltó en alguna parte del mundo algún saqueo; escasez de productos (en el caso de Argentina, por ejemplo, hubo furor y posterior falta de papel higiénico, algo que confirma la necesidad de mantener nuestro culo limpio); ricos y pobres padeciendo por igual un virus que atacaba sin distinción de clases; escenas de peleas en hospitales colapsados por acceder a respiradores, etc. Algunos ansiosos, incluso, llegaron a vaticinar el fin del capitalismo. Y sin embargo, en poco tiempo todo volvió a acomodarse y, como dice la canción, volvió el rico a su riqueza y el pobre a su pobreza. El virus democrático encontró que los países más desarrollados y ricos acapararon vacunas, mientras que los más pobres cuentan muertos de a miles y nuevos pobres de a millones para fervor de la estadística. El dinero que por un momento no servía para nada, porque todos debíamos estar encerrados en casa, comenzó a valer de nuevo, más allá de la burbuja del bitcoin, y la recuperación de los países centrales fue en forma de V. Las agendas fragmentadas volvieron a ocupar el centro y las reivindicaciones cada vez más atomizadas regresaron a conformar el escenario donde lo importante es quejarse aunque más no sea por motivos personales.  En este marco, bien cabe afirmar que la gran rebelión frente al colapso pandémico la llevaron adelante los jóvenes. ¿Acaso una revolución comunista? No. Solo exigen que los dejen hacer fiestas mientras gobiernos como los de Estados Unidos van a las playas a pedirles por favor que se vacunen, o que al menos lo hagan a cambio de donas, cerveza o marihuana. Estos jóvenes pasan a la clandestinidad como décadas atrás pero, en este caso, no como guerrilleros o terroristas sino para hacer fiestas. La policía los persigue… pero para que se pongan un barbijo. Hacen disturbios menos por ideología que por alto nivel de alcohol en sangre. Con todo, y para no caerles a ellos enteramente, cabría indicar que son dignos hijos de la generación pos 68 de sus padres y abuelos.      

Quizás, entonces, podría decirse que, en realidad, la sociedad mundial estaba más colapsada previo a la pandemia o, para decirlo en los términos con los que comenzamos, es evidente que el imperio del Estado de derecho no había eliminado la imposición de la fuerza ni la prepotencia de los poderosos. Ya los hombres estaban siendo lobos del hombre. Por ello, el colapso de la pandemia trajo a la sociedad colapsada la profundización de sus características. La nueva normalidad es la vieja normalidad empeorada y la rebelión es cínica y casquivana: todo lo que tiene para ofrecer son jóvenes peleando para que los dejen beber una hora más tarde y teorías conspirativas sumando likes.

La lógica de la amenaza cercana, del fin del mundo a la vuelta de la esquina, funciona como moral disciplinadora, de aquí que el colapso más efectivo sea siempre el que está por venir. Pero en este caso, lo que el colapso pandémico mostró es que había un colapso entre nosotros antes que aparezca el virus. Que la respuesta sea hoy una farsa y que las rebeliones, entrado el 2021, sean cinismo de cotillón, demuestran, parafraseando la famosa frase de Marx en El 18 brumario, que el colapso estaba presente en el marco del imperio de la ley y que estaba tan naturalizado que no nos habíamos dado cuenta que ya era toda una tragedia.                    

     

viernes, 14 de mayo de 2021

De la pegagogía del cuidado a la épica de la libertad (editorial del 8/5/21 en No estoy solo)

 

La libertad está en el centro de la discusión de la agenda pública. No porque efectivamente esté amenazada o no al menos en el sentido en que algunos afirman que lo está. Ha sido un mérito de la oposición que los asuntos de la política se discutan en términos de libertad especialmente porque de todas las concepciones de la libertad se ha elegido una libertad individualista y naif que ha llevado el clásico sentido de la no interferencia hasta límites delirantes. Así, la obligación de usar barbijo o la invitación a ponerse una vacuna es vista como una medida stalinista; o que se impidan fiestas multitudinarias en el marco de una pandemia se traduce como un intento de trasladar el régimen chino a occidente, como si al gobierno argentino le importaran tus modos de ganarte una resaca o las selfies pelotudas con un trago en la mano. Pero también la cuestión de las clases presenciales se planteó en estos términos. No se discute si ello produce más o menos contagios ni si los pibes aprenden algo en este sistema de presencialidad (des)administrada. Lo único que se discute es si la Ciudad es autónoma para decidir políticas. Entonces allí aparece el Estado nacional como cuco de una ciudad que no es provincia pero que busca las prerrogativas de un sistema federal. No discutiremos aquí los aspectos técnicos del fallo de la Corte pero el debate se planteó en términos libertarios: la ciudad busca ser libre ante la injerencia del poder central y la épica de la libertad vence a la pedagogía del cuidado, esa pedagogía buenista, protocolizante y progresista con visos de paternalismo que apela a una sensatez aburrida. Frente a ello no es casual que buena parte de la juventud se oponga. Porque hay “otra juventud” que ya no es maravillosa ni militante sino que reacciona contra esa construcción y contra esa pedagogía; una juventud que se forma a través de youtube y las redes, y a la que le seduce más la lógica del Joker que la campaña de la “Cuidadanía”.  Todo esto mientras se pagan ingentes masas de dinero de pauta oficial para que la TV reproduzca en “cadena nacional privada” los discursos del presidente todos los mediodías y las espadas mediáticas del oficialismo sigan discutiendo la tapa de un diario en papel mientras se preguntan por qué perdió Pablo Iglesias en España.    

La épica de la libertad, además, sirvió para minar un poco más la autoridad de la palabra presidencial que no puede imponer algo a través de un DNU, fracasa cuando apela a la buena voluntad de los empresarios para que no le suban los precios y recibe un nuevo cachetazo de la justicia cuando lejos de la ya mítica ley de medios, hoy ni siquiera puede sentarse con las empresas de telecomunicaciones a consensuar un aumento. El colmo fue cuando tampoco logró echar a un subsecretario en lo que fue la novela de la semana que derivó en una foto de unidad para disipar, temporariamente, fantasmas.  

Para Rodríguez Larreta todo es ganancia porque asumió un rol de víctima y encontró la oportunidad de aparecer como abanderado de la educación y los chicos. Imposible luchar contra eso. Decir en Argentina “educación” y “chicos” supone cancelar todo debate. Que los números expongan la desinversión en materia educativa del PRO en sus años de gestión no importa y que las fotos empiecen a mostrar a los chicos en sus pupitres con acolchados cubriéndoles el cuerpo para no morir de frío por la ventana abierta es un detalle. Solo interesa que el gobierno nacional, imponiendo una medida sensata como la suspensión de clases, le dio a Rodríguez Larreta todo servido y lo ubicó como el héroe blanco que resiste el poder presuntamente omnímodo de los peronistas negros y malos que buscan encerrar a los chicos porque prefieren las alpargatas o The Wall. Entonces ya ni siquiera es por los chicos. Es por la libertad. Total, si hay más muertos los va a pagar el gobierno nacional. Por lo tanto Larreta puede cometer todo tipo de irresponsabilidades en nombre de la libertad y de un electorado con un antiperonismo patológico que lo puede llevar hasta el negacionismo zonzo de la gravedad epidemiológica. En este caso el antiperonismo se transformó en una verdadera cruzada que los lleva a arriesgar su vida más allá del detalle de que lamentablemente también arriesgan la vida de los demás. Dicho esto, no podemos dejar pasar que había sido el gobierno nacional el que se había puesto delante de la gesta del regreso a las clases presenciales (a las que se había opuesto el año pasado) para que Rodríguez Larreta no se lleve esa bandera. Pero es tanto el desconcierto que mientras Vizzotti y Trotta defendían que los colegios son seguros, el presidente mandaba el DNU de cierre. Cosas que pasan cuando se gobierna según el humor social y sin plan b ante la escasez de vacunas.

A propósito, el gobierno se deja llevar por la agenda pública impuesta la cual cree que representa a la gente. Es un triple error: creer que hay una agenda pública objetiva, creer que ésta representa lo que la gente piensa y, por último, seguir lo que se cree que la gente piensa. A esto sumemos un cuarto error: si vas a gobernar según lo que la gente piensa al menos habría que comprenderla. Y no parece el caso. Todo se juega en el humor social de la caja de resonancia de CABA, los medios capitalinos y un puñado de influencers en redes sociales. Eso es hoy “lo que el argentino piensa” según un gobierno que funciona como compartimentos estancos: espantado por una inflación que vuelve a acercarse a la del último año de Macri, Guzmán recorta mientras la militancia está en otra cosa, cada ministerio juega su juego y el presidente, sobreexpuesto, toma decisiones inconsultas que lo desgastan. No falla solo la comunicación. Falla la coordinación y las políticas.  Por poner dos ejemplos, ¿en el marco de qué plan de gobierno se enmarca el “lunes sin carne” que impulsa el Ministerio de Ambiente junto a personajes del espectáculo? No digo ni que esté mal ni que esté bien la propuesta pero la pregunta que cabe es, ¿en qué cosmovisión, en qué idea de país se incluye esta iniciativa? ¿Hacia allí vamos? ¿Fue consensuada esta propuesta con el resto de los ministerios, especialmente con los de producción, energía y agroindustria, por ejemplo? Asimismo, las declaraciones del flamante ministro de transporte sobre la hidrovía, declaraciones con un tono despectivo que fue poco feliz y que hacían alusión al presunto desconocimiento de la ciudadanía y a la falta de aptitud por parte del Estado para hacerse cargo, ¿representan el sentir del presidente y del Frente? Para algunos es una causa nacional y puede que lo sea o puede que no pero hay un país que pensar más allá de la pandemia.

En este punto también uno puede hacer hincapié en el silencio de CFK, no en el sentido de la interpretación que hacen esos periodistas opositores que sueñan con ella y chillan cuando habla y gritan cuando calla porque encuentran en su figura la excusa perfecta para justificar su limitada capacidad de análisis. CFK se transformó para ellos en algo más que el objeto de sus exabruptos y una recurrencia digna de diván. Es peor que una obsesión. Les surge involuntariamente a través de su garganta como un acto reflejo maldito, una suerte de hipo incurable. En realidad, me refería al silencio de CFK en el sentido de que si bien yo soy de los que cree que la única razón por la que CFK siguió en la política pos 2015 fue por responsabilidad partidaria y no por las ansias de poder ni por la búsqueda de fueros como le endilga la oposición, su silencio es incómodo también para sus votantes. Porque, en un sistema como el nuestro, el que decide es el presidente, pero ella no es meramente una comentarista de Twitter. Su perfil institucionalista y la conciencia de que un mayor protagonismo minaría la figura desgastada de Alberto, probablemente sea lo que explique sus contadísimas intervenciones pero, insistimos: Cristina no es un particular. Es la actual vicepresidenta. Un eventual fracaso del gobierno de Alberto también la implicará a ella. Algo debería decir y algo debería incidir. Sabemos desde hace tiempo que los poderes fácticos son más fuertes que los formales. Pero si desde el rol de vicepresidenta no se puede determinar alguna política o un conjunto de acciones ¿qué nos queda a los ciudadanos de a pie en nuestro afán de pretender cambiar algo?

Por último, la pandemia ha sido una tragedia para todos los gobiernos del planeta y el argentino no ha sido la excepción. Pudo jugarle a favor que recién asumía y como excusa para ocultar las propias incapacidades pero nadie hubiera querido tomar el timón en semejantes condiciones. Sin embargo, la vida sigue y la pandemia también. El punto es que en la medida en que el gobierno sigue sin un perfil definido o en todo caso ha elegido como marca de gestión un perfil indefinido, la pandemia es una bendición indeseada porque le permite al gobierno reducir toda su gestión a un monotema. A tal punto que todo el éxito de su política de salud y de su política en general pasa por evitar la foto de un muerto en un pasillo. Todo se reduce a que no colapse el sistema. El gobierno compró el nuevo número de cuantificador de la angustia que no es ni el dólar oficial, ni el dólar blue, ni el riesgo país sino el porcentaje de camas de terapia intensiva ocupadas. Se le teme más a que ese número llegue al 100% que a la cantidad de muertos. Es curioso. Pueden morir los que tengan que morir siempre y cuando el sistema les haya dado asistencia. Asimismo, el cuantificador de la angustia debería actuar como efecto disciplinador para una ciudadanía que posee un sector que vive en una suerte de anomia que, en algunos casos, genera rebeldías que saben a estudiantina. Mientras tanto a esperar que lleguen las vacunas y que el rebote natural de la economía alcance para ganar la elección. A eso se han reducido nuestras expectativas mientras nos debatimos entre los pedagogos del cuidado y la épica libertaria. No mucho más que eso. Parece poco. Y lo es.