viernes, 25 de octubre de 2019

¿Qué tiene Putin en la cabeza? Apuntes sobre el nuevo imperialismo euroasiático (publicado el 16/10/19 en www.disidentia.com)


En los últimos meses, y a partir de una serie de acusaciones que retoman las teorías conspirativas de la denominada “Guerra Fría”, Rusia ha vuelto a estar en el eje de la prensa occidental para ir, de a poco, constituyéndose en uno de los “Cucos” de Occidente. Ya no tenemos a Iván Drago con cara de malo peleando contra Rocky pero Netflix y HBO hacen su aporte con una profusa cantidad de material propagandístico que estimula las pesadillas de quienes, de este lado del mundo, sobre todas las cosas, sabemos muy poco de lo que sucede y de lo que es Rusia.
En este sentido, antes de brindarles un material que reproduzca prejuicios e ignorancia, propongo aproximarnos a la mirada de alguien que puede ayudarnos a comprender el rol de Rusia y el pensamiento de Putin. Se trata de un autor que ha trascendido los límites de su país a tal punto que ya es posible conseguir parte de su obra traducida al castellano. Me refiero a Aleksandr Dugin.
Con total sensacionalismo, algunos medios presentan a Dugin como “el Rasputín” de Putin y estupideces por el estilo, abonando, una vez más, la fantasía de que detrás de todo siempre hay un hombre malo que, si es ruso y tiene barba larga, debe ser muy malo y debe tramar cosas muy pero muy feas. Pero si pretendemos ser algo más serios digamos que Dugin nació en Moscú, en 1962, posee una vasta formación en disciplinas humanas y sociales que lo ha llevado a publicar enorme cantidad de libros sobre temas diversos y tiene alguna cercanía crítica con Vladimir Putin. En lo que a nosotros concierne, Dugin ha sobresalido por la defensa del “eurasianismo”, su perspectiva de un “mundo multipolar” y por lo que dio en llamar “Cuarta Teoría Política”.
Combinando elementos de dos controvertidos filósofos alemanes como Carl Schmitt y Martin Heidegger, Dugin construye una teoría compleja y abarcativa que se puede leer como una gran crítica al liberalismo universalista desde la perspectiva de las relaciones internacionales y la constitución de la subjetividad.
Para comprender esto comencemos con aquello que Dugin entiende por “Geopolítica” y que en una de las conferencias que diera en la Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas en Argentina, publicada dentro de un libro de editorial Nomos titulado Geopolítica existencial. Conferencias en Argentina, ha sido definido así: “Geopolítica es la teoría que mira la estrategia mundial como la concurrencia de dos civilizaciones o de dos grandes espacios: el espacio atlantista y el espacio continental o eurasista”. Esta definición que Dugin adjudica al geopolítico europeo Halford John Mackinder, permitiría repensar la Guerra Fría y también comprender el conflicto actual en el que, caído el comunismo, pareciera no haber razón para la tensión. Así, la Guerra Fría no habría sido una guerra ideológica entre capitalismo y comunismo sino una “guerra entre continentes”, entre espacios civilizacionales, que estaba presente antes de la creación de la URSS y que ha sobrevivido a su desaparición. Es que lo que determina la identidad y las disputas es el territorio, independientemente de las circunstancias que puedan derivar en que esté ocupado por ortodoxos o no ortodoxos, comunistas o liberales, demócratas o zaristas. Este elemento es importante porque, según Dugin, Putin sigue hoy este modelo eurasista.
El libro de donde Dugin abreva es Tierra y mar de Carl Schmitt, siendo “la tierra” lo que caracteriza a la civilización eurasista y el mar lo que caracteriza al occidente liberal globalista. Según Dugin, en el libro de su autoría antes citado: “La tierra, como concepto geopolítico, es la forma de una civilización (…) “Tierra” es un tipo de sociedad (…) Es el paisaje constante, inmutable, inamovible (…) la sociedad que tiene un centro (…) Esta civilización [es] jerárquica, y en el mismo momento, trascendente, religiosa, teniendo un dios eterno como la representación del valor máximo, del valor más alto [para] construir todos los otros valores: el Estado, la familia, la sociedad, la cultura, las jerarquías (…)”. 
La civilización de la tierra es una civilización premoderna, estamental y anticapitalista que, según Dugin, a su vez, puede servir para justificar perspectivas continentalistas como aquellas que pretenden afirmar la unidad y autonomía latinoamericana como algo diferente de occidente y del atlantismo que no es otra cosa que la civilización que, en oposición a la de la tierra, estaría emparentada con el mar.
Volviendo a traer a Schmitt, Dugin afirma que la civilización del mar “está basada [en] el cambio (…) El cambio es algo líquido, es el mar. Si la tierra es una constante eternamente idéntica a sí misma, el mar cambia siempre. El mar no puede ser organizado en base a fronteras, porque no es posible trazarlas en él. El mar es universal, está desencarnado. El mar es cambio, es una metáfora del tiempo (…). Sobre el concepto del mar como renovación, progreso, cambio, dinámica, movilidad, se construye la civilización alternativa (…) frente a la civilización de la tierra. El mar es otra manera de escoger (…) el tiempo en lugar de la eternidad, de escoger la igualdad en lugar de la jerarquía, de escoger el progreso en lugar de la tradición, de escoger la ausencia de la jerarquía en contra de esta idea de la verticalidad de la sociedad (…) Es puro capitalismo”.
Dicho esto, es muy interesante observar que la metáfora de “lo líquido” sobre la que tanto ha transitado el sociólogo Zigmunt Bauman para definir a la posmodernidad, tiene antecedentes y que, frente a todas las naturales objeciones o excepciones que el lector pueda realizar, cabe mencionar que el propio Carl Schmitt advierte que esta civilización del mar, atlantista, ha sido hegemonizada por los anglosajones (primero por Londres y luego por Washington). ¿Desde cuándo? Desde que cayó la Gran Armada española, porque tanto los españoles como los portugueses eran civilizaciones “de tierra” tal como demostraron cuando intentaron fomentar este tipo de sociedad en la América del Sur. Pero hoy Occidente está dominado por lo líquido, el único tipo de sociedad donde puede florecer el capitalismo y el liberalismo, y la globalización no es otra cosa que una proyección de la civilización del mar.
Esta afirmación nos permite hacer una breve referencia a lo que Dugin llama “Cuarta Teoría Política”. Es que, para él, la modernidad arrojó tres teorías generales: el liberalismo, el comunismo y diversas formas del nacionalismo (incluye allí también al fascismo). Durante la primera parte del siglo pasado, las primeras dos se unieron para vencer a la tercera. Y luego, en la segunda mitad del mismo siglo, las dos grandes teorías vencedoras se enfrentaron hasta que la caída del muro decretó el triunfo del liberalismo. A partir de allí, esta teoría que originalmente fue revolucionaria, devino totalitaria y la respuesta a ella no puede venir de los simulacros de marxismos y fascismos de la actualidad que, siempre según Dugin, ya no son un peligro para el capital. La salida estaría en una “Cuarta Teoría Política” que no sería ni comunista ni nacionalista y que, a juicio de quien escribe, resulta algo inasible y difícil de precisar. Con todo, podría decirse que para Dugin, el sujeto político de la transformación sería el da-sein heideggeriano arrojado a las determinaciones de su tierra y su civilización como una forma de límite a la pretensión del imperialismo del capital financiero.
Ese sujeto concreto, que en la cerrada terminología heideggeriana es el “ser ahí” “siendo con otros” pensado en el marco de una sociedad jerárquica, es la base desde la cual Dugin arremete contra la perspectiva del “sujeto descarnado” que ofrecería el liberalismo, en una crítica que existe ya desde Hegel y que es sostenida por los neocomunitaristas de la actualidad. En este sentido, Dugin entiende que conceptualmente el liberalismo ha sido una extensa carrera por construir un individuo vaciado sin referencia alguna a las identidades colectivas. De hecho, el ruso entiende que el origen del liberalismo es el protestantismo que intentó “liberar” a los individuos de la identidad católica que constituía a Europa; luego seguiría con la creación de los Estados modernos y el nacionalismo, como forma de deshacerse de la identidad vinculada a los imperios pero, una vez que los Estados modernos cumplieron esa función, el liberalismo habría arremetido contra las identidades nacionales en un proceso paulatino cuyo corolario estaría dado por la creación de los Derechos Humanos (es decir, unos derechos inherentes a la humanidad, determinados por encima de las soberanías de los Estados nacionales) y por una serie de instituciones supranacionales. Este triunfo globalizador se profundizó cuando, caído el comunismo, el liberalismo también barría con la identidad de clase y de esa manera, desde mi punto de vista, inauguraba las políticas de las minorías, esto es, identidades colectivas vinculadas a referencias como la etnia o el género. Pero Dugin advierte que el liberalismo también avanzará sobre éstas y que los discursos actuales de la deconstrucción, especialmente vinculados a algunos sectores al interior de lo que se conoce como “nueva ola feminista”, son funcionales al liberalismo en la medida en que poder optar por un género presupondría un individuo abstracto y racional que toma decisiones y opera independientemente de toda determinación histórica. Es más, Dugin afirma que el próximo y último ataque del liberalismo a la identidad colectiva es el ataque a lo humano mismo a través del “transhumanismo” y en el libro antes citado lanza la siguiente provocación: [el liberalismo buscará] liberar al individuo de la humanidad. Podremos ser humanos, pero seremos libres de escoger en caso de que no queramos seguir siéndolo. Esta es la política del transhumanismo (…) Políticamente hablando, es el mañana. Para nosotros el gay pride es algo habitual, mañana lo será el robot pride. Y si a alguno se le ocurre decir: “Aquel no es robot, es humano”, será acusado de fascista, habrá dicho algo horrible y habrá insultado al pobre robot”.  
Así, el verdadero fin de la historia no es el que auguraba Fukuyama al momento en que la ideología liberal triunfaba por sobre el comunismo y globalizaba sus instituciones sino el que está próximo a llegar y se apoya en la realización del sujeto metafísico y descarnado en el que se sustenta el liberalismo desde sus orígenes.    
Hay un sinfín de aspectos para discutir sobre las posiciones de Dugin, las cuales son, desde mi perspectiva, en algunos casos, sólidas y originales y, en otros, transitan senderos con una carga metafísica que los debates actuales han superado para bien. En cuanto a las advertencias acerca del porvenir el tiempo dirá si Dugin tiene razón. No obstante, mientras tanto, siempre es bueno saber qué se está pensando lejos del microclima occidental.  

     

domingo, 20 de octubre de 2019

¿Con Alberto seremos Venezuela? (editorial del 19/10/19 en No estoy solo)


En la medida en que el chavismo fue reemplazando al comunismo en la lista de “Cucos”, las campañas electorales del mundo occidental comenzaron a arrojar espacios de derecha que acusan a cualquiera que esté a su izquierda de “chavista”. Los medios del establishment, por su parte, hace ya un tiempo que han decidido denominar “régimen” al gobierno de Maduro y a Alberto Fernández no le aceptan que hable de “gobierno autoritario en Venezuela” sino que le exigen que diga “dictadura”. La venezonalización del debate público fue la gran estrella en Argentina durante el 2019 si bien el latiguillo llevaba ya unos cuantos años y solía enfrentarse con un kirchnerismo que respondía que si el chavismo es sinónimo de crecimiento de pobreza, alta inflación y persecución a opositores, quien más se ha acercado al chavismo ha sido Macri. Con todo, más allá de las chicanas, en términos de unas semanas, Alberto Fernández pasó de ser un presunto “chirolita” que sería dominado por CFK, a ser un autoritario que levanta el dedo índice para aterrorizar a los niños de la gente de bien.

Sin embargo, creo que tienen razón los que afirman que un eventual gobierno de Alberto Fernández podría llevarnos a ser Venezuela. Pero no va a ser por el gobierno del Frente de Todos sino por la futura oposición, tal como parece presagiar la derechización delirante de parte del discurso oficial, el cual tiene a sus principales dirigentes afirmando que el Frente de Todos es sinónimo de narcotráfico, autoritarismo, persecución, confiscación de bienes, etc. Porque cuando hablamos de Venezuela solemos hacer énfasis en las características del gobierno de Maduro pero pocos hacen hincapié en algo que es reconocido incluso por muchos antichavistas: la incapacidad, la radicalidad, el carácter reaccionario y el poco apego a las formas democráticas que tiene la oposición venezolana. Esto, claro está, no exime de las responsabilidades que tenga al gobierno de Maduro en un país que se encuentra devastado, pero resulta evidente que la oposición venezolana, con su dificultad para agruparse o para tener un discurso sólido, tampoco ha estado a la altura de los desafíos y de los parámetros de una democracia robusta tal como se observa desde sus intentos de golpe de Estado flagrantes hasta sus golpes blandos de la mano del Truman Show de Guaidó que, de a poco, está quedándose bastante solo y es reconocido nada más que por la prensa de “La embajada” y por los gobiernos de derecha extremadamente ideologizados.
La venezolanización del debate público no es nueva en Argentina y comenzó a profundizarse a partir del conflicto con las patronales del campo donde las identidades que dividieron a la sociedad argentina desde la irrupción del peronismo volvieron a ganar en intensidad. Claro que el kirchnerismo se radicalizó pero la oposición al gobierno de CFK acabó siendo hegemonizada por el antiperonismo más rancio y vulgar. Una vez más, no estoy diciendo que todo aquel que se opusiera al kirchnerismo despida espuma por la boca. Hablo de hegemonías, de tipos de discursos que acaban aglutinando identidades diversas (algunas democráticas y republicanas), del mismo modo que cierto discurso progre fue hegemónico en el kirchnerismo, tan progre que, por momentos, fue y es antiperonista, a pesar de que la mayoría de los votos provienen de la identidad y las estructuras que supo constituir el peronismo.
Antes del 11 de agosto planteé en este mismo espacio que existía la posibilidad de que triunfe el ala pirómana del gobierno, aquella que, cumpliendo con la otra cara del teorema de Baglini, se iba a radicalizar en la medida en que se alejase del poder. Lo que hizo el gobierno el 12 de agosto, -y que aquí habíamos anticipado-, dejando escapar el dólar como un castigo a la ciudadanía, y la derechización del discurso de la campaña nacional (no así el de Vidal ni el de Rodríguez Larreta) serían indicios de ese triunfo. Sin embargo, el intento de estabilización en materia económica, a pesar de la sangría de reservas, también podría interpretarse como el triunfo de un ala política que entiende que el 11 de diciembre la Argentina seguirá existiendo y habrá que ser oposición. En todo caso, lo que ocurra el 28 de octubre, cuando, tal como todo hace presagiar, triunfe Alberto Fernández, decidirá hacia dónde se inclina la balanza. Mientras tanto, los diferentes actores ya hacen su juego y presionan al gobierno que viene: los empresarios pidiendo la continuidad de las autoridades en instituciones clave como AFIP, BCRA, UIF, etc. porque la calidad institucional supone la continuidad de autoridades solo cuando éstas fueron puestas allí por un gobierno de corte neoliberal; periodistas oficialistas enloquecidos, invocando la libertad de prensa para defenderse de un presunto delito en una causa en la que un puñado de ellos aparece involucrado en un escándalo que incluiría connivencia con sectores del poder judicial y los servicios de inteligencia. Son los que atacan como facción y se defienden con la libertad de expresión; son los que dicen estar preocupados por la creación del Ministerio de la Venganza cuando el problema que tendría la Argentina con el Ministerio de la Venganza no es que se cree sino que continúe abierto; son los que se preocupan por las listas negras cuando creen que les puede tocar a ellos pero no dicen que han podido trabajar durante todas las administraciones, sean del color que fuesen, mientras que los periodistas cuya línea editorial se acercaba más al kirchnerismo no tuvieron la misma suerte. Es fácil ser republicano cuando se es oposición. Lo difícil es serlo cuando se es oficialismo.
Como decía anteriormente, siempre hay que otorgar el beneficio de la duda pero los antecedentes de los sectores que hoy confluyen en el oficialismo que se encuentra en retirada -políticos, prensa, establishment-, en líneas generales, han radicalizado su discurso hasta posiciones reaccionarias, clasistas y macartistas. El eventual gobierno de Alberto Fernández tendrá poco tiempo para que ese sector, que le va a reconocer legitimidad de origen, comience a minarlo para quitarle legitimidad de “ejercicio” y denunciar como giro autoritario la más mínima intervención estatal. Así, la oposición al peronismo que en Argentina podría abrevar de tradiciones socialdemócratas, todo hace suponer, se refugiará en la prédica de las ideologías más reaccionarias en esa mezcla caricaturesca entre el anticastrismo de Miami y las fantasías aristocráticas de la Argentina del Centenario. Es posible que Argentina sea Venezuela a partir del 11 de diciembre. Pero no por el nuevo gobierno. Sino por la nueva oposición.   


sábado, 12 de octubre de 2019

Tocar a un pobre (editorial del 12/10/19 en No estoy solo)


Tocar a un pobre
Dante Augusto Palma

La señora una vez tocó un pobre aunque pobres eran los de antes. Estos se tiñen el pelo. Tienen celular. El candidato a vicepresidente de la fórmula que vota la señora pide dinamitar la villa. Es que el drone mostró la cola para comprar falopa. En Netflix no se consigue. Heisenberg era paraguayo y peruano. Además vive en una villa argentina. A Pablo Escobar le gusta esto.
El candidato a gobernador bonaerense por parte de la oposición describe una situación. Explica que en contextos de pauperización de la vida el narcotráfico tiene más posibilidades de prosperar. Si se retira el Estado, se nos amplía el campo de batalla de la vida cotidiana. Alguien me ofrece vender y vendo. Es una changa. A nadie le importa si soy pobre o la pobreza; importa sacarle algún voto al candidato y la derecha que pide dinamitar y toca pobres buenos como los de antes, lo corre por izquierda.
Se piden documentos por portación de cara. Un clásico y una sobreactuación para fidelizar el voto duro de derecha. La respuesta de la progresía no es moderada ni razonable sino otra sobreactuación. La policía tiene las manos sueltas por una decisión política y eso hace crecer la violencia institucional. Pero en una sociedad de la vigilancia donde vertemos voluntariamente datos personales más importantes que nuestro DNI, hay que indignarse igualmente. Los pobres son buenos. Los agentes de la policía son malos. ¿Pero los agentes de policía son en su mayoría pobres? Sí, pero antes son policías. Entonces son malos. ¿Pero ese chico tiene antecedentes y pedido de captura? Sí, pero si es pobre es bueno. No sé si vamos a volver mejores pero seguro que vamos a volver bien progres.
La derecha estigmatiza. La progresía romantiza. En el medio siguen los pobres. Que hable un pobre entonces porque la representación ahora es especular. Funciona como espejo. Nadie de afuera de un grupo puede hablar de ese grupo. Siglo XXI, siglo de los grupos ofendidos. “Que hable el pobre. ¿Ya habló? Que opinen los panelistas. -Acá lo que hay que hacer…; -Nos quedamos sin tiempo. Gracias. Vamos rápidamente al próximo informe”.
Pobreza cero. FMI 4. Goleada de visitante. La conductora de TV sugiere frenar la reproducción de los pobres. Control de natalidad para pobres. Hay pobres que no se tocan pero se leen en la universidad. Esos son los mejores pobres porque huelen a libro y vienen traducidos del francés. Yo toqué un pobre pero tampoco puede ser que se sigan reproduciendo. Propongamos soluciones para estos pobres. Soluciones universitarias de clases medias y altas para pobres. “-Piquete y carerola, la lucha…” “-Ya no. Ya pude sacar el dinero. No me cortes la calle. Tengo derechos y tus derechos terminan donde… Tus derechos terminan”.
El trabajo dignifica pero yo no le puedo pagar el sueldo ni las cargas sociales. Es momento de autoemprender e introyectar la culpa. Si el problema no es el modelo la culpa es tuya. Aquí tenés unas pastillas de venta libre y legal. El drone no muestra que hacen cola para comprar antidepresivos. El noticiero oculta que es en Callao y Santa Fe y no en la villa. No son proletarios los que hacen esa cola. Son precariados. Clases medias y bajas hechas mierda. Pero no son lo mismo. La diferencia está en qué cola hacen y qué droga compran.   
Greta dice que le robaron la infancia y lo puede decir porque tuvo infancia, porque no es pobre y porque le echa la culpa a los políticos. “¡No vayamos a la escuela como señal de protesta!”. Los chicos no pueden estar equivocados salvo que sean negros, pobres y no vayan a la escuela por razones que exceden a su voluntad. Probá el nuevo perfume Greta, natural, para el hombre y la mujer desclasados de hoy. 
Ayer vi una pobre vendiendo chorizos en una manifestación vegana. No tenía para comer ni dieta vegana ni dieta carnívora. Seguro tenía un plan social. Era pobre y hoy es un meme para consumo irónico o para impulsar la indignación que reemplaza la indignación del día anterior. “¡Qué barbaridad! ¡Y nadie hace nada! Mañana, en exclusiva, nuestras cámaras en un mano a mano con un pobre que hablará en contra del candidato que queremos que pierda. Probablemente incluso hable como si no fuera pobre”.
No sé qué pasa pero cada vez hay más pobres en la calle.



martes, 8 de octubre de 2019

James Ballard: sobre la vida y la muerte de Dios (publicado el 2/10/19 en www.disidentia.com)


Se empieza a correr el rumor a lo largo de todo el mundo, desde los criadores de ovejas australianos, pasando por las anfitrionas de las discotecas de Tokio y los agentes de la bolsa de París. El rumor comienza a cobrar cuerpo y empieza a aparecer en algunos periódicos del mundo, de esos que no usan el potencial.
En Canadá y Brasil el rumor hizo caer los precios y los gobiernos tuvieron que desmentirlo públicamente pero el entusiasmo no paraba de crecer.
La expectativa era tal que los trabajadores dejaron sus quehaceres y comenzaron a mirar el cielo. Los más escépticos fueron las iglesias y las distintas religiones del mundo que rápidamente exigieron cautela pero paso seguido se reunieron en simultáneo en Roma, La Meca y Jerusalén para comunicar que habían decidido abandonar sus rivalidades y que se unirían en un gran único credo que se llamaría Asamblea de la Fe Unida.
Los gobiernos del mundo reaccionaron de inmediato y reunidos en la ONU, el secretario general retomó el trabajo de unos distinguidos científicos para certificar que dos telescopios habían descubierto que todas las radiaciones electromagnéticas del universo provenían de un único lugar traducible a una estructura matemática compleja.
No había ser humano que no estuviera frente al televisor en ese momento escuchando las declaraciones y el documento firmado por 300 científicos y teólogos que comprobaban el rumor: existe una deidad suprema, un dios matemático, que, naturalmente, en la tapa de los diarios y en los graphs de la TV se sintetizó en un título: “Comprueban la existencia de Dios”
La trama recién expuesta corresponde a un cuento de James Ballard, “Vida y muerte de Dios”, publicado en 1976 en el libro cuyo título original en castellano es Avioneta en vuelo rasante y otros cuentos.
James Ballard es un escritor de origen inglés, nacido en Shangai en 1930 y en este 2019 se están cumpliendo diez años de su muerte. Claramente hay que decir que es difícil ubicar su literatura. Algunos despectivamente lo descartan como mera ciencia ficción pero para ponerlo allí habría que aclarar varias cosas. Por lo pronto, que en Ballard la distinción entre literatura y lenguaje científico se borra y que, en todo caso, su ciencia ficción no es aquella que se ocupa de naves espaciales y marcianos con antenas. Es una literatura del “espacio interior” más que del “espacio exterior” y todos aquellos que disfruten de los grandes escritores distópicos, (Zamiatin, Huxley, Orwell, entre otros), encontrarán en Ballard la posibilidad de transitar una y otra vez por desiertos de chatarra como escenarios de una crítica clara al mundo de la técnica. De hecho, el ensayista Pablo Capanna arriesga que en algún momento se utilizará el adjetivo “ballardiano” para describir los desolados paisajes del mundo industrial.
Es que Ballard quedaría marcado por la experiencia de su preadolescencia graficada en su novela El imperio del Sol. Porque, como decíamos, Ballard nace en China dado que su padre era un químico que dirigía la filial británica de una empresa textil. Se cría en un contexto de contrastes entre la opulencia de vivir rodeado de hasta nueve sirvientes y la miseria de las calles de Shangai, hasta que, en 1942, con la ocupación japonesa, Ballard y su familia son llevados a un campo de internación para prisioneros civiles donde tendrá que aprender a comer arroz. De ese mal sueño, Ballard despierta con el nuevo sol que no es otro que el sol de la bomba atómica de Nagasaki. Cada uno sobrellevará como pueda una experiencia semejante pero con los años, y tras fracasar en distintas carreras universitarias como la carrera de medicina, Ballard decide volcarse a la literatura siendo una importante influencia en los años 60,70 y 80.
Pero quiero que volvamos a este cuento, “Vida y muerte de Dios”, y que nos preguntemos, independientemente de si creemos o no en Dios, qué sucedería si se comprobara la existencia de El. Pensémoslo como un juego, claro, como una hipótesis. Porque así lo pensó Ballard y su respuesta es tan controvertida como interesante. Porque la comprobación de la existencia de Dios derivaría en el fin de las luchas sectarias, en budistas que serían bautizados, cristianos haciendo girar ruedas de plegarias y judíos arrodillados frente a estatuas de Krishna y Zoroastro. También, dice Ballard en el cuento, semejante descubrimiento habría derivado en una merma en los pacientes con neurosis y problemas psiquiátricos porque la existencia de la deidad funcionaría como terapia. Todas las fuerzas armadas del mundo serían dadas de baja, desaparecerían las fronteras, se destruirían las armas y hasta se caería el Muro de Berlín. 
Sin embargo, este Dios como hipótesis matemática, este Dios demostrado por la ciencia y no por la fe, tenía un problema: no era celoso, no era vengativo y no pedía nada. De modo que, con el tiempo, dice Ballard, el miedo al juicio final se perdió, tanto como se perdieron todos los incentivos, los premios y las recompensas por el obrar. Así, empezó a mermar el comercio y la cosecha; la gente dejó de ir a trabajar y las agencias de publicidad quebraron porque a nadie le interesaba ser convencido de nada. Se cerraron los congresos de todos los países del mundo porque no tenían razón de ser.
Evidentemente, que la deidad fuera neutral era un problema y Ballard en el cuento deja entrever que el bien y el mal finalmente son los motores de la humanidad. Con un Dios neutral no hay progreso. Así, por suerte, de repente, un día alguien robó las joyas de la reina de la Torre de Londres y a eso le sucedieron otros hurtos; luego un maniático agredió el cuadro de la Mona Lisa en el Louvre y el altar de la Catedral fue profanado en Colonia.
La nueva Iglesia universal recibió estos hechos con insólita tolerancia; un candidato al congreso de Estados Unidos advirtió que una deidad ubicua era una afrenta contra el libre albedrío; un científico demostró que la perfección de un ser como Dios incluía también el “no ser” de modo que ese Dios podía existir y no existir, o ambas al mismo tiempo. Miles de personas se movilizaron para destrozar los telescopios que habían comprobado la existencia de este Dios matemático; hubo catástrofes naturales varias y un periódico ya se animó a publicar como pregunta si era verdad que existía Dios.
Volvieron las guerras y hasta explotó una bomba atómica; volvieron los adornos a las calles, los negocios retomaron sus ventas y aprovecharon la navidad para vender lucecitas para los arbolitos. En ese contexto Ballard nos advierte que muy poca gente prestó atención a la afirmación del vocero de la Iglesia Universal. Era una declaración de enorme trascendencia y probablemente la más revolucionaria de todos los tiempos; una declaración que cambiaría la historia de la humanidad. Se trataba de una encíclica titulada: “Dios ha muerto”.         


domingo, 6 de octubre de 2019

El ganador del debate presidencial es el periodismo (editorial del 5/10/19 en No estoy solo)


El debate, como la elección, todavía no sucedió, pero ya hay un ganador: el periodismo. Efectivamente se confirmaron los moderadores de los dos debates presidenciales que habrá antes del 27 de octubre y del tercero que habría en caso de resolverse la elección a través de un balotaje. Lo primero que surgió, y de hecho es bastante evidente,  es que todos los elegidos son periodistas y son periodistas que, salvo quizás algún caso puntual, pertenecen al establishment corporativo y a medios nacionales. ¿Cuántos votos sacaría Alberto Fernández entre los 12 periodistas seleccionados? Sí, adivinaste.
Pero ese no es el punto más relevante más allá de que hubiera sido deseable que, si es que los moderadores van a ser periodistas, se los hubiera elegido dentro de un espectro ideológico más plural y con un perfil más federal. Entonces vayamos a lo central: por qué deben moderar periodistas y por qué debe haber debate.
Empezando por este último aspecto, la idea de debatir goza de buena prensa y está muy bien que así sea pero el debate es algo más que enfrentar a un grupo de personas con opiniones diferentes. De hecho podría decirse que especialmente la televisión ha hecho del panelismo debatidor su principal usina de rating, sea en el formato de programa de espectáculo, político, deportivo o magazine. Siempre un montón de gente, presuntamente, debatiendo. Hablemos sin saber pero hablemos. Construyamos que sobre todas las cuestiones siempre hay dos posiciones de igual valor: tierra redonda vs. tierra plana; vacunas vs. antivacunas; 678 vs. Clarín. Todo es lo mismo y si es todo lo mismo y se pueden identificar los polos yo puedo hacerles creer que estoy en el medio porque todos son lo mismo menos yo.
Pero el debate supone una virtud en quienes se enfrentan: la escucha y el asumir la condición de falibilidad de sus argumentos. Es decir, para que el presunto debate no se transforme en un monólogo cronometrado donde cada uno dice lo suyo, es importante que quienes intervengan tengan la aptitud de abrirse a la escucha y sobre todo, reconozcan que, al fin de cuentas, aun las más íntimas convicciones son falibles y deberían ceder ante una buena argumentación. Pero nada de eso estará presente en el debate, en ninguno de los candidatos porque tampoco existe esa apertura en los televidentes. Es que nadie mira el debate para escuchar razones sino solo para poder presumir al otro día que ganó “el nuestro”. Y salvo algún caso excepcional como podría ser el famoso debate en el que Kennedy vapuleó a un Nixon desconocedor de las más mínimas estrategias comunicacionales, los candidatos van tan preparados para no salirse de su libreto que no habrá “ganadores objetivos” sino televidentes que interpretarán que el candidato que votaron estuvo más sólido que el adversario. Por otra parte, en caso de haber un ganador en el debate, ese triunfo no probaría necesariamente la solidez del modelo defendido sino simplemente que el ganador es un hábil discutidor. Saber debatir es un mérito importantísimo, como saber comunicar y llegar a la ciudadanía pero no garantiza saber gobernar y menos aún llevar adelante un modelo inclusivo.   
En cuanto a por qué se impone que los moderadores deban ser periodistas y no cualquier otro ciudadano que pudiera ostentar otro título profesional o, simplemente, cualquier ciudadano de a pie, es lo que se viene discutiendo en los últimos años y se enmarca en esa disputa que incluía a un supuesto periodismo militante que se distinguiría de un periodismo profesional que sería neutral, independiente y objetivo. He escrito bastante al respecto así que deberé repetirme. Pero seré sintético: nadie en su sano juicio puede defender un periodismo militante entendido como un periodismo que acomoda la realidad a los intereses facciosos. Pero nadie tampoco puede defender el mito del periodismo neutral, objetivo e independiente, mito que es de creación relativamente reciente, allá por las últimas décadas del siglo XIX.
Y cuando se advierte que el periodismo no ocupa ese pretendido espacio de mediación con la sociedad civil, es que los periodistas se enojan porque ellos necesitan aparecer como el reflejo de las necesidades de la sociedad, ser los fiscales de la nación y los guardianes de la moral. Este enojo atraviesa a todos los periodistas, sean de derecha o de izquierda refugiados en el coreacentrismo, ese que crea los mencionados polos ficticios y presuntamente equivalentes para poder vendernos neutralidad y votar en blanco. Porque antes que de derecha o de izquierda los periodistas son periodistas. Esto significa que un periodista de derecha puede aceptar a uno de izquierda y viceversa pero lo que no pueden aceptar es que alguien diga que los periodistas no son el termómetro de la democracia ni de la república, que están lejos de ser un espejo de la realidad, y que más lejos aún están de ser los que atacan al poder real. De hecho, muchas veces son cómplices del mismo y en general, por más que aparezcan como modernos y aggiornados, siguen repitiendo como loros el verso decimonónico de que ser crítico del poder es tener que criticar al gobierno de turno como si los gobiernos de turno fueran el poder cuando el verdadero poder está en las corporaciones que contratan a esos mismos periodistas.
Al periodismo no le molesta que haya programas oficialistas porque el periodismo ofrece todo el tiempo programas oficialistas o críticos dependiendo de si el gobierno de turno está o no alineado con el poder real. Lo único que le molesta es que haya programas que muestren el hilo de la marioneta. Por eso el periodismo acepta perfectamente que se discuta la lista de los periodistas que estarán en el debate pero nunca aceptaría que se discuta por qué tienen que ser periodistas los que estén moderando, los que aparezcan como el justo punto medio de los intereses partidarios. Eso no se puede tocar. Y si lo tocás, ya te llegará la lección disciplinadora en forma de lista negra o de rumor de lepra contagiosa. Sí, lo siento. Es así. Incluso ese canal que te gusta y que tiene a los periodistas que hoy considerás héroes mañana virará si los intereses así lo determinan.
Alberto Fernández sabe que es una trampa, sabe que todos los candidatos, por ser el más votado, lo atacarán a él pero debe ir porque el costo que tendría su ausencia implicaría una cadena nacional privada de días enteros machacando la afrenta democrática que supondría decir “no” al espectáculo y poner en entredicho el lugar de mediación, ese espacio inmaculado e intocable de los periodistas que dicen estar en el medio de vaya a saber qué.  
Por eso, cuando le preguntan a Alberto Fernández obsesivamente si va a volver ese programa llamado 678 en realidad lo único que le están preguntando es si va a permitir que se ponga en juego el papel de mediador inmaculado que pretende el periodismo. Eso es lo único que importa. Y con el debate, ese espacio de privilegio está garantizado. Por ello, el debate no lo ganará ninguno de los 6 participantes. El único que lo ha ganado y lo ha ganado de antemano, es el periodismo.