viernes, 25 de abril de 2014

Los límites y los grados de los derechos (publicado el 24/4/14 en Veintitrés)

¿A quiénes se les habrá ocurrido que el derecho a la protesta social no tiene ni debe tener límites? Esa es la pregunta que quiero que sirva como guía para esta columna. ¿Será a los mismos que creen que la libertad de expresión tampoco tiene ni debe tener límites o será a aquellos que consideran que el derecho a la propiedad privada debe ser absoluto? Preguntas difíciles y aparentemente inconexas, pero las combinaciones pueden resultar muy atractivas aun a fuerza de interesantes contradicciones. Porque una ideología conservadora puede que entienda que la propiedad privada es un derecho natural de cada individuo y que la Constitución debe protegerlo ante cualquier tipo de injerencia, especialmente del Estado pero, al mismo tiempo, considere que el derecho a la protesta no es absoluto y debe restringirse. Es más, una mirada de izquierda, por el contrario, estaría tentada a marcar los límites de la propiedad privada pero, a la vez, buscaría eliminar todo tipo de restricción que pudiera afectar el ejercicio libre del derecho a protestar. Por último, donde quizás diversas ideologías coincidan es en la defensa de la libertad de expresión, principio caro al pensamiento liberal, al que nadie públicamente podría oponerse y del cual se deriva la libertad de prensa, algo que hoy reivindicarían las perspectivas de centro pero también las de los extremos.
Y sin embargo es falso que podamos expresarnos como nos dé la gana, que la prensa pueda publicar lo que le plazca, que en nombre de mi derecho a protestar pueda protestar de cualquier forma y que la propiedad privada sea inalienable e intocable. Es así, lo siento. Todo nuestro lenguaje de los derechos está pensando en términos absolutos como algo que se posee o no se posee de forma total pero es un error. Hay límites y hay grados.
Yendo a casos concretos, yo no puedo justificar como parte de mi libertad de expresión un insulto a una persona vinculado a su condición sexual, religioso, étnico o de clase. No sólo es inmoral sino que tiene una sanción penal. Asimismo, si tengo responsabilidad ante un micrófono no puedo, en nombre de la libertad de expresión, incitar a la violencia llamando a agredir a un individuo o a un grupo por las razones que fueren. ¿Acaso están coartando mi libertad de expresión o se está ejerciendo un control sobre la prensa por estas limitaciones? Habrá quien piense que sí y habrá, por cierto, innumerables zonas grises pero, en términos generales, una mayoría razonable de la ciudadanía occidental entiende que aun con estas limitaciones es posible decir que la libertad de expresión y la libertad de prensa se ejercen en su plenitud.
En cuanto a la propiedad privada, la mayoría de los sistemas jurídicos de los Estados democráticos enmarcados en un sistema capitalista y en una normativa consistente y estimulante de ese modelo económico entiende que el derecho sobre la propiedad no es absoluto. De hecho, en esos mismos sistemas existen apelaciones al Bien Común que pueden justificar determinado tipo de acciones por parte del Estado. En este sentido, piénsese en la figura de la “expropiación”, esto es, un instrumento legal por el que un Estado, por razones de utilidad pública, puede hacerse de una de propiedad (previa indemnización, claro está) sin que el dueño haya consentido venderla.
¿Hay quienes consideran que la figura de la expropiación viola el derecho de propiedad? Por supuesto pero aun sectores conservadores y liberales entienden que la propiedad privada puede gozar de buena salud aun cuando esté contemplada la posibilidad de expropiación. Sin ir más lejos, esto fue lo que sucedió con YPF y Repsol, que había amenazado con acudir a arbitrajes internacionales, aceptó la oferta argentina sin chillar demasiado.         
Vayamos ahora a un caso concreto sobre las protestas. ¿Qué sucedería si como parte de una protesta un grupo decide atentar contra vidrieras, transeúntes, automóviles y todo aquello que pase cerca en nombre de la crisis del Club Atlético Independiente? ¿Impedirles hacerlo supone judicializar la protesta, limitar el derecho a manifestarse? Si cansados de los planes sociales un grupo de gente rica decide aguardar en una esquina el paso de gente pobre para escupirla e insultarla debemos permitir que lo hagan en nombre de la libertad de expresión y el derecho a protestar? ¿Y si los que aguardasen en una esquina fuesen pobres que cansados de la injusticia del sistema deciden manifestarse y expresarse agrediendo a todo aquel que vive en el barrio de Recoleta o, incluso, a todo aquel que posee una propiedad? ¿Debiéramos permitir que lo hagan para no afectar el derecho a expresarse y a protestar?   
Lo que quisiera que se siga de estos ejemplos no es una indiferencia respecto al cumplimiento de los derechos. Más bien todo lo contrario. En otras palabras, tomar conciencia de que los derechos no son absolutos y son cuestión de grado conlleva una imperiosa necesidad de estar atentos y recelosos de cualquier medida o ley que los afecte.

En este sentido, decir que los derechos siempre tienen límites, claro está, no justifica propuestas que los limiten. Más específicamente, me refiero a proyectos insólitos como los del diputado del Frente renovador Darío Giustozzi que llama a la conformación de algunos protestódromos tal como exigía el legendario Bernardo Neustadt pasando por alto que el éxito de la protesta está en su capacidad de visibilización. Pero hay caminos intermedios y se debe encontrar el modo de conciliar el derecho a protestar y a manifestarse con otros derechos como el de la circulación. En este sentido, el proyecto oficialista impulsado por, entre otros, Carlos Kunkel parece más razonable cuando busca que se garantice al menos la liberación de un carril. Probablemente, teniendo en cuenta que la finalidad principal no es limitar la protesta sino garantizar que los que no protestan puedan circular, es que habrá que afinar el lápiz y agudizar la inventiva en aspectos más controvertidos del proyecto como ser la obligación de dar aviso a las autoridades con 48 hs de anticipación o los criterios para determinar cuándo una protesta es o no legítima. Todo en pos de evitar la discrecionalidad de las autoridades de turno. Pero está claro que hacen falta herramientas para ordenar el espacio público sin represión y, al mismo tiempo, poniendo coto a las prácticas extorsivas de grupos, a veces minúsculos, que utilizan el corte de calles y rutas para todo tipo de reclamo: desde evitar despidos en una fábrica y acabar la guerra con Irak hasta salirse del capitalismo financiero, recibir soluciones habitacionales, acceder libremente al dólar para viajar y gastar en Miami, ser eximidos del pago de ganancias o ser beneficiarios de la quita de retenciones a sus pingües ganancias.  

viernes, 18 de abril de 2014

Laclau: citas y tergiversaciones (publicado el 17/4/14 en Veintitrés)

A los 78 años falleció el profesor argentino Ernesto Laclau, referente de la teoría política a nivel mundial. Residía en Inglaterra desde 1969 y poco después se transformó en docente e investigador de la Universidad de Essex. En los últimos años, sus viajes a la Argentina se hicieron asiduos con la finalidad de dictar conferencias y cursos, y fue nombrado director honorario del Centro de Estudios del Discurso y las Identidades Sociopolíticas en la Universidad San Martín, espacio en el que pudieron desarrollarse varios de sus discípulos.
Pero no es mi intención hacer un obituario pues habrá muchos y muy buenos, ni tampoco una suerte de resumen de su trayectoria intelectual o del desarrollo de sus principales categorías. Esto también abundará y, en buenas manos, resultará una invitación a adentrarse en un pensamiento complejo que no es de fácil acceso.
Lo que quisiera es detenerme en el último de sus libros importantes, publicado en 2005: La razón populista. El motivo es que en este texto, Laclau realiza la temeraria tarea de indagar el sentido del siempre vilipendiado “populismo” para arribar a conclusiones que se alejan enormemente del sentido tradicional del término. El éxito en tal tarea y el optimismo con que el académico abrazó las causas de los gobiernos populares latinoamericanos en estos últimos años, defendiendo, incluso, la sacrílega idea de reelección indefinida que tanto escozor genera en algunos circuitos, hizo que se transformara en, quizás, el intelectual más citado y más tergiversado entre políticos y medios opositores. Incluso se llegó a decir que los Kirchner estructuraron su política después de leer a Laclau y que éste era de consulta permanente en la Casa Rosada, algo indudablemente falso.
Laclau definió al populismo como un modo de construcción de lo político y con esto se alejó de la interpretación estándar que se hace de este término en las discusiones públicas donde el término populista siempre tiene connotaciones negativas. Tales connotaciones se apoyan en la idea de que un gobierno populista sería aquel que demagógicamente trata de granjearse el apoyo popular dándole al pueblo lo que el pueblo quiere aun cuando la satisfacción de este deseo sea, a la larga, perjudicial para sí mismo.
En ejemplos cotidianos, muchos han llamado populista a la decisión de la administración kirchnerista de avanzar con diferentes planes sociales pues se dice que el gobierno favorece a sectores populares sólo para mantener con ellos una relación clientelar que en el mediano y largo plazo será perjudicial para los hoy beneficiarios.
Ahora bien, la visión estándar del populismo incluye también la idea de que un gobierno populista se estructura a partir de un liderazgo carismático que los críticos no tardan en denominar “autoritario”. ¿Qué genera ese carisma? Que el vínculo entre el líder y las masas se aleje de los cánones de la supuesta racionalidad para entrar en un terreno mítico y pasional en el que el pueblo sigue, en una suerte de danza hipnótica, todos los caprichos de aquella figura.
Estas son solo algunas de las ideas que circulan alrededor de la definición más divulgada de populismo que tiene, por supuesto, una enorme tradición que puede remontarse a las miradas aristocratizantes que pensadores como Platón tenían respecto del gobierno de Pericles y su vínculo con los sofistas. De aquí que, en La razón populista, Laclau dedique los primeros capítulos a analizar lo que él considera las visiones erradas acerca del populismo para proponer un enfoque alternativo. ¿Qué entiende Laclau, entonces, por populismo? Algo bastante alejado a lo aquí expuesto. Por lo pronto, si seguimos la etimología, debe referir a algo vinculado con el pueblo pero, ¿qué entendemos por “pueblo”? Aquí se dejan ver una enorme cantidad de influencias que han hecho que Laclau sea reconocido como parte de una corriente pos marxista o de izquierda lacanina que hace fuerte énfasis en la importancia del lenguaje al momento de comprender la constitución de las identidades. El pueblo no es algo dado, ni una base objetiva, espiritual, subyacente e inmóvil que se encuentra allí esperando ser despertada por el hombre que sepa interpretarlo. El pueblo es aquello que surge en relación, algo que se constituye en oposición a otra cosa. Para poder identificar al pueblo hace falta entender que existe un espacio que pertenece al “no pueblo”, una exterioridad. Pero si el pueblo no se corresponde con ninguna clase social objetiva ¿cómo se forma y quiénes lo forman? Comencemos por el primer punto y remitámonos al momento “previo” de la constitución del pueblo. Según Laclau, hay que partir de lo que él llama “demandas insatisfechas”. Un particular o un grupo tiene una demanda insatisfecha, sea comida, trabajo o seguridad. Si es demanda y es insatisfecha supone la existencia de un otro al que se le demanda. Ese otro sería el poder. Las demandas insatisfechas pueden ser profundamente heterogéneas pero su condición de insatisfacción, de falta de respuesta, es capaz de promover la solidaridad entre los demandantes en un momento determinado. Cuando esto se da se forma lo que Laclau llama una “cadena equivalencial” de demandas que sumado al hecho de que éstas tienen como “antagónico” u “opuesto” al poder, empiezan a conformar un pueblo cuya pretensión es siempre hegemónica esto es, presenta a los intereses de una parte como representativos del todo. Dicho más fácil, hay demandas insatisfechas heterogéneas y hasta contradictorias pero éstas confluyen frente a ese poder que no las satisface. En palabras del propio Laclau, las tres dimensiones que permiten una primera aproximación al populismo serían “la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial; la constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos; la consolidación de una cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales”.
Claro que estas demandas insatisfechas no alcanzan lazos solidarios por generación espontánea sino que para que eso suceda es necesaria la aparición de un liderazgo que permita el agrupamiento y Laclau reconoce que en la relación con ese liderazgo existe, por supuesto, una dimensión afectiva, solo que la supuesta irracionalidad que conlleva ese vínculo es constitutiva de la acción política.
En este punto cabe agregar un punto muy interesante vinculados al “quiénes” son el pueblo pues Laclau hace mucho énfasis en el rol de determinados significantes como podrían ser “la nación”, “los poderosos”, “las clases dominantes”, “la gente”, etc. Según el profesor de Essex, estos significantes pueden ser rellenados con un contenido, llamemos, de “izquierda” o un contenido de “derecha”. Piénsese que en una manifestación popular contra la oligarquía o los poderes fácticos se hace énfasis en “la nación” como equivalente a “pueblo”, “patria sublevada” o “Argentina profunda” pero en una manifestación en contra de la resolución 125 en el Rosedal los asistentes también se consideraban pueblo y se autopercibían como la cabal representación de la nación, el pueblo y la gente. En esta misma línea, los sectores más afines al gobierno entienden que el poder al que el pueblo se enfrenta son las corporaciones y los grupos económicos, mientras que los opositores al gobierno consideran que el poder al que el pueblo se enfrenta es el de la clase política corrupta y prebendaria.
Si usted ha llegado hasta aquí habrá notado que la mirada de Laclau es complejísima, y yo le agregaría que lo expuesto en esta nota no es más que una imprecisa y vaga presentación. Lamentablemente hay quienes no lo han leído e irresponsablemente hasta llegan a vincular el pensamiento de Laclau con la mirada de un controvertido jurista alemán que tuvo una relación, al menos polémica, con el nazismo como Carl Schmitt. Pero la coincidencia con este autor no pasa de una crítica feroz a ciertos presupuestos del liberalismo. Para indagar sobre este último punto y sobre lo desarrollado en esta nota no hace falta más que armarse de paciencia, esforzarse mucho e intentar leer a Laclau, primero, quizás, a través de comentadores y luego, directamente desde la fuente. Tal lectura tiene un valor en sí mismo pero también es capaz de aportar categorías para discutir fenómenos que, como se pudo observar, son de gran actualidad.                      

     

viernes, 11 de abril de 2014

De mete-balas y garantistas zonzos (publicado el 10/4/14 en Veintitrés)

La semana pasada, con buen criterio, esta revista eligió como tema principal el vinculado a los casos de linchamientos que tomaron estado público y coparon la agenda mediática. Como se trata de esos temas en los que todos creemos tener algo para decir y hoy existen diversos canales en los que la opinión personal puede amplificarse, será difícil ser original pero lo intentaré.
Quisiera tomar como disparador la deconstrucción del cliché que afirma que una horda que se comporta de manera tribal (en el peor de los sentidos) se explica por una “ausencia de Estado”. Lo primero que llama la atención es que tal acusación provenga de miembros del Estado con responsabilidades ejecutivas y/o legislativas. Me refiero a Sergio Massa, ex intendente y actual diputado nacional, y a Mauricio Macri, ex diputado nacional y actual Jefe de Gobierno. Es doloroso que quienes tengan responsabilidades asuman un rol de comentaristas indignados pero más doloroso es que se instale que “ausencia de Estado” es equivalente a ausencia de poder punitivo, esto es, falta de policía. El Estado es, para algunos, esencialmente poder punitivo pero también es algo más. Porque tiene la responsabilidad de proteger nuestra integridad física y nuestra propiedad pero también debe comprometerse con los derechos sociales y económicos que nuestra Constitución manda. Dicho en buen criollo, políticas vinculadas a más y mejor trabajo, a vivienda digna, a protección de niños y ancianos, etc. son responsabilidad del Estado. Claro que cuando se plantea esto parecemos entrar en una suerte de dicotomía que divide las aguas. En este sentido, quienes se indignan con los hechos delictivos son acusados de burgueses asustados reaccionarios y punitivistas, y quienes hacen énfasis en una política estatal de inclusión son vilipendiados en tanto “garantistas”.
Este país goza de una porción enorme de burgueses asustados reaccionarios que meterían bala a todo aquel que ose mirar el reloj caro o el auto cero kilómetro que se pudieron comprar, pero no todo aquel que exige seguridad es un burgués asustado reaccionario. Del mismo modo, es habitual oír una progresía bienpensante que ocupa un lugar importante en los medios, defender un garantismo zonzo que es más zonzo que garantista. Porque ser garantista no es ser pelotudo y, de hecho, el anteproyecto de reforma del código penal fue defendido por los mismos garantistas, entre otras cosas, haciendo énfasis en que muchas de las penas aumentaban. El garantismo zonzo que, entiendo yo, no es el que defiende Zaffaroni ni la gran mayoría de sus discípulos, supone un determinismo social que descansa en una enorme cantidad de presupuestos. Este tipo de garantismo que, a lo sumo, se parece más a un abolicionismo que no es defendido sensatamente por ningún pensador relevante, me atrevería a decir, desde comienzos del siglo XX hasta hoy, es el que considera que el delincuente es una víctima de las desigualdades sociales. De esta manera, se elimina la voluntad del sujeto que delinque para transformarse simplemente en un mero efecto “del sistema”. Desde mi punto de vista, el delincuente es víctima de la desigualdad social pero también es victimario. Que sea víctima del “sistema” solo puede resolverse cambiando el sistema o, dentro del mismo, generando políticas activas de inclusión que rendirán sus frutos en el largo plazo. Mientras tanto, el progresismo debe responder qué hacer con la faceta victimaria del delincuente. Esto no quiere decir meter presos indiscriminadamente a perejiles roba relojes pero implica ponerse a reflexionar si resulta correcto que alguien que tiene 3 entradas por robo salga a las 12 horas simplemente porque por las entradas anteriores no ha recibido condena todavía. Esto nos lleva, a su vez, a encarar otro falso dilema entre los mismos interlocutores. Porque los sectores más reaccionarios consideran que el único problema es la delincuencia de los morochos y pobres a los que hay que mantener alejados, si es posible, con alambrados electrificados, mientras que ese garantismo zonzo que, vale repetirlo, es más zonzo que garantista, considera que el único problema es la rémora autoritaria existente en las fuerzas de seguridad. Respecto a este punto, los lectores de esta revista y esta columna saben que considero que las policías son hoy, en Latinoamérica, una de las principales fuentes de desestabilización de los gobiernos populares; asimismo, es claro que el crecimiento del delito y el narcotráfico en toda la región no puede explicarse sin la complicidad de las cúpulas policiales, las cuales, a su vez, son muy poco afectas a la protección de los derechos humanos de los más desaventajados. Esto se complementa con un sistema de justicia y con el accionar de jueces con una particular predisposición al castigo a jóvenes de sectores bajos que son los que, hoy en día y sin condena, llenan nuestras cárceles. Pero haciendo énfasis en estas problemáticas no se puede pasar por alto que hay gente que roba y gente que mata por razones que no obedecen al componente autoritario de las fuerzas policiales ni a la particular selectividad del sistema judicial.
Para finalizar, creo que no se pueden pasar por alto otros aspectos que por razones de espacio no podré desarrollar. Casi como un punteo de temas, podría mencionarse la confusión entre linchamiento y legítima defensa, algo que apareció cuando, por ejemplo, el gobernador de Córdoba indicó que clavaría un tenedor en el ojo al delincuente que maltrate físicamente a su familia en ocasión de un robo. Sin dudas, si un delincuente intenta matar a golpes o agredir físicamente a un ser querido, defenderse, incluso dando muerte al delincuente, se encuadraría en una legítima defensa. Pero los casos de linchamiento que se dieron la semana pasada no tuvieron que ver con eso sino con el robo de un reloj o una cartera en el que la víctima no corrió peligro de muerte alguno. Poner al mismo nivel el ataque contra la propiedad y el riesgo de vida es la consecuencia de la instalación de un nuevo enemigo social construido a partir de la existencia real del accionar delictivo. Este enemigo es “la inseguridad” y viene a reemplazar a “los subversivos” de los años 70. Se supone así que hay un enemigo interno, un cáncer social al que hay que extirpar a como dé lugar. No me extenderé en este punto porque la semana pasada la columna de Ernesto Tenembaum (“Cuando nos sentimos víctimas”), desarrolló esta perspectiva. Del mismo modo que la nota de Pablo Galand, también en esta revista,  advirtió que la “justicia por mano propia” es un oxímoron y que, si es por mano propia, es venganza, esto es, injusticia. Sobre este aspecto, simplemente, recuérdese qué paradójico es que a la decisión política de acabar con las leyes de impunidad y avanzar en los juicios contra los genocidas, algunos comunicadores y referentes políticos lo denominen “venganza”, y al linchamiento barbárico impulsado por vecinos ante robos de carteras se lo llame “justicia”. Por último, mención aparte para la decisión del gobierno de Scioli de decretar una emergencia en seguridad. ¿Cuál ha sido el diagnóstico para adoptar esa medida? ¿Cuánto de la histeria mediática ha operado en esta decisión?
Esta pregunta es de relevancia porque si las políticas de seguridad van a bailar al compás de la agenda mediática perderemos un tiempo valioso observando cómo la lógica de la polémica televisiva, que no busca la verdad sino el escándalo entre contrarios, nos condena a elegir entre energúmenos mete-balas y referentes discursivos de un garantismo zonzo que no le hacen ningún favor al garantismo y que siguen sin poder brindar una respuesta razonable y realista a la problemática de la inseguridad.   

                

domingo, 6 de abril de 2014

El periodismo en una fuente (publicado el 3/4/14 en Veintitrés)

“La propaganda más efectiva siempre se distribuye como información, o está oculta bajo la apariencia de información, dado que las mejores técnicas de manipulación pasan por que el sujeto no las perciba como tales y piense que actúa según su propio criterio” (Del libro Desinformación de Pascual Serrano)

Nos hemos acostumbrado a leer titulares en los que se abusa de los potenciales y en el que cada “habría” encubre un deseo de profecía autocumplida; a prestar atención a columnistas que hacen un diagnóstico de la realidad política basados en “lo que se cuenta en los pasillos” o en los “dichos de un alto funcionario”; a notas enojadas que nadie se atreve a firmar y se las lleva el viento digital de la web una vez que cumplen la función de ser leídas por el destinatario.
Frecuentamos impersonales como “ahora dicen” o “critican” y nadie sabe quiénes son los que dicen, quiénes son los que critican y por qué esas voces son aceptadas, si uno se distrae un poco, como exteriorización de un sentimiento universal. También somos espectadores de vaticinios económicos brindados por economistas que, a su vez, son parte del elenco estable que pronostica desastres en público mientras que, en privado, aconseja invertir, y seguimos atentamente los programas políticos en los que nunca se hacen repreguntas incómodas al entrevistado.
Por último, consumimos sin mayor indignación publicidad encubierta en forma de noticia, sea un tratamiento para el crecimiento del cabello o la inauguración de una cámara de seguridad en un municipio. Así, muchas veces, no sabemos si estamos frente a un periodista, un vendedor, o un Testigo de Jehová.
Lo resumido en este párrafo no es, claro está, un fenómeno estrictamente argentino: en todo el mundo el periodismo tradicional está en crisis, naturalmente, porque muchos de sus siempre declamados principios hoy son el relicario olvidado en algún anticuario polvoriento. Tómese, por ejemplo, unos de los grandes axiomas del periodismo: la utilización de las fuentes. ¿Cuántas fuentes necesita una nota? No hay manual para responder eso y seguramente dependerá del tipo de nota pero, en principio, hay una tentación saludable a afirmar que cuanto mayor sea el número de fuentes mejor. Sin embargo, sirviéndome de los datos del libro de Pascual Serrano mencionado en el epígrafe, el escenario es bastante distinto. En palabras del experto en comunicación español: “La media del número de fuentes (entidad, base de datos, personas consultadas para elaborar información) en los informativos de la radio y la televisión de las principales cadenas españolas no llega ni siquiera a uno. La cifra es 0,71 fuentes por noticia. (…) En conclusión: como mucho, en una noticia, se escucha lo que dice alguien y se da por bueno sin más”.
                Asimismo, el propio Serrano menciona un estudio de la Universidad Camilo José Cela de Madrid en el que se contabiliza cuál es el porcentaje de fuentes institucionales que son tomadas en cuenta para constituir una noticia. Por fuentes institucionales no refiere simplemente a voces de un gobierno sino a voces que representan un determinado interés y desean comunicar algo. De hecho no es casualidad que las empresas, por ejemplo, tengan sectores dedicados a la comunicación. Y el número es alarmante: del ya pequeño porcentaje de fuentes mencionado anteriormente que se toma en cuenta al elaborar una noticia (0,71%), el 72,4% (en Radio) y el 65,88% (en Televisión), son fuentes oficiales o institucionales. De esto se sigue, claro está, y como bien indica Serrano, que aquel apotegma casi socrático del periodismo como ese tábano encargado de llevar a la luz lo que el poder no quiere que se sepa, es difícil de sostener. Más bien, hay muchos sectores más o menos poderosos en la sociedad que quieren transmitir cosas y para ello se sirven del micrófono abierto o la pluma gentil del periodista.   
La gran dificultad de este desprecio por la fuente es claro pero, para ponerlo en palabras de otro prestigioso analista de medios, Ignacio Ramonet, en un libro de reciente publicación compilado por Denis de Moraes: “podemos decir que la especificidad del periodista es garantizar la veracidad de la información y verificar la información que va a difundir es saber, por ejemplo, que no proviene de una sola fuente, pues una sola fuente puede inducir a error. El periodista tiene la misión de tener varias fuentes que dicen lo mismo y por consiguiente puede garantizarla. Pero hemos hablado de la rapidez actual, de la competencia entre los diversos medios de comunicación… ¡No puede perder el tiempo para verificar! Si no, el canal de al lado ya difundió la noticia y él ha perdido la primicia, la exclusividad”.
La conjunción de todos estos elementos es explosiva para el periodismo tradicional pues incluye la crisis identitaria ante la amenaza del cibernauta con pretensiones de informar y la imposibilidad de acomodarse a una lógica de la primicia inherente a un capital cuya principal característica es la velocidad en el intercambio de signos. Si a eso le sumamos las deplorables condiciones laborales a la que se encuentran sometidos la gran mayoría de los periodistas no consagrados, el panorama es desalentador.
  ¿Pero qué sucede con los programas de debate político? ¿Acaso allí no se expresan 2 o más voces? En apariencia sí y si bien algunos meses atrás, en esta misma revista, indagué en el modo en que los medios constituyen una puesta en escena de una polémica entre contrarios para resguardar el lugar de centralidad y neutralidad del periodista, quisiera advertir sobre una lógica complementaria tendiente a realzar una de las voces en detrimento de la otra. Se trata de una práctica naturalizada, diría yo, incluso, ni siquiera realizada adrede en la mayoría de los casos, que permite que el espectador tome posición de antemano. Tómese el caso de un debate entre dos personajes desconocidos para la audiencia. Como presentarlos simplemente por su nombre propio puede dar lugar a que, transcurrido el debate, el espectador encuentre buenas razones en el polemista que va en contra de los intereses del medio, el presentador, desde el vamos, aclara que uno de los debatidores tiene una mácula vinculada a una pertenencia que puede ser, apoyar al kirchnerismo, al chavismo o a algún oficialismo populista. Claro que todo cambia cuando se presenta al polemista que coincide con los intereses del medio. Frente al oficialista-chavista-kirchnerista-populista (o encarnación maldita que fuera), esto es, frente “al ideologizado que en tanto tal distorsiona la realidad”, se encuentra simplemente un “periodista” de algún medio consagrado o un “especialista” que nunca tiene historia. Así, entonces, a través del ideologizado habla el interés de una facción y a través del especialista habla, simplemente, la verdad.   
Podrá parecer una insignificancia pero, hecha esta presentación, el debate está perdido para el primero de los polemistas porque la lógica del prejuicio ya empezó a operar en el espectador y es muy difícil que alguna de las opiniones del señalado con la letra escarlata pueda torcer la cosmovisión de una audiencia a la que ya le han resuelto quién es el bueno, quién es el malo y, por eso mismo, quién resultará victorioso.




  

viernes, 4 de abril de 2014

El decreto de la Neolengua reaccionaria (publicado el 3/4/14 en Diario Registrado)

El Ministerio de la Neolengua reaccionaria decreta:
La palabra “linchamiento” será sustituida por “justicia por mano propia”.
La política de Estado que encarceló a más 500 genocidas y acabó con las leyes de impunidad, deberá ser denominada simplemente como “venganza”.
Cualquier atentado contra la propiedad, comenzando por el robo de caramelos o gallinas, será equivalente a un atentado contra la vida.
Estará ausente todo Estado que aun generando políticas sociales inclusivas no satisfaga la compulsión de meter bala que poseen los sectores más reaccionarios de la sociedad.
A pedido de los vecinos se subirán las penas de la ley de talión y por ello no sólo el que mate tendrá que morir, sino también el que robe tendrá que morir y el que muera, también, tendrá que morir.
Nadie que matare a un enemigo de la sociedad podrá ser considerado asesino.
Cualquier intento de linchamiento a evasores fiscales será penado con una pena mínima de muerte que se agravará en caso de reincidencia.
Regístrese, comuníquese  y archívese. Bs. As., 3 de abril de 2014.