martes, 3 de diciembre de 2024

Vivir en zapatillas: un alegato contra el confinamiento voluntario (publicado el 27.11.24 en www.theobjective.com)

 

Oblómov, el personaje de aquella obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.

La razón es que la aparición del virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido, Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la “tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.

Porque incluso antes de la pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad, y, ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que alguien todavía quiera salir a la calle.

Asimismo, vivimos una época donde el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda. Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones virtuales.        

La era de la búsqueda del placer ha acabado:

“Ya no se disfruta con, se disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo, sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías”.

Dentro de los temores preferidos al momento de pensar el fin del mundo, el calentamiento global pica en punta y, en este aspecto, Bruckner es igualmente implacable:

“Las palabras de la difusora de pavor colectivo, Greta Thunberg, son reveladoras en este sentido: ‘No quiero vuestra esperanza, no quiero vuestro optimismo, quiero que sintáis pánico, quiero haceros sentir el miedo que me acompaña cada día’. Los doctrinarios del declive y el apocalipsis quieren paralizarnos en el terror para que nos quedemos en casa y comerles la oreja a las jóvenes generaciones. Que el diagnóstico sea justo o no es lo de menos, es el síntoma de un estado de ánimo anterior al acontecimiento y que lo ha confirmado”.

Como corresponde a una etapa civilizacional en la que se prefiere la victimización a la heroicidad, el padecimiento al protagonismo, Bruckner entiende, junto a Günther Anders, que “hemos pasado del tiempo de las revoluciones al tiempo de las catástrofes”. El héroe deja el lugar al sobreviviente.

El calentamiento global, a su vez, funciona así como nuevo relato totalizante, una nueva religión que es la responsable de todo, de las tormentas pero también de las revueltas, de las hambrunas, del terrorismo, de lo que el Estado no hizo y, sobre todo, del humor social e individual.

En este punto, en un capítulo delicioso, Bruckner traza una breve historia de la transformación de la meteorología desde una ciencia de la previsión rural o marítima, allá por finales del siglo XVIII, a una ciencia de la intimidad, de los humores individuales. Ante vidas banales y repetitivas, el estado del clima es la novedad insignificante que da sentido al día. Nuestro humor depende de la presentadora del clima. Sin embargo, claro está, conectado con la atmósfera catastrofista y con los tiempos puritanos, el clima y su cambio se transforman en el determinante del humor social a nivel universal.

“La meteorología ya no es el barómetro del alma, sino el termómetro de la insensatez humana, se ha convertido en una ciencia de la alerta e, incluso, de la alarma (…) La meteorología es un sermón cotidiano, una amonestación, una advertencia de Gaia que nos castiga por nuestros excesos mediante catástrofe”.

El desastre por venir se conjuga así con un llamado culposo a no consumir, a abrazar el decrecentismo: odia tu coche, controla tu huella de carbono, consume verde, pero, sobre todo: quédate en tu casa.

El paso de la claustrofobia a la agorafobia afecta, naturalmente, la vida pública y, al mismo tiempo, no agranda ni hace más significativa la vida privada, esa gran conquista de la modernidad: “La vida en el interior en lugar de la vida interior”, o sea, una mera ampliación cuantitativa del tiempo doméstico, -estar más en casa-, que deriva en un encogimiento cualitativo del espacio público. 

Por ello, viene el tiempo de los que andan en pantuflas, esos que salen a la calle con la ropa de entrecasa solo para mostrar que ese es un tránsito circunstancial para volver a la banalidad hogareña. Es un nuevo tipo de bando: no son ni los empresarios y comerciantes sometidos a la lógica del cálculo ni los rebeldes y bohemios que se rebelan contra el capitalismo. Se trata de los “desertores de la vida”, los que “preferirían no hacerlo”, aquellos que rechazan al burgués pero también al antiburgués, aquellos que no trabajan pero tampoco les interesa hacer la revolución: “no quieren sembrar el porvenir sino esterilizarlo”.

Son hombres disminuidos que viven tirados en el sofá, móvil en mano, y necesitan de una realidad aumentada para completarse. En el gráfico de la evolución son hombrecillos que andan doblados, no alcanzan a ser Homo Erectus porque no se pueden enderezar.

Según Bruckner, este escenario debería encender la alarma de Occidente frente a sus enemigos, los eslavófilos pro Putin, el fundamentalismo islámico, el autoritarismo chino, aquellos que vienen diagnosticando la crisis de nuestra civilización por su inclinación hacia la ampliación de derechos de minorías o el debilitamiento de la fe. Sin embargo, Bruckner entiende que, más allá de los excesos en estos aspectos, se trata de una marca civilizacional. Más problemático, en cambio, es esta tendencia, también claramente occidental, a la insatisfacción constante, a la exigencia de derechos sin asumir responsabilidades, a un modelo que va hacia grandes sectores de la población mantenidos sin trabajo viviendo de la ayuda estatal y entretenidos a través de las pantallas; átomos indignados esperando la catástrofe inminente desde el sofá de la casa, sin la experiencia de lo común, asistiendo impávidos al desmoronamiento de unos valores que, naturalizados, se olvida que fueron también una conquista.

Aun así, Bruckner considera que hay posibilidad de un renacimiento y que, en las nuevas generaciones, como hay quienes asumen su papel de víctima esencial, también hay quienes están dispuestos a levantar determinadas banderas. La atrofia, el llamado a la retracción, a quedarse en casa, se ha instalado, pero entra en tensión con fuerzas que reaccionan frente a ello.

“El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior”, el fin del mundo fuera de casa, indica Bruckner.

Habrá que quitarse las pantuflas, pues, y salir a recuperarlo.   

 

 

Lo nuevo de Guy Standing: menos tiempo es menos democracia (publicado el 2.12.24 en www.theobjective.com)

 

Resulta paradójico, pero es probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues, en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y, sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.

Si a esta experiencia disruptiva la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva, de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al diagnóstico.  

Para Standing, las mayorías han perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda y duradera.

Para ello, el autor recurre a dos distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será la distinción entre el ocio y el recreo.    

“La ciudadanía de la antigua Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un sentido más general o independiente (work, en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.

Los ciudadanos atenienses, entonces, no laboreaban. Sin embargo, sí trabajaban, concepto que incluía actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades vinculadas a la poesía, el teatro o la música.

Esto que al mundo contemporáneo le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos porque el ocio era visto como skholé, un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero, estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo a otro, sino trabajar y volcar su tiempo a los asuntos de la polis.

En este punto, claro está, el lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo entendido como labour, esto es, trabajar y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del pleno empleo, el derecho al trabajo (labour) o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de formación como ciudadano.        

La consecuencia de esta transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:

“Si interpretamos el ocio como una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de consumo en sí misma”.

Ahora bien, donde el texto deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.

Según el autor, para recuperar el tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la propiedad y de determinados activos.

Así, la distribución del capital rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento ecológicamente sostenible.

Asimismo, haciendo una pirueta teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y deteriora la discusión pública:

“Lo que sí pueden hacer los Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta incrementaría el crecimiento”.

El impuesto a los pasajeros frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas del primer mundo.

En síntesis, Standing hace un llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los conceptos, bien merece una oportunidad.            

 

 

jueves, 28 de noviembre de 2024

Autocracia S.A.: las redes del mal en el siglo XXI (publicado en www.theobjective.com el 23.11.24)

 

Sean comunistas, nacionalistas, teocráticos o monárquicos, los regímenes no liberales forman hoy sofisticadas redes que incluyen estructuras financieras, entramados de servicios de seguridad y expertos en tecnología capaces de proporcionar vigilancia, propaganda y desinformación con un único fin: ganar dinero y sostenerse en el poder. Esa es la hipótesis de Autocracia S.A., el nuevo ensayo de Anne Applebaum, autora de El Telón de Acero, Hambruna roja y Gulag, libro por el cual supo, en 2004, obtener el premio Pulitzer.    

¿Por qué hablar de “autocracias” y no lisa y llanamente de “dictaduras”? Porque a diferencia de las dinámicas que estas últimas adoptaron a lo largo del siglo XX, las primeras actúan como un conglomerado de empresas y no como un bloque homogéneo desde el punto de vista ideológico.

Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua, Angola, Myanmar, Cuba, Siria, Zimbabue, Malí, Bielorrusia, Sudán, Azerbaiyán, y quizás otra treintena de países, serían, según Applebaum, ejemplos de autocracias que no solo tejen redes entre sí sino también con “democracias iliberales” como Turquía, Singapur, India, Filipinas, Hungría, esto es, países que no siempre confrontan con Occidente. Pero no solo eso: lo más escandaloso es que las autocracias también interactúan e influyen en el “mundo libre” gracias a los vacíos legales y las estructuras financieras que les garantizan buenos negocios y, con ello, beneficios personales para los líderes y fortalecimiento interno para el sostenimiento de sus regímenes.  

Sobre la autocracia rusa y el ascenso de Putin, en particular, afirma:

“El teniente de alcalde de San Petersburgo se enriqueció gracias a las empresas de Occidente que compraron las exportaciones, a los reguladores de Occidente que dejaron pasar los contratos irregulares y a los bancos de Occidente que extrañamente no sintieron curiosidad por los nuevos flujos de dinero que entraban en sus cuentas”.

El ejemplo de la Rusia de Putin viene a cuento porque, según la autora, desempeña un rol central en el mundo de las autocracias en tanto creadora del matrimonio moderno entre cleptocracia y dictadura. Asimismo, Rusia sería el país que más activamente intenta perturbar el statu quo de las democracias occidentales financiando ataques y buscando incidir en la política interna de los países sobre los que tiene particulares intereses. Applebaum incluso va más allá y afirma que el propio Trump podría haber recibido financiación directa o indirecta de los rusos a través de oscuros personajes que compraron pisos pertenecientes a los emprendimientos inmobiliarios del flamante presidente electo de los Estados Unidos.

Las redes de las autocracias apuntan, además, a dar una batalla comunicacional que, según la autora, es la principal fuente de bulos y desinformación. Desde canales dependientes del gobierno ruso como RT, hasta la financiación de Telesur por parte del chavismo, pasando por señales del mundo árabe y, ahora, la versión de X con Elon Musk a la cabeza, para Applebaum, todo es parte de un gran dispositivo que, en muchos casos, es adoptado por las derechas occidentales para socavar los gobiernos liberales y/o socialdemócratas de las repúblicas libres.   

Aquí aparece un punto interesante en el libro y es el que refiere al modo en que ha cambiado el escenario en las últimas décadas respecto a la relación entre Occidente y las autocracias. Es que siempre existió una idea asociada al liberalismo clásico de que el libre comercio acabaría siendo una forma más efectiva de influir en las dictaduras y, sin embargo, habría sucedido exactamente lo contrario. Un ejemplo en este sentido es el caso del acuerdo en torno al gasoducto que llevaba el gas desde la URSS a Europa y que estuvo en el eje del conflicto tras la guerra en Ucrania. Lejos de haber desestabilizado a la URSS y, ahora, al gobierno de Putin, los ha fortalecido con dinero fresco y ha significado una dependencia fuertemente condicionante para Europa.

De hecho, Applebaum encuentra una relación de causalidad entre el ascenso de la derecha en Alemania y esta fe ciega en la capacidad aperturista del intercambio comercial:

“El cambio a fuentes de energía más costosas [por el corte del gas desde Rusia] generó inflación. La inflación, a su vez, generó insatisfacción. Esa insatisfacción, agravada por una campaña rusa de desinformación, contribuyó a un brusco aumento del apoyo a la extrema derecha”.

Incluso adoptando una terminología de un autor como Carl Schmitt, a quien Applebaum no dudaría en llamar “nazi”, la autora considera que una excesiva dependencia con Rusia o China supone no solo un riesgo económico para Occidente, sino, sobre todo, un “riesgo existencial”. 

En este contexto, la autora arriesga: 

“Quizá, en el futuro, otras autocracias ofrecerán también esa clase de paquetes. China podría prestarse a invertir en el tipo de régimen adecuado para debilitar la eficacia de las sanciones; Irán podría organizar una revuelta islámica para ayudar a derrocar a un Gobierno democrático inestable; los venezolanos podrían aportar su experiencia en el tráfico internacional de estupefacientes; los zimbabuenses podrían contribuir con el contrabando de oro. Puede que todo esto parezca descabellado, pero no debería. Un mundo en el que las autocracias colaboran para mantenerse en el poder, promover su sistema y perjudicar a las democracias no es una distopía lejana. Es el mundo en el que vivimos ahora”.

 

No conforme con tal temerario diagnóstico, aparece una segunda mención a Trump, en quien, considera, se daría la fusión completa del mundo autocrático y democrático en el caso de que su nuevo gobierno logre dirigir contra sus enemigos a los tribunales y a las fuerzas de seguridad en combinación con ataques a través de redes sociales.

Frente a este escenario, y como suele ocurrir en este tipo de libros, a mitad de camino entre el periodismo y el activismo, hay un último capítulo en el que se intenta responder al interrogante acerca del qué hacer. Allí, insólitamente, Applebaum considera que la multipolaridad y la idea de soberanía son solo excusas creadas por las autocracias para garantizarse impunidad. De aquí que llame a una gran coalición de las fuerzas de los países democráticos que incluya a los ciudadanos que persiguen las ideas de la libertad y los derechos humanos al interior de las autocracias, con el fin de enfrentar esta gran red cuyo enemigo principal son los valores occidentales. Desde distintas estrategias de protesta pasando por bloqueos económicos e intervenciones más o menos directas vía la OTAN, hasta reformas del sistema financiero y la regulación de la IA y las redes sociales bajo la excusa del peligro de la desinformación… todo sería válido frente al poder autocrático.

Para finalizar, digamos que, más allá de la novedad que podría aportar la idea de presentar a los regímenes no liberales como parte de una red cuyo funcionamiento se asemeja más al de empresas que al de los viejos Estados leviatanes, el libro tiene deficiencias. Sobre todo, la imprecisión categorial: dentro del universo de “autocracia” entran un sinfín de países o regímenes completamente diversos, con historias, tradiciones, contextos e intereses inconmensurables. Aun cuando en algún párrafo la autora hiciera la aclaración, a lo largo del libro pareciera que autocracia es todo país que no se adecue a los cánones de las repúblicas liberales occidentales y una definición tan amplia, en el noble intento de hallar patrones o generalidades, acaba aportando confusión.

Más difícil aún se ponen las cosas cuando ese espíritu autócrata también se les adjudica a las derechas de los países occidentales, de modo tal que, en una divisoria groseramente maniquea, Applebaum ubica el Occidente de centro y centro izquierda del lado del bien y a las derechas occidentales, junto a cualquier otro sistema de gobierno no occidental, del lado del mal absoluto, formando parte de esa gran red de ayudas recíprocas con el fin de enriquecerse y eternizarse en el poder. No hace falta abrazar el relativismo para darse cuenta que la evidencia empírica muestra que, lamentablemente, las cosas no son tan simples.  

En este sentido, si lo que se busca son trazos gruesos y reforzar posicionamientos, el libro de Applebaum cumple su cometido. Pero si lo que se pretende es comprender, asumir complejidades y, eventualmente, aprender a convivir con los grises, serán necesarias otras lecturas.    

Las verdades incómodas de Milei (editorial de No estoy solo del 23.11.24)

 

A punto de cumplir su primer año de gestión, el gobierno llega en su mejor momento: superávit fiscal, una macro más ordenada, expectativa de crecimiento para el 2025, inflación perforando el 3%, una reactivación despareja pero reactivación al fin, un blanqueo exitosísimo, un dólar controlado y a la baja con brecha en mínimos históricos, y caída del Riesgo País augurando la posibilidad de volver a los mercados para refinanciar deuda. Ni el más optimista de los libertarios imaginaba este escenario. “Dolor mandriles”, diría el león.  

Asimismo, a la luz de los hechos, se confirma que la desregulación de los alquileres fue una opción superadora a la insólita ley de alquileres que destrozó el mercado y jodió a propietarios e inquilinos. Además, sin represión sino gracias a la interrupción del financiamiento, eliminó el extorsivo corte de calles diario de los piqueteros sin perjudicar a quienes necesitaban los planes. Durante años fue el tema de agenda pública y de repente se acabó, simplemente cortando la intermediación y el chorro de guita que utilizaban los líderes para movilizar a los beneficiarios amenazándolos con quitarles lo que les correspondía. Es incómodo decirlo, pero, en este punto, la derecha tenía razón y los resultados están a la vista. Lo hacían “con la nuestra”.  

Acierta también el gobierno en llamar “periodistas ensobrados” a los periodistas ensobrados. Lo hace de mala manera, generalizando y apuntando, en algunos casos, a aquellos que, simplemente, son menos condescendientes que ese círculo íntimo de periodistas oficialistas que hacen de voceros o presta micrófonos. Si se hiciera sin agravios y mostrando los hilos quedarían todavía más expuestos para aceptar que, siempre en los carriles de un debate respetuoso, la participación pública y la defensa de determinados intereses puede traer como consecuencia la crítica. Hay que bancarse la pelusa. No los aprietes ni las listas negras como las hubo años atrás, en algunos casos, ante el silencio de muchos de estos periodistas (de los ensobrados y los no tanto). Pero sí la crítica: son periodistas, muchachos. No son el médium ni de la verdad ni de la neutralidad. ¿Quieren opinar y bajar línea? Acepten que otros opinen y critiquen la línea que bajan. Si el gobierno va más allá de eso, denúncienlo, pero si se queda en la crítica, no se victimicen, que en la carrera de la victimización hay muchos delante de ustedes y el periodismo tradicional es una de las instituciones/casta con menos credibilidad, desprestigio que han sabido ganar con esmero día a día, por cierto.  

Por último, aun cuando está a la vista que el ajuste no lo ha pagado la casta, lo cierto es que la ciudadanía apoya la quita de determinados privilegios, especialmente a gremios como los aeronáuticos, con algunos referentes que no son Dios pero se creen dueños del cielo y del tiempo de la gente. Lo mismo con esa suerte de título de nobleza/cargo hereditario en algunas dependencias del Estado. Uno entiende el sentido de la medida en su momento, pero los tiempos han cambiado. Que en el fondo el gobierno apunte allí porque su voluntad es atacar lo público y privatizarlo todo, (lo que da déficit y lo que no), no invalida muchos de los señalamientos que realiza. Lo hace con provocaciones y, una vez más, con generalizaciones injustas, pero esos casos existen. Si el gobierno anterior hubiera querido defender lo público, en vez de hacer la vista gorda, debió haber actuado. Pero, claro está, no lo hizo.       

En otros aspectos, en cambio, la actual administración entra como elefante en el bazar y muestra improvisación, sobreideologización, medias verdades y mucho argumento ad hoc. Se vio algo de eso con las universidades cuando buena parte de sus argumentos son atendibles (la denuncia de las cajas políticas, por ejemplo) pero son razones que se esgrimen a cuenta gotas para ganar el debate de la semana ante la ausencia evidente de un plan general para la educación y la ciencia vinculado a un modelo de país.

Más torpe aún es cuando ingresa en debates como los de la literatura presuntamente pornográfica en los colegios secundarios de la provincia de Buenos Aires. No sabemos en qué porcentajes, pero la cruzada anti progre le ha traído una buena cantidad de votos al gobierno, del mismo modo que esa agenda permite entender parte del triunfo de Trump, pero, como suele ocurrir, ha habido una sobreactuación a partir de un par de páginas que, en todo caso, pueden ser de mal gusto o no, pero que han llevado el debate a un terreno superado. Me refiero al de la educación sexual como asunto del Estado o de la familia. Para decirlo brutalmente, las miradas más conservadoras consideran que los temas de la sexualidad son responsabilidad de los padres y la casa, mientras que los sectores más progresistas entienden que la escuela cumple un rol formativo en ese aspecto como lo hace con el resto de las asignaturas. Como suele ocurrir, el debate escondía ese debate más de fondo pero, además, plantea un falso dilema en el que la mayoría no repara. Es que para el progresismo, educación sexual devino sinónimo de ESI. Entonces el falso dilema es: conservadurismo de dinosaurios o ESI. Y se puede decir que no a ambas cosas, es decir, alguien podría defender la educación sexual en los colegios y sin embargo poner en tela de juicio al menos parte del contenido woke de la ESI. De hecho, antes de la ESI también existía educación sexual. Pero es más simple plantear el debate en términos de viejos vinagres contra espíritus libres progres que vuelven a su lugar más confortable y denuncian “censura”. Bienvenido sea ese retorno, por cierto, porque en los últimos años, quienes persiguieron, cambiaron los planes de estudios, se preocuparon por cómo debíamos hablar, modificaron frases, argumentos y finales de obras clásicas, reescribieron la historia a piacere, cancelaron gente y censuraron libros en función de la moral del autor, no fue la derecha, ni fue la Iglesia: fue el progresismo. Ahora hace falta que vuelva a ser rebelde, aunque algunos signos muestran que para eso falta tiempo. Imaginen: el presidente anarco capitalista entra a los actos cantando La Renga y la principal candidata opositora con los pibes para la liberación, deja las banderas rojas y negras del Indio y las reemplaza por “Es mi fanático, me vuelve loca, toda la noche me sueña y se toca” de Lali Espósito. ¡Cosas veredes, Sancho!    

Llegamos finalmente a la insólita idea de la creación del “brazo armado” del mileismo con aclaración posterior de que no se trataba de un escuadrón parapolicial sino de una metáfora: “el brazo armado con celulares”, en la línea ya algo pasada de moda de las interpretaciones naif respecto del rol de la tecnología y las redes. Recuerdo incluso que ya sonaba vetusto cuando Durán Barba y Santiago Nieto publican La política en el siglo XXI en 2017 y en la edición argentina incluían una mano sosteniendo un celular en la tapa. Es que entre la revolucionaria primavera árabe y los algoritmos de Facebook fomentando la polarización y siendo partícipes necesarios de genocidios, tal como mencionábamos días atrás leyendo Código Roto de Jeff Horwitz, ha pasado poco tiempo, (algo más de 10 años), pero muchas cosas. Agreguemos a esto la controversia actual en torno a X (ex Twitter), con medios como The Guardian o La Vanguardia abandonando sus cuentas después de aducir que, con la llegada de Musk, la red devino difusora de las ideas de ultraderecha.

Y sí, efectivamente, no solo en Twitter, hoy parece haber un retroceso a nivel político, cultural y social de las ideas progresistas que dominaban la discusión hace apenas 5 años atrás. Si esta huida hacia “espacios seguros”, tan propia del progresismo, supondrá algún cambio, no lo sabremos, aunque sospechamos que solo generará más cámaras de eco y más polarización.  

En síntesis, forzando la interpretación pareciera entonces que “el brazo armado con un celular” es dar una batalla cultural en redes denunciando marxismo por todos lados contra progresistas que acusan de fascismo todo lo que no sea progre.

Veremos qué deparará el futuro, aunque ya hemos visto que las tendencias son cambiantes y que lo que retorna, nunca retorna igual.              

 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Herejía: la leyenda negra del cristianismo (publicado el 13.11.24 en The Objective)

 Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia “en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad”, existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como “cristianismo primitivo” y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

“Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia”.

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos “otros” Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra “herejía” una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra “herejía” tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de “veneno”.     

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, “racionales”, de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios. En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran “materia corriente” en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran “trucos” que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas “versiones alternativas”, las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios “oficiales” con estos otros relatos como si la decisión de elegir unos por sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, “razones políticas” y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los “otros” Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.     


domingo, 10 de noviembre de 2024

El triunfo del monstruo (publicado el 6.11.24 en www.disidentia.com)

 

Finalmente llegó el día y Trump triunfó con mucha más holgura de la que todas las encuestas vaticinaban, llevándose los 7 “Swing States” y obteniendo más votos totales que su rival, algo que en las anteriores ocho elecciones un solo candidato republicano había logrado. Me refiero, claro está, a George Bush hijo en 2004.

Seguramente con el correr de los días habrá tiempo para analizar con más precisión los números y, con ello, las razones que los explican de manera más concluyente, pero al menos preliminarmente algunos bosquejos más o menos sensatos se pueden realizar.

A propósito, hace algunos días leía Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, un libro de Roger Senserrich cuyo sesgo anti Trump es marcado pero que aun así ofrecía un apunte a tener en cuenta: aun si Trump hubiera perdido esta elección, existen condiciones estructurales que explican su emergencia. Trump no sería así la anomalía sino uno de los retoños naturales de aspectos institucionales generales insertos en el corazón de la república estadounidense, sumado a la deriva adoptada por el partido republicano. En otras palabras, para Senserrich, hay Trump porque Estados Unidos abrevó de una tradición poco democrática existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.    

Esta perspectiva es de resaltar porque nos corre automáticamente del lugar común de un Trump producto de un combo explosivo entre un giro reaccionario de las sociedades acaecido por generación espontánea, sumado a Fake News y gente muy mala diseñando algoritmos para manipular gente tonta y/o protofascista. En todo caso, si hay algo que objetar al libro de Senserrich es haber omitido la responsabilidad del partido demócrata en la irrupción de un fenómeno como Trump. Porque, no hay que olvidar, la transformación de los demócratas merece más que una mención a pie de página.  

En este sentido, algunos números preliminares elaborados por la CNN y El País ofrecen datos interesantes, confirmando la mayoría de las tendencias que venían dándose al menos desde 2016 y matizando, solo en parte, algunas otras. En resumidas cuentas: entre los varones, Trump ganó por 10 puntos y, entre las mujeres, perdió también por 10 aunque en 2020 había perdido por 15 puntos; entre los jóvenes de hasta 29 años perdió por 13 pero, en ese segmento, en 2020, había perdido por 24 frente a Biden; entre los blancos ganó por 12 aunque en 2020 había ganado por 17 y entre los negros perdió por 74 puntos, casi lo mismo que en 2020. Donde se vio un importante avance de Trump es entre los latinos: en 2020 había perdido en esa franja por 33 puntos y, en esta elección, la diferencia se achicó a 8 puntos.

Entre los universitarios, Harris ganó por 16 puntos contra los 12 de diferencia que había obtenido Biden, pero entre los no universitarios Trump ganó por 10 cuando 4 años atrás había ganado allí solo por 2 puntos.     

En cuanto a las zonas, Trump subió sustancialmente en el ámbito rural triunfando por 27 puntos contra los 15 de diferencia obtenidos en la elección presidencial anterior y, entre los considerados votantes independientes, Harris ganó por 5 puntos, bastante poco si lo comparamos con los 13 de ventaja obtenidos por Biden en 2020.

Como les decía, estos números en general confirman las tendencias y el perfil que fueron adoptando ambos partidos en los últimos años. El partido republicano liderado por un magnate ha logrado representar especialmente a la población de varones blancos no universitarios, trabajadores de zonas rurales y/o de los viejos cordones industriales, aquellos más afectados por la globalización. Del otro lado, las grandes ciudades progresistas de las costas y con ello los beneficiarios de las políticas identitarias, especialmente mujeres universitarias y afroamericanos. Todo esto, claro, a grandes rasgos.

Si esto ya supone desde algunos años poner todo patas para arriba, el abrazo a la lógica populista que encarna Trump lo ha enfrentado, además, al Deep State, las grandes corporaciones y las usinas de hegemonía cultural, esto es, los grandes medios y las universidades. Esto puede explicar, como indicaba José Carlos Rodríguez en The Objective, https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-11-06/fracaso-izquierda-radical-estados-unidos/ que el 78% de las noticias acerca de Harris hayan sido en tono positivo mientras que el 85% de las noticias sobre Trump hayan tenido el tono opuesto.

El fenómeno es curioso: van a la universidad, lo primero que les enseñan es la palabra “subjetividad” y luego les indican que toda reflexión sobre lo real se hace desde una determinada perspectiva. Sin embargo, luego, ingenuamente, creen que su microclima es representativo de la realidad. Pasó con toda la industria cultural, con Hollywood a la cabeza, y pasó con los medios. Por cierto, tienen todo su derecho a tomar partido y a hacer campaña por quien quieran. Lo que no pueden es hacerlo y, al mismo tiempo, presentarse como neutrales. Algo similar sucede con las audiencias: se quejan de la polarización, pero le exigen a sus diarios favoritos que tomen posición; luego denuncian, con razón, a los forajidos que tomaron el Capitolio pero callan sobre las políticas identitarias y de ingeniería social que hicieron mucho más daño a la convivencia democrática que ese lamentable suceso.

Hablando de microclimas, una mención para las burbujas en las que se desenvolvieron muchas encuestadoras y analistas. Si bien fue menos vergonzoso que lo ocurrido en 2016, volvieron a equivocarse y cuando el error siempre se repite para el mismo lado, o supone un sesgo inobservado o es lisa y llanamente manipulación. En cualquier caso es grave y el recorrido ya lo sabemos: inflaron los números de Harris instalando una remontada épica para luego hablar de empate técnico hacia el final y así convocar a la movilización del electorado. Ante el resultado adverso, la excusa de siempre: el voto del candidato que no nos gusta da vergüenza y la gente no lo menciona en las encuestas. Y todo cierra: nosotros no nos equivocamos y el voto del otro es tan repugnante que sus votantes no se atreven a expresarlo en público.

Llega entonces el momento en el que las vanguardias esclarecidas del progresismo, dado que no se animan fácilmente a afirmar que el pueblo se equivoca, indican que el pueblo fue manipulado: Fake News, algoritmos, Elon Musk y “los hechos alternativos” alguna vez reivindicados por la administración Trump se unen para el combo exculpatorio perfecto.

Y por supuesto que la derecha se pelea con la realidad cuando abraza un sinfín de delirios conspiranoicos, pero la izquierda no se queda atrás cuando ha fracturado la sociedad con una divisoria artificial y cuando incluye en el centro del debate público a nivel mundial materias reñidas no solo con los valores occidentales sino, lo más importante, contra toda verdad científica que no se ajuste a la ideología del neopuritanismo disciplinador.  

La negación de la realidad que impulsa el progresismo se observa también en las respuestas a este tipo de derrotas, siempre variadas, pero nunca adecuadas. A veces el argumento es “faltó explicar mejor”. Es decir, es un problema de comunicación, de la forma en que se transmiten contenidos y valores que, en caso de no haber interferencias, convencerían a toda la ciudadanía. O sea, estamos en la verdad y ustedes están equivocados. Solo nos falta explicarlo mejor para que la gente, que es idiota, lo entienda.

En otros casos, otro ensayo de presunta autocrítica amaga con revisar los fundamentos, pero solo confirma los sesgos para radicalizarse. Así, si Trump gana no es porque las políticas progresistas, en nombre del bien, le jodieron la vida a un montón de gente inocente que de repente es acusada, como mínimo, de poseer privilegios de los que carece, sino porque esas políticas no fueron lo suficientemente radicales. En vez de frenar, reflexionar y observar por qué en todo el mundo está sucediendo que hay una reacción por derecha, en particular, de varones trabajadores, blancos y heterosexuales, pero también de mujeres que incluso alguna vez pudieron abrazar ideas progresistas, la conclusión es que hay que profundizar. Un “no nos equivocamos en lo hecho. Nos equivocamos en no haber hecho más de ello”. Radicalizar siempre y, si es posible, con apoyo económico del Estado o de las ONG. Pero el polarizador es el otro.        

E insisto, a la izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo. Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó. Es decir, ya hay un antecedente y todas las distopías de progresismo de “espacios seguros” no se cumplieron. Habrá sido un mal o un buen gobierno, con características particulares que nos pueden gustar más o menos, pero lo hizo dentro de las instituciones. Incluso fue juzgado y condenado en medio de la carrera presidencial y también se lo implicó en los desafortunados episodios del Capitolio donde su responsabilidad directa es más que discutible. Y francamente, sea de izquierda o de derecha, salvo casos muy excepcionales, lo mejor es que el candidato pueda presentarse en las elecciones y que sea la gente la que elija. Los intentos de proscribir candidatos con artilugios judiciales nunca acaban bien. Y no puede llamarse “Lawfare” solo cuando la persecución se hace sobre líderes de izquierda. 

Lo mismo sucede con los “lenguajes de odio”. A Trump casi le vuelan la cabeza y hubo aparentemente otros dos intentos de matarlo en los últimos meses. Por supuesto que una de las consecuencias de las retóricas violentas puede ser que la violencia vuelva sobre el emisor, pero ¿acaso no puede haber influido en la mente de esos asesinos el hecho de que constantemente y durante años se instale que ese señor es Hitler, Mussolini, que va a quitarle el derecho a las mujeres, a los negros y a los gays…? ¿No es eso lenguaje de odio también? Porque nos puede gustar más o menos, pero Trump no es nada de eso. No puede ser que, si el atacado es de izquierda, la culpa sea del lenguaje de odio de la derecha, pero cuando el atacado es de derecha, el responsable sea también el mismo lenguaje de odio de la derecha. ¿El odiador es siempre el otro? ¿Las sociedades se dividen entre los que aman y los que odian y, a su vez, cada uno de esos grupos votan a partidos diferentes? 

En cuanto a política exterior, una vez más, ¿de dónde ha salido que con Trump es más probable que se desate una guerra? Los antecedentes de su administración, donde evidentemente logró controlar a “los halcones”, juegan a su favor y lo ha repetido en campaña. Además, la administración Biden no ha contribuido a la paz mundial, por cierto. Fueron más bien los demócratas los que abrieron y continuaron batallas que algunos acusan hasta de genocidios, aunque, claro está, son guerras que se libran con igualdad, inclusión y respeto por las disidencias, excepto en el campo de batalla, claro.  

En todo caso, lo que preocupa a cierto establishment es el repliegue de Trump, tanto en lo que respecta a su proteccionismo en el plano económico, como en lo que refiere a una política internacional no atlantista que dé un vuelco tanto en Ucrania como en el conflicto en Oriente Medio donde Biden y Europa han demostrado incapacidad y complicidad en la extensión de unas guerras que pueden escalar de manera dramática en cualquier momento.

Para finalizar, el progresismo tiene un motivo para celebrar, por las mismas razones que el progresismo, inconscientemente, celebró la llegada de Milei en Argentina: ahora tiene en frente al mal encarnado contra el cual podrá ejercer el rol de víctima esencial y abrazar la indignación diaria cuando tenga la razón y cuando no la tenga también.  

          Pusieron una mujer no blanca a disputarle la presidencia a la máxima expresión del monstruo, el monstruo perfecto, aquel que condensa todo lo que hay que combatir: un hombre rico, vulgar, populista al que acusan de misógino y homofóbico.   

Lo enfrentaron con la máxima expresión de la política identitaria del partido demócrata: apoyada por el establishment, no importaba qué hiciera Kamala ni cómo fue designada. Importaba lo que era, una mujer no blanca que, en tanto tal, debía ser buena porque era de las nuestras.

Y perdió contra el candidato contra el cual no se podía perder. Si les sirviera de lección para revisar políticas de cara al futuro, tendríamos mejores gobernantes tanto de un partido como de otro. A la luz de la historia reciente y de las primeras reacciones, no parece que sea el caso.  

 

IA: un nuevo apocalipsis para una vieja burocracia (publicado el 28.9.24 en www.theobjective.com)

 

El impacto de Nexus, el nuevo libro del historiador israelí Yuval Harari, el cual incluye un pronóstico apocalíptico respecto a las posibles consecuencias del uso de la Inteligencia artificial (IA) sobre nuestras vidas, ha contribuido a reflotar, en los últimos días, un debate que al público en general le resulta lejano cuando no directamente incomprensible.

 

Mientras tanto, las compañías que se disputan el mercado de la IA avanzan enloquecidamente ofreciendo, en el mejor de los casos, la dádiva de comités de ética internos como estrategia de marketing de cara a la sociedad, y los gobiernos y las instituciones supranacionales nombran a sus propios expertos con rostros adustos, apasionados por una protocolización de la vida que habla más de sus ideologías que de su rigor técnico. 

 

El aspecto más polémico del libro de Harari es aquel que indica que la potencial autonomía de la IA supone una amenaza para la democracia y para la supervivencia humana. 

 

En el fondo de este tipo de afirmaciones está ese temor que es un clásico de mitos, leyendas y cuentos acerca de la posibilidad de que una creación humana devenga contra sus propios creadores. Frankestein, el Gólem de Praga y una lista infinita de casos sirven de ejemplo para graficar un terror humano, demasiado humano, que recae sobre los Hombres cuando "juegan a ser Dios". 

 

Sin embargo, lo que permanecía en el terreno de la fantasía, parece acercarse cada vez más al terreno de lo posible. De hecho, para Harari, justamente, la gran novedad de esta tecnología es su capacidad para autonomizarse. Este es su diferencial y lo que la hace tan peligrosa porque hasta ahora, incluso el uso de energía atómica para crear una bomba y lanzarla, dependía, en última instancia, de una decisión humana. Pero el gran interrogante es qué sucedería si una inteligencia artificial, es decir, no humana, pudiera tomar esa decisión por sí sola.

 

Ahora bien, si no queremos ir tan lejos como Harari, aun a riesgo de vender menos libros, claro, podríamos posarnos en las preguntas que la IA plantea para la democracia. Allí no hace falta profetizar tanto porque los resultados ya son palpables. Me refiero al modo en que los algoritmos promueven visiones parciales, burbujas que hacen que acabemos rodeados de aquello que confirma nuestros prejuicios mientras suponemos estar ante una muestra representativa de la complejidad de la realidad. 

 

Aquí mencionamos el libro de Harari pero donde mejor se explica esto es en el libro Código roto de Jeff Horwitz, el periodista que publicó el escándalo conocido como "Los papeles de Facebook". Se trata de una investigación esclarecedora porque allí se expone el modo en que la empresa de Mark Zuckerberg diseñó algoritmos con el fin de lograr que los usuarios pasen más tiempo navegando en la plataforma. El punto es que una inteligencia artificial que sólo sabe cumplir objetivos, observó que los usuarios se sienten más atraídos por publicaciones, amistades o grupos cuyos posteos fomentan la polémica, las conspiraciones, las fake news y el odio.

 

Lo interesante del libro de Horwitz y la investigación que allí se revela como producto de una filtración, es que Facebook lo sabía y que todas las medidas que tomaron se realizaron siempre y cuando no afectaran al negocio. Pero sobre todo, algo quizás más preocupante, es que los ingenieros aceptaron que los algoritmos tomaban decisiones que eran completamente imprevisibles. Es decir, los algoritmos habían devenido incontrolables. 

 

Sirviéndose de ejemplos como este, Harari plantea un escenario donde habría algo así como dos grandes corrientes dominando la discusión pública en torno a qué hacer. Se trata de un planteo simplista y falaz cuya única intención es posarse en un pretendido lugar de neutralidad que no es tal.

 

Pero lo cierto es que él distingue entre una mirada que sería propia de Silicon Valley y que él denomina "visión ingenua" que considera que, a más información, más cerca se estará de la Verdad y de la democratización de la palabra; y una mirada populista, la cual consideraría que la verdad es relativa y que las instituciones occidentales son solo una mascarada de legitimación del poder de turno. 

 

La falta de precisión de Harari en este aspecto es espeluznante pero el punto es que él construye estos hombres de paja para justificar su posición, la misma que sostienen los grandes organismos supranacionales, esto es, fortalecer instituciones del statu quo y generar acuerdos globales en nombre de una buena gobernanza, llámese Agenda 2030, Pacto del futuro o el nombre que la burocracia de turno proponga. Es decir: está el cuco de los empresarios libertarios de Silicon Valley, prepotentes opositores a cualquier intervención estatal, y luego está el cuco de los Bolsonaro y los Trump que creen que no hay Verdad y entonces se benefician de los bulos porque la gente que los vota a ellos es idiota y manipulable. En el medio está Harari y toda la vieja burocracia que necesita de un nuevo apocalipsis siempre a punto de llegar para poder legitimar su existencia.

 

Ahora bien, lo que Harari no menciona es que esas instituciones cuya legitimidad está puesta en cuestión, no sólo por una serie de forajidos conspiranoicos sino por su propia incapacidad, arbitrariedad y sesgo, al igual que los ingenieros de las compañías, tampoco saben bien qué hacer con la IA. Es decir, los encargados de controlar a los diseñadores que impulsan las fantasías tecnocráticas de manual con argumentos de un iluminismo ramplón y adolescente que, por favorecer su negocio, han sido funcionales a la proliferación de conspiraciones, falsedades y delirios, no tienen para ofrecer más respuestas que una maraña de normas de control siempre obsoletas y el sostenimiento de una casta de burócratas solventados con dineros públicos. 

 

Son los mismos que ensalzaban las redes cuando años atrás favorecían su agenda y ahora las denuncian porque, más allá de que efectivamente son espacio para todo tipo de material cloacal, son también el único canal desde el cual se pueden alzar voces contra la hegemonía cultural progresista.

 

Sin saber verdaderamente qué hacer, demostrando su incapacidad una vez más, el accionar de esta burocracia obedece más a razones ideológicas y a un temor que se evidencia en la creación de diversos dispositivos que garanticen nuevas y sofisticadas formas de control. 

 

Si el fanatismo tecnocrático del espíritu emprendedorista de Silicon Valley lleva al mismo descontrol desregulador que un supuesto populismo relativista para el cual los bulos y la Verdad son solo distintas formas igualmente válidas de hacerse con el poder, las actuales instituciones que proponen regulaciones carecen de legitimidad por su propia incapacidad y por los demostrados sesgos de sus intervenciones pretéritas. 

 

Digamos, entonces que, más allá de los peligros de una tecnología capaz de autonomizarse, un problema más urgente es esta crisis de legitimidad de las instituciones que pretenden limitar dicha tecnología. 

 

Por ello, es necesario concluir afirmando que nuevas instituciones con visiones más equilibradas y mayor eficiencia técnica no serán suficiente para detener todos los eventuales peligros de la IA, pero serán, sin duda, una condición necesaria.

 

lunes, 4 de noviembre de 2024

Alexéi Navalni: memorias de un héroe ruso (publicado el 31/10/24 en www.theobjective.com)

 

“Los escritores de verdad son personas excepcionales. Cuando a mí me preguntan qué se siente al morir por un arma química, son dos las asociaciones que me vienen a la mente: los dementores de Harry Potter y los Nazgul de El señor de los anillos de Tolkien (…) Me apabulla la imposibilidad de entender qué sucede. La vida se me escapa y no tengo voluntad para resistirme. Me muero”.

Pero no fue el caso. El intento de asesinato contra Alexéi Navalni, el activista disidente ruso, líder de la Fundación Anticorrupción cuyas investigaciones apuntaron contra el propio Putin, había fracasado. No fue gratis: la recuperación le deparó dieciocho días en coma, veintiséis en cuidados intensivos y treinta y seis en el hospital. Las secuelas iban a ser permanentes. No sería, por cierto, el último intento de asesinato.

Patriota es el título del extenso libro póstumo donde Navalni cuenta en primera persona sus últimos años de vida en un tránsito entre burocrático y terrorífico que bien deberíamos rebautizar “putinista” antes que “kafkiano”. Está dividido en cuatro partes siendo la más dramática la última, aquella en la que intenta reproducir día por día sus tiempos en la cárcel.

El relato comienza el día del envenenamiento, el 20 de agosto de 2020 y llega hasta el último manuscrito que pudo hacer llegar desde la prisión a principios de 2024. En ese interín, Navalni vivió en Alemania los cuatro meses posteriores al envenenamiento, como parte de su recuperación, y luego, al regresar a Rusia, fue detenido en el aeropuerto. Nunca más recuperó la libertad.  

Definir a Navalni desde el punto de vista ideológico es difícil. No es un intelectual ni tampoco se lo puede ubicar fácilmente en la derecha o en la izquierda. Participó en política hasta que él y su espacio fueron proscriptos, pero su discurso es más moral que político. La suya es una cruzada ética y también, por qué no decirlo, personal, contra Putin, a quien dice odiar, sin ambages. Contra la corrupción valía todo, desde aliarse con conservadores, hasta llamar a un voto útil apoyando a los viejos comunistas, o boicotear elecciones en las que varios espacios y candidatos habían sido prohibidos con artilugios varios.

Por supuesto que hay menciones a la pobreza que la economía centralizada dejó en Rusia, al horror del ocultamiento del desastre de Chernóbil y hasta una autocrítica por haber apoyado a Yeltsin aun siendo demasiado joven. Pero ni siquiera podría decirse que Navalni es un antiestatista. En todo caso, sus críticas al Estado se solapan con el verdadero centro de su ataque, esto es, aquellos hombres que, sea durante la URSS, sea posteriormente a la caída del Muro, lo tomaron por asalto transformándolo en un nicho de corrupción y una cuna de nuevos ricos y prepotentes oligarcas. Para Navalni, los rusos “son unas buenas personas con un mal Estado”.

Dado que no estamos frente a un ideólogo robusto ni a un nacionalista en el sentido clásico, quizás la respuesta al título del libro obedezca más a un interrogante que él mismo se encarga de revelar: ¿por qué volvió a Rusia? Esto es, ¿por qué vuelve a una detención casi segura? Según lo expresa en el libro, vuelve por convicción, por el compromiso que había adquirido con sus seguidores y por la confianza en que gestos como el suyo harán de Rusia un país libre. Hacerlo suponía un riesgo para su vida y decidió asumirlo “patrióticamente”.

En los años previos, Navalni se había transformado en un verdadero tábano del poder. Participaba en manifestaciones donde usualmente acababa preso y creó la fundación desde la cual denunció el ostentoso palacio Gelendzhik que Putin posee a orillas del mar Negro. Además, sufrió varios ataques siendo quizás el más famoso aquel en el que recibió en la cara un polvo verde que casi lo deja ciego de un ojo pero que, sin embargo, no le impidió dar una conferencia de prensa que dio la vuelta al mundo. Sí, lo hizo con un ojo cerrado y con el rostro y las manos teñidas de verde.

Además, metieron preso a su hermano, su familia recibía presiones de todo tipo y hasta su mujer sufrió también un intento de envenenamiento. Cada vez más cercado, fue de los pioneros en usar un blog para hacer sus denuncias y luego un canal de Youtube con millones de visualizaciones. Había un impulso tan vital como sacrificial en Navalni que el poder no podía permitir.

Conociendo el final de la historia, la lectura de Patriota nos lleva de la indignación, al dolor y a la tristeza. Pero el tono de Navalni no cambia en ningún momento. Hay una suerte de optimismo cándido en que las cosas van a cambiar y, sobre todo, una suerte de mandato algo mesiánico. Si había que morir por la patria rusa, que no es el concepto de patria tradicional, sino el ciudadano ruso de a pie que merece vivir mejor, sucederá, más allá de que él consideraba que su relevancia internacional haría que el gobierno de Putin no cruzase ese límite.

Otro aspecto a resaltar es una especie de naturalización de los vejámenes padecidos como si fuera un precio que él sabía que pagaría pero que no le altera la firmeza de sus convicciones. Algo de esto se observa en sus cartas desde la cárcel donde, en el mismo párrafo, es capaz de contar que lo han vuelto a condenar, que ha hecho ejercicios y que ha comido unos ricos pepinos. En este sentido, la forma en que él va relatando su diario desde la cárcel recuerda a esa anotación del diario íntimo de Franz Kafka: “2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”. 

Técnicamente, en prisión, Navalni fue recibiendo distintas sentencias en su contra y cada una de ellas suponía un traslado desde Moscú a lugares remotos en los que paulatinamente lo iban privando del acceso a sus abogados, familia, etc. En ese lapso, llegó a realizar una huelga de hambre de veinticuatro días por no recibir la atención médica que requerían las consecuencias del envenenamiento del año 2020.

No obstante, en una de esas prisiones era continuamente recluido en una celda de castigo (SHIZO) por violaciones a códigos de conducta como tener mal abrochado un botón. “Es el lugar que se utiliza para atormentar, torturar y asesinar presos”, dice. Por cierto, el tamaño y la disposición de la celda recuerda a “La incomodidad”, aquella de La caída de Camus cuya descripción era la siguiente:

“[Se trata de una prisión que se] distinguía por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para poder mantenerse en pie, pero tampoco lo bastante ancha como para poder acostarse. Había que adoptar el género molesto, vivir en diagonal; el sueño era una caída, la vigilia un encogimiento”.

A pesar de que legalmente nadie podía estar allí más de quince días, Navalni permaneció en completo aislamiento en ese lugar durante doscientos noventa y cinco. Cuando no estuvo solo, compartió espacio con alguien que él denominaba “el psicópata”, un desequilibrado mental que gritaba veinticuatro horas y no lo dejaba dormir. Era parte de la tortura, claro.

La última sentencia fue en agosto de 2023. En este caso, fue la más dura: diecinueve años por “extremismo”. Asimismo, como si las condiciones ya descritas no hubieran sido suficiente, lo trasladaron a una cárcel de máxima seguridad en el Círculo Ártico donde lo obligaban a dar paseos matinales con menos treinta y dos grados centígrados.

Fue en esa prisión donde escribió su última carta el 17 de enero de 2024 y fue allí donde apareció muerto casi un mes después, el 16 de febrero. Tenía cuarenta y siete años.