Populismo y fascismo son
términos que ocupan el centro del debate público en las últimas décadas y, sin
embargo, son utilizados de tantas maneras y para definir movimientos y
actitudes tan diferentes, que han devenido significantes vacíos.
De aquí que un poco de claridad
conceptual no venga para nada mal, especialmente si proviene de Antonio
Scurati, el profesor de Literatura Contemporánea de la IULM de Milán, autor de
varios ensayos y también de novelas entre las que se encuentra la saga de M sobre Benito Mussolini, un superventas
en Italia con traducción a varios idiomas.
En este caso, es la editorial
Debate la que publica, Fascismo y
populismo, un breve texto que tiene origen en un discurso que Scurati brindara
en el marco de los Rencontres
Internationales de Ginebra, el 29 de septiembre de 2022, pocos días después
de las elecciones que ganara Giorgia Meloni en Italia.
La ocasión no podía ser más
precisa, por lo pronto, para diferenciarse de aquellos que observaban en esa
decisión de los electores italianos un regreso del fascismo, justamente cien
años después de aquella Marcha sobre Roma que llevaría al rey Víctor Manuel III
a ofrecerle a Mussolini formar gobierno.
Para Scurati, entonces, fenómenos
como los de Trump, Milei, Orbán, Bolsonaro, Meloni, etc., no amenazan la democracia,
aunque sí minan la calidad de la misma. Con todo, un detalle no menor, todos
aquellos gobiernos o espacios de derecha que suelen ser señalados como
neofascistas, se distinguirían del fascismo original en un elemento central: no
recurren a la violencia contra sus adversarios políticos; se presentan a las
elecciones aceptando, mal o bien, sus resultados, y su crítica a la democracia liberal
de partidos no deriva en una dictadura que elimine la multiplicidad de voces
representadas en los respectivos parlamentos, etc.
Marcando esta diferenciación,
para nada menor, por cierto, Scurati, que está lejísimos de defender posiciones
de derecha y llama a reflotar la cultura antifascista italiana en la que fue
criada la generación de sus abuelos, hace un aporte a la precisión que, como
suele ocurrir, ayuda a que las conversaciones avancen por los terrenos de la
moderación y la sensatez.
Dicho esto, si bien el fenómeno
fascista es irrepetible, Scurati encuentra en el populismo y los partidos
soberanistas un legado fascista que puede ser difuso, indirecto y hasta
inconsciente pero que ha emergido con fuerza en los últimos años ya no como una
expresión marginal y trasnochada.
Para el autor, en Mussolini se
conjuga la violencia y la seducción, y es esta combinación la que explica que
un joven periodista exsocialista que en 1919 había obtenido menos de 5000
votos, tres años después pudiera llegar al gobierno. En otras palabras, ese
tránsito vertiginoso y su sostenimiento en el poder, no se pueden explicar solo
por el temor infundido a través de la violencia que le es inherente al
fascismo. También hay un tipo de liderazgo allí capaz de cautivar a las masas.
De aquí que Mussolini sea, para Scurati, el creador del fascismo, pero también
de una nueva praxis, una nueva forma de comunicar y de un nuevo tipo de
liderazgo soberanista-populista. La tesis de Scurati, entonces, es que es el
populismo mussoliniano, y no su fascismo violento, el que tiene vasos
comunicantes con algunas de las experiencias actuales antes mencionadas.
¿Cómo podemos definir a este
populismo inaugurado por Mussolini? Scurati lo resume en 7 características o
reglas. Entre ellas, el clásico personalismo de “yo soy el pueblo” que se
complementa con su aparente contrario: “el pueblo soy yo”; una prédica
antiparlamentarista donde la labor de los legisladores es interpretada como una
pérdida de tiempo, sede de la corrupción y de la degeneración patológica de un
grupo de privilegiados que hace política de espaldas al pueblo; y el ya mencionado
nuevo tipo de liderazgo que, a diferencia de las vanguardias esclarecidas más
propia de las izquierdas, es un liderazgo que guía a las masas, ya no por
ponerse al frente de ellas sino por acompañarlas. De hecho, Mussolini se
autodefinía como “el hombre del después”, en el sentido de que llegaba a los
acontecimientos políticos una vez sucedidos, luego de la determinación popular.
Esta idea de no ir por delante se
entiende mejor con la caracterización que hace Scurati del Mussolini más joven
que diferiría de aquel de los años 30 y 40 que ya posee una concepción del
hombre nuevo, un programa articulado, etc. Para el Mussolini “original”, el
líder “no tiene ni debe tener ideas propias, carece de convicciones
irrenunciables, no guarda fidelidad, no guarda lealtad, carece de estrategias a
largo plazo, no guía a las masas hacia una meta lejana y elevada, que él
atisba, pero las masas no ven. Muy al contrario, ese líder solo conoce tácticas
y ninguna estrategia, solo oportunidades y ninguna convicción, solo praxis y
ninguna teoría”.
Asimismo, otro aspecto del
populismo mussoliniano es la prédica de la única pasión más potente que la
esperanza: el miedo. Pero, claro está, para dejar de ser un sentimiento pasivo
que lleve al retraimiento, ese miedo debe convertirse en odio, puesto que éste
es un sentimiento activo y expansivo.
Otra característica a remarcar,
es que opera también en el populismo una simplificación, tanto del lenguaje del
líder, que apela a slogans y tiene poco apego a la correspondencia entre lo que
dice y lo que existe, como de la complejidad de la vida moderna. Según Scurati,
el populismo mussoliniano reducía todo a un enemigo: el extranjero. El resto
eran solo emanaciones de ese único gran problema.
Por último, un aspecto muy
interesante, hay algo del orden de la corporalidad en el líder, como una
especie de unidad entre la masa que lo venera y su cuerpo. Scurati menciona las
imágenes de Mussolini con el torso desnudo trillando el trigo o nadando como un
atleta, algo que también hemos visto últimamente en Putin por ejemplo. Este
vínculo desde lo físico, Scurati lo vincula a un tipo de conexión con los
seguidores que es más emocional y visceral que racional. Si la vida colectiva
de un país se encarna en el cuerpo del líder, ese cuerpo es al mismo tiempo
intocable e inalcanzable: se lo adora o se lo profana; se lo ama o se lo
masacra. El dramático final de Mussolini sería una prueba de ello, aunque
también se puede sumar la controversia en torno al cuerpo de Franco, las
vejaciones y los delirios esotéricos en torno al cadáver de Eva Perón y la
profanación de la tumba de Juan Domingo Perón con la posterior desaparición de
sus manos, por mencionar algunos casos.
En síntesis, Scurati hace un
interesante aporte conceptual, fundamentado en su conocimiento del fascismo
italiano y de Mussolini en particular, para rastrear los orígenes de un
populismo que goza de buena salud y para devolver el sentido histórico al
término “fascista”, hoy en día devenido un latiguillo cuyo único fin es el de
justificar la cancelación de conversaciones y deslegitimar a los adversarios
políticos.
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