martes, 24 de diciembre de 2024

Adela Cortina y la ética de las máquinas (publicado el 22.12.24 en www.theobjective.com)

 

Existe un amplio consenso respecto a que el avance de la inteligencia artificial (IA) es imposible de detener. El proceso es veloz y ni los pronósticos más conspirativos ni la certeza de que los propios impulsores de este tipo de tecnologías desconocen las consecuencias de sus desarrollos, son capaces de frenar una marcha que parece inexorable.

De aquí que las discusiones se posen, en todo caso, en el cómo y el hacia dónde, y que en el marco de las mismas se abra una serie gigantesca de interrogantes que incluye repensar qué es lo humano y cómo serán los humanos del futuro.

Un aporte en este sentido es el nuevo libro de Adela Cortina, ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial?, publicado por Paidós, texto en el que, desde su clásico posicionamiento, el universalismo cosmopolita kantiano y la ética del discurso de Habermas, la filósofa aporta categorías desde la cual reflexionar y establecer criterios básicos para futuras regulaciones en materia de IA.       

Son varias las preguntas que Cortina realiza a lo largo del libro y, si partimos de la más básica, deberíamos comenzar interrogándonos acerca de qué entendemos cuando hablamos de la necesidad de una ética de la IA. ¿Se trata de pensar qué tipo de valores morales deberían tener las máquinas en el hipotético caso de que éstas pudieran poseerlos o más bien nos referimos a cuál debería ser la ética con la que los seres humanos deberíamos servirnos de la IA? Tal distinción no es para nada menor, por cierto, pero muchas veces las dos preguntas se confunden.

Un segundo interrogante refiere a si vamos a adoptar estos sistemas inteligentes como instrumentos o como sustitutos de los seres humanos. Esta pregunta es central para el mundo del trabajo, pero incluso también para el espacio de nuestras relaciones con “los otros” en un contexto en el que, pospandemia, han crecido exponencialmente los casos de seres humanos que intentan suplir los vacíos de la soledad relacionándose con máquinas, bots y algoritmos.   

Profundizando algo más en el terreno filosófico, Cortina también pretende advertir acerca de esta suerte de aceptación acrítica que tenemos de la “determinación algorítmica”. ¿Qué lugar queda para la libertad en un mundo gobernado por una matemática indescifrable y unos criterios opacos? Un ingeniero programa un algoritmo de modo tal que ni él mismo puede explicar las decisiones que éste adopta y los usuarios nos resignamos a esta supuesta superioridad “matemática” o “científica”. Abundan, en este sentido, ejemplos de fantasías tecnocráticas donde hasta hay quienes se imaginan computadoras gobernando países de manera “neutral” o, para no irnos tan lejos, empresas que ya están usando algoritmos para seleccionar su personal.   

Otro aspecto central de la discusión actual, la cual nos remite a los debates de las últimas décadas en torno al estatus jurídico de los animales y las acusaciones de especismo para cualquiera que plantee algún diferencial propio de lo humano, gira en torno al lugar de las máquinas. ¿Qué sucedería si las máquinas tuvieran conciencia, sentido moral y autoconciencia? ¿Y si pudieran sufrir? ¿Deberíamos considerarlas “personas no humanas/no biológicas”? Si ese fuera el caso, ¿parte de sus derechos y responsabilidades implicarían que formen parte de la comunidad política pudiendo votar u ocupar cargos públicos? Hemos conocido caballos senadores y políticos que responden a la prensa como robots, pero reconozcamos que no es fácil imaginarlo, aunque puede que no estemos tan lejos. De hecho, Cortina menciona el antecedente de Michihito Matsuda, el androide que, en 2018, se presentara a las elecciones en Tama, un distrito de Tokio que cuenta con 150.000 habitantes, y obtuviera el tercer puesto con más de 4000 votos, a menos de 400 votos del segundo. Matsuda prometía acabar con la corrupción y dar oportunidades justas y equilibradas como hacen todos los políticos, por cierto.     

Este punto es por demás interesante y nos lleva a otro de los interrogantes que plantea Cortina: ¿aun en el caso de que fuera posible que las máquinas adoptaran una ética, qué tipo de ética sería? ¿No es demasiado ingenua la idea de que una inteligencia no humana se sirva de la matemática para establecer criterios justos cuando, justamente, no existe acuerdo acerca de qué es y qué no es justo? Por ejemplo: ¿se debe redistribuir la riqueza? ¿Cuánto? ¿Es correcto que algunos tengan más que otros y que exista gente pobre? ¿Acaso todos deben ganar y tener lo mismo? ¿Cómo programar algoritmos de derecha y de izquierda cuando ya nadie sabe qué es de derecha y de izquierda?  

Como les indicaba al principio, fiel a su pensamiento kantiano, Cortina se opone a todo tipo de lógica instrumental defendiendo la dignidad y la autonomía de los seres humanos como un diferencial. Esto supone distinguirlos de las máquinas, pero también, para horror de los animalistas, separarlos de los animales, los cuales tienen un valor pero no alcanzan el mismo estatus que un humano por las mismas razones que ya expuso Kant y que establecían las características únicas de la racionalidad humana.

Luego acusa al transhumanismo, con su promesa de utilización de la tecnología para transformar y “superar” la especie humana, de estar guiado más por un tipo particular de ideología individualista que por razones científicas, estableciendo una distinción tajante entre ideología y ciencia que es, como mínimo, discutible y que pasa por alto que muchas de las aplicaciones de la tecnología sobre la vida humana no son meras especulaciones, sino que ya ofrecen resultados concretos.  

Por último, siempre desde su ética dialógica, arremete contra el wokismo por su tribalización y su cultura de la victimización, aspectos que promueven una ruptura en la comunidad de hablantes, y contra aquellos que refieren a la posibilidad de una autonomización total de la IA y confunden una “autonomía de funciones” con una “autonomía ontológica” como la que posee todo ser humano en tanto tal:

“La diferencia esencial es que los seres humanos pueden reflexionar sobre su conducta (…) y entablar un diálogo con gentes cercanas a través del que pueden descubrir los móviles de su acción en el intercambio de argumentos. Con las máquinas es imposible (…) La atribución de responsabilidad exigiría que pudieran actuar según el deber y por mor del deber, cosa que no pueden hacer porque carecen de autonomía, voluntad libre y conciencia”.

Además, los algoritmos no tienen libre albedrío ni entienden lo que dicen. El Chat GPT, o cualquiera de los instrumentos que se utilizan cada vez más, incluso para consultas complejas o hasta para elaborar textos y pedir ayuda con ideas, no entienden lo que producen: solo usan modelos de lenguaje que calculan las probabilidades de que después de una palabra venga otra y nada más. ¿Se les pueden insertar valores morales? Sí, claro, pero estos serían los valores que desean sus ingenieros y no unos valores propios de una suerte de moralidad autónoma de las máquinas.  

En síntesis, ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial?, toma posición sobre buena parte de los dilemas urgentes que enfrentan gobiernos, ingenieros y propulsores del avance tecnológico advirtiendo sobre la necesidad de recuperar valores universales y una discusión pública de reconocimiento intersubjetivo donde la verdad y la veracidad resultan centrales en tiempos de posverdad y bulos. Naturalmente, quienes no comulgan con los presupuestos de esta tradición cosmopolita inaugurada por Kant hace ya más de 200 años, tendrán objeciones atendibles para realizar y probablemente respondan de otra manera a las preguntas realizadas por Cortina.

Sin embargo, el solo hecho de plantear esas preguntas con la precisión técnica y analítica de Cortina, es ya una buena razón para leer el libro.        

 

 

 

 

 

     

 

sábado, 21 de diciembre de 2024

¿Afuera? El enemigo. ¿Adentro? La purga (editorial del 21.12.24 en No estoy solo)

 

Cualquier asesor mínimamente avezado sabe que poder identificar un enemigo (o adversario, en este caso, lo mismo da), es clave para toda construcción política en tanto marca límites, establece un nosotros y un ellos. Esta estrategia es particularmente eficaz como construcción política cuando ese “nosotros” es débil o heterogéneo y es necesario unificarlo detrás de un liderazgo. El enemigo puede ser una idea, una persona, un símbolo, un país, lo que fuera… y, claramente, no necesariamente es un enemigo real. 

En la Argentina, este tipo de estrategia la utilizaron todos los últimos gobiernos y parece estar impulsándola la administración de Milei si bien, al momento de pensarlo ya en términos electorales, los resultados no han sido siempre los esperados.

Naturalmente, lo ideal es que nuestro candidato se erija como la contrafigura de un enemigo al que se puede vencer fácilmente en las urnas. De aquí que Kirchner haya elegido confrontar con Macri. El ingeniero era los 90, la corrupción, el niño bien que tenía en Boca su berretín, el bruto… Era imposible que Macri ganara una elección ni local ni nacional. La historia, evidentemente, dijo otra cosa.

Una vez en el poder, Macri hizo lo propio: persecución a CFK, esmerilamiento del kirchnerismo y antiperonismo de ese que hacía tiempo que no se veía. Con escándalos de corrupción, sectores del peronismo ávidos de romper con ella, y con la propia CFK teniendo que jugar en PBA para encima perder contra un candidato desconocido como Esteban Bullrich, la elección debía ser pan comido. Sin embargo, en 2019, ni siquiera tuvo que jugar ella directamente. Eligió a dedo a quien quiso y lo hizo presidente.

Milei, además de su batalla cultural, decíamos, parece estar pensando en una estrategia similar a la de Macri: erigir a CFK como su némesis. Para hacerlo habría muy buenas razones ya que, si lo logra, todo el voto de Macri lo acompañará y, al mismo tiempo, la CFK de 2024/2025 está todavía mucho más golpeada que la del 2017 después del grado de responsabilidad que le compete tras la mala gestión del último gobierno. Con la derecha encolumnada, la clase media tan tranquila como el dólar, y con CFK en frente poco predispuesta a revisar los tiempos de los ciclos, Milei puede ser reelecto en 2027. Así lo calculan en la Casa Rosada y tienen fundamentos para sostenerlo más allá de que los antecedentes mencionados deberían estimular la prudencia.  

Pero más interesante me resulta otro fenómeno que suele complementar la estrategia de la identificación del enemigo. Según las circunstancias, puede darse al mismo tiempo una vez alcanzada cierta robustez o una mínima hegemonía al interior del espacio. Al fin de cuentas también tiene que ver con el intento de fortalecer la identidad y me refiero al proceso de purga/depuración interna por el que todo “Nosotros” atraviesa. El punto viene a cuento porque me permito arriesgar una hipótesis: tal como se encuentra el panorama hoy, la administración de Milei debería preocuparse más por la interna que por el ruido que puedan meter “los de afuera”. Y no me refiero solo al conflicto con la Vicepresidente, prácticamente un clásico, al menos de la última era democrática, sino a cómo logrará resolver su relación con el PRO, y a las disputas intestinas que este modo hipervertical y cerrado de toma de decisiones conlleva, en tanto genera muchos “heridos” y tensiones por doquier, incluso en el mundo del poder judicial y los servicios de inteligencia donde las operaciones y las contraoperaciones están a la orden del día.

Habrá que prestar particular atención a esto, justamente, porque este tipo de conflictos no aparecen solamente en tiempos de crisis interna cuando corre peligro la continuidad de un gobierno. A veces, especialmente en una fuerza que todavía está en proceso de gestación como LLA, estos episodios aparecen, paradójicamente, cuando los gobiernos están en sus buenos momentos, es decir, cuando se observa que hay un horizonte limpio para seguir avanzando. Es más, aunque no estaban administrando, esto fue lo que le ocurrió a Cambiemos en 2023: tenían la elección ganada, pero fue tal el destrozo de la interna que acabaron terceros.

Y, en un sentido, algo similar le ocurrió al kirchnerismo después del triunfo de 2011 hasta exactamente el día en que, tras la primera vuelta, se dieron cuenta que Macri podía ganar. Antes de ese día, la confianza llegaba a tal extremo que la especulación era minar a Scioli para que llegue al poder pero sin tanta fuerza: “Que gane por menos de 10 así no se la cree”.

A propósito de internas, en estos días leía La trampa identitaria, un libro de Yascha Mounk, quien, a los ojos de un argentino, podríamos denominar “un cosmopolita socialdemócrata/liberal de izquierda (tal como lo entienden los estadounidenses)”, es decir, alguien insospechado de ser de derecha. Traigo el libro a colación porque en el relato que él hace de lo ocurrido en Estados Unidos tras la primera victoria de Trump, en 2016, se da una suerte de espejo con la Argentina, incluso en lo que refiere a la temporalidad, porque 2016 marcó aquí la llegada de Macri.      

Dice Mounk:

“Cuando las protestas masivas a finales de 2016 empezaron a amainar y encallaron los diversos planes para obligar al recién elegido presidente [Trump] a dimitir de su cargo, se instaló una debilitante sensación de impotencia. En la medida en que los activistas de izquierda fueron conscientes de que podían hacer poco para protegerse de un presidente que –por razones perfectamente racionales- les infundía miedo, algunos de ellos redirigieron su atención hacia aquellas cosas que aún permanecían bajo su control. ‘Quizá no pueda acabar con el racismo por mí mismo, pero puedo hacer que despidan a mi jefe, o que destituyan a fulano o mengano, o que alguien rinda cuentas –explicaba un veterano del movimiento progresista- (…). La gente encontraba el poder donde podía, y eso suele ser donde trabajas, o a veces donde vives, o donde estudias, pero siempre en algún lugar cerca de casa’”.

En Argentina no se buscaron resquicios para destituir a Macri como sí lo intento el progresismo estadounidense al principio, pero sucedió un fenómeno similar. Una vez aceptado el triunfo del expresidente de Boca, el “Macri, basura, vos sos la dictadura” era un grito de impotencia además de una descripción falsa, y toda esa ira de repente devino hacia el interior del espacio: el kirchnerismo, que hacía ya algunos años que ideológicamente estaba sin rumbo y que se mostró incapaz siquiera de ungir un candidato propio, (porque ni Scioli, ni Randazzo, y, más tarde, ni Alberto ni Massa lo eran), continuó de forma desmadrada esa suerte de purga ideológica que ya había iniciado siendo gobierno. En este caso, aunque probablemente en Estados Unidos haya ocurrido lo mismo, el fenómeno se dio ante una total incredulidad: no era posible que Macri (ni Trump) pudiera triunfar en una elección. Década ganada, crecimiento a tasas chinas, victoria cultural, Patria Grande, pero tuviste que poner de candidato a Scioli y perdiste contra quien no se podía perder.  

Continúa Mounk:

“Los profesores que trabajaban en las universidades y colegios universitarios de artes liberales; los poetas, pintores y fotógrafos adscritos a sus principales instituciones artísticas, e incluso los empleados de las organizaciones progresistas de Estados Unidos podían hacer desesperadamente poco para defender a su nación contra Donald Trump. Pero lo que sí podían hacer era identificar a cualquiera que, deliberada o inadvertidamente, en la realidad o en su imaginación, no acatara las nuevas certidumbres políticas con las que se habían comprometido las comunidades más progresistas del país”.

Mounk pareciera estar hablando de Argentina porque aquí se dio exactamente igual. Había que buscar culpables: ¿afuera? Magnetto. ¿Adentro? A veces los traidores, a veces el seisieteochismo, a veces los tibios… alguien tenía que pagar y alguna explicación debía haber para lo inexplicable. Pero claro, una vez señalados los presuntos culpables de la derrota pasada, mientras los verdaderos responsables se habían garantizado, parafraseando a Borges, varios porvenires, hacia adelante se impuso el canon progresista y la consecuente purga, lo cual no solo quebró la homogeneidad quebradiza que había dejado la salida de CFK, sino dejó una fractura social que, ayudada por la conmoción de la pandemia, encarnó en un Joker vernáculo. Es como si, con CFK afuera del poder, todo ese fervor militante se hubiera quedado sin nada que militar. En otras palabras, dado que se militaba más a CFK que a un proyecto, o se suponía que la propia CFK era el mismísimo proyecto, con ella fuera del poder, solo quedaba la fragmentación antojadiza ayudada por la falta de cuadros capaces de guiar. De aquí el abrazo a todo tipo de causa, cuanto más minoritaria, más diferenciada y más radical fuera, mejor. El carácter sacrificial que siempre exigió el kirchnerismo a sus seguidores se multiplicaba y el control de calidad lo hacían los pibes para la liberación al calor de los espacios institucionales que se habían reservado en la salida tumultuosa del poder, allá por diciembre de 2015.   

En todo caso, la diferencia es que, en Estados Unidos, la avasallante tendencia progresista ya se había impuesto algunos años antes y se exacerbó con Trump en la presidencia. Pero en Argentina, lo curioso es que todo ese clima persecutorio pos 2015 llegaba con la promesa de “volver mejores”, lo cual, evidentemente no ocurrió tal como demuestra haber perdido una elección contra un recién llegado sin aparato, sin partido, sin fiscales, sin territorio, sin gobernadores, sin intendentes y sin dinero.

Es imposible imaginar qué le deparará el destino a una fuerza como LLA puesto que hay decenas de factores que entran en juego. Por lo pronto, el movimiento de creación del enemigo exterior y purificación interna parece desarrollarse al mismo tiempo y a mucha velocidad aprovechando el indiscutible liderazgo de Milei y el sostenimiento del apoyo popular. Sin embargo, como decíamos, la selección del enemigo no siempre garantiza buenos resultados, y el fenómeno de purga interna puede ayudar a definir mejor una identidad mientras produce fracturas irreconciliables con la pretensión de construcción de mayorías. En la pericia con que se pueda balancear ese movimiento hacia afuera y hacia adentro, puede que esté la clave para vislumbrar el futuro de Milei.

viernes, 20 de diciembre de 2024

Milei: un año de ajustes sin estallido social (publicado el 14.12.24 en www.theobjective.com)

 

Al momento de realizar un balance de este primer año de gestión del gobierno de Javier Milei en Argentina, propongo un análisis desde cuatro puntos de vista: el económico, el político, el cultural y el comunicacional. 

Contra casi todos los pronósticos, incluso de aquellos economistas liberales y ortodoxos, el gobierno ha obtenido mejores resultados que los esperados, no solo en lo que respecta a los números macroeconómicos sino en lo que refiere a la tolerancia social. Efectivamente, en un país acostumbrado a la conflictividad y con sectores que prometían resistir lo que el gobierno presentó como “el ajuste más grande de la historia”, el cual incluía siderales aumentos tras la eliminación de subsidios en transporte y energía, la actual administración llega a diciembre con niveles de aprobación que oscilan entre el 45 y el 50%.

Tomando datos oficiales complementados con estadísticas de consultoras privadas, hay coincidencia en que, tras un shock inicial, las principales variables han comenzado a mejorar, si bien en algunos casos todavía se encuentran por detrás de los números que ostentaba el gobierno anterior. En cuanto a la inflación, por ejemplo, tras un pico de 25,5% en diciembre de 2023, generado por la megadevaluación de 118% del peso argentino que implementó Milei a días de asumir, la medición de octubre fue de 2,7%, el dato más bajo de los últimos tres años. Comparativamente, con la administración de la coalición liderada por Alberto Fernández y Cristina Kirchner, la inflación había alcanzado el 211,4% anual con picos de casi 13% mensual en 2023. Para 2024, en cambio, se estima que la inflación cerraría en alrededor de 120% anual y para 2025 los consultores prevén un número alrededor del 35%, si bien en el presupuesto presentado por el gobierno la expectativa es que sea la mitad. Sin duda, estos números son el mayor éxito de la gestión y lo que explica los altos niveles de popularidad que el gobierno sostiene. 

En cuanto a los salarios, tomando en cuenta septiembre 24 versus septiembre 23, sufrieron una caída en términos reales de 6,8% (16,1% en los trabajadores del sector público y apenas 1,5% en los privados), pero vienen recuperándose desde marzo de 2024. De hecho, si se lo compara con diciembre de 2023, los salarios se recuperaron 9,8% en términos reales.

Respecto a las jubilaciones, los que cobran la mínima (alrededor de 2/3 del total) tuvieron una caída del 6,6% del poder adquisitivo, pero quienes están por encima de ella, tuvieron un incremento real del 11,8%. Si el gobierno anterior buscaba achatar la pirámide beneficiando con bonos y ayudas extra a los de la mínima, la actual administración ha iniciado un proceso inverso de reconstruir esa pirámide. Asimismo, la ayuda social no solo se sostuvo, sino que aumentó drásticamente en términos reales. En el caso de la denominada Asignación Universal por Hijo, por ejemplo, el aumento fue de 105,6% real en diciembre 24 respecto a un año atrás. Este dato podría explicar por qué, a pesar del aumento desproporcionado del precio de los alimentos, los medicamentos, el transporte y la energía, no se produjeron estallidos sociales.  

Si nos enfocamos en el desempleo, la estadística viene con retraso, pero sin duda se sabe que aumentó en el primer trimestre y que, luego, ese aumento comenzó a disminuir. Algo similar con la pobreza. En el primer semestre de Milei pasó de 41,7% a 52,9%, un número verdaderamente espeluznante, pero ese ha sido su pico y, en general, estudios no oficiales confirman una tendencia a la baja si bien la recuperación se encuentra lejos todavía del último semestre del gobierno anterior.

En cuanto a la actividad económica, rebota heterogéneamente tras una caída estrepitosa en los primeros meses de la gestión; y el consumo privado cayó 8,2% el primer semestre, aunque ahora parece haber frenado esa caída y dar alguna tibia muestra de reactivación.

La balanza comercial se invirtió drásticamente: el último gobierno había dejado un déficit comercial de 6872 millones de dólares además de un Banco Central con reservas negativas y la gestión Milei, durante los primeros 10 meses del año, acumula un superávit de 21000 millones de dólares. También alcanzó superávit fiscal y financiero hasta la última medición de octubre y redujo la brecha cambiaria entre el dólar oficial y los dólares paralelos que habían aparecido tras la intervención oficial sobre el precio del primero, de 150% a casi 0%. Asimismo, el Riesgo País que había comenzado en casi 2000 puntos básicos al asumir la gestión, en los últimos días ha perforado los 750, lo cual augura que, en breve, Argentina podría regresar a los mercados de crédito internacional.

  

Desde el punto de vista político, el gobierno de Milei ha oscilado entre la sobreideologización y el pragmatismo, pero lo cierto es que, contra todos los manuales de Ciencia política y la experiencia histórica en Argentina, el gobierno ha logrado más de lo que esperaba sin tener un partido reconocido a nivel nacional hasta hace pocos meses, sin gobernadores propios ni intendentes, y con un Congreso en el que posee menos del 10% de las bancas en senadores y no alcanza el 15% de las bancas en diputados. Su pretenciosa Ley Bases, prácticamente una reforma constitucional, fue podada por la discusión parlamentaria en casi dos tercios de sus iniciativas, pero aun así le ha alcanzado para avanzar en reformas estructurales de peso.

Aunque todavía es muy pronto, parece clara la estrategia del gobierno de polarizar con Cristina Kirchner, elegirla como la adversaria política para, de esa manera, absorber todo el voto de derecha (buena parte del cual un año atrás apoyó a la candidata del expresidente Mauricio Macri) y, al mismo tiempo, garantizarse buenas chances de triunfo frente a una candidata que tiene un piso alto de votos, gracias a una minoría intensa que la apoya, pero, al mismo tiempo, un techo bajo, gracias a la imagen negativa que posee en más de la mitad de la sociedad. La experiencia inmediata muestra que, muchas veces, la estrategia polarizadora contra el candidato presuntamente fácil de vencer acaba catapultando al señalado, pero eso dependerá seguramente del éxito económico de la gestión.    

 

En lo que respecta al ámbito cultural, en un giro que ya se venía dando en los últimos meses de campaña, Milei le agregó a su prédica anarcocapitalista en lo económico, un trasfondo neoconservador en lo moral y un posicionamiento internacional reactivo a la Agenda 2030. El cierre del Ministerio de Mujeres, Género y Diversidades creado por el gobierno anterior, la eliminación del documento de identidad no binario, la prohibición del denominado “lenguaje inclusivo” en la comunicación oficial, un proyecto para aumentar la pena por denuncias falsas y su oposición a las alarmas en torno al cambio climático, son solo algunas muestras de la disputa que el presidente en persona, junto a un verdadero ejército de trolls en redes, brinda día a día contra la prédica progresista. Como ha sucedido en otras partes del mundo, este posicionamiento no alcanza para explicar el 56% de los votos que Milei obtuvo en el balotaje, pero el amplio apoyo recibido por los varones jóvenes es un indicativo de que el presidente argentino ha canalizado el hartazgo de un sector de la población frente al clima cultural y a la burocracia de la ingeniería social encargada de pontificar acerca de qué comer, cómo hablar, de qué reír, etc.

 

En lo comunicacional, a la novedad de un presidente hiperactivo en la red X, rompiendo los moldes de cualquier comunicación formal correspondiente a su investidura, se le agrega un dispositivo aceitado que incluye algún sector de la prensa tradicional pero, sobre todo, trolls y toda una amplia gama de influencers, tiktokeros, streamers, etc., que, en muchos casos, ya resaltaban por brindar “la batalla cultural” contra el progresismo en el último lustro. Ese dispositivo ha sido enormemente efectivo para la imposición de las agendas que el gobierno pretende, poniendo a sus adversarios a la defensiva y jugando en el terreno discursivo que al gobierno le es más cómodo.  

En síntesis, aun al frente de un país con enormes dificultades, es probable que la administración Milei considere que su balance de gestión tras el primer año de administración ha sido positivo, especialmente en lo que tiene que ver con el control de las variables macroeconómicas tras una herencia que disponía de todas las condiciones para una hiperinflación. Asimismo, su voluntad de poder en lo político ha sido el mejor antídoto contra el “posibilismo” y los discursos del “equilibrio de fuerzas” que caracterizaron al gobierno socialdemócrata que lo precedió. En otras palabras, incluso con errores amateurs, impericia, retrocesos, malos modos y sobreideologización, nadie podrá negar la determinación del gobierno de Milei para imponer su programa de gobierno.   

En cuanto a lo cultural, esta suerte de reapropiación, por derecha, de ciertas categorías gramscianas, muestran en el gobierno una pretensión de demoler los preceptos naturalizados del progresismo como nunca había hecho la derecha, al menos en las últimas décadas. La batalla se da así en los medios tradicionales, en las redes, en la escuela, en las calles, en las universidades. Es una disputa desigual en la que el gobierno deberá probar que cuenta con recursos humanos suficientemente cualificados, pero hasta ahora le ha funcionado, algo similar a lo que ha sucedido en el área comunicacional donde la estrategia de la confrontación permanente y desinhibida ha sido también enormemente efectiva frente al statu quo de la corrección política.     

Con una expectativa de crecimiento de la economía para 2025 de entre un 4% y un 5%, tras una caída estimada del 3,5% para 2024, las principales variables macroeconómicas controladas y un peronismo fragmentado, se supone que el gobierno que nació débil pueda consolidarse en las próximas elecciones legislativas. Allí comenzará otra etapa. Pero para eso falta casi un año y, en Argentina, un año se parece mucho a la eternidad.  

sábado, 14 de diciembre de 2024

Milei, el populista (publicada el 12.12.24 en www.disidentia.com)

 

En este espacio hemos catalogado a Javier Milei como un anarcocapitalista en lo económico, conservador en lo moral y populista en lo político/comunicacional. De las tres definiciones, quizás la más controvertida sea la última por al menos dos razones: el propio Milei no la aceptaría (a pesar de que probablemente aceptaría las primeras dos); y la definición de populismo es lo suficientemente vaga como para incluir allí tradiciones, movimientos y referentes diversos.

En la discusión pública en Argentina siempre se tomó cierta definición estándar de populismo, emparentada con la demagogia y los líderes carismáticos, si bien durante la época kirchnerista, la popularidad alcanzada por el filósofo Ernesto Laclau y su cercanía al gobierno de Cristina Kirchner hicieran que, de repente, la definición deviniera más técnica con términos como “demandas insatisfechas”, “hegemonía”, “antagonismo”,  “significante vacío”, al tiempo que en el prime time de la TV se discutía en términos de “nosotros/ellos”, “amigo/enemigo”, “lógica adversarial”, etc. Hasta que, en eso, no llegó Fidel, sino Mauricio Macri, mandó a parar, y el debate volvió a los nichos académicos que años después ven con asombro cómo la batalla cultural y la disputa por la hegemonía ahora son banderas de la derecha.    

El (presunto) populismo de Milei puede enfocarse desde distintos ángulos, pero justo llegó a mis manos el último libro de Antonio Scurati, una transcripción de una conferencia que diera en 2022, algunos días después del triunfo de Meloni. Scurati es un profesor de Literatura contemporánea de la IULM de Milán, autor de varios ensayos pero que saltó a la fama por una serie de novelas históricas muy bien documentadas que se conocen como la saga de M por referirse a Mussolini. Las novelas fueron un éxito en Italia y rápidamente fueron traducidas a distintos idiomas lo cual hizo de Scurati una suerte de superventas mundial y una referencia al momento de hablar de fascismo.   

Scurati es un hombre que añora la formación antifascista de la generación de sus abuelos y que ve con preocupación el ascenso de las derechas. Sin embargo, no cae en la tentación de llamar fascismo a todo aquello que no huela a progresismo como lamentablemente observamos con frecuencia últimamente.

Lo hace aclarando lo obvio: a diferencia del fascismo de Mussolini, ni Trump, ni Bolsonaro, ni Meloni, ni Milei, etc., han utilizado la violencia para eliminar a sus adversarios políticos y la violencia es, justamente, la marca identitaria del fascismo. Asimismo, los mencionados han llegado al gobierno a través de elecciones libres, administran dentro de los límites flexibles de los principios republicanos, con tensiones, pero dentro de los límites, y podrán fustigar a sus parlamentos, pero no han cerrado ningún congreso ni han eliminado la división de poderes.  

Sin embargo, aunque no hayan heredado esa esencia de la violencia política, la tesis principal de Scurati es que estas nuevas variantes de la derecha mundial sí han recibido, de manera difusa, quizás indirecta o hasta inconsciente, la otra invención de Mussolini. Porque, efectivamente, el Duce no solo fue el creador del fascismo sino que también fue, según Scurati, el creador del populismo soberanista, esto es, una nueva forma de comunicar y de liderar. Dicho de otra manera, las nuevas derechas no descienden del Mussolini fascista sino del Mussolini populista.

Para examinar si esta categorización puede aplicarse a Milei, cabe evaluar su accionar con lo que para Scurati son 7 reglas o características del populismo.

La primera es el personalismo y la identificación con el pueblo frente a un otro. Scurati indica que esta identificación hizo que Mussolini pudiera afirmar que quien no estaba junto a él, no pertenecía al pueblo y, por lo tanto, era el enemigo. Si lo comparamos con Milei, quien dice enfrentar a “la casta”, es cada vez más evidente el modo en que, finalmente, lo que identifica a una persona como perteneciente o no a la misma no es su historia ni su lugar en la sociedad sino la cercanía con el presidente, es decir, se trata de un criterio, como mínimo, bastante arbitrario.

Asimismo, hay que admitir también que, a diferencia de la última experiencia de un gobierno de derecha en Argentina, el ya mencionado perteneciente a Mauricio Macri, Milei es un líder popular y ha obtenido muy buenos resultados entre los sectores más bajos. Será por carisma, por características de personalidad, por la magia de la televisión o por provenir de una clase media (a lo sumo media alta), pero lo cierto es que Milei ha conectado con “los rotos” y hasta con sectores lumpen que tradicionalmente votaban peronismo.

En relación con esta conexión, otra característica que menciona Scurati del populismo de Mussolini es un cambio radical en la forma de comunicar, algo que el líder italiano realizó desde su periódico: siempre en primera persona, frases cortas, sintácticamente elementales y fácilmente extrapolables a contextos diversos sin demasiada preocupación por si éstas reflejan o no la realidad. Para ser buenos con Milei, hay que decir que, en todo caso, si de pretender describir la realidad hablamos, la izquierda adoradora del constructivismo lingüístico tampoco está muy apegada a ella. Pero volviendo a Milei, en ese cambio estilístico de Mussolini, Scurati observa un antecedente de “los twitts”, aquellos a los que echa mano frenéticamente por las noches el presidente argentino. Es más, en la línea de lo que hiciera Milei cuando asumió como diputado, quien comenzó a sortear entre la gente común el dinero de su salario, una de las primeras medidas que tomó Mussolini cuando asumió la dirección de su periódico fue bajarse el sueldo.         

Milei, a su vez, del mismo modo que lo hizo el populismo de Mussolini, abreva de toda una larga tradición de crítica al sistema parlamentarista de las repúblicas democráticas liberales.

Dice Scurati: “si yo soy el pueblo y el pueblo soy yo, en tal caso el Parlamento se convierte en una pérdida de tiempo, en la sede de la corrupción, de la degeneración patológica, de la inadecuación, de las trapacerías, de los privilegios de casta, en el centro de un inútil caos crónico”.

Milei suscribiría una a una esas palabras como también suscribiría a aquella frase del Duce de “yo no hago política, hago antipolítica”. A propósito, y hablando de curiosidades, al igual que Milei en la apertura de sesiones legislativas y el día de la asunción, Mussolini fustiga y humilla fuertemente a su parlamento el día de su primer discurso y lo llama “una sala sorda y gris”.  

Por cierto, y ya que hablamos de “casta”, Scurati entiende que la utilización que hiciera el fascismo de esa noción en realidad proviene de Gabriele D’Annunzio de quien Mussolini abrevó para construir el imaginario fascista y se remonta a más de 100 años atrás.

Donde sí aparece alguna diferencia con Milei es en la tercera característica que menciona Scurati, al menos en relación al Mussolini más joven. Es que para nuestro autor, el Duce plantea un nuevo tipo de liderazgo que no guía desde el frente sino acompañando la multitud. Mussolini se autodefinía, en este sentido, como “el hombre del después”, el que llega a los acontecimientos políticos una vez que estos ya han sucedido. Esto va cambiar con el Mussolini de los años 30 y 40, cuando ya es capaz de exponer una concepción filosófica del Hombre, del Estado y un programa articulado, pero, en sus orígenes, Mussolini consideraba que el líder “no tiene ni debe tener ideas propias, carece de convicciones irrenunciables, no guarda fidelidad, no guarda lealtad, carece de estrategias a largo plazo, no guía a las masas hacia una meta lejana y elevada, que él atisba, pero las masas no ven. Muy al contrario, ese líder solo conoce tácticas y ninguna estrategia, solo oportunidades y ninguna convicción, solo praxis y ninguna teoría”.

Milei ha dado muestras de pragmatismo, pero su liderazgo es mesiánico, con referencias al antiguo testamento y muchos de sus seguidores hasta lo fundamentan en razones esotéricas y en presagios de presuntos adivinos. Pero, además, su plan estuvo claro desde el principio y, en todo caso, la crítica que se le suele hacer es la inversa, esto es, lejos de estar “vacío” y sin estrategia, el gobierno de Milei estaría sobreideologizado a punto tal que buena parte de sus errores podrían hallar en esta característica una explicación.

Scurati refiere también que en el fascismo original se instauró una política del miedo que rápidamente devino en un sentimiento mucho más activo como el odio. Esto encajaría con las críticas que recibe Milei y las derechas actuales en general cuando se las acusa de fomentar las divisiones de la sociedad, etc. Sin embargo, hay que indicar que una de las razones por las que Milei sostiene su apoyo popular es porque, al mismo tiempo, ofrece esperanza de cambio. En otras palabras, muchos de los que lo votaron lo hicieron como una revancha, un “aun si me va peor, te voto solo para que acabes con el privilegiado de mi vecino”, pero no se puede dejar de soslayo que las reformas estructurales prometidas generan ilusión en un sector del electorado. Quien solo vea en Milei un generador de odio, puede que esté proyectando algunos sentimientos propios, respetables, pero incapaces de describir la realidad tal cual es.

Por último, Scurati entiende que el populismo mussoliniano realizaba una simplificación de la complejidad de la vida moderna reduciendo todo al problema del extranjero. En Argentina, a diferencia de Europa, la cuestión de la inmigración no aparece como preocupación, de modo que, en todo caso, si hay simplificación, opera en otro orden y con otros enemigos, si bien, una vez más, a favor de Milei, habría que decir que la simplificación es un clima de época. ¿O acaso no se simplifica la realidad cuando es acusado de fascista cualquiera que ose al menos discutir alguna partecita del nuevo canon moral?

Por último, Scurati refiere a la importancia del cuerpo del líder al momento de lograr una identificación con el electorado. No se habla de belleza sino de un vínculo físico-emocional: Mussolini en el campo levantando el trigo, nadando como un atleta; las fotografías del Putin supermacho y hasta su famoso montaje con el torso desnudo “domando” un oso. En Milei opera algo de eso, desde el pelo desaliñado, su gesticulación de rockstar y/u hombre irascible, la carpeta siempre en sus manos demostrando que es un hombre simple que no malgasta el dinero público en secretarias, los memes y los filtros en sus fotos que lo muestran como un león poderoso y “estéticamente superior”, etc.

Argentina sabe bien la importancia del cuerpo de los líderes. Pensemos si no en el cadáver de Evita, escondido, mutilado, vejado y sobre el cual se habrían realizado hasta sesiones de magia negra, o la profanación de la tumba de Perón al cual le robaron las manos. Cuando se da esa identificación entre el cuerpo de la masa y el cuerpo del líder, no hay medias tintas: ese cuerpo es adorado y venerado u odiado hasta ser masacrado. Le ocurrió al propio Mussolini y lo hemos visto en los últimos años con Saddam Hussein y Muamar Gadafi.     

Como indicábamos al principio, hay muchas maneras de identificar al populismo y la referencia a las categorías expuestas por Scurati es solo una de ellas. Con todo, las hemos traído a colación porque distinguir el fascismo del populismo para mostrar que, en todo caso, es el último y no el primero, el legado mussoliniano que ha llegado de manera más o menos difusa e indirecta a referentes de las nuevas derechas como Milei, puede ser un buen aporte para la discusión.

Esto permitirá criticar lo que haya que criticar y también servirá para aceptar, al mismo tiempo, que estas expresiones, al menos hasta ahora, han sabido ganar un espacio legítimo gracias al voto popular y dentro de las reglas democráticas.     

martes, 10 de diciembre de 2024

Antonio Scurati: la buena salud del populismo mussoliniano (publicado el 5.12.24 en www.theobjective.com)

 

Populismo y fascismo son términos que ocupan el centro del debate público en las últimas décadas y, sin embargo, son utilizados de tantas maneras y para definir movimientos y actitudes tan diferentes, que han devenido significantes vacíos.

De aquí que un poco de claridad conceptual no venga para nada mal, especialmente si proviene de Antonio Scurati, el profesor de Literatura Contemporánea de la IULM de Milán, autor de varios ensayos y también de novelas entre las que se encuentra la saga de M sobre Benito Mussolini, un superventas en Italia con traducción a varios idiomas.

En este caso, es la editorial Debate la que publica, Fascismo y populismo, un breve texto que tiene origen en un discurso que Scurati brindara en el marco de los Rencontres Internationales de Ginebra, el 29 de septiembre de 2022, pocos días después de las elecciones que ganara Giorgia Meloni en Italia.

La ocasión no podía ser más precisa, por lo pronto, para diferenciarse de aquellos que observaban en esa decisión de los electores italianos un regreso del fascismo, justamente cien años después de aquella Marcha sobre Roma que llevaría al rey Víctor Manuel III a ofrecerle a Mussolini formar gobierno.

Para Scurati, entonces, fenómenos como los de Trump, Milei, Orbán, Bolsonaro, Meloni, etc., no amenazan la democracia, aunque sí minan la calidad de la misma. Con todo, un detalle no menor, todos aquellos gobiernos o espacios de derecha que suelen ser señalados como neofascistas, se distinguirían del fascismo original en un elemento central: no recurren a la violencia contra sus adversarios políticos; se presentan a las elecciones aceptando, mal o bien, sus resultados, y su crítica a la democracia liberal de partidos no deriva en una dictadura que elimine la multiplicidad de voces representadas en los respectivos parlamentos, etc.

Marcando esta diferenciación, para nada menor, por cierto, Scurati, que está lejísimos de defender posiciones de derecha y llama a reflotar la cultura antifascista italiana en la que fue criada la generación de sus abuelos, hace un aporte a la precisión que, como suele ocurrir, ayuda a que las conversaciones avancen por los terrenos de la moderación y la sensatez.

Dicho esto, si bien el fenómeno fascista es irrepetible, Scurati encuentra en el populismo y los partidos soberanistas un legado fascista que puede ser difuso, indirecto y hasta inconsciente pero que ha emergido con fuerza en los últimos años ya no como una expresión marginal y trasnochada.

Para el autor, en Mussolini se conjuga la violencia y la seducción, y es esta combinación la que explica que un joven periodista exsocialista que en 1919 había obtenido menos de 5000 votos, tres años después pudiera llegar al gobierno. En otras palabras, ese tránsito vertiginoso y su sostenimiento en el poder, no se pueden explicar solo por el temor infundido a través de la violencia que le es inherente al fascismo. También hay un tipo de liderazgo allí capaz de cautivar a las masas. De aquí que Mussolini sea, para Scurati, el creador del fascismo, pero también de una nueva praxis, una nueva forma de comunicar y de un nuevo tipo de liderazgo soberanista-populista. La tesis de Scurati, entonces, es que es el populismo mussoliniano, y no su fascismo violento, el que tiene vasos comunicantes con algunas de las experiencias actuales antes mencionadas.   

¿Cómo podemos definir a este populismo inaugurado por Mussolini? Scurati lo resume en 7 características o reglas. Entre ellas, el clásico personalismo de “yo soy el pueblo” que se complementa con su aparente contrario: “el pueblo soy yo”; una prédica antiparlamentarista donde la labor de los legisladores es interpretada como una pérdida de tiempo, sede de la corrupción y de la degeneración patológica de un grupo de privilegiados que hace política de espaldas al pueblo; y el ya mencionado nuevo tipo de liderazgo que, a diferencia de las vanguardias esclarecidas más propia de las izquierdas, es un liderazgo que guía a las masas, ya no por ponerse al frente de ellas sino por acompañarlas. De hecho, Mussolini se autodefinía como “el hombre del después”, en el sentido de que llegaba a los acontecimientos políticos una vez sucedidos, luego de la determinación popular.  

Esta idea de no ir por delante se entiende mejor con la caracterización que hace Scurati del Mussolini más joven que diferiría de aquel de los años 30 y 40 que ya posee una concepción del hombre nuevo, un programa articulado, etc. Para el Mussolini “original”, el líder “no tiene ni debe tener ideas propias, carece de convicciones irrenunciables, no guarda fidelidad, no guarda lealtad, carece de estrategias a largo plazo, no guía a las masas hacia una meta lejana y elevada, que él atisba, pero las masas no ven. Muy al contrario, ese líder solo conoce tácticas y ninguna estrategia, solo oportunidades y ninguna convicción, solo praxis y ninguna teoría”.

Asimismo, otro aspecto del populismo mussoliniano es la prédica de la única pasión más potente que la esperanza: el miedo. Pero, claro está, para dejar de ser un sentimiento pasivo que lleve al retraimiento, ese miedo debe convertirse en odio, puesto que éste es un sentimiento activo y expansivo. 

Otra característica a remarcar, es que opera también en el populismo una simplificación, tanto del lenguaje del líder, que apela a slogans y tiene poco apego a la correspondencia entre lo que dice y lo que existe, como de la complejidad de la vida moderna. Según Scurati, el populismo mussoliniano reducía todo a un enemigo: el extranjero. El resto eran solo emanaciones de ese único gran problema.

Por último, un aspecto muy interesante, hay algo del orden de la corporalidad en el líder, como una especie de unidad entre la masa que lo venera y su cuerpo. Scurati menciona las imágenes de Mussolini con el torso desnudo trillando el trigo o nadando como un atleta, algo que también hemos visto últimamente en Putin por ejemplo. Este vínculo desde lo físico, Scurati lo vincula a un tipo de conexión con los seguidores que es más emocional y visceral que racional. Si la vida colectiva de un país se encarna en el cuerpo del líder, ese cuerpo es al mismo tiempo intocable e inalcanzable: se lo adora o se lo profana; se lo ama o se lo masacra. El dramático final de Mussolini sería una prueba de ello, aunque también se puede sumar la controversia en torno al cuerpo de Franco, las vejaciones y los delirios esotéricos en torno al cadáver de Eva Perón y la profanación de la tumba de Juan Domingo Perón con la posterior desaparición de sus manos, por mencionar algunos casos.

En síntesis, Scurati hace un interesante aporte conceptual, fundamentado en su conocimiento del fascismo italiano y de Mussolini en particular, para rastrear los orígenes de un populismo que goza de buena salud y para devolver el sentido histórico al término “fascista”, hoy en día devenido un latiguillo cuyo único fin es el de justificar la cancelación de conversaciones y deslegitimar a los adversarios políticos. 

 

martes, 3 de diciembre de 2024

Vivir en zapatillas: un alegato contra el confinamiento voluntario (publicado el 27.11.24 en www.theobjective.com)

 

Oblómov, el personaje de aquella obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.

La razón es que la aparición del virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido, Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la “tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.

Porque incluso antes de la pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad, y, ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que alguien todavía quiera salir a la calle.

Asimismo, vivimos una época donde el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda. Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones virtuales.        

La era de la búsqueda del placer ha acabado:

“Ya no se disfruta con, se disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo, sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías”.

Dentro de los temores preferidos al momento de pensar el fin del mundo, el calentamiento global pica en punta y, en este aspecto, Bruckner es igualmente implacable:

“Las palabras de la difusora de pavor colectivo, Greta Thunberg, son reveladoras en este sentido: ‘No quiero vuestra esperanza, no quiero vuestro optimismo, quiero que sintáis pánico, quiero haceros sentir el miedo que me acompaña cada día’. Los doctrinarios del declive y el apocalipsis quieren paralizarnos en el terror para que nos quedemos en casa y comerles la oreja a las jóvenes generaciones. Que el diagnóstico sea justo o no es lo de menos, es el síntoma de un estado de ánimo anterior al acontecimiento y que lo ha confirmado”.

Como corresponde a una etapa civilizacional en la que se prefiere la victimización a la heroicidad, el padecimiento al protagonismo, Bruckner entiende, junto a Günther Anders, que “hemos pasado del tiempo de las revoluciones al tiempo de las catástrofes”. El héroe deja el lugar al sobreviviente.

El calentamiento global, a su vez, funciona así como nuevo relato totalizante, una nueva religión que es la responsable de todo, de las tormentas pero también de las revueltas, de las hambrunas, del terrorismo, de lo que el Estado no hizo y, sobre todo, del humor social e individual.

En este punto, en un capítulo delicioso, Bruckner traza una breve historia de la transformación de la meteorología desde una ciencia de la previsión rural o marítima, allá por finales del siglo XVIII, a una ciencia de la intimidad, de los humores individuales. Ante vidas banales y repetitivas, el estado del clima es la novedad insignificante que da sentido al día. Nuestro humor depende de la presentadora del clima. Sin embargo, claro está, conectado con la atmósfera catastrofista y con los tiempos puritanos, el clima y su cambio se transforman en el determinante del humor social a nivel universal.

“La meteorología ya no es el barómetro del alma, sino el termómetro de la insensatez humana, se ha convertido en una ciencia de la alerta e, incluso, de la alarma (…) La meteorología es un sermón cotidiano, una amonestación, una advertencia de Gaia que nos castiga por nuestros excesos mediante catástrofe”.

El desastre por venir se conjuga así con un llamado culposo a no consumir, a abrazar el decrecentismo: odia tu coche, controla tu huella de carbono, consume verde, pero, sobre todo: quédate en tu casa.

El paso de la claustrofobia a la agorafobia afecta, naturalmente, la vida pública y, al mismo tiempo, no agranda ni hace más significativa la vida privada, esa gran conquista de la modernidad: “La vida en el interior en lugar de la vida interior”, o sea, una mera ampliación cuantitativa del tiempo doméstico, -estar más en casa-, que deriva en un encogimiento cualitativo del espacio público. 

Por ello, viene el tiempo de los que andan en pantuflas, esos que salen a la calle con la ropa de entrecasa solo para mostrar que ese es un tránsito circunstancial para volver a la banalidad hogareña. Es un nuevo tipo de bando: no son ni los empresarios y comerciantes sometidos a la lógica del cálculo ni los rebeldes y bohemios que se rebelan contra el capitalismo. Se trata de los “desertores de la vida”, los que “preferirían no hacerlo”, aquellos que rechazan al burgués pero también al antiburgués, aquellos que no trabajan pero tampoco les interesa hacer la revolución: “no quieren sembrar el porvenir sino esterilizarlo”.

Son hombres disminuidos que viven tirados en el sofá, móvil en mano, y necesitan de una realidad aumentada para completarse. En el gráfico de la evolución son hombrecillos que andan doblados, no alcanzan a ser Homo Erectus porque no se pueden enderezar.

Según Bruckner, este escenario debería encender la alarma de Occidente frente a sus enemigos, los eslavófilos pro Putin, el fundamentalismo islámico, el autoritarismo chino, aquellos que vienen diagnosticando la crisis de nuestra civilización por su inclinación hacia la ampliación de derechos de minorías o el debilitamiento de la fe. Sin embargo, Bruckner entiende que, más allá de los excesos en estos aspectos, se trata de una marca civilizacional. Más problemático, en cambio, es esta tendencia, también claramente occidental, a la insatisfacción constante, a la exigencia de derechos sin asumir responsabilidades, a un modelo que va hacia grandes sectores de la población mantenidos sin trabajo viviendo de la ayuda estatal y entretenidos a través de las pantallas; átomos indignados esperando la catástrofe inminente desde el sofá de la casa, sin la experiencia de lo común, asistiendo impávidos al desmoronamiento de unos valores que, naturalizados, se olvida que fueron también una conquista.

Aun así, Bruckner considera que hay posibilidad de un renacimiento y que, en las nuevas generaciones, como hay quienes asumen su papel de víctima esencial, también hay quienes están dispuestos a levantar determinadas banderas. La atrofia, el llamado a la retracción, a quedarse en casa, se ha instalado, pero entra en tensión con fuerzas que reaccionan frente a ello.

“El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior”, el fin del mundo fuera de casa, indica Bruckner.

Habrá que quitarse las pantuflas, pues, y salir a recuperarlo.   

 

 

Lo nuevo de Guy Standing: menos tiempo es menos democracia (publicado el 2.12.24 en www.theobjective.com)

 

Resulta paradójico, pero es probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues, en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y, sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.

Si a esta experiencia disruptiva la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva, de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al diagnóstico.  

Para Standing, las mayorías han perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda y duradera.

Para ello, el autor recurre a dos distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será la distinción entre el ocio y el recreo.    

“La ciudadanía de la antigua Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un sentido más general o independiente (work, en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.

Los ciudadanos atenienses, entonces, no laboreaban. Sin embargo, sí trabajaban, concepto que incluía actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades vinculadas a la poesía, el teatro o la música.

Esto que al mundo contemporáneo le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos porque el ocio era visto como skholé, un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero, estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo a otro, sino trabajar y volcar su tiempo a los asuntos de la polis.

En este punto, claro está, el lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo entendido como labour, esto es, trabajar y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del pleno empleo, el derecho al trabajo (labour) o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de formación como ciudadano.        

La consecuencia de esta transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:

“Si interpretamos el ocio como una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de consumo en sí misma”.

Ahora bien, donde el texto deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.

Según el autor, para recuperar el tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la propiedad y de determinados activos.

Así, la distribución del capital rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento ecológicamente sostenible.

Asimismo, haciendo una pirueta teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y deteriora la discusión pública:

“Lo que sí pueden hacer los Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta incrementaría el crecimiento”.

El impuesto a los pasajeros frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas del primer mundo.

En síntesis, Standing hace un llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los conceptos, bien merece una oportunidad.