En la medida en que el chavismo fue reemplazando al comunismo
en la lista de “Cucos”, las campañas electorales del mundo occidental comenzaron
a arrojar espacios de derecha que acusan a cualquiera que esté a su izquierda
de “chavista”. Los medios del establishment, por su parte, hace ya un tiempo
que han decidido denominar “régimen” al gobierno de Maduro y a Alberto
Fernández no le aceptan que hable de “gobierno autoritario en Venezuela” sino
que le exigen que diga “dictadura”. La venezonalización del debate público fue
la gran estrella en Argentina durante el 2019 si bien el latiguillo llevaba ya
unos cuantos años y solía enfrentarse con un kirchnerismo que respondía que si el
chavismo es sinónimo de crecimiento de pobreza, alta inflación y persecución a
opositores, quien más se ha acercado al chavismo ha sido Macri. Con todo, más
allá de las chicanas, en términos de unas semanas, Alberto Fernández pasó de
ser un presunto “chirolita” que sería dominado por CFK, a ser un autoritario
que levanta el dedo índice para aterrorizar a los niños de la gente de bien.
Sin embargo, creo que tienen razón los que afirman que un
eventual gobierno de Alberto Fernández podría llevarnos a ser Venezuela. Pero
no va a ser por el gobierno del Frente de Todos sino por la futura oposición,
tal como parece presagiar la derechización delirante de parte del discurso
oficial, el cual tiene a sus principales dirigentes afirmando que el Frente de
Todos es sinónimo de narcotráfico, autoritarismo, persecución, confiscación de
bienes, etc. Porque cuando hablamos de Venezuela solemos hacer énfasis en las
características del gobierno de Maduro pero pocos hacen hincapié en algo que es
reconocido incluso por muchos antichavistas: la incapacidad, la radicalidad, el
carácter reaccionario y el poco apego a las formas democráticas que tiene la
oposición venezolana. Esto, claro está, no exime de las responsabilidades que
tenga al gobierno de Maduro en un país que se encuentra devastado, pero resulta
evidente que la oposición venezolana, con su dificultad para agruparse o para
tener un discurso sólido, tampoco ha estado a la altura de los desafíos y de
los parámetros de una democracia robusta tal como se observa desde sus intentos
de golpe de Estado flagrantes hasta sus golpes blandos de la mano del Truman
Show de Guaidó que, de a poco, está quedándose bastante solo y es reconocido
nada más que por la prensa de “La embajada” y por los gobiernos de derecha
extremadamente ideologizados.
La venezolanización del debate público no es nueva en
Argentina y comenzó a profundizarse a partir del conflicto con las patronales
del campo donde las identidades que dividieron a la sociedad argentina desde la
irrupción del peronismo volvieron a ganar en intensidad. Claro que el
kirchnerismo se radicalizó pero la oposición al gobierno de CFK acabó siendo
hegemonizada por el antiperonismo más rancio y vulgar. Una vez más, no estoy
diciendo que todo aquel que se opusiera al kirchnerismo despida espuma por la
boca. Hablo de hegemonías, de tipos de discursos que acaban aglutinando
identidades diversas (algunas democráticas y republicanas), del mismo modo que
cierto discurso progre fue hegemónico en el kirchnerismo, tan progre que, por
momentos, fue y es antiperonista, a pesar de que la mayoría de los votos provienen
de la identidad y las estructuras que supo constituir el peronismo.
Antes del 11 de agosto planteé en este mismo espacio que
existía la posibilidad de que triunfe el ala pirómana del gobierno, aquella que,
cumpliendo con la otra cara del teorema de Baglini, se iba a radicalizar en la
medida en que se alejase del poder. Lo que hizo el gobierno el 12 de agosto, -y
que aquí habíamos anticipado-, dejando escapar el dólar como un castigo a la
ciudadanía, y la derechización del discurso de la campaña nacional (no así el
de Vidal ni el de Rodríguez Larreta) serían indicios de ese triunfo. Sin
embargo, el intento de estabilización en materia económica, a pesar de la
sangría de reservas, también podría interpretarse como el triunfo de un ala política
que entiende que el 11 de diciembre la Argentina seguirá existiendo y habrá que
ser oposición. En todo caso, lo que ocurra el 28 de octubre, cuando, tal como
todo hace presagiar, triunfe Alberto Fernández, decidirá hacia dónde se inclina
la balanza. Mientras tanto, los diferentes actores ya hacen su juego y
presionan al gobierno que viene: los empresarios pidiendo la continuidad de las
autoridades en instituciones clave como AFIP, BCRA, UIF, etc. porque la calidad
institucional supone la continuidad de autoridades solo cuando éstas fueron
puestas allí por un gobierno de corte neoliberal; periodistas oficialistas
enloquecidos, invocando la libertad de prensa para defenderse de un presunto
delito en una causa en la que un puñado de ellos aparece involucrado en un
escándalo que incluiría connivencia con sectores del poder judicial y los
servicios de inteligencia. Son los que atacan como facción y se defienden con
la libertad de expresión; son los que dicen estar preocupados por la creación del
Ministerio de la Venganza cuando el problema que tendría la Argentina con el
Ministerio de la Venganza no es que se cree sino que continúe abierto; son los
que se preocupan por las listas negras cuando creen que les puede tocar a ellos
pero no dicen que han podido trabajar durante todas las administraciones, sean
del color que fuesen, mientras que los periodistas cuya línea editorial se
acercaba más al kirchnerismo no tuvieron la misma suerte. Es fácil ser
republicano cuando se es oposición. Lo difícil es serlo cuando se es
oficialismo.
Como decía anteriormente, siempre hay que otorgar el
beneficio de la duda pero los antecedentes de los sectores que hoy confluyen en
el oficialismo que se encuentra en retirada -políticos, prensa, establishment-,
en líneas generales, han radicalizado su discurso hasta posiciones reaccionarias,
clasistas y macartistas. El eventual gobierno de Alberto Fernández tendrá poco
tiempo para que ese sector, que le va a reconocer legitimidad de origen,
comience a minarlo para quitarle legitimidad de “ejercicio” y denunciar como
giro autoritario la más mínima intervención estatal. Así, la oposición al
peronismo que en Argentina podría abrevar de tradiciones socialdemócratas, todo
hace suponer, se refugiará en la prédica de las ideologías más reaccionarias en
esa mezcla caricaturesca entre el anticastrismo de Miami y las fantasías
aristocráticas de la Argentina del Centenario. Es posible que Argentina sea
Venezuela a partir del 11 de diciembre. Pero no por el nuevo gobierno. Sino por
la nueva oposición.
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