Desde que la discusión pública ha
comenzado a girar en torno a la agenda de las minorías, uno de los grandes
temas en debate ha sido el de los denominados “discursos de odio”. La
definición más o menos estándar entiende por tales aquellos enunciados
ofensivos que se profieren contra algún individuo o una comunidad por razones
religiosas, de raza, género, elección sexual, etc., y deduce de allí que es
necesaria la intervención estatal para regularlos.
Sin embargo, claro está, dado que
el intento de regulación podría entrar en tensión con la libertad de expresión,
indagar en las características propias de este tipo de enunciados y en las
respuestas legales y políticas frente a ellos, se hace imperioso y es una buena
razón para leer la primera edición en español de Palabras que hieren (Paidós), perteneciente a Judith Butler, probablemente
una de las mayores referentes intelectuales de la temática y de lo que podría
denominarse movimiento queer.
Este último dato viene al caso
porque un lector desprevenido y prejuicioso podría frenar aquí mismo la lectura
e inferir que estamos frente a una autora que, en línea con las políticas de
los gobiernos progresistas del mundo y las universidades Woke, buscará justificar la censura contra este tipo de discursos
elevando a la condición de víctimas esenciales y eternas a las minorías
señaladas. Y no es el caso. Más bien debería decirse que, aun cuando la Judith
Butler más académica, en algunas circunstancias, difiera de la Judith Butler
más activista e incluso cuando esa diferencia, muchas veces, intente ser
salvada de modos no siempre felices, lo cierto es que se le suele adjudicar a
Butler cosas que Butler no sostiene.
“Cuando escribí este libro, quise
señalar que las palabras por sí solas no tienen poder para herir, que los
artistas y los músicos pueden y deben trabajar con las palabras más hirientes
para demostrar su carácter hiriente, para mostrar ese dolor, para oponerse a él
y para drenar el poder lesivo que contiene la expresión. Quería salvaguardar la
‘resignificación’ como práctica lingüística, una forma de performatividad que
es política”.
Estas palabras, provenientes del
prólogo que ella escribiera en 2020 revisando su propia obra, permiten una
primera aproximación a una explicación que es compleja. Pero aun cuando, paso
seguido, ella admita que, a la luz de los acontecimientos, su mirada en el año
97, fecha de la primera edición del libro, haya sido demasiado optimista, aquí se
encuentra el eje de su propuesta: la respuesta frente a los discursos de odio
no puede ser (solamente) legal. Debe ser, sobre todo, política. En otras
palabras, puede ser que, ante casos muy evidentes, se deba admitir algún tipo
de regulación, pero darle al Estado esa potestad es peligroso. De aquí que lo
que se deba hacer frente a este tipo de discursos es apropiárselos para
transformar el estado de cosas y subvertir el sentido estigmatizante que el
emisor pretendió dar.
Nótese que esto va en contra de
toda la literatura Woke de las
universidades estadounidenses atestadas de victimismo, espacios seguros y las denominadas trigger warnings, esto es, advertencias sobre el contenido de un
determinado material capaz de sensibilizar al alumnado.
Naturalmente, Butler, que en este
punto es más una anarquista o, si se quiere, una suerte de antiestatalista
antipunitivista, no propone una salida “por derecha” afirmando que las nuevas
generaciones deben ser fuertes y ser educadas para un futuro de disputa y
competición. De hecho, admite que, efectivamente, hay palabras o contenidos que
pueden ser insoportables para una persona y que eso debe ser tenido en cuenta.
Sin embargo, al mismo tiempo indica que no hay mejor manera de superar un
trauma que enfrentarse al mismo. De aquí que se oponga también a la cultura de
la cancelación indicando que cuando algo no puede nombrarse se transforma en un
tabú y, por ello mismo, conserva su poder.
La clave de su argumentación, la
cual, les adelantaba, no es apta para lecturas rápidas, parece estar en las
características del discurso de odio y en el hiato temporal que se produce
entre el momento del enunciado de éste y el momento de la recepción del mismo.
Para ello, Butler, refiere a la distinción
entre actos de habla ilocutivos y perlocutivos que J. L. Austin ofreciera
en su célebre Cómo hacer cosas con
palabras. Los primeros son aquellos actos de habla que hacen lo que dicen
en el momento en que lo dicen (el juez que afirma “Te condeno” crea un estado
de cosas nuevo con esas palabras porque, en su decir, hay un hacer). Los
segundos son actos de habla que producen ciertos efectos a posteriori (por
ejemplo, la acción que realiza el receptor ante un pedido o ante una amenaza). El
discurso ilocutivo es el que actúa por sí mismo de manera instantánea (la
condena empieza a regir al momento en que el juez lo indica); el perlocutivo
simplemente conduce a ciertos efectos posteriores que no necesariamente son
aquellos que el discurso y el emisor pretendieron.
Quienes, en general, promueven la
censura de los discursos de odio, suelen basarse en la idea de que éstos son
ilocutivos, es decir, producen un daño inmediato y suponen una agresión similar
a la agresión física. Pero Butler desacuerda en este punto e, interpretándolos
como enunciados perlocutivos, busca justificar que el enunciado estigmatizante
no cumple esa función al momento de ser enunciado, no es eficaz, sino que está abierto a ser resignificado porque sus
efectos posteriores nunca pueden ser del todo controlados. En otras palabras,
en lo que haga el insultado con ese insulto cuyo significado siempre excede a
la intención de su emisor y está determinado por una cadena de significaciones
pasadas, hay una esperanza de lucha por el sentido mucho más valiosa y práctica
que la que podría surgir de la decisión censora del Estado o de una normativa
universitaria que prohíbe determinadas palabras para que nadie se ofenda.
“Quiero cuestionar de momento la
presunción de que el discurso de odio siempre funciona, no para minimizar el
dolor que provoca, sino para dejar abierta la posibilidad de que su fracaso
abra la puerta a una respuesta crítica”.
Aun cuando Butler reconozca que
no es abogada y que en el ámbito legal la discusión puede y, probablemente,
deba ser otra, un repaso por Palabras que
hieren puede resultar de relevancia, especialmente cuando se lo lee a la
luz de todo lo ocurrido desde su primera edición hasta la actualidad. En el
mismo sentido, podría ser una guía incluso para toda una generación de
activistas progresistas que nacieron después de la primera edición y se
reconocen butlerianos pero, al menos en lo que refiere a discursos de odio,
promueven agendas intervencionistas y punitivistas en tensión constante con la
libertad de expresión y, vaya paradoja, con aquello que la propia Butler
postulara.
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