Crítico, intelectual y activista
palestino-estadounidense considerado uno de los pensadores más influyentes del
último medio siglo; poeta, académico y polemista cuyos libros se pueden leer en
30 idiomas; dueño de una orquesta en Weimar, negociador por los derechos de
Palestina en el Departamento de Estado estadounidense y, como si fuera poco, actor
ocasional en películas donde se interpretaba a sí mismo. Todo esto era Edward
Said, quien, además, es señalado como el principal impulsor de lo que se conoce
como “estudios poscoloniales” en las universidades estadounidenses y a quien se
acusa de haber propagado la perspectiva crítica contra el sionismo que tanta
tensión viene generando en las principales casas de estudio de aquel país y del
mundo.
Nacido en Jerusalén en 1935, Said
se crio principalmente en el Cairo tras ser desplazado de su patria junto a su
familia durante el mandato británico. Llegó a Estados Unidos en 1951, hizo estudios
universitarios en Princeton y luego pasó por Harvard para hacer el doctorado que
le permitiría ingresar en 1963 al claustro de Literatura Inglesa en la
Universidad de Columbia.
Se ha escrito mucho acerca de
Said, pero la razón para volver a él más de 20 años después de su muerte no es
solamente la vigencia de sus posicionamientos y sus polémicas. En este caso, la
excusa es una biografía, publicada en español por Debate, Lugares del pensamiento. La vida de Edward Said, de Timothy Brennan,
cuyo objetivo es superar aquellos textos que suelen centrarse estrictamente en
los escritos de Said sobre Palestina para observar las distintas dimensiones
del personaje, desde su hipocondría y la relación con su madre, hasta su
vínculo con sus colegas, la música, la literatura y los medios de comunicación.
Según Brennan, “con Said, los
palestinos tenían a su portavoz urbano que sondeaba las locuras de la
metrópolis; los partidarios de Israel encontraron a su maligno charlatán y
terrorista; los estudiosos de Oriente veían en el retrovisor a un enemigo bien
armado; en las universidades, una diáspora no blanca le dio las gracias por
abrir el camino de su surgimiento multicultural; y los izquierdistas de la
universidad se preguntaban cómo alguien con opiniones como las suyas era tan
recompensado por los poderosos. En otras palabras, era fácil convertir a Said
en una serie de pancartas sin profundidad ni matices”.
Partiendo de esa base es que el
libro intenta mostrar los pliegues de una figura complejísima que mezclaba debilidad
con petulancia y dependencia afectiva con activismo radical; un intelectual
amigo de la polémica en medios masivos y, al mismo tiempo, defensor de mantener
a la política fuera de las aulas de la universidad.
De hecho, es gracias a estas
tensiones que se puede entender cómo en el marco de las protestas
antibelicistas del 68 y el 69 cuyo núcleo apoyaba, Said se diferenció
criticando esa especie de autiautoritarismo infantil de los estudiantes que no
entendía que el rol de la universidad es impulsar el espíritu crítico, pero no
la abolición de las leyes.
Algo similar le ocurrió en ese
mismo espacio con la deriva de los estudios poscoloniales: por un lado, como se
indicara, fue él quien impulsó programas de investigación y departamentos
especializados que le abrieron la puerta en instituciones de élite a académicos
de Oriente Próximo, al tiempo que instó a las editoriales a tomar en cuenta la
literatura árabe; y fue gracias a él también que categorías como hibridez, eurocentrismo o diferencia,
salieron de los claustros para formar parte de la cultura y las instituciones
de gobierno; sin embargo, por otro lado, rápidamente se distanció de esos
mismos poscolonialistas porque viraron hacia una suerte de aversión
generalizada contra Occidente y la Modernidad creando un club cuya membresía se
restringía a aquellos grupos raciales, étnicos o nacionales oprimidos por el
imperialismo.
Se trataba exactamente de lo
contrario a lo que Said pregonaba en el libro que lo lanzó a la fama, Orientalismo, aquel donde exponía el
modo en que el Oriente no había sido más que una proyección fantástica de los
orientalistas europeos sobre los árabes y el islam, al tiempo que denunciaba la
idea de que las identidades fueran estáticas o esenciales.
Con todo, claro está, lo que
marcó la vida pública de Said, para muchos, lo más parecido a una suerte de
Sartre suelto por Estados Unidos, fue su activismo y su posicionamiento sobre
Palestina.
En este sentido, a su rol
impulsando la crítica al sionismo en las universidades, Said le agregó ser el
máximo portavoz de la causa palestina a tal punto que, durante la época de
Carter, por ejemplo, gracias a la cercanía que Said tenía con Yasser Arafat, se
le pide que intervenga y convenza a la OLP para que reconociera formalmente a
Israel. A cambio, Carter se comprometía a fomentar la solución de los dos Estados
y que los territorios ocupados por Israel desde 1967 sean territorio nacional
del Estado palestino. Sin embargo, Said, como ocurriría de ahí en más, no fue
oído.
A propósito, la relación con
Arafat se corta abruptamente tras los llamados Acuerdos de Oslo de septiembre
de 1993, los cuales Said denunció con sarcasmo y agresividad.
“En opinión de los dirigentes
palestinos, el principal logro de los Acuerdos de Oslo fue la creación de la
Autoridad Palestina, con un autogobierno limitado en Cisjordania y Gaza. Pero
no había unanimidad sobre el estatus de Jerusalén, los asentamientos ilegales,
el derecho al retorno de los palestinos o el reconocimiento de Palestina como
Estado soberano. (…) Said asumió la solitaria tarea de demostrar que era una
traición”.
La polémica fue tal que Said
quedó en medio del fuego cruzado y fue atacado por los pro israelíes, pero
también por los defensores de Arafat. La decepción fue importante al punto que
decidió enfocarse en la música y, gracias a conocer a Daniel Barenboim,
comenzaría a diagramar lo que, junto a éste y a Yo-Yo Ma, sería la increíble
experiencia de la West-Eastern Divan Orchestra, capaz de unir a 78 músicos
árabes e israelíes de entre 18 y 25 años.
Sin embargo, un último escándalo
le aguardaba en el año 2000: tras haber visitado la prisión de Khiam le sugirieron
ir a la frontera con Israel, más precisamente a la Puerta de Fátima, y lanzar simbólicamente
una piedra en dirección a una valla que se encontraba a cierta distancia de una
torre de vigilancia aparentemente desocupada. El lanzamiento apenas llegó a la
valla, pero alguien sacó la foto y Said creyó que no le traería inconveniente
alguno hasta que al otro día vio esa imagen reproducida por decenas de medios
del mundo, muchos de los cuales lo acusaban directamente de fanático
antisemita.
Said muere de leucemia en 2003 y
pide no ser enterrado en Palestina ante la posibilidad cierta de que le
profanen la tumba. Finalmente lo sepultan en un cementerio cuáquero de una
empinada colina de Brummana, Líbano, país con el cual había creado una conexión
especial.
Sin dudas, si de describir la
vida de Said se trata, nada mejor que el fragmento del propio autor que, no
casualmente, Brennan utiliza como epígrafe al inicio del libro y reza: “…no
como armonía y resolución, sino como intransigencia, dificultad y contradicción
no resuelta”.
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