Tres años después de la renuncia al papado, allá por el 2016, Joseph
Ratzinger es entrevistado por Peter Seewald en un material que luego formaría
parte de su biografía. Allí vertió afirmaciones potentes propias de un fin de
época: “la sociedad occidental, es decir, en todo caso Europa, no será una
sociedad cristiana y, con mayor razón, los creyentes tendrán que esforzarse por
seguir formulando y sosteniendo la conciencia de los valores y la vida”. Luego
agregó: “Yo ya no pertenezco al viejo mundo, pero el nuevo, en realidad, aún no
ha empezado”.
En ese contexto, Seewald entendió que era posible hacerle una pregunta
particularmente extraña acerca de la profecía del obispo medieval Malaquías
que, según interpretan algunos, indicaba que Benedicto XVI sería el último
papa. La pregunta tenía mucho de provocación pues ya eran los tiempos de
Francisco, de modo que Ratzinger respondió con otra provocación y, tras primero
negar enfáticamente esa interpretación, luego deslizó irónicamente un “puede
ser”.
Esa anécdota inspiró a Giovanni
Maria Vian, quien fuera, durante más de una década, director de L’Osservatore
Romano, el periódico de la Santa Sede, a escribir El último papa. Retos presentes y futuros de la Iglesia católica (Deusto),
un libro que se centra en la larga transición de la Iglesia de Roma desde las
disposiciones del Antiguo Régimen hasta el papado, con particular atención en el
último período de casi 50 años en el que se han sucedido papas no
italianos.
El libro comienza desarrollando diversos temas: la oración, el acecho del
mal, la importancia central de la sexualidad, el significado del celibato, la
recurrencia de sínodos y concilios, y el agotamiento del mecenazgo artístico
religioso.
También hay espacio para la historia cuando se narra el conflicto con los jesuitas,
determinante para entender algunas de las acciones de Francisco, o episodios
como el encarcelamiento de Pío VII a manos de Napoleón entre 1809 y 1814.
Asimismo, se hace foco en el proceso de transformación desde la unificación de
Italia allá por 1870, que acaba con los Estados Pontificios, hasta aquel 1929
en el que los pactos de Letrán, tras el acuerdo con Mussolini, logran la
independencia política de la Santa Sede. Además, se menciona el revuelo
generado gracias al reciente descubrimiento de una carta que llegó al Vaticano
a finales de 1942 donde se le informaba a Pío XII de las acciones de exterminio
que estaban perpetrando los nazis contra los judíos, lo cual probaría que el
papa, como mínimo, no hizo todo lo que podría haber hecho para detener aquel
genocidio.
Sin embargo, los aspectos más jugosos y controvertidos del libro aparecen
en la segunda mitad, dedicados en particular a Ratzinger y a Bergoglio y, allí,
sin dudas, quien queda mejor parado es Ratzinger.
Acerca del alemán, la única crítica que Vian explora es, a su vez,
compartida por las administraciones de Wojtyla y de Bergoglio: un déficit en la
gestión del gobierno central de la Iglesia, quizás más marcado todavía en
Ratzinger, quien no fue un “hombre de gobierno”, estuvo mal rodeado y nunca
contó con los apoyos necesarios.
Lejos de lo que para Vian eran simples prejuicios y caricaturas que lo
retrataban como un frío inquisidor, el autor considera que Ratzinger fue un
teólogo que supo ser pastor y que tuvo la virtud de despojarse del poder, un
gesto pocas veces visto a lo largo de la historia.
Más allá de este aspecto, Vian solo parece tener palabras elogiosas para
Ratzinger. De hecho, hace suyas las afirmaciones del historiador Anthony
Grafton quien en 2010 escribiera, en The
New York Review of Books, que Ratzinger había sido el pensador más
importante de la Iglesia junto a Inocencio III (papa entre 1198-1216) o, como
indican otros, a la altura de León Magno (papa entre 440 y 461).
Entre otros aportes, según Vian, Ratzinger hizo un gran esfuerzo por repensar
la relación entre el cristianismo y el judaísmo, lo cual incluyó un
pronunciamiento acerca de la existencia de Israel como “una expresión de la
fidelidad de Dios” hacia su pueblo.
Pero quien ha tenido menos suerte al momento de la descripción de su papado
ha sido Bergoglio. Efectivamente, si bien el autor le reconoce una voluntad de
reforma y un nuevo impulso hacia la mundialización del Colegio Cardenalicio, el
recorte elegido por Vian de los 12 años de Francisco es llamativo, por no decir
lisa y llanamente tendencioso, especialmente si se lo compara con la
indulgencia con que evaluó la tarea de su predecesor.
Según Vian, el gobierno de Bergoglio se caracterizó por la inclinación
política y la gestión solitaria del gobierno, lo cual incluye “métodos
autocráticos sin precedentes en la época contemporánea” que solo han favorecido
la profundización de las divisiones al interior de la Iglesia.
Asimismo, se hace énfasis en declaraciones presuntamente prorrusas del
pontífice, en línea con la interpretación de uno de los asesores de Zelensky
quien acusa al gobierno de la Iglesia de haber recibido inversiones rusas en el
controvertido Instituto para las Obras de la Religión, foco de buena parte de
los escándalos financieros de la institución desde hace décadas (en la época de
Juan Pablo II, por caso, se sucedieron al frente del Instituto 7 presidentes en
7 años).
Asimismo, resalta “un récord casi imposible de superar”: Francisco fue el
primer papa que ha proclamado santo a sus 3 predecesores y ha beatificado al
cuarto. La situación es inédita porque a lo largo de toda la historia, de los
81 venerados como santos, 73 se sitúan en el primer milenio y 55 de ellos en
los primeros 5 siglos. Es más, antes del pontificado de Pío XII (1939-1958)
solo 4 papas posteriores al año 1000 se habían convertido en santos.
Llama la atención, incluso, un fragmento en el que Vian decide resaltar que
Francisco era un papa muy mediático que recababa grandes consensos, pero entre
los no católicos, y que existió una enorme distancia entre su programa de
gobierno, ambicioso, y las ejecuciones de ese plan, parciales y
contradictorias. De hecho, Vian encuentra déficits en lo que serían todos los ejes
en los que se ha basado la agenda del papa: la realidad económica y financiera
del Vaticano, el escándalo de los abusos a menores y religiosas, el papel de
los laicos y, en particular, de las mujeres en la Iglesia, y la relación entre
Roma y las iglesias locales, con interrogantes especialmente en los casos de
Estados Unidos y Alemania.
En cuanto al futuro, pregunta que se tornó acuciante a partir del reciente
fallecimiento de Bergoglio, Vian reconoce que no tiene sentido hacer hipótesis
o proyectar candidatos. En todo caso, sí sabemos que hay una globalización de los
cardenales, que los europeos hoy no llegan al 40% y que los italianos en
particular no alcanzan el 15% cuando unos 150 años atrás eran el 80%. Esto
explica por qué se eligió por primera vez un papa no europeo y permite inferir
que, quizás, nos encontremos ante una nueva sorpresa con el sucesor de Francisco.
Sin embargo, y aunque no ha habido muchos casos en los que el papa saliente
se garantice la sucesión, Francisco, un poco en broma, un poco en serio, había
mencionado al menos dos veces que el próximo papa adoptará el nombre de Juan
XXIV, idea que, según Vian, provendría de la necesidad de mitificación de Juan
XXIII, “el papa bueno” y progresista, y/o de la imaginación literaria de
Francisco, basada en novelas que fueron escritas hace ya tiempo atrás y que,
casualmente coinciden en que los tiempos turbulentos y más desafiantes para la
Iglesia serán enfrentados por un Juan XXIV.
Por cierto, en una de las novelas, Juan XXIV no es alemán: es argentino.
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