Una gran mayoría de votantes y
miembros del gobierno de Milei seguramente acordaría en que la actual
administración tiene dos grandes activos. El primero, el más importante, es la
baja de la inflación. El segundo, es la política de seguridad, especialmente en
lo que respecta al “orden” en la calle. El primero se encarna en la figura de
Milei y el “Toto” Caputo; el segundo en Patricia Bullrich.
Independientemente de si esta
exposición representa la realidad tal cual es, lo cierto es que eso es lo que
se cree en el gobierno y estos aspectos son, no casualmente, los dos grandes
ejes en los que las administraciones kirchneristas, e incluso la de Macri,
fallaron.
Dado que el expresidente de Boca hoy
es un aliado del gobierno y ha abrazado “las ideas de la libertad”, me centraré
en las dificultades que tiene el kirchnerismo en ambos rubros.
En el aspecto económico, el
kirchnerismo subestimó siempre la inflación como problema. Durante el gobierno
de CFK era más fácil hacerlo porque los salarios acompañaban, pero se jugaba
con fuego. Luego todo se fue al diablo: el macrismo la duplicó y el albertismo
cuadruplicó la de Macri. Ni CFK ni Kicillof ofrecen de cara al futuro un plan
contra la inflación. Sabemos que se oponen al ajuste de Milei; sabemos que
consideran que la inflación no es (solamente) un fenómeno monetario; sabemos
que somos keynesianos y que a veces hay que imprimir y que el Estado… y bla y
bla… pero nadie dice cómo frenaría la inflación de un modo alternativo al que
llevó adelante Milei. Afirmar que el acuerdo con el FMI es inflacionario o que
por alguna razón (quizás un virus o algún gen), los empresarios más hijos de
puta del mundo son argentinos, es subestimarnos. La razón es simple: el acuerdo
sigue vigente con la inflación a la baja y empresarios con deseos de maximizar
la ganancia existen en todo el mundo, pero el único lugar (o casi) donde la
inflación se desmadra es aquí.
Si el discurso de Milei, no solo
desde el punto de vista económico, caló tan profundo, es porque la inflación
terminó de romper la comunidad. Esa segunda “desorganización” de la vida (la
primera había sido la de Macri, según lo había indicado CFK), sumado a la
pandemia, exacerbó aún más ese antiestatalismo que, a decir de Borges, es
propio de los argentinos, si no de todos, de unos cuantos.
Veamos ahora el tema “seguridad”.
Imposible de encarar para el progresismo, tan sobreideologizado como la derecha
que cree que todo se soluciona metiendo bala o subiendo las penas. Y claro que
las penas cumplen un rol disuasivo, pero se trata de solo un aspecto, porque el
temor al castigo no es la única razón por la que una persona obedece. Si fuera
así, el problema de la inseguridad se resolvería fácil: pena de muerte para el
que roba un caramelo… y ya está: todos los potenciales ladrones haciendo cálculos
racionales desestimarían el acto vandálico. Y, sin embargo, los delitos existen
igual y en sociedades como la estadounidense donde en algunos Estados las penas
son severísimas, tenemos más presos que en ninguna otra parte del mundo (véase,
a propósito, por ejemplo, la serie documental de Werner Herzog, Into the Abyss, como para familiarizarse
con el modo en que el exceso de punitivismo tuvo un contraefecto y generó más
violencia).
En cuanto al progresismo, aquí
también hay cosas que sabemos: por lo pronto, sabemos que para el progresista
promedio, la desigualdad es la que explica la delincuencia, de modo que,
bajando la desigualdad, el delito debería disminuir. Eso suele ser así hasta
cierto nivel, lo cual muestra que hay otros factores que juegan, por ejemplo,
el narcotráfico. En todo caso, aunque merecería mayor desarrollo, hoy tenemos
que la precarización y la desvalorización del trabajo, en el sentido de la poca
retribución que se recibe por hacerlo, tiene una salida por abajo y por arriba:
por abajo, hoy es más redituable ser un “soldadito” que lleva la falopa que ir
a laburar 12 horas de repositor por 500 lucas; por arriba, tenemos a toda una
generación de CriptoBros que desean tener un nivel de vida que su capacidad y los
trabajos a los que pueden aspirar, jamás le proporcionarían. Son distintas
clases sociales, pero son parte de una misma generación para la cual el trabajo
no es una salida ni los ordena.
Dicho esto, y retomando la
cuestión de la desigualdad, poner el foco en cuestiones estructurales no
debería hacernos pasar por alto las responsabilidades individuales. Porque nadie
es asesinado ni robado por la Desigualdad sino por hombres y mujeres
particulares que deberían pagar por ese delito. Es demasiado obvio, pero vale
decirlo: si la desigualdad lo explicara todo, los pobres serían todos chorros.
Y no es el caso. La pobreza quita posibilidades y oportunidades para elegir,
pero el libre albedrío existe y la inmensa mayoría de la gente humilde no sale
a robar ni a matar.
Por otra parte, aquí no vamos a
repetir la estupidez de que el progresismo se ocupa de los derechos de los
victimarios antes que el de las víctimas. Es falso y es absurdo. ¿Por qué
habría de hacerlo? Sin embargo, lo que sí vamos a decir es que el progresismo, velando
por los derechos de los delincuentes (que por serlo no dejan de tenerlos,
claro), ante los antecedentes de violencia institucional que nuestro país
tristemente supo conseguir, no toma en cuenta la perspectiva comunal, cuando
ambas cosas deberían tenerse presente ya que no son incompatibles. Y no se
trata de un llamamiento a un populismo punitivista o un llamado demagogo a las
hordas que piden sangre. Nada de eso. Pero en cada ataque, incluso desde el más
nimio manotazo a un celular, algo se rompe y eso que se rompe es la confianza,
el sentido de pertenencia a una comunidad y nuestra relación con el Estado.
Porque sí, lo material y la propiedad privada nos importan. ¿Qué se le va a
hacer? Somos así.
El punto en cuestión aquí es que,
y sin entrar en la discusión acerca de las distintas teorías de la pena, el
progresismo parece no entender la función del castigo, algo que va más allá de la
pena al perpetrador. Porque la pena también funciona como una retribución a las
víctimas y actúa de manera preventiva para preservar a la comunidad. Para
decirlo con un ejemplo: se discute la cuestión de la edad de imputabilidad a
partir del caso “Kim”, la chica de siete años asesinada mientras dos menores
robaban un coche. Aquí no defenderemos el “delito de adulto, pena de adulto”
sino la necesidad de regímenes especiales, (como también existe para los
mayores de 70 o mujeres embarazadas y/o con niños pequeños que reciben pena de
adultos, aunque la cumplen de manera distinta), pero quien comete semejante
aberración, no se puede ir a la casa sin más, aun cuando tenga 14 años.
Principalmente por la familia damnificada pero también por toda la comunidad. La
discusión sería demasiado larga, pero me siento parte de la tradición de los
que cree que el Estado debe ser útil y/o intervenir cuando demuestra ser más
eficiente que la organización que puedan llevar adelante las personas por sí
mismas. Y aquí tenemos un Estado que no resuelve, no es eficiente y que, cuando
se mete, se mete mal. ¿Cómo no va a calar profundo el discurso
ultraindividualista del “Sé tu propio Sheriff” cuando el mismo Estado, con su
incapacidad, genera las condiciones para que los lazos sociales se quiebren? Es
el Joker 1. Vivís como el culo, tu trabajo es una mierda, los vínculos se
rompen, te afanan, te agreden… y unos tipos te dicen “Estado presente” y “no
votes a la derecha porque vienen por tus derechos”. ¿Acaso nadie se identificó
con la película cuando la gente salió a la calle con una careta dispuesta a
romperlo todo?
Agreguemos a esto un tema que
está empezando a salir a la luz: la llamada “perspectiva de género” prevalente
en la Justicia y en determinadas instituciones, en pos de hacer frente al
flagelo real de la violencia contra las mujeres, ha brindado herramientas para
que denunciantes y/o abogados inescrupulosos se sirvan de ellas en provecho
propio. No hay registro oficial y todos sabemos que las denuncias falsas están
subregistradas ya que, en general, éstas acaban en sobreseimientos y/o
absoluciones y ni la Justicia ni los damnificados tienen el ánimo para la
contradenuncia tras años de padecimientos. Pero cualquier abogado hoy reconoce
que, por ejemplo, para los casos de divorcios conflictivos, se sugiere
denunciar al varón por violencia de género como para posicionarse mejor al
momento de la negociación. En el mejor de los casos, esto acaba en un rédito
económico para la parte denunciante, pero en muchos casos hay menores de por
medio y lo que esa denuncia falsa activa es desastroso, no solo para el adulto
sino para los hijos. Hoy todo el mundo conoce padres que no pueden ver a sus
hijos porque se les adjudica un delito que no cometieron y, gracias al sesgo y
a la burocracia, encuentran justicia, si es que la encuentran, varios años
después, en algunos casos, los suficientes como para que la revinculación sea
imposible. Quienes admiten este fenómeno suelen decir que es el precio que hay
que pagar… que el sesgo está pensado para salvar las vidas de las mujeres,
etc., y sin embargo no parece el caso: la violencia contra las mujeres no cesa
y a esa condición estructural injusta le respondemos con un sistema judicial
también injusto, como si esto fuera matemática y dos injusticias generaran una
justicia.
El fenómeno es digno de estudio
porque el progresismo es garantista y, por momentos, abolicionista, cuando se
trata de delitos contra la propiedad, pero es hiperpunitivista cuando
intervienen asuntos “de género”. Y no hablo de los casos reales donde, claro
está, el castigo es justo y necesario, sino de la lógica persecutoria y destructora
de la vida civil del damnificado que se activa por fuera de la Justicia, a
veces con apenas un mensaje anónimo desde una red social que “denuncia” alguna
acción o comentario que ni siquiera es punible.
A su vez, contrariamente a lo que
muchos exponen, ni siquiera se trata de promover una fractura social entre
varones y mujeres lo cual ya de por sí sería grave; lo que es peor es que
también se afecta indirectamente a las propias mujeres. En primer lugar, porque
si se siguieran conociendo casos de denuncias falsas, la palabra de las mujeres
que verdaderamente son víctimas, volvería a ser puesta en duda como sucedía
décadas atrás; y, en segundo lugar, cuando una falsa denuncia aleja a un padre
de sus hijos, también aleja a una abuela, una tía, a todo un grupo familiar que
incluye incluso hasta las nuevas parejas del damnificado, mujeres testigos de
la injusticia que dice realizarse en pos de proteger mujeres.
Una vez más, ¿qué sentimiento,
qué vínculo con los otros, qué relación con el Estado y con la Justicia pueden
establecer ese padre y esas “otras” mujeres, también damnificadas, que lo
rodean?
En síntesis, el discurso
hiperindividualista del mileismo encuentra un terreno fértil en una sociedad
que está completamente rota. Naturalmente, esto no es responsabilidad entera
del progresismo, pero lo que sí es real es que, pese a un discurso en oposición
al individualismo extremo, sus taras ideológicas, tanto en materia económica
como en lo referente a la Seguridad/Justicia, afectan dramáticamente los lazos
comunitarios y son condición necesaria para que la prédica de este
neoliberalismo recargado encuentre una buena recepción en sectores mayoritarios
de la sociedad. El último resultado electoral, pero sobre todo la forma en que
vivimos, cada vez más solos, más recelosos, más egoístas y con más miedo y odio,
es una clara demostración de ello.
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