Desde aquel mítico primer episodio
en el que los secuestradores de la princesa piden, para su liberación, que el
primer ministro británico tenga sexo con un cerdo en un estudio de TV, Black Mirror
se transformó en una serie de culto.
Aunque las primeras temporadas
mantuvieron un nivel superlativo, el gran salto a Netflix y la inclusión de
mayor cantidad de episodios por temporada, hizo que la serie sufriera algunos
altibajos, especialmente en aquellos capítulos más experimentales o en los que
lo que parecía ser el núcleo de la serie era incluido de manera forzosa.
¿Y cuál es ese núcleo al que nos
referimos? La tecnología, pero, sobre todo, las posibilidades de la misma en un
futuro inmediato. Esto es lo que la hace tan perturbadora y lo que determinó
que no fuera fácil ubicar a Black Mirror en el ámbito de lo que se suele
entender por ciencia ficción, al menos en sus primeras temporadas.
A partir de su debut en 2011,
entonces, Black Mirror anticipó o leyó lo que estaba a punto de suceder o, en
todo caso, llevando al extremo fenómenos del presente, estableció una crítica
demoledora al estado de cosas. Solo por nombrar algunos ejemplos, The Waldo Moment, capítulo 3 de la
segunda temporada, expresaba el espíritu de la antipolítica en occidente y la
devaluación del debate público cuando un personaje de animación que solo
insultaba a sus oponentes, acaba participando de las elecciones con un
resultado nada despreciable; o el especial “White
Christmas”, jugando con la cuestión de la cancelación, en este caso,
mostrando cómo, en un futuro próximo, quienes cometieron un delito podrían ser
“bloqueados” de la vida real como se bloquea algún contacto indeseado de
nuestras redes sociales. La lista es infinita, e incluye hasta parodias al
propio Netflix con Joan is Awful
(capítulo 1 de la temporada 6); una crítica demoledora al sistema de crédito
social que hoy ya existe en China y que nos limita el acceso a una vida plena
según criterios de moralidad y buen comportamiento ciudadano (Nosedive, capítulo 1 de la tercera
temporada); Hated in the Nation
(capítulo 6 de la misma temporada), en el que se muestra cómo funcionan las tormentas
de mierda en las redes sociales, o Black
Museum (capítulo 6 de la temporada 4), aquel episodio en el que se denuncia
el modo en que la tecnología e internet quiebran la lógica de la
proporcionalidad y perpetúan los castigos y las penas, incluso de inocentes, lo
cual, claro está, intenta remediarse en la actualidad con el llamado “derecho
al olvido”.
Lo cierto es que Black Mirror ha
vuelto, en este caso, con su séptima temporada, la cual incluye 6 capítulos
que, aun con ciertos altibajos, parecen estar por encima del nivel mostrado en
las últimas temporadas. El elenco incluye a
estrellas como Emma Corrin en el episodio Hotel
Reverie, quizás el único donde aparece forzadamente la dosis de wokismo que Netflix necesita, pero que,
al mismo tiempo, podría interpretarse como una parodia a esta necesidad de
reversionar clásicos del cine; o a Paul Giamatti en Eulogy, un capítulo exquisito y conmovedor que podría haber obviado
el leitmotiv tecnológico. Asimismo, Jesse
Plemons, vuelve a protagonizar un episodio, en este caso, Callister: Into Infinity, la primera vez
que Black Mirror realiza una secuela de un episodio anterior, el muy celebrado
homenaje a Star Trek incluido en la
cuarta temporada. En esta continuación, a la cuestión de la clonación digital,
se le agrega la exploración de lo que podría ser una suerte de violación de los
derechos humanos en el ámbito digital y en el contexto de las identidades
múltiples con las que se interactúa en los videojuegos inmersivos.
A
propósito de videojuegos, otro que regresa es Will Poulter, protagonista del
experimento interactivo que Black Mirror lanzó en 2018: Bandersnatch. Con claras reminiscencias al “Jardín de los senderos
que se bifurcan”, el cuento de Jorge Luis Borges, incluido en Ficciones, y a la ya célebre colección
de libros infantiles “Elige tu propia aventura”, aquellos que permitían al
lector, a partir de sus propias decisiones, abandonar la lectura secuencial y
saltar páginas para aventurarse en destinos diversos, Charlie Brooker planteaba
una trama en la que existe un videojuego
que creaba mundos paralelos y en la que nosotros, los usuarios de Netflix, podíamos
interactuar con el televisor eligiendo según las opciones que nos proporcionaba
el film. En esta nueva temporada, además del protagonista, se recoge el
espíritu de aquel experimento y se avanza en la hipótesis de la Singularidad transhumanista
tal como la entiende Ray Kurzweil cuando plantea la posibilidad de fusionarnos
con la IA para ampliar nuestra potencia y expandir nuestra inteligencia hasta
límites insospechados.
Si pasamos por alto el
capítulo 2, Bete Noire, quizás el más
débil de la temporada, más allá de que allí se podría inferir una interesante crítica
al modo en que las redes sociales nos empujan a mundos paralelos acordes a
nuestras expectativas donde la realidad y la verdad se parecen mucho a lo que
nosotros deseamos que sean, es de destacar Common
people, el episodio número 1, un verdadero retorno al concepto del Black
Mirror original.
Allí, una mujer padece
un tumor cerebral incurable y la única opción de salvarla es el servicio de una
compañía capaz de reemplazar ese tejido por uno sano. Sin embargo, claro está,
para que ese tejido se mantenga en funcionamiento se necesita la módica suma de
300 dólares al mes como parte de un plan básico que es una especie de Nube que
almacena la conciencia y que tiene algunas restricciones: por ejemplo, su
usuaria duerme mucho porque el software así lo demanda y, al igual que sucede
con las antenas, el alcance de la cobertura es restringido, de modo que, más
allá de los límites del condado, el cerebro de la protagonista se queda sin
señal. Con el correr del tiempo, además de dormir cada vez más, la mujer
empieza a repetir de manera involuntaria publicidades que salen de su boca,
acorde a las situaciones que le tocan vivir en la realidad, del mismo modo que
el algoritmo selecciona la publicidad que vemos en función de nuestros
intereses, y la única opción para evitar esto es pasarse a un pack Premium de
800 dólares que tiene alcance ilimitado y elimina toda publicidad. No
adelantaremos el final, pero el día a día se vuelve insoportable porque es
imposible costear el valor de la app
que todo el tiempo va sumando opciones más costosas, lo cual lleva al marido a
hacer horas extras y, finalmente, a participar de una oscura trama de internet en
la que las personas se humillan a cambio de dinero, por ejemplo, bebiendo su
propia orina o quitándose un diente frente a la cámara mientras los usuarios celebran.
En síntesis, cada nueva temporada de
Black Mirror se enfrenta a dos grandes problemas: el primero es haber dejado la
vara demasiado alta después de sus primeras temporadas y, el segundo, es que la
realidad, por momentos, parece ir más rápido que la serie. Es tan vertiginoso
el cambio que no sabemos si decir que la realidad ha devenido blackmirroriana
o, con el ya citado Borges, afirmar que Black Mirror tiene “todo el pasado por
delante”.
Esto expone a la serie a una
encrucijada porque Black Mirror pierde su fuerza cuando deja de lado ese
espíritu que la caracterizó originalmente: lo terrorífico de la tecnología está
a un paso. No se trata de naves espaciales o conciencias duplicadas en el
ciberespacio. Es el uso de la tecnología ahora o las posibilidades de la
tecnología en un futuro demasiado inmediato. Por eso Black Mirror tiene el
problema de la velocidad con que la realidad avanza, esto es, porque su
efectividad está en jugar al límite del futuro cercano. Tiene que ser futuro,
pero un futuro que toque la fibra íntima del presente en un borde sutil, no muy
cerca para que podamos tener una distancia y tomar conciencia; no muy lejos para
que aceptemos que nuestro vínculo problemático con la tecnología no es un
asunto del mañana sino del hoy.
Por cierto, ¿vale la pena la séptima
temporada? Claro que sí.
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