Los que siguen este espacio
recordarán una columna en la que interpretaba la llegada de Milei como el paso
del “Que se vayan todos” al “Que venga cualquiera”. Si esta hipótesis es
correcta, Milei no sería la pospolítica, ni la superación de un largo proceso
de crisis de representatividad sino más bien el último eslabón de una cadena
que nació el 20 de diciembre de 2001, hace exactamente 24 años. En terminología
nietzscheana y permítaseme el salto, Milei no sería el Superhombre sino,
justamente, el Último Hombre, un emblema decadente del nihilismo que aparece
cuando nos enteramos que Dios, es decir, los grandes relatos y los fundamentos
últimos dadores de sentido, ha muerto.
Si de citas extemporáneas se
trata, el caso de Milei podría leerse a la luz del mítico fragmento final del
Batman de Nolan cuando el personaje de Oldman afirma que Batman no es el héroe
que merecemos pero sí el que necesitamos. Al menos así puede que lo entienda
buena parte de la política y el poder real: el loco que llevará adelante las
reformas que el país supuestamente necesitaba y cargará con todo el costo
político para que, luego, una figura de la casta que no tuvo las agallas de ir
a fondo, saque rédito de la devastación.
Ahora bien, si nos detenemos en
la efeméride del 20 de diciembre, cabría decir que más de 20 años después ni
siquiera ha quedado esa ritualidad de la violencia y el estallido que teñía
cada diciembre de los años posteriores. Afortunadamente, claro. Sin dudas, la
reconciliación con la política que operó en una parte de la población alrededor
del kirchnerismo, y la politización por oposición a ese proceso que operó a
partir de la crisis de 2008, fue borrando esa sensación de que todo daba lo
mismo. Al contrario: hubo una repolitización que probablemente se pasó de la
raya y que generó conflictos en todas las familias, en aquello que, a falta de
un concepto mejor, se llamó “la grieta”.
Sin embargo, claro está, el
agotamiento del kirchnerismo y los fracasos de Macri y el gobierno de Alberto,
hicieron resurgir el espíritu de principios de este siglo, aunque, en este
caso, como suele ocurrir, ya ni siquiera con violencia sino apenas con
desencanto. De votar a Homero Simpson y poner la feta de salame a no ir a
votar. Como nada puedo hacer, puteo, pero en casa, como pedía Alberto.
Es un clásico decir que todos recordamos
dónde estábamos cuando sucedieron los grandes eventos. Aunque no se trate más
de una anécdota personal, déjenme contarles que, en mi caso, yo estaba, como
todos los 20 de diciembre, cumpliendo años. No menciono esto para recibir las
felicitaciones del caso, sino para contarles una sensación que con el tiempo
pude resignificar. En aquel 2001, me preparaba para recibir amigos y familiares
como de costumbre y no fue hasta que salí a la calle que empecé a tomar
magnitud de lo que sucedía, a pesar de que estaba siguiendo atentamente los
hechos a través de la televisión desde la noche anterior, en la que había
renunciado Cavallo. Es que los autos en el barrio estaban dados vueltas y el Mc
Donald’s y el Blockbuster ardían. Yo llevaba las botellas de cerveza vacías al
chino cuando me encontré con todo ese escenario. Recién allí pensé que quizás
era una buena idea postergar la celebración.
Naturalmente, de esa anécdota se
puede inferir que quien escribe estas líneas vivía en una burbuja. Sin
descartar esa opción, me inclino por otra mirada, más dramática, incluso para
mí. Me refiero al hecho de cómo nos habíamos acostumbrado a esas escenas, a las
renuncias de funcionarios, a las crisis, a que se queden con la guita, a que te
caguen a palos. Frente a esa sucesión de eventos ya comunes, el cumpleaños, que
sucede cada 365 días, era lo verdaderamente novedoso. Naturalmente, ese día fue
emblemático por los muertos y por la renuncia de un presidente que asumió
ausente, pero estábamos confortablemente adormecidos como la rana en el agua
hirviendo.
Muchas veces solemos caer en la
tentación de comparar nostálgicamente esos tiempos de lucha con la pasividad
actual. Y no es justo decir que añoramos lo que nunca jamás sucedió, para
seguir con las citas, pero sí resulta importante señalar que el país ha
cambiado mucho.
Perdón por la segunda
autorreferencia, pero aquí también hemos mencionado una y otra vez que la
Argentina del 2025 no es ni siquiera la del 2015, algo que el kirchnerismo no
entiende. En este sentido, y a propósito de estar discutiendo una vez más una
reforma laboral, encontramos un panorama de aquello en lo que nos hemos
convertido hoy: una CGT deshilachada, pero movilizante y una oposición de
dirigentes políticos que no hace pie frente a un gobierno que avanza como
elefante en el bazar.
Y lo diré de manera provocadora
aunque sea falso: el trabajador no existe más, no, al menos, tal como lo
conocíamos. No se trata de un fenómeno argentino donde el nivel de
sindicalización todavía alcanza niveles relevantes en algunos sectores
comparado con buena parte del mundo. Pero podría decirse que aun cuando sea muy
importante discutir políticas que favorezcan la formalización o parar la
industria del juicio sin que ello derive en la profundización de la
precarización del trabajador que se ha dado de hecho, la fragmentación y
descomposición de esa identidad que fue la columna vertebral del peronismo es
evidente. Si la política le habla a Twitter, cuando escuchaba algunos de los
discursos de la CGT, sin fisuras, aunque obvios, me preguntaba a quién le
hablaban o, en todo caso, cuántos oídos son receptivos a ese discurso más allá
de los afiliados y de aquellos trabajadores que, estando en blanco,
lamentablemente, empezaron a ser vistos como privilegiados, especialmente a partir
de la pandemia.
Y es cierto que uno no se lo
puede pedir a la CGT pero estamos a un paso de que la IA pueda dejar a la mitad
de la población mundial sin trabajo y la única respuesta frente a eso es la
receta de la industrialización de un país y un mundo que, si no son los del
2015, menos van a ser los de los años 70; o, por izquierda, una renta básica
universal que, como siempre, está más preocupada en redistribuir que en crear
la riqueza; o, por derecha, algún tipo de solución altruista de los CEOs de
Silicon Valley para mitigar un potencial desorden mundial de consecuencias
impredecibles.
Y permítaseme aquí una segunda
provocación, también, en parte, falsa, pero provocación al fin: o bien
aceptamos que el pueblo, sea lo que fuere, no existe más, o bien admitimos que
el pueblo (o buena parte de él) votó a Milei y que el anarcocapitalista es un
líder popular, más allá de que en las elecciones de 2025 el voto pareció
reacomodarse en un sentido más clásico y el apoyo a “el león” provino más de
clases medias y altas.
Si el progresismo todavía no se
dio cuenta que es el hijo predilecto del liberalismo y que ha profundizado la
fragmentación y la conflictividad social detrás de todo su sermón inagotablemente
buenista de la empatía contra la pedagogía de la crueldad, cabe mencionar que,
aun con toda la buena fe del mundo, tampoco la respuesta parece clara del lado
de los que afirman que “hay que volver a Perón” cuando probablemente Perón los esté
mirando desde el futuro diciendo “muchachos, las cosas cambiaron de tal modo
que ni siquiera sé si alcanza con una actualización doctrinaria”.
No se trata de hacer borrón y
cuenta nueva; menos de despreciar la memoria y los hitos populares que
construyeron la Argentina de hoy, con sus pro y sus contra. Pero se hace
urgente pensar algo nuevo. El mundo y la Argentina están cambiando demasiado
pronto y nosotros estamos pensando demasiado lento.
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