“Se
terminó lo woke. Es el turno de la
rabia”, era el título de la nota que algunos días atrás publicara James
Carville en The New York Times y que
se viralizara casi de inmediato gracias a la controversia generada en el
espacio progresista. https://www.nytimes.com/2025/11/24/opinion/democrats-platform-economic-rage.html
Carville
es un octogenario asesor del partido demócrata estadounidense que alcanzó
notoriedad tras ser el estratega que llevó al triunfo de Clinton en el 92,
proceso que tan bien ha sido retratado en el documental The War Room.
No es la
primera vez, por cierto, que Carville ataca al wokismo. Recuerdo, por ejemplo, una conversación que éste tuviera
con Bari Weiss en The Free Press, a
fines de 2023, https://www.thefp.com/p/james-carville-says-wokeness-is-over-209 cuando ya se empezaban a discutir los pro y los contra de
una eventual nueva postulación de Biden.
En aquel
reportaje, Carville afirmaba que “lo woke”
se había “acabado”, lo cual era una sentencia que, en realidad, escondía una
prescripción: lo woke no se había
acabado, pero debía acabarse si es que los demócratas querían ganar la
elección.
Allí Weiss
le pregunta cómo fue que el partido demócrata pasó de ser el partido de la
gente común y la clase trabajadora para transformarse en el espacio de los
votantes educados, de élite y algo mayores. Carville reconoce el fenómeno y
acepta que han perdido predicamento en el “interior”, en particular entre los
votantes blancos, no solo por abandonar la agenda de los trabajadores sino por
el desprecio expuesto hacia ellos, desprecio expresado desde un pedestal de
presunta superioridad moral. Aun así, Carville reniega y se pregunta por qué el
partido republicano no paga el precio de tener un 65% de terraplanistas en su
partido mientras que el partido demócrata sí paga el precio por las posiciones
de los liberales progresistas que apenas alcanzan un 10% dentro del espacio.
Frente a ello, Weiss responde que quizás se deba a que ese 10% controla las
editoriales, las producciones de Hollywood, las empresas mediáticas y todas las
instituciones creadoras de sentido en Estados Unidos. Es decir, son pocos, pero
claramente hegemónicos.
En este
intercambio, Carville insiste en que el wokismo se había acabado y que estaba
reducido a Fundaciones o a algunos radicales ruidosos, pero no mucho más,
agregando que la gente ya había dado vuelta la página a todo ese palabrerío
victimizante de apropiación cultural, quitarle fondos a la policía, reafirmar
identidades como si de una competencia se tratara, etc.
En todo
caso, aun si no se tratara de una prescripción y efectivamente estuviéramos
frente a una retirada, al menos si lo comparamos con el momento de auge, lo
cierto es que Trump y la derecha en distintas partes del mundo se sirvió del wokismo, o de lo que queda de él, para
azuzar su batalla cultural. Era demasiado tentador y un blanco fácil, por
cierto.
Así es que
dos años después de aquella conversación, Carville vuelve a la carga decretando
la nueva muerte del muerto, pero agregando ahora una ruta de acción novedosa: los
demócratas debían adoptar una suerte de discurso populista económico. Basta de
moderación, posibilismo y sistema de reglas. Juguemos con las armas que al
enemigo tan buen resultado le han dado.
Para
Carville, los últimos resultados en las elecciones locales en Estados Unidos,
con Mamdani a la cabeza, muestran que Trump no ha podido mejorar la situación
económica de la mayoría de estadounidenses y que eso siempre se transforma en
ira contra el partido de gobierno. Y allí patea el tablero: dice que, a sus 81
años, a pesar de ser reconocido como alguien centrista, considera que hoy el
partido demócrata debe promover la plataforma económica más populista desde la
Gran Depresión. Es hora de pasar a la acción de manera agresiva y sin
complejos, afirma; insuflar la furia, especialmente de esos sectores rurales
que los demócratas han perdido. Y allí recoge una encuesta por la cual el 70%
de los estadounidenses considera que el partido demócrata estaría desfasado
respecto a sus propios votantes por el hecho de haber abrazado una agenda
social identitaria antes que económica.
Carville,
además, indica que el partido demócrata ya no puede ser el partido con un tufo
a absolutismo moral y que debe avanzar con medidas simples y efectistas: subir
el salario mínimo a 20 dólares la hora, matrícula universitaria pública
gratuita, expandir los subsidios para disminuir los costes de los servicios y
convertir el cuidado infantil universal en un bien público.
La razón
por la que traigo a colación este análisis de Carville es porque parece estar
describiendo el mismo proceso por el que aquí atravesó y atraviesa el peronismo/campo
popular/progresismo.
En otras
palabras, aun a riesgo de repetición, pues es una pregunta que regresa una y
otra vez, el estrepitoso fracaso del posibilismo albertista trabado desde
adentro por el internismo del oficialismo opositor kirchnerista, hace que las
preguntas de Carville tengan sentido también en Argentina. ¿Y si en vez de
acusar de fascistas a todo el que no repite el canon biempensante, el espacio
opositor, eventualmente con una figura outsider, una némesis de Milei, avanzara
con una agenda económica que patee el tablero? Ni siquiera estamos diciendo que
sea lo mejor para la Argentina. De hecho, Carville no dice que sea lo mejor
para Estados Unidos, pero quizás sea lo mejor como estrategia para ganar una
elección.
Aclarando
que no se trata de una propuesta de este escriba, a quien le preocupa ganar
elecciones pero, sobre todo, cómo gobernar bien, esta salida populista y
radical en lo económico sería una consecuencia lógica de un tiempo en que lo
que garpa es el ataque a la burocracia y al statu
quo, a lo cual hay que agregarle particularidades locales: en los últimos
10 años, el kirchnerismo, en la medida en que se radicalizaba ideológicamente,
paradójicamente, (o no tanto), debía recurrir a figuras cada vez más moderadas,
incluso a figuras antikirchneristas que protagonizaron y protagonizarían hechos
bochornosos contra el kirchnerismo: Scioli, Alberto y Massa. Y no le fue para
nada bien con esa estrategia.
Y mientras
los progres hacen las políticas públicas e interpretan que “lo personal es
político” significa que el Estado arregle con dinero los problemas personales
de los progres, de lo que se trata es de romper las reglas y denunciar que eso
es el sistema. Porque hay que repetirlo una vez más: hoy, al sistema, lo
componen quienes dicen estar contra él.
Para
finalizar, entonces, digamos que, dado que el progresismo que hegemoniza el
espacio popular y al movimiento
anteriormente conocido como peronismo, reacciona como un eco a las modas de
las universidades americanas y a la estudiantina podemita, hoy experta en
tabernas y cargos en Europa, no debería extrañar que, de repente, se acuerden
que un peronismo que no le mejora económicamente la vida a las mayorías está
condenado a ser el ganador moral que pierde todas las elecciones.
Con
dirigentes locales desnortados, quizás, paradójicamente, la solución provenga
de ese norte que impuso el wokismo y
que, ahora, ante su fracaso, decreta, prescribe, (o necesita), acabar con él.
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