Corría el año 1913. El zar de
Rusia, Nicolás II, sin reparar en gastos, conmemoraba el tricentenario de la
dinastía Románov con la plena seguridad de gobernar un imperio próspero y
seguro en sus fronteras. Sin embargo, en los 10 años posteriores, vendría la
Gran Guerra, la caída de su régimen, la asunción de un gobierno provisorio, el
derrocamiento del mismo en manos de la Revolución de Octubre y la consolidación
del gobierno comunista tras una cruenta guerra civil. Entender cómo y por qué
sucedió todo esto es el objetivo del nuevo libro del historiador británico,
Robert Service, quien ya nos había sorprendido con sus biografías de Stalin,
Lenin y Trotski y ahora regresa con Sangre
en la nieve. La revolución rusa 1914-1924, editado por Debate.
Ahora bien, tomando en cuenta que
se ha escrito tanto sobre el tema, ¿cuál es el diferencial de este texto? Más
allá de algunas afirmaciones polémicas, las cuales mencionaremos a
continuación, desde el punto de vista metodológico, Service utilizó, además de la
literatura especializada y documentos oficiales poco transitados, diarios
personales de gente común. De aquí que encontremos como fuentes los escritos
personales de un exterrorista devenido monárquico, un dramaturgo, un veterano
del imperio, una enfermera británica contratada por la familia de un médico del
imperio, un poeta, un suboficial, un campesino y un administrador de cuentas, entre
otros.
Naturalmente, Service reconoce
que la información que aparece en los diarios personales debe ser tomada con
pinzas, pero, en todo caso, aun teñidas de subjetividad, esas fuentes alcanzan
para demostrar que los súbditos del emperador Nicolás II y los ciudadanos de la
Rusia soviética no fueron meras víctimas pasivas de la historia. Por otra
parte, este énfasis en las pequeñas historias le permite abarcar bastante más
allá de lo estrictamente político o militar para tomar en cuenta las dimensiones
sociales, económicas, culturales, regionales, nacionales, étnicas y religiosas
de un período tumultuoso y cruento.
Este punto es central porque
aunque los debates actuales pretendan instalar que las identidades personales
son unidimensionales y se definen por el género, el sexo, la raza, etc., el
trabajo de Service sobre la complejidad de un imperio cuya extensión
territorial parece infinita, nos ofrece distintos tipos de casos donde en una
misma persona hay determinaciones identitarias cruzadas (ser ruso/ucraniano/georgiano;
campesino/obrero/burgués; ortodoxo/ateo/musulmán; miembro del partido/de
partidos opositores/monárquico/apolítico, etc.).
La lectura de estas fuentes nos
recuerda que, en general, incluso en las épocas de grandes convulsiones, para el
hombre común, la política y los grandes sucesos son relativamente indiferentes.
Estar seguros y tener algo en el estómago era todo, gobernara el zar o
gobernaran los bolcheviques, especialmente cuando durante 10 años el telón de
fondo era siempre la muerte, sea con la Primera Guerra Mundial, los
levantamientos regionales y sociales, (desde los rebeldes musulmanes de Asia
Central en 1916 hasta los insurgentes verdes del campo ruso y ucraniano de 1920
a 1922), o la guerra civil pos Revolución de Octubre con terror, persecución y
censura.
En cuanto a las afirmaciones
controvertidas, Service va a fondo indicando:
“Las reformas comunistas de 1921
se describen como el golpe maestro de Lenin con su oportuno compromiso. Yo
demuestro, espero de forma convincente, que Lenin tuvo que ser arrastrado,
tambaleándose y gimiendo, para realizar los cambios y que su partido se
enfureció por ellos tanto en ese momento como después”.
Asimismo, agrega que, si bien es
cierto que las protestas de los trabajadores industriales, tanto contra Nicolás
II como contra el Gobierno provisional de Kerenski, tuvieron una importancia
decisiva “ha quedado fuera de la panorámica (…) la facilidad con la que los
comunistas suprimieron el movimiento obrero ya en 1918, y (…) cómo la dirección
comunista se volvió contra la misma clase social en cuyo nombre tomó el poder”.
En cuanto a los campesinos,
considera que es necesario una reevaluación de su rol, especialmente por la
resistencia que ofrecieron tanto al zar como a los soviéticos, al menos hasta
1921-1922; y en lo que respecta a la historia oficial que instaló aquel relato
de una marcha clara de los bolcheviques en línea con un plan determinado a
conciencia, Service ofrece la innumerable cantidad de factores que influyeron
en el rumbo revolucionario, desde los geopolíticos hasta los más banales
determinados por la improvisación y la suerte.
Para finalizar, cuando se narran
las últimas semanas del Lenin que yacía postrado e imaginaba la sucesión, el
autor también avanza contra ciertas lecturas instaladas, especialmente aquellas
que marcan grandes diferencias entre Lenin y quienes eran los dos grandes
candidatos a sucederlo: Stalin y Trotski.
“Que Lenin y Stalin estaban en
desacuerdo sobre varias políticas y tendencias es incuestionable. Pero (…) tanto
Lenin como Stalin se comprometieron a mantener el monolito del partido único
soviético y a impedir que resurgieran partidos rivales. El partido comunista
debía funcionar con una cadena de mando centralizada (…) Lenin y Stalin también
coincidían en la necesidad de que el partido preservara los instrumentos y la
práctica del terror de Estado. Eran partidarios de perseguir a la Iglesia
ortodoxa y de difundir ideas ateas. Pretendían el control comunista total de la
enseñanza, la prensa y la censura (…). Compartían el afán de someter todas las
repúblicas y autonomías soviéticas a la autoridad de Moscú, permitiéndoles al
mismo tiempo cierto grado de autoexpresión nacional y autogobierno”.
En la misma línea, Service
discrepa con aquellos que indican que el Estado soviético se desvió a partir de
un presunto giro totalitario, impulsado por Stalin, que podría haberse evitado
en caso de que la sucesión hubiera quedado en manos de Trotski o Bujarin. Es
que el autor entiende que estos últimos nunca se desviaron del credo de la
disciplina de partido, el centralismo estatal, la represión cultural, el
terror, la persecución a los partidos rivales, el ateísmo militante y el
sistema de granjas colectivas para la agricultura que tanta resistencia
provocó.
Las últimas páginas del libro
hacen un guiño a la actualidad y allí Service parece trazar la continuidad de
una suerte de Homo Sovieticus ya
presente en los tiempos del zar al cual no pudieron sustraerse ni los más
fanáticos soviéticos y que hoy encarnaría en la figura patriarcal y de
liderazgo potente y centralizado de Putin.
En este sentido, viene a cuento un
fragmento perteneciente al administrador de cuentas cuyo nombre era Nikita
Okunev. Serían, por cierto, las últimas palabras de su diario personal:
“Todos gimen y se quejan, pero
siguen viviendo. Y debe de ser cierto, como dijo alguien, que la vida hay que
vivirla para que los infelices alcancen un sentimiento de resignación y los
felices empiecen a aprender sobre las cosas. Pidamos a Dios que nos deje seguir
viviendo, aunque solo sea para llegar a sentirnos ‘resignados’”.
Esa resignación es la que, según
Service, resulta fundamental para comprender la permanencia en el poder de los
gobernantes y es la que permitiría entender que, al día de hoy, aun con un
sistema capitalista, una mayoría de la población acepte convivir con las
condiciones opresivas que, en Rusia, se mantienen inalteradas, al menos, desde 1914.
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