“Nuestras unidades continuarán
sus operaciones (…) sea en Estados Unidos u otro país. Podéis estar seguros de
que sentirán el aliento de Turquía en la nuca. Puede pasar cualquier cosa, en
cualquier momento y en cualquier lugar”.
Quien hace esta afirmación es
Ibrahim Kalin, el portavoz del presidente Recep Tayyip Erdogan quien se
encuentra al frente de Turquía desde el año 2003. La advertencia fue formulada
el 21 de septiembre de 2018 y estaba dirigida a quienes habían fracasado en su
pretensión de derrocar el gobierno en 2016.
Desde este intento fallido hasta
que acabó el estado de emergencia dos años después, 160.000 personas fueron
detenidas de las cuales 77000 fueron acusadas formalmente de terrorismo, entre
ellas periodistas, militares, jueces, policías, profesores y diputados. Asimismo,
el gobierno también expulsó por decreto a más de 130.000 trabajadores del
sector público, entre los que se encontraban desde militares y fiscales hasta
administradores de lotería que, en este caso, no tuvieron suerte.
Números tan elocuentes permiten
sospechar que el intento de golpe de Estado fue la excusa perfecta para iniciar
una purga que el gobierno venía tramando. De aquí que el propio Erdogan haya
declarado en su momento que el levantamiento había sido “un regalo de Dios”.
Si a estos números le sumamos
que, a julio de 2023, la propia ONU denuncia un plan sistemático de secuestros
extraterritoriales por los cuales Turquía capturó allende sus fronteras a 126
supuestos terroristas y que ha pedido la extradición de 1271 personas más
repartidas en 112 países, las palabras de Kalin con las que iniciamos este
comentario cobran sentido y explican que Sentirán
el aliento de Turquía en la nuca haya sido la frase que el periodista
experto en temas internacionales, Javier Biosca, haya elegido para un libro que
ayuda a comprender la historia contemporánea de Turquía, al menos desde la gran
revolución kemalista de 1923.
El eje del texto es la disputa
feroz entre Erdogan y un popular líder religioso y antiguo aliado exiliado en Pensilvania
desde 1999: Fethullah Gülen. Sin embargo, alrededor de esa disputa se dejan ver
las consecuencias y las transformaciones ocurridas durante el último siglo
desde que el padre de la patria, Mustafá Kemal Atatürk, produjo uno de los
experimentos de ingeniería social más radical y asombroso de la historia.
Como ustedes recordarán, tras la
caída del imperio otomano, Atatürk buscaba dar un giro hacia Occidente y darle
una nueva identidad secular al Estado y la nación turca. Entre cientos de
transformaciones, se impulsó una legislación que obligaba a las familias a
adoptar un apellido de origen turco con el objetivo de eliminar la
heterogeneidad existente en una Turquía que tenía (y tiene), distintos grupos
étnicos, algo que bien saben los kurdos y que es central para comprender al
menos una parte del conflicto actual en Siria.
Pero lo más importante fue la
serie de medidas para separar y subsumir la religión al Estado, en línea con la
formación de los Estados nacionales europeos. Así, en 1923, Atatürk proclamó la
República de Turquía, un año más tarde abolió el califato y en 1928 retiró el
islam como religión oficial del Estado. Como si esto fuera poco creó un nuevo
alfabeto basado en letras latinas para eliminar las de origen árabe y hasta
instituyó nuevas maneras de vestirse (al modo Occidental) prohibiendo el fez
tradicional, por ejemplo, en lo que se conoce como la famosa “Ley del Sombrero”.
A propósito, esta ley se
transformó en un emblema para aquellos sectores conservadores y religiosos que
observaban impávidos cómo, de un momento a otro, un gobernante invitaba a
llevar la religión al templo o a la casa, al tiempo que decidía desde cómo había
que llamarse y cómo y con qué alfabeto escribir, hasta cómo vestirse. Esta
impronta kemalista marcó a fuego al Ejército turco que siempre fue el garante
del respeto de estos principios seculares y que intervino con golpes de Estado
a lo largo de las décadas subsiguientes cuando interpretaba que esos valores
estaban en peligro.
Pero, claro está, las sociedades
son dinámicas y hacia la década del 90 comenzaba a gestarse una transformación
que tendría a Erdogan como protagonista en lo político y a Gülen en lo
cultural/espiritual.
Esta unidad Biosca la ve
simbolizada en el episodio del casamiento de quien sería el jugador de fútbol
más famoso de Turquía: Hakan Sükür, quien luego sería diputado del partido de
Erdogan hasta tener que exiliarse tras el fallido golpe de Estado. En esa
ceremonia, Erdogan, como alcalde de Estambul, dirigía la boda, y Gülen, en
tanto popular imam y erudito religioso, era el testigo. Corría el año 1995 y la
boda de Sükür era el principio de un matrimonio político que duró hasta aquel
fatídico 2016.
Erdogan saltó de Estambul al
plano nacional en 2003 y desde aquel momento no perdió nunca más una elección.
Habiendo liderado primero un partido islamista, la posibilidad de llegar al
gobierno lo hizo moderar su discurso para impulsar incluso el ingreso de
Turquía a la UE. En el caso de Gülen pasó algo similar. Desde aquellos tiempos
en que emergió como un líder religioso hiperconservador predicando en
instituciones que eran solo para varones y hasta publicando un libro en el cual
se autorizaba a pegarle a la esposa como último recurso del varón para
“corregir” los comportamientos femeninos, pasó a ser aquel que buscaba un islam
aggiornado a las necesidades del
siglo XXI.
Según Biosca, Gülen “quería sacar
la religión de las mezquitas y las instituciones tradicionales para adaptarla
al mundo moderno y que las enseñanzas (…) empaparan toda la estructura social.
Por eso intentaba vincular la religión con el estudio y conocimiento de las
ciencias y apoyaba también la economía de mercado y los proyectos empresariales
de sus seguidores como representantes de un islam exitoso acorde a los
tiempos”.
Evidentemente, Gülen entendía
bien aquello de la batalla cultural probablemente sin haber leído a Gramsci ni
mucho menos.
Más allá de que, como se sostenía
al principio, es probable que Erdogan haya utilizado el intento de golpe como
excusa, para tener una magnitud de la estructura que había creado Gülen, en la
semana posterior al ataque contra las instituciones, el ministerio de educación
ordenó el cierre de unas 1000 escuelas privadas asociadas al movimiento gülenista
y la suspensión de 21000 de los 27000 profesores. Esto solo en Turquía, es
decir, sin tomar en cuenta las instituciones que el gülenismo había creado más
allá de las fronteras. Pero hay más: tras la clausura de las escuelas, Erdogan
ordena el cierre de 2300 empresas, fundaciones, hospitales, colegios y
universidades por pertenecer o estar vinculadas a Gülen. Todas esas propiedades
fueron automáticamente confiscadas.
La penetración en el Deep State turco por parte del gülenismo
era tal que Biosca menciona algunos episodios tragicómicos vinculados al
Ejército. Es que, claro está, si, como habíamos indicado, el Ejército era la
institución garante del secularismo por antonomasia, debía ser, al mismo
tiempo, el espacio más preciado para la infiltración. Así, para detectar a los
seguidores del imam, comenzaron a estilarse fiestas en las piscinas a las que
se invitaba también a las esposas. Y ya lo sabemos: dime qué tipo de traje de
baño usas, y te diré en qué crees.
En esos encuentros, otro elemento
a tomar en cuenta era la cuestión de la bebida. Se dice que las mujeres
musulmanas, para no ser detectadas, llevaban botellas de alcohol vacías en sus
carteras. Dime qué bebes…
Pero la obsesión por la detección
de los infiltrados creció después de 2016 y se instauró una suerte de algoritmo
con unos criterios insólitos que establecían puntajes para determinar quién
debía ser investigado. Por ejemplo, haberse divorciado entre 2015 y 2016,
sumaba 0,150; haber planeado unas vacaciones antes del golpe, agregaba 0,20;
presentar una jubilación entre julio 2016 y marzo de 2017, suponía entre 0,2 y
0,4, del mismo modo que haber estudiado idiomas o haber sido enviado a un
puesto en el extranjero vinculado a la OTAN sumaba de 0,1 a 0,3. Entre los
810.000 militares analizados, el algoritmo encontró unos 4500 gülenistas a ser
expulsados de las fuerzas.
El libro culmina con otra
interesante metáfora acerca del cambio que intenta imponer Erdogan respecto a
los principios de la república turca de Atatürk. Me refiero a aquel que se da a
partir del gesto enormemente simbólico de volver a transformar en mezquita la catedral
emblemática del imperio bizantino. Efectivamente, la Santa Sofía, erigida 1500 años
atrás, había sido convertida en mezquita tras la caída de Constantinopla en el
siglo XV pero, justamente, como parte del proceso de secularización, Atatürk la
había transformado en un museo. Sin embargo, en 2020, en un gesto
refundacional, Erdogan le devuelve el estatus de mezquita.
“Erdogan se ha erigido como un
Atatürk anti-Atatürk. Un líder con valores opuestos al padre de la patria, pero
que comparte su modelo de ingeniería social de arriba abajo para crear una
nación para sí mismo”.
Más allá de esta pretensión
refundacional y del modo en que, según Biosca, Erdogan ha logrado doblegar al
Ejército, someter a los medios de comunicación y crear un poder judicial
adicto, el autor parece encontrar un espacio de esperanza en el hecho de que la
fortaleza de las instituciones creadas por Atatürk le pongan límites a lo que,
para los opositores a Erdogan, es una deriva autoritaria en clave eurasianista
que el líder del partido AKP habría adoptado a partir de 2011.
A propósito, Gülen acaba de morir
en Pensilvania, hace apenas unos meses y Erdogan no intentaría un nuevo
mandato. Puede entonces que esa guerra interna haya llegado a su fin. Lo que
perdura, en todo caso, es la pregunta de hacia dónde se dirigirá una Turquía que
con un ojo mira el Occidente imaginado por Atatürk y, con el otro, parece
inmersa en el camino refundacional, con la religión en el centro, que han
marcado los 20 años que lleva en el poder Erdogan.
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