sábado, 1 de febrero de 2025

La batalla cultural en el largo siglo XX (publicado el 25.1.25 en www.theobjective.com)

 

En las últimas décadas han llegado hasta el gran público discusiones propias de la ciencia política y de la historiografía acerca de cuándo ha comenzado y terminado el siglo XX. Por citar solo dos ejemplos famosos, en el caso de Francis Fukuyama, la caída del Telón de Acero no solo marcaba el final del siglo sino el fin de la historia, y en el caso de Eric Hobsbawm se hablaba del siglo XX como un “siglo corto” que transcurre entre la primera guerra mundial y la caída de la Unión Soviética.

Tanto los autores mencionados como otros menos masivos tienen buenas razones para determinar qué hechos determinan cuándo un siglo, en este caso, el XX, comienza y termina.

Ahora bien, la discusión acerca de esos criterios finalmente es la discusión acerca de los elementos que tomamos en cuenta para justificar que un proceso continúa o se interrumpe. ¿La primera guerra mundial supone un quiebre con lo anterior o hay que esperar a la revolución rusa para encontrar algo “nuevo”? ¿Y el fin de la segunda guerra no marca una ruptura? ¿Acaso el mayo del 68? ¿Se trata de hechos que establecen un corte radical e inauguran un tiempo original o son fenómenos conmocionantes pero que forman parte de un mismo proceso?

Si dejamos de lado los enfoques más metafísicos de autores como Immanuel Kant y G. W. F. Hegel con sus respectivas filosofías de la historia, en el ámbito de la epistemología, Thomas Kuhn trató de responder estos interrogantes cuando hablaba de los períodos de ciencia normal como contraparte de las revoluciones científicas que establecen una nueva manera de ver el mundo, tal como ocurrió con la teoría de la evolución o la teoría heliocéntrica.   

Es en el marco de estas discusiones que deberíamos incluir el nuevo libro del historiador José Enrique Ruiz-Domènec, Un duelo interminable. La batalla cultural del largo siglo XX, editado por Taurus. 

Para Ruiz-Domènec, los valores humanistas que inspiraron en 1871 lo que conocemos como La comuna de París, dan inicio a un siglo largo que parece estar en una crisis terminal. En otras palabras, el modo en que se está procesando culturalmente la salida de la pandemia de COVID-19 estaría mostrando el agotamiento de los principios que inspiraron aquel episodio de resistencia insurreccional liderado por marxistas, socialistas y anarquistas frente a la ocupación extranjera, y ofrecería buenas razones para suponer que en el 2021 estaría culminando el siglo XX, un siglo largo que se extendió por 150 años.  

En cuanto a la batalla cultural que vertebra los distintos capítulos del libro, no tiene que ver con Gramsci ni con los sentidos que se le da a ese término en la actualidad, tironeado tanto por derecha como por izquierda, sino con el debate de ideas que se sostiene a lo largo del tiempo en esa disputa entre continuidad o ruptura de la que hablábamos al principio.      

“Propongo seguir los pasos de una batalla cultural con múltiples caras durante ciento cincuenta años, desde 1871 a 2021, que nos permita una renovación en profundidad del curso de los acontecimientos del largo siglo XX y una lectura prometedora de los principales dualistas que se enfrentaron con claridad y carácter a un duelo interminable por definir en la nueva era que está por llegar si la historia debe cambiar o, por el contrario, ha de continuar”.

La lista de los contendientes es interminable, tan amplia como heterogénea y ambiciosa, e incluye, entre otros, a Nietzsche y Wagner, Husserl y Heidegger, Orwell y Ortega, Sartre y Kerouac, Salinger y Pasternak, Eco y Marcuse, Baudrillard y Debord, Habermas y Foucault, y a Harari y Ratzinger.

Hacia el final, en la medida en que el largo siglo avanza y el autor es testigo de los acontecimientos pareciera como que el registro cambiara siendo el propio Ruiz-Domènec el que interviene de lleno en los debates actuales para llegar a un final abierto.

Es que, como ya había desarrollado en su libro pospandemia, El día después de las grandes epidemias, al menos la historia de las epidemias más recordadas, (aquella de peste bubónica en Constantinopla durante el año 542, la peste negra en Europa a mediados del siglo XIV, las epidemias en Mesoamérica entre 1492 y 1520, la sucedida durante la guerra de los treinta años en el siglo XVII y la llamada “gripe española” ya en el siglo XX), demostró que cuando las sociedades reaccionan con responsabilidad, son capaces de establecer esas tragedias como puntos de partida hacia algo nuevo y mejor, a contramano de lo que sucede cuando la reacción es pusilánime y partidista. En este sentido, Ruiz-Domènec no es muy optimista cuando observa cómo ha salido el mundo de la última pandemia. Se trata de una lectura necesaria porque durante aquellos meses, los principales pensadores hablaron indistintamente del inicio del poshumanismo, del fin del capitalismo, de la llegada de un nuevo humanismo con un Hombre solidario y en armonía con la naturaleza en el centro, de una etapa de neoautoritarismos, de capitalismos de vigilancia… y otros tantos neologismos.

El desasosiego respecto a lo que viene es bien graficado cuando en las últimas páginas el autor indica:

“Lamentablemente, la imagen del mundo que nos queda no aparece con la claridad que había deseado al comenzar el trabajo. Solo conocer la abundante información acumulada en los últimos tiempos sobre lo que somos y dejamos de ser me lleva a considerar una humanidad en la sala de espera de un aeropuerto con los vuelos suspendidos a causa de la niebla, donde las personas devienen mendigos de una esperanza que tarda en llegar en forma de indicación de la puerta de salida”.

Un duelo interminable no es un libro fácil: tiene una extensión impactante con una erudición y un sinfín de referencias que a veces atentan contra el eje del trabajo, escritos en una prosa cuyo alto vuelo crea, por momentos, pasajes no del todo inteligibles.

Aun así, la formación enciclopédica del autor y la cantidad de disparadores que ofrece el análisis detallado de cada una de las controversias, hacen del libro una referencia obligada que merece ser destacada en el contexto de una industria editorial donde libros de este calibre ya no abundan.  

 

  

 

Los esclavos (y los dueños) del algoritmo [publicado el 17.1.25 en www.theobjective.com)

 

Varios son los libros que en el último lustro han reflexionado acerca de la Inteligencia artificial (IA) y el modo en que los algoritmos, de una u otra manera, están silenciosamente determinando nuestras vidas.

Cada vez que recibimos publicidad en nuestro móvil, cuando queremos ver una película o se nos aparece en una red social la publicación de un amigo en detrimento de otro, hay detrás un algoritmo. También lo hay cuando buscamos información en Google, se nos destacan determinadas noticias, le hablamos a Alexa en nuestra casa inteligente o le pedimos al ChatGPT que nos ayude a escribir algo.

Pero esto no se queda aquí: ya existen Estados que usan los algoritmos para diseñar políticas públicas, sistemas de vigilancia o predecir comportamientos delictivos. Todo en menos de una década y en pleno proceso de aceleración. Salir de ese control y de esa continua cesión voluntaria de datos resulta imposible para cualquiera que pretenda una vida en sociedad. Eso es, al menos, lo que parece, y sobre lo que quiere advertirnos la periodista Laura G. de Rivera en un libro que acaba de publicar Debate y cuyo título es, justamente, Esclavos del algoritmo.  

Lo más original del libro parece ser un diálogo tácito con las más recientes publicaciones entre las que podríamos nombrar textos como ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? de Adela Cortina o Nexus de Yuval Harari, ambos comentados en este mismo espacio.

Dicho de otra manera: en el diagnóstico hay más o menos coincidencia en cualquiera que se adentre en la materia porque la evidencia es abrumadora, pero más allá de las críticas que podamos dirigir al oligopolio de las grandes empresas tecnológicas, hay debates más controversiales con final abierto.

Si tomamos el mencionado libro de Harari, por ejemplo, allí hay una lectura bastante alarmista respecto a la posibilidad de una IA capaz de autonomizarse y dominar a los humanos reeditando algunos clásicos de la literatura y hasta viejas leyendas como las del Golem de Praga.

Sin embargo, de Rivera se posiciona en otro lugar:

“No es la IA, son las personas. Son humanos como tú y como yo los que están detrás de los algoritmos de las grandes plataformas, de las redes sociales, de los sistemas financieros automatizados de la bolsa, de los coches autónomos”.

Podría decirse, entonces, que el libro llama a una suerte de desenmascaramiento, un correr el velo para mostrar que el rey está desnudo, o que, en todo caso, se trata de los mismos de siempre exacerbando las injusticias pretéritas. Algo así como la última novedad del poder para imponerse por consenso presentándose como una tecnocracia necesaria, neutral y objetiva.   

De Rivera llega a esa conclusión a través de denuncias varias contra las grandes empresas tecnológicas por la silenciosa contribución a la contaminación ambiental, las condiciones de semiesclavitud a la que someten a empleados del tercer mundo o el modo en que lanzan productos al mercado de manera improvisada con los usuarios como conejillos de indias. Asimismo, se hace referencia a la destrucción de la privacidad que supone el extractivismo de datos que, en el mejor de los casos, está al servicio de la cultura del consumo hedonista y, en el peor, es material esencial para el control de los ya mencionados sistemas de vigilancia llevados adelante por los Estados especialmente después de la pandemia.

A propósito de ello, en el libro se menciona, por caso, el ejemplo de John Sudworth, un periodista de la BBC que hizo un experimento en colaboración con la policía de Guiyang, una ciudad china de más de 3 millones de habitantes. Los agentes solo tenían su foto, no sabían a dónde se dirigía y el experimento consistía en averiguar cuánto tiempo tardaría el sistema de vigilancia en encontrarlo. Fueron solo 7 minutos. Sí, tan sorprendente y atemorizante como el resultado de un trabajo realizado por Michal Kosinski con 58000 voluntarios. En este caso, se comprobó que con solo 68 Likes que una persona brinde en alguna red social, el programa diseñado por el investigador era capaz de describir la personalidad del voluntario con bastante éxito, pero también el color de piel (95% de aciertos), la inclinación sexual (88%) y hasta su filiación política (85%).

También se mencionan, claro está, el caso de manipulación política de Cambridge Analytica aunque se agradece el reconocimiento de que no se trata de un caso único. De hecho, de Rivera menciona un informe del Programa para la Democracia y la Tecnología del Oxford Internet Institute que indica que solo en el año 2020 hubo acciones de desinformación y manipulación a gran escala en 81 países, esto es, no solamente en aquellos donde ganan autócratas o los candidatos que no nos gustan. 

A propósito de desinformación, se menciona el curioso caso de las deepfakes que, dicho de manera poco técnica, refiere a una manipulación de imágenes o audios con un nivel de realismo escalofriante. Ya ha ocurrido, y ocurrirá cada vez más a menudo, toparnos con campañas en las que se pone en boca de un candidato cosas que no dijo o se lo hace aparecer en un lugar que nunca estuvo. Sin embargo, a juzgar por los números, parece que, por ahora, quienes deben estar más preocupadas son las mujeres famosas. Es que, según un estudio realizado en 2019 por la compañía de ciberseguridad DeepTrace, alrededor del 96% de los deepfakes que se generan en el mundo son de contenido pornográfico. Pareciera, entonces, que el onanismo es más fuerte que el deseo de llegar al gobierno.

Sin embargo, como comentábamos al inicio, el eje del libro apunta a dejar ver los hilos y a desacralizar las fantasías del solucionismo tecnológico.

De aquí que buena parte del texto apunte a exponer los sesgos existentes detrás de los algoritmos y la IA. 

“Tenemos demasiado inculcada la creencia de que un puñado de unos y ceros será, sin duda, más racional, efectivo e infalible que un humano. Pero si creemos eso es porque olvidamos que ese código informático ha sido entrenado con datos del pasado, de cientos de miles de decisiones y valoraciones hechas por personas. Con sus propios prejuicios, sus errores y su forma subjetiva de ver el mundo. Por eso, por muy sofisticado y excelente que sea, todo lo que puede llegar a hacer el machine learning es replicar los prejuicios con los que haya sido entrenado”.

En la misma línea, el libro apunta a aquellos que se maravillan con las posibilidades literarias de la IA y hasta hablan de máquinas sintientes, eventuales personas con derechos. Frente a ello, de Rivera aclara que una IA podrá escribir un libro, pero no entiende lo que dice ni lo que le preguntas. Es solo un modelo matemático ultrasofisticado que en tiempo récord calcula la probabilidad de que una palabra venga después de otra.  

Donde quizás el libro se hace más débil es en la parte final cuando se interroga acerca del qué hacer. Más allá de analizar y valorar el esfuerzo de los legisladores de la UE, aun con su sesgo proempresas, la autora considera que además de una buena legislación, es necesario recuperar nuestra capacidad de decisión sin aceptar por defecto cualquier producto tecnológico, educar a la población y establecer algo así como una ética. Este último aspecto no aparece del todo bien desarrollado en comparación con textos como el ya mencionado de Cortina y el resto oscila entre el voluntarismo y la romantización de una presunta libertad individual opuesta a una deshumanizadora tecnología:

“El verdadero progreso es el que nace del interior de las personas. Del florecimiento de nuestras capacidades. No te dejes engañar por los que repiten que la tecnología es el futuro (…) El futuro está en ti, persona de carne y hueso. (…) La resignación es el pan de los esclavos. Atrévete a librepensar”.    

Aun así, se podría rescatar la intención de señalar que, detrás de la pretendida neutralidad de las secuencias de unos y ceros programados según leyes de la estadística, hay intereses y hay beneficiarios, lo cual significa que los algoritmos son productos históricos y contingentes. Este punto no es para nada menor y asumirlo como tal podría ser revolucionario por el simple hecho de que permitiría abrir la posibilidad a que aquello que nos presentan como dado, pueda ser pensado de otra manera.  

 

 

 


El poder de la geografía en el siglo XXI (publicado el 15.1.25 en www.theobjective.com)

 

Que la revolución de las telecomunicaciones ha modificado nuestra concepción del tiempo y la distancia es, a esta altura del siglo, una obviedad tanto como que la velocidad de la información parece atravesarlo todo sin respetar frontera alguna. Los ejemplos en este sentido sobran.

Sin embargo, los agricultores de Egipto siguen dependiendo del agua de Etiopía, las montañas que rodean a Irán hacen de aquel país una fortaleza casi inexpugnable y las características del territorio español pueden explicar su pasado imperial, pero también su dificultad para alcanzar una identidad homogénea.

En otras palabras, aun cuando el vertiginoso avance de la información parezca “aplanar” el mundo, la geografía juega un papel preponderante. Esta es la hipótesis del nuevo libro de Tim Marshall, El poder de la geografía, editado por Península, continuando la línea que se encontraba presente ya en uno de sus textos más reconocidos: Prisioneros de la geografía.

Naturalmente, la tesis de Marshall está lejos de ser original pero no es menos cierto que los análisis de los conflictos pasados, presentes y por venir, muchas veces suelen pasar por alto esa dimensión, más allá de que geopolítica sea una de las palabras de moda que muchos repiten, aunque, sospecho, sin entender muy bien de qué se trata.

En este caso el libro está dividido en diez capítulos: Australia, Irán, Arabia Saudita, Reino Unido, Grecia, Turquía, El Sahel, Etiopía, España y el espacio. El criterio de selección obedece a geografías, como mínimo, potencialmente conflictivas. Tomando en cuenta que la lista no es exhaustiva, podríamos decir que hay razones para alarmarse.

Es curioso, pero desde la euforia pos caída del Telón de Acero y los pronósticos del triunfo inexorable de las democracias liberales, a este mundo multipolar en el que todo el tiempo reaparecen conflictos, algunos de ellos ancestrales, no ha pasado tanto tiempo. Asimismo, esto también hay que decirlo, la multipolaridad ha sido “la norma” a lo largo de la historia de la civilización humana y ya en los años 90, autores como Samuel Huntington, nos advertían que, más que fin de la historia, lo que venía era un choque de civilizaciones.

Los recientes sucesos de Siria, por supuesto, no están incluidos en el libro, pero allí podemos ver condensado cómo juega esa multipolaridad entre buena parte de los principales actores de la política internacional: desde Estados Unidos junto a los kurdos en su disputa contra el fundamentalismo islámico pasando por Turquía contra al Asad y los kurdos ante la amenaza de un Kurdistán que reclama territorio hoy turco; hasta Rusia e Irán apoyando al gobierno depuesto e Israel jugando su rol también para evitar ese “corredor” que le permitiría a Irán llegar al mediterráneo. Prácticamente no hay conflicto hoy en el mundo en el que las distintas potencias no jueguen algún tipo de rol y, en este sentido, no podemos olvidar a China, que para Marshall será uno de los dos protagonistas, junto a Estados Unidos, de un nuevo mundo bipolar hacia finales del siglo XXI. Se trata de una afirmación temeraria, tomando en cuenta lo cambiante que ha sido la historia del mundo en los últimos 100 años, pero no deja de ser una posibilidad.    

Australia y su relación con China desde un territorio cuya lejanía es, a su vez, una defensa y una dificultad para el comercio; Grecia, como puerta de la inmigración africana y, al mismo tiempo, testigo de las pretensiones expansionistas turcas en su ensoñación neootomana; la problemática de El Sahel, esa franja desde la cual cientos de miles de desesperados parten intentando superar el desierto, las condiciones de los traficantes de personas y las inclemencias del mar para llegar a Europa, y la incógnita del rol que pretende jugar Reino Unido tras el proceso de descolonización y el Brexit, son otras de las problemáticas que aborda el libro realizando un trabajo minucioso de contextualización histórica.

Ahora bien, si tuviéramos que detenernos en algún capítulo en particular, el de España es destino obligado:

“España no iba a perder Cataluña sin luchar. Hay muchas razones que explican eso, entre ellas el orgullo nacional y la economía, pero un motivo que a veces se pasa por alto es el geográfico. A lo largo de la historia de España, las Fuerzas Armadas procedentes del norte han entrado en el país aprovechando las estrechas rutas por las tierras llanas que hay a ambos lados de los Pirineos: el País Vasco al oeste y Cataluña al este. La forma más eficaz de defender España por el norte es bloquear esos corredores, por eso Madrid no quiere ni imaginar que estén bajo control de un Estado catalán o vasco independiente”.       

Pero, además, para Marshall, una Cataluña independiente podría ser una puerta de acceso para China porque España usaría su poder de veto para dejar a los catalanes fuera de la UE y el gigante asiático busca hacer pie en todos los Estados europeos que por diversas razones no forman parte del bloque europeo. De aquí que Marshall concluya que España seguirá lidiando con problemas externos pero sus principales retos provendrán del frente interno y se basan, justamente, en su geografía.

Por último, el capítulo sobre el espacio merece también un énfasis particular, especialmente porque el mundo está ante la gran oportunidad de crear una legislación que no reproduzca las relaciones de poder y los desequilibrios ya existentes en el planeta Tierra.

Todos hemos oído hablar del caso de Dennis Hope, un empresario estadounidense que identificó el vacío legal que hay sobre la Luna y, ante la ausencia de respuesta de la ONU, se asumió su dueño para comenzar a vender parcelas desde 25 dólares. Más allá de la anécdota y de los miles de idiotas que dispusieron de su dinero para ostentar un presunto título de propiedad sobre un pedacito de la Luna, lo cierto es que la discusión acerca de la legislación del espacio exterior es tan apasionante como urgente y nos obliga a revisar los grandes filósofos, los fundamentos de las teorías de la propiedad, los experimentos mentales que dieron lugar a las tradiciones políticas predominantes en Occidente, y por qué no, los principales escritores de ciencia ficción como Arthur C. Clarke, Philip Dick o Ray Bradbury, por mencionar solo algunos.

Marshall habla del paso de la realpolitik a la astropolítica, lo cual incluye, por lo pronto, una legislación respecto a los satélites, hoy por hoy, elementos centrales de la comunicación y la defensa. Pero a su vez se impone ya una discusión seria acerca de la propiedad en la Luna y en Marte que vaya más allá de los acuerdos desactualizados a los que no han suscripto todos aquellos países que están hoy en condiciones de disputar “la batalla del espacio exterior”: hablamos, claro está, de China, Rusia y Estados Unidos.

El libro culmina con cierto halo de esperanza recordando el mítico lanzamiento del Pioneer 10 que llevaba un mensaje, elaborado por Carl Sagan, que pretendía representar a la humanidad toda frente a una civilización extraterrestre, y los casos de colaboración en el espacio de los astronautas que pertenecen a las potencias en pugna en la Tierra.

Es que, para Marshall, la posibilidad de alejarnos y observar la Tierra a la distancia puede ayudarnos a comprender que, más allá de la geografía y de una cultura que pretende fragmentarnos en átomos diversos, es más lo que tenemos en común que aquello que nos diferencia. Aunque simple y hasta voluntarista, se trata de un mensaje valioso que, por cierto, nunca está de más recordarlo.     

 

¿A dónde va Turquía mientras nos respira en la nuca? (publicado el 4.1.25 en www.theobjective.com)

 

“Nuestras unidades continuarán sus operaciones (…) sea en Estados Unidos u otro país. Podéis estar seguros de que sentirán el aliento de Turquía en la nuca. Puede pasar cualquier cosa, en cualquier momento y en cualquier lugar”.

Quien hace esta afirmación es Ibrahim Kalin, el portavoz del presidente Recep Tayyip Erdogan quien se encuentra al frente de Turquía desde el año 2003. La advertencia fue formulada el 21 de septiembre de 2018 y estaba dirigida a quienes habían fracasado en su pretensión de derrocar el gobierno en 2016.

Desde este intento fallido hasta que acabó el estado de emergencia dos años después, 160.000 personas fueron detenidas de las cuales 77000 fueron acusadas formalmente de terrorismo, entre ellas periodistas, militares, jueces, policías, profesores y diputados. Asimismo, el gobierno también expulsó por decreto a más de 130.000 trabajadores del sector público, entre los que se encontraban desde militares y fiscales hasta administradores de lotería que, en este caso, no tuvieron suerte.

Números tan elocuentes permiten sospechar que el intento de golpe de Estado fue la excusa perfecta para iniciar una purga que el gobierno venía tramando. De aquí que el propio Erdogan haya declarado en su momento que el levantamiento había sido “un regalo de Dios”.

Si a estos números le sumamos que, a julio de 2023, la propia ONU denuncia un plan sistemático de secuestros extraterritoriales por los cuales Turquía capturó allende sus fronteras a 126 supuestos terroristas y que ha pedido la extradición de 1271 personas más repartidas en 112 países, las palabras de Kalin con las que iniciamos este comentario cobran sentido y explican que Sentirán el aliento de Turquía en la nuca haya sido la frase que el periodista experto en temas internacionales, Javier Biosca, haya elegido para un libro que ayuda a comprender la historia contemporánea de Turquía, al menos desde la gran revolución kemalista de 1923.

El eje del texto es la disputa feroz entre Erdogan y un popular líder religioso y antiguo aliado exiliado en Pensilvania desde 1999: Fethullah Gülen. Sin embargo, alrededor de esa disputa se dejan ver las consecuencias y las transformaciones ocurridas durante el último siglo desde que el padre de la patria, Mustafá Kemal Atatürk, produjo uno de los experimentos de ingeniería social más radical y asombroso de la historia.

Como ustedes recordarán, tras la caída del imperio otomano, Atatürk buscaba dar un giro hacia Occidente y darle una nueva identidad secular al Estado y la nación turca. Entre cientos de transformaciones, se impulsó una legislación que obligaba a las familias a adoptar un apellido de origen turco con el objetivo de eliminar la heterogeneidad existente en una Turquía que tenía (y tiene), distintos grupos étnicos, algo que bien saben los kurdos y que es central para comprender al menos una parte del conflicto actual en Siria.

Pero lo más importante fue la serie de medidas para separar y subsumir la religión al Estado, en línea con la formación de los Estados nacionales europeos. Así, en 1923, Atatürk proclamó la República de Turquía, un año más tarde abolió el califato y en 1928 retiró el islam como religión oficial del Estado. Como si esto fuera poco creó un nuevo alfabeto basado en letras latinas para eliminar las de origen árabe y hasta instituyó nuevas maneras de vestirse (al modo Occidental) prohibiendo el fez tradicional, por ejemplo, en lo que se conoce como la famosa “Ley del Sombrero”.

A propósito, esta ley se transformó en un emblema para aquellos sectores conservadores y religiosos que observaban impávidos cómo, de un momento a otro, un gobernante invitaba a llevar la religión al templo o a la casa, al tiempo que decidía desde cómo había que llamarse y cómo y con qué alfabeto escribir, hasta cómo vestirse. Esta impronta kemalista marcó a fuego al Ejército turco que siempre fue el garante del respeto de estos principios seculares y que intervino con golpes de Estado a lo largo de las décadas subsiguientes cuando interpretaba que esos valores estaban en peligro.

Pero, claro está, las sociedades son dinámicas y hacia la década del 90 comenzaba a gestarse una transformación que tendría a Erdogan como protagonista en lo político y a Gülen en lo cultural/espiritual.

Esta unidad Biosca la ve simbolizada en el episodio del casamiento de quien sería el jugador de fútbol más famoso de Turquía: Hakan Sükür, quien luego sería diputado del partido de Erdogan hasta tener que exiliarse tras el fallido golpe de Estado. En esa ceremonia, Erdogan, como alcalde de Estambul, dirigía la boda, y Gülen, en tanto popular imam y erudito religioso, era el testigo. Corría el año 1995 y la boda de Sükür era el principio de un matrimonio político que duró hasta aquel fatídico 2016. 

Erdogan saltó de Estambul al plano nacional en 2003 y desde aquel momento no perdió nunca más una elección. Habiendo liderado primero un partido islamista, la posibilidad de llegar al gobierno lo hizo moderar su discurso para impulsar incluso el ingreso de Turquía a la UE. En el caso de Gülen pasó algo similar. Desde aquellos tiempos en que emergió como un líder religioso hiperconservador predicando en instituciones que eran solo para varones y hasta publicando un libro en el cual se autorizaba a pegarle a la esposa como último recurso del varón para “corregir” los comportamientos femeninos, pasó a ser aquel que buscaba un islam aggiornado a las necesidades del siglo XXI.

Según Biosca, Gülen “quería sacar la religión de las mezquitas y las instituciones tradicionales para adaptarla al mundo moderno y que las enseñanzas (…) empaparan toda la estructura social. Por eso intentaba vincular la religión con el estudio y conocimiento de las ciencias y apoyaba también la economía de mercado y los proyectos empresariales de sus seguidores como representantes de un islam exitoso acorde a los tiempos”.

Evidentemente, Gülen entendía bien aquello de la batalla cultural probablemente sin haber leído a Gramsci ni mucho menos.

Más allá de que, como se sostenía al principio, es probable que Erdogan haya utilizado el intento de golpe como excusa, para tener una magnitud de la estructura que había creado Gülen, en la semana posterior al ataque contra las instituciones, el ministerio de educación ordenó el cierre de unas 1000 escuelas privadas asociadas al movimiento gülenista y la suspensión de 21000 de los 27000 profesores. Esto solo en Turquía, es decir, sin tomar en cuenta las instituciones que el gülenismo había creado más allá de las fronteras. Pero hay más: tras la clausura de las escuelas, Erdogan ordena el cierre de 2300 empresas, fundaciones, hospitales, colegios y universidades por pertenecer o estar vinculadas a Gülen. Todas esas propiedades fueron automáticamente confiscadas.

La penetración en el Deep State turco por parte del gülenismo era tal que Biosca menciona algunos episodios tragicómicos vinculados al Ejército. Es que, claro está, si, como habíamos indicado, el Ejército era la institución garante del secularismo por antonomasia, debía ser, al mismo tiempo, el espacio más preciado para la infiltración. Así, para detectar a los seguidores del imam, comenzaron a estilarse fiestas en las piscinas a las que se invitaba también a las esposas. Y ya lo sabemos: dime qué tipo de traje de baño usas, y te diré en qué crees.

En esos encuentros, otro elemento a tomar en cuenta era la cuestión de la bebida. Se dice que las mujeres musulmanas, para no ser detectadas, llevaban botellas de alcohol vacías en sus carteras. Dime qué bebes…

Pero la obsesión por la detección de los infiltrados creció después de 2016 y se instauró una suerte de algoritmo con unos criterios insólitos que establecían puntajes para determinar quién debía ser investigado. Por ejemplo, haberse divorciado entre 2015 y 2016, sumaba 0,150; haber planeado unas vacaciones antes del golpe, agregaba 0,20; presentar una jubilación entre julio 2016 y marzo de 2017, suponía entre 0,2 y 0,4, del mismo modo que haber estudiado idiomas o haber sido enviado a un puesto en el extranjero vinculado a la OTAN sumaba de 0,1 a 0,3. Entre los 810.000 militares analizados, el algoritmo encontró unos 4500 gülenistas a ser expulsados de las fuerzas. 

El libro culmina con otra interesante metáfora acerca del cambio que intenta imponer Erdogan respecto a los principios de la república turca de Atatürk. Me refiero a aquel que se da a partir del gesto enormemente simbólico de volver a transformar en mezquita la catedral emblemática del imperio bizantino. Efectivamente, la Santa Sofía, erigida 1500 años atrás, había sido convertida en mezquita tras la caída de Constantinopla en el siglo XV pero, justamente, como parte del proceso de secularización, Atatürk la había transformado en un museo. Sin embargo, en 2020, en un gesto refundacional, Erdogan le devuelve el estatus de mezquita.

“Erdogan se ha erigido como un Atatürk anti-Atatürk. Un líder con valores opuestos al padre de la patria, pero que comparte su modelo de ingeniería social de arriba abajo para crear una nación para sí mismo”.

Más allá de esta pretensión refundacional y del modo en que, según Biosca, Erdogan ha logrado doblegar al Ejército, someter a los medios de comunicación y crear un poder judicial adicto, el autor parece encontrar un espacio de esperanza en el hecho de que la fortaleza de las instituciones creadas por Atatürk le pongan límites a lo que, para los opositores a Erdogan, es una deriva autoritaria en clave eurasianista que el líder del partido AKP habría adoptado a partir de 2011.

A propósito, Gülen acaba de morir en Pensilvania, hace apenas unos meses y Erdogan no intentaría un nuevo mandato. Puede entonces que esa guerra interna haya llegado a su fin. Lo que perdura, en todo caso, es la pregunta de hacia dónde se dirigirá una Turquía que con un ojo mira el Occidente imaginado por Atatürk y, con el otro, parece inmersa en el camino refundacional, con la religión en el centro, que han marcado los 20 años que lleva en el poder Erdogan.   

 

 

La trampa progresista: más posmodernos que marxistas (publicado el 28.12.24 en www.theobjective.com)

 Desde que el discurso de la izquierda progresista devino hegemónico, la agenda pública se ha inundado de debates y controversias inexploradas apenas algunos años atrás.

De repente, escuelas, universidades, fundaciones y empresas animan a las personas a definir su identidad ya no en tanto seres humanos sino a partir de su género, su raza, su origen cultural o su orientación sexual como si fueran estos sus atributos definitivos.

La clase social, que era la categoría explicativa central de la izquierda, al menos hasta bien entrados los ochenta, va perdiendo espacio y se inaugura así la era Woke, mientras el Occidente liberal y universalista que consideraba que la igualdad debía alcanzarse siendo ciego a las diferencias, entra en una crisis profunda.  

Rastrear este proceso, advertir las consecuencias presentes y futuras de este giro, y reivindicar ese liberalismo filosófico de tradición universalista como el camino adecuado para un mundo más justo e igualitario, son las principales motivaciones del nuevo libro del politólogo nacido en Alemania, Yascha Mounk, titulado La trampa identitaria y editado por Paidós.

¿Por qué una trampa? Porque el wokismo, que Mounk denominará “síntesis identitaria”,

“dificulta la sustentación de sociedades diversas cuyos ciudadanos confíen unos en otros y se respeten mutuamente. También es una trampa personal, que hace promesas engañosas acerca de cómo obtener ese sentimiento de pertenencia y ese reconocimiento social al que aspiran de forma natural la mayoría de los humanos. En una sociedad integrada por comunidades étnicas, de género, y sexuales rígidas, habrá una enorme presión para que los ciudadanos se definan en virtud del grupo identitario al que supuestamente pertenecen”.

Aunque no haya un desarrollo original, algo difícil para un tema sobre el cual se ha escrito mucho, es de destacar el intento de sistematizar los principales postulados de esta síntesis identitaria y el desarrollo histórico de ese conjunto de ideas.

A propósito de este último punto, aunque de manera inexplicable Mounk apenas le dedica las tres páginas al final a modo de apéndice, es interesante su posicionamiento respecto a la polémica acerca de si este wokismo es una forma de marxismo cultural como muchos teóricos afirman. Y su postura es clara: si bien existe una matriz común y alguien podría afirmar que simplemente estamos frente a un marxismo cultural que ha reemplazado con categorías de nuevas identidades a la vieja clase social, Mounk sostiene que a la base de la síntesis identitaria está el posmodernismo y, con éste, el poscolonialismo y la teoría crítica de la raza. Más Foucault (y sus derivaciones) que Marx, para decirlo con nombres propios.

Efectivamente, cuando se examinan con detenimiento los que podrían ser los principales postulados de esta nueva corriente, se puede ver la crítica a los grandes relatos, el rechazo a la verdad objetiva, la denuncia al lenguaje como instrumento del poder y, sobre todo, la desaparición del ideal de una sociedad sin clases en detrimento de una sociedad fracturada en múltiples identidades. No es tan fácil encontrar marxismo allí. 

En cuanto a los principales postulados, según Mounk, se pueden reducir a cinco: la teoría del punto de vista, esto es, la idea de que existe una inconmensurabilidad entre los miembros de distintitos grupos, es decir, una imposibilidad de comprensión de los padecimientos del otro, de lo cual se sigue que el grupo presuntamente privilegiado debería aceptar acríticamente como “verdadera” la perspectiva de los desaventajados. En segundo lugar, la idea de apropiación cultural, esto es, la suposición de que los grupos poseen una propiedad colectiva sobre sus productos y creaciones culturales que no pueden ser tomados por otros grupos.

El postulado tres, por su parte, implica la justificación de la limitación a la libertad de expresión como medida para proteger a los grupos minoritarios, el cuarto nos habla del “separatismo progresista” que refiere al modo en que se considera que las instituciones deben promover que las personas no se identifiquen en tanto tales sino por su grupo de pertenencia, y el quinto apunta a las políticas públicas dirigidas a priorizar a los grupos desaventajados. 

Ahora bien, ¿cómo llegan unas ideas propias de nicho académico estadounidense a transformarse en aquellas que hoy dominan la agenda y las políticas públicas de Occidente?

El proceso fue vertiginoso y coincidieron varios aspectos: por un lado, las redes sociales y su tendencia al etiquetado, esto es, un potente impulso a la diferenciación identitaria, el qué eres por encima del qué haces. De allí, claro, los medios tradicionales cada vez más dependientes de las redes, al fin de cuentas, su más potente canal de difusión hoy en día, adoptan el lenguaje “de la identidad” y fomentan los relatos en primera persona, casi siempre en torno a padecimientos, resiliencia, etc. No casualmente y como parte del mismo proceso, aparecieron superventas hablando de privilegio blanco, patriarcado e interseccionalidad como si nada. Evidentemente, la síntesis identitaria se había popularizado.  

Por otro lado, está lo que Mounk llama “la corta marcha a través de las instituciones”, esto es, la forma en que los egresados de aquellas universidades donde imperaba el canon progresista fueron ocupando los espacios de las principales instituciones tanto públicas como privadas. Esto explica que una política pública de un gobierno progresista, de repente, coincida con el mensaje de grandes corporaciones como Coca Cola o Google.

Otro aspecto interesante mencionado por Mounk para Estados Unidos pero que, con sus particularidades, se repitió en España y otros países, fue el avance vertiginoso de esa agenda, en el caso del país americano, después del triunfo de Trump en 2016. Lo que plantea Mounk es interesante porque afirma que, una vez aceptado que Trump había triunfado y que culminaría su mandato, el progresismo dirigió su ira y su afán persecutorio hacia las instituciones y la sociedad toda. 

“Los profesores que trabajaban en las universidades y colegios universitarios de artes liberales; los poetas, pintores y fotógrafos adscritos a sus principales instituciones artísticas, e incluso los empleados de las organizaciones progresistas de Estados Unidos podían hacer desesperadamente poco para defender a su nación contra Donald Trump. Pero lo que sí podían hacer era identificar a cualquiera que, deliberada o inadvertidamente, en la realidad o en su imaginación, no acatara las nuevas certidumbres políticas con las que se habían comprometido las comunidades más progresistas del país”.

Ese clima de persecución neopuritana contra el jefe, el vecino, el usuario de redes, el colega, fracturó a las sociedades y, según Mounk, explica el regreso de la ultraderecha que, con el progresismo, serían las dos caras de una misma moneda.

De aquí que para Mounk la salida esté en un retorno a esa tradición universalista y liberal que se hizo carne en la declaración de los Derechos Humanos y que cuenta con todos los instrumentos para tomar en consideración las diferencias sin crear un separatismo absurdo que derive en una suerte de competencia de víctimas y grupos desaventajados.

¿Parece una propuesta utópica vista desde la actualidad? Sin dudas, pero no debemos olvidar que no es otra cosa que el espíritu y el fundamento constitutivo de nuestras repúblicas democráticas.