Suenan explosiones, gritos y estalla la ventana; al rato
nuevas explosiones y una granada que ingresa a la casa con la suerte de que se
puede evitar su detonación. Las voces de los soldados se oyen cada vez más
cerca y una bomba hace un agujero en la pared. La confirmación del horror se
produce cuando una parte del techo cede y desde arriba caen cuerpos degollados junto
a sus respectivas cabezas. Mientras todo eso sucede el matrimonio que habita la
casa está discutiendo con violencia un tema que los ha atravesado durante los
17 años que llevan de casados. La discusión supone insultos y bofetadas del
hombre a la mujer y de la mujer al hombre. Pero no hay acuerdo y es que ninguno
parece tener razones de peso para convencer al otro en este debate central que
permite dejar en un segundo plano la guerra que hay allí afuera. El tema que
debate el matrimonio puede resultar baladí a la distancia pero ninguna
discusión que lleve tantos años merecería ser tildada de tal. Para dejarse de
rodeos: ¿el caracol y la tortuga son el mismo animal? Ella testarudamente
afirma que así es y él testarudamente le indica que no. ¿Pero acaso la tortuga
y el caracol no se encierran en su caparazón? ¿Y no son, la tortuga y el caracol,
seres lentos y babosos que se arrastran? ¿Y si les damos verdura es falso que
el caracol y la tortuga la coman por igual? Por último, ¿faltamos a la verdad
si decimos que ambos son comestibles? Pues entonces, caracol y tortuga son el
mismo animal. Así al menos razona ella para incomodidad e indignación de él y
tal desacuerdo constituye el eje de la obra de teatro que Eugene Ionesco
publicara en 1962 bajo el título Delirio
a dúo.
El argumento parece hacer justicia con la categoría de
“teatro del absurdo” con que se suele reunir a autores como Ionesco y Beckett,
entre otros, pero, visto a la luz de los días que corren, cobra una inusitada
potencia explicativa para dar cuenta de la miopía de las clases dirigentes y el
ensimismamiento de los participantes de los debates públicos.
De hecho es imposible repasar los diálogos de los personajes
de la obra de Ionesco y no pensar que esa tozudez para defender posiciones
irreconciliables sobre temas que están saldados es representativa de lo que
sucede en los programas de debate en radio y TV, en los espacios donde se
legisla y en las redes sociales donde cualquier intercambio parece realizarse
con la intensidad propia de un asunto trascendente. Y sin embargo, en general,
lo verdaderamente importante sucede en otro lado mientras seguimos enfrascados
en disputas fratricidas que en muchos casos no difieren demasiado en
profundidad y calidad argumentativa que la expuesta en la obra.
Y no se trata de un fenómeno local: pasa en Argentina, en
Brasil, en España o en Estados Unidos donde la polarización resulta evidente y
es también azuzada por cada uno de los polos y por la lógica mediática que en
el afán de la corrección política siempre presenta posiciones radicalmente
antagónicas sobre cualquier temática dándoles el mismo status y posicionando
como referentes a energúmenos que eventualmente un día pueden llegar a ocupar
espacios de toma de decisión. Y lo más curioso es que lo hacen en nombre de la
necesidad de consenso y de dar lugar a todas las voces. ¿O acaso lo harán para
posicionarse en un presunto lugar de neutralidad frente a las dos radicalidades
que ellos mismos han elevado a referentes de un debate?
¿Y qué hay respecto de las audiencias y de la opinión pública
en general? ¿La gente de repente se ha vuelto idiota y ha dejado de percibir
cuáles son los temas que verdaderamente importan? Sinceramente no habría
ninguna buena razón para suponer tal cambio pues idiotas en cantidad ha habido
siempre. En todo caso, lo que sí parece novedoso es que la estupidez se ha
democratizado y las usinas de transmisión de las mismas se han multiplicado con
la irrupción de las redes sociales. Este fenómeno también es útil para dar
cuenta de las fake news pues está
claro que las noticias falsas no fueron inventadas hace dos años. Lo que ha
variado, claro está, es la posibilidad de que cualquiera pueda difundirlas y de
que esa difusión sea masiva e inmediata.
Por cierto, en la última escena de la obra, con los cuerpos degollados
colgando del techo y las paredes agujereadas, los protagonistas deciden tapar
con colchones los huecos de las paredes, evitar mirar los cuerpos y volver a
discutir si la tortuga y el caracol son el mismo animal.
Allí comprendí la frase de aquel amigo experto en Beckett que
al sugerirme la lectura de Ionesco me advirtió: “Lo absurdo no es el teatro. Lo
que es absurdo es la realidad”.
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