lunes, 18 de noviembre de 2024

Herejía: la leyenda negra del cristianismo (publicado el 13.11.24 en The Objective)

 Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia “en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad”, existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como “cristianismo primitivo” y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

“Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia”.

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos “otros” Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra “herejía” una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra “herejía” tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de “veneno”.     

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, “racionales”, de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios. En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran “materia corriente” en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran “trucos” que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas “versiones alternativas”, las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios “oficiales” con estos otros relatos como si la decisión de elegir unos por sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, “razones políticas” y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los “otros” Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.     


domingo, 10 de noviembre de 2024

El triunfo del monstruo (publicado el 6.11.24 en www.disidentia.com)

 

Finalmente llegó el día y Trump triunfó con mucha más holgura de la que todas las encuestas vaticinaban, llevándose los 7 “Swing States” y obteniendo más votos totales que su rival, algo que en las anteriores ocho elecciones un solo candidato republicano había logrado. Me refiero, claro está, a George Bush hijo en 2004.

Seguramente con el correr de los días habrá tiempo para analizar con más precisión los números y, con ello, las razones que los explican de manera más concluyente, pero al menos preliminarmente algunos bosquejos más o menos sensatos se pueden realizar.

A propósito, hace algunos días leía Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, un libro de Roger Senserrich cuyo sesgo anti Trump es marcado pero que aun así ofrecía un apunte a tener en cuenta: aun si Trump hubiera perdido esta elección, existen condiciones estructurales que explican su emergencia. Trump no sería así la anomalía sino uno de los retoños naturales de aspectos institucionales generales insertos en el corazón de la república estadounidense, sumado a la deriva adoptada por el partido republicano. En otras palabras, para Senserrich, hay Trump porque Estados Unidos abrevó de una tradición poco democrática existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.    

Esta perspectiva es de resaltar porque nos corre automáticamente del lugar común de un Trump producto de un combo explosivo entre un giro reaccionario de las sociedades acaecido por generación espontánea, sumado a Fake News y gente muy mala diseñando algoritmos para manipular gente tonta y/o protofascista. En todo caso, si hay algo que objetar al libro de Senserrich es haber omitido la responsabilidad del partido demócrata en la irrupción de un fenómeno como Trump. Porque, no hay que olvidar, la transformación de los demócratas merece más que una mención a pie de página.  

En este sentido, algunos números preliminares elaborados por la CNN y El País ofrecen datos interesantes, confirmando la mayoría de las tendencias que venían dándose al menos desde 2016 y matizando, solo en parte, algunas otras. En resumidas cuentas: entre los varones, Trump ganó por 10 puntos y, entre las mujeres, perdió también por 10 aunque en 2020 había perdido por 15 puntos; entre los jóvenes de hasta 29 años perdió por 13 pero, en ese segmento, en 2020, había perdido por 24 frente a Biden; entre los blancos ganó por 12 aunque en 2020 había ganado por 17 y entre los negros perdió por 74 puntos, casi lo mismo que en 2020. Donde se vio un importante avance de Trump es entre los latinos: en 2020 había perdido en esa franja por 33 puntos y, en esta elección, la diferencia se achicó a 8 puntos.

Entre los universitarios, Harris ganó por 16 puntos contra los 12 de diferencia que había obtenido Biden, pero entre los no universitarios Trump ganó por 10 cuando 4 años atrás había ganado allí solo por 2 puntos.     

En cuanto a las zonas, Trump subió sustancialmente en el ámbito rural triunfando por 27 puntos contra los 15 de diferencia obtenidos en la elección presidencial anterior y, entre los considerados votantes independientes, Harris ganó por 5 puntos, bastante poco si lo comparamos con los 13 de ventaja obtenidos por Biden en 2020.

Como les decía, estos números en general confirman las tendencias y el perfil que fueron adoptando ambos partidos en los últimos años. El partido republicano liderado por un magnate ha logrado representar especialmente a la población de varones blancos no universitarios, trabajadores de zonas rurales y/o de los viejos cordones industriales, aquellos más afectados por la globalización. Del otro lado, las grandes ciudades progresistas de las costas y con ello los beneficiarios de las políticas identitarias, especialmente mujeres universitarias y afroamericanos. Todo esto, claro, a grandes rasgos.

Si esto ya supone desde algunos años poner todo patas para arriba, el abrazo a la lógica populista que encarna Trump lo ha enfrentado, además, al Deep State, las grandes corporaciones y las usinas de hegemonía cultural, esto es, los grandes medios y las universidades. Esto puede explicar, como indicaba José Carlos Rodríguez en The Objective, https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-11-06/fracaso-izquierda-radical-estados-unidos/ que el 78% de las noticias acerca de Harris hayan sido en tono positivo mientras que el 85% de las noticias sobre Trump hayan tenido el tono opuesto.

El fenómeno es curioso: van a la universidad, lo primero que les enseñan es la palabra “subjetividad” y luego les indican que toda reflexión sobre lo real se hace desde una determinada perspectiva. Sin embargo, luego, ingenuamente, creen que su microclima es representativo de la realidad. Pasó con toda la industria cultural, con Hollywood a la cabeza, y pasó con los medios. Por cierto, tienen todo su derecho a tomar partido y a hacer campaña por quien quieran. Lo que no pueden es hacerlo y, al mismo tiempo, presentarse como neutrales. Algo similar sucede con las audiencias: se quejan de la polarización, pero le exigen a sus diarios favoritos que tomen posición; luego denuncian, con razón, a los forajidos que tomaron el Capitolio pero callan sobre las políticas identitarias y de ingeniería social que hicieron mucho más daño a la convivencia democrática que ese lamentable suceso.

Hablando de microclimas, una mención para las burbujas en las que se desenvolvieron muchas encuestadoras y analistas. Si bien fue menos vergonzoso que lo ocurrido en 2016, volvieron a equivocarse y cuando el error siempre se repite para el mismo lado, o supone un sesgo inobservado o es lisa y llanamente manipulación. En cualquier caso es grave y el recorrido ya lo sabemos: inflaron los números de Harris instalando una remontada épica para luego hablar de empate técnico hacia el final y así convocar a la movilización del electorado. Ante el resultado adverso, la excusa de siempre: el voto del candidato que no nos gusta da vergüenza y la gente no lo menciona en las encuestas. Y todo cierra: nosotros no nos equivocamos y el voto del otro es tan repugnante que sus votantes no se atreven a expresarlo en público.

Llega entonces el momento en el que las vanguardias esclarecidas del progresismo, dado que no se animan fácilmente a afirmar que el pueblo se equivoca, indican que el pueblo fue manipulado: Fake News, algoritmos, Elon Musk y “los hechos alternativos” alguna vez reivindicados por la administración Trump se unen para el combo exculpatorio perfecto.

Y por supuesto que la derecha se pelea con la realidad cuando abraza un sinfín de delirios conspiranoicos, pero la izquierda no se queda atrás cuando ha fracturado la sociedad con una divisoria artificial y cuando incluye en el centro del debate público a nivel mundial materias reñidas no solo con los valores occidentales sino, lo más importante, contra toda verdad científica que no se ajuste a la ideología del neopuritanismo disciplinador.  

La negación de la realidad que impulsa el progresismo se observa también en las respuestas a este tipo de derrotas, siempre variadas, pero nunca adecuadas. A veces el argumento es “faltó explicar mejor”. Es decir, es un problema de comunicación, de la forma en que se transmiten contenidos y valores que, en caso de no haber interferencias, convencerían a toda la ciudadanía. O sea, estamos en la verdad y ustedes están equivocados. Solo nos falta explicarlo mejor para que la gente, que es idiota, lo entienda.

En otros casos, otro ensayo de presunta autocrítica amaga con revisar los fundamentos, pero solo confirma los sesgos para radicalizarse. Así, si Trump gana no es porque las políticas progresistas, en nombre del bien, le jodieron la vida a un montón de gente inocente que de repente es acusada, como mínimo, de poseer privilegios de los que carece, sino porque esas políticas no fueron lo suficientemente radicales. En vez de frenar, reflexionar y observar por qué en todo el mundo está sucediendo que hay una reacción por derecha, en particular, de varones trabajadores, blancos y heterosexuales, pero también de mujeres que incluso alguna vez pudieron abrazar ideas progresistas, la conclusión es que hay que profundizar. Un “no nos equivocamos en lo hecho. Nos equivocamos en no haber hecho más de ello”. Radicalizar siempre y, si es posible, con apoyo económico del Estado o de las ONG. Pero el polarizador es el otro.        

E insisto, a la izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo. Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó. Es decir, ya hay un antecedente y todas las distopías de progresismo de “espacios seguros” no se cumplieron. Habrá sido un mal o un buen gobierno, con características particulares que nos pueden gustar más o menos, pero lo hizo dentro de las instituciones. Incluso fue juzgado y condenado en medio de la carrera presidencial y también se lo implicó en los desafortunados episodios del Capitolio donde su responsabilidad directa es más que discutible. Y francamente, sea de izquierda o de derecha, salvo casos muy excepcionales, lo mejor es que el candidato pueda presentarse en las elecciones y que sea la gente la que elija. Los intentos de proscribir candidatos con artilugios judiciales nunca acaban bien. Y no puede llamarse “Lawfare” solo cuando la persecución se hace sobre líderes de izquierda. 

Lo mismo sucede con los “lenguajes de odio”. A Trump casi le vuelan la cabeza y hubo aparentemente otros dos intentos de matarlo en los últimos meses. Por supuesto que una de las consecuencias de las retóricas violentas puede ser que la violencia vuelva sobre el emisor, pero ¿acaso no puede haber influido en la mente de esos asesinos el hecho de que constantemente y durante años se instale que ese señor es Hitler, Mussolini, que va a quitarle el derecho a las mujeres, a los negros y a los gays…? ¿No es eso lenguaje de odio también? Porque nos puede gustar más o menos, pero Trump no es nada de eso. No puede ser que, si el atacado es de izquierda, la culpa sea del lenguaje de odio de la derecha, pero cuando el atacado es de derecha, el responsable sea también el mismo lenguaje de odio de la derecha. ¿El odiador es siempre el otro? ¿Las sociedades se dividen entre los que aman y los que odian y, a su vez, cada uno de esos grupos votan a partidos diferentes? 

En cuanto a política exterior, una vez más, ¿de dónde ha salido que con Trump es más probable que se desate una guerra? Los antecedentes de su administración, donde evidentemente logró controlar a “los halcones”, juegan a su favor y lo ha repetido en campaña. Además, la administración Biden no ha contribuido a la paz mundial, por cierto. Fueron más bien los demócratas los que abrieron y continuaron batallas que algunos acusan hasta de genocidios, aunque, claro está, son guerras que se libran con igualdad, inclusión y respeto por las disidencias, excepto en el campo de batalla, claro.  

En todo caso, lo que preocupa a cierto establishment es el repliegue de Trump, tanto en lo que respecta a su proteccionismo en el plano económico, como en lo que refiere a una política internacional no atlantista que dé un vuelco tanto en Ucrania como en el conflicto en Oriente Medio donde Biden y Europa han demostrado incapacidad y complicidad en la extensión de unas guerras que pueden escalar de manera dramática en cualquier momento.

Para finalizar, el progresismo tiene un motivo para celebrar, por las mismas razones que el progresismo, inconscientemente, celebró la llegada de Milei en Argentina: ahora tiene en frente al mal encarnado contra el cual podrá ejercer el rol de víctima esencial y abrazar la indignación diaria cuando tenga la razón y cuando no la tenga también.  

          Pusieron una mujer no blanca a disputarle la presidencia a la máxima expresión del monstruo, el monstruo perfecto, aquel que condensa todo lo que hay que combatir: un hombre rico, vulgar, populista al que acusan de misógino y homofóbico.   

Lo enfrentaron con la máxima expresión de la política identitaria del partido demócrata: apoyada por el establishment, no importaba qué hiciera Kamala ni cómo fue designada. Importaba lo que era, una mujer no blanca que, en tanto tal, debía ser buena porque era de las nuestras.

Y perdió contra el candidato contra el cual no se podía perder. Si les sirviera de lección para revisar políticas de cara al futuro, tendríamos mejores gobernantes tanto de un partido como de otro. A la luz de la historia reciente y de las primeras reacciones, no parece que sea el caso.  

 

IA: un nuevo apocalipsis para una vieja burocracia (publicado el 28.9.24 en www.theobjective.com)

 

El impacto de Nexus, el nuevo libro del historiador israelí Yuval Harari, el cual incluye un pronóstico apocalíptico respecto a las posibles consecuencias del uso de la Inteligencia artificial (IA) sobre nuestras vidas, ha contribuido a reflotar, en los últimos días, un debate que al público en general le resulta lejano cuando no directamente incomprensible.

 

Mientras tanto, las compañías que se disputan el mercado de la IA avanzan enloquecidamente ofreciendo, en el mejor de los casos, la dádiva de comités de ética internos como estrategia de marketing de cara a la sociedad, y los gobiernos y las instituciones supranacionales nombran a sus propios expertos con rostros adustos, apasionados por una protocolización de la vida que habla más de sus ideologías que de su rigor técnico. 

 

El aspecto más polémico del libro de Harari es aquel que indica que la potencial autonomía de la IA supone una amenaza para la democracia y para la supervivencia humana. 

 

En el fondo de este tipo de afirmaciones está ese temor que es un clásico de mitos, leyendas y cuentos acerca de la posibilidad de que una creación humana devenga contra sus propios creadores. Frankestein, el Gólem de Praga y una lista infinita de casos sirven de ejemplo para graficar un terror humano, demasiado humano, que recae sobre los Hombres cuando "juegan a ser Dios". 

 

Sin embargo, lo que permanecía en el terreno de la fantasía, parece acercarse cada vez más al terreno de lo posible. De hecho, para Harari, justamente, la gran novedad de esta tecnología es su capacidad para autonomizarse. Este es su diferencial y lo que la hace tan peligrosa porque hasta ahora, incluso el uso de energía atómica para crear una bomba y lanzarla, dependía, en última instancia, de una decisión humana. Pero el gran interrogante es qué sucedería si una inteligencia artificial, es decir, no humana, pudiera tomar esa decisión por sí sola.

 

Ahora bien, si no queremos ir tan lejos como Harari, aun a riesgo de vender menos libros, claro, podríamos posarnos en las preguntas que la IA plantea para la democracia. Allí no hace falta profetizar tanto porque los resultados ya son palpables. Me refiero al modo en que los algoritmos promueven visiones parciales, burbujas que hacen que acabemos rodeados de aquello que confirma nuestros prejuicios mientras suponemos estar ante una muestra representativa de la complejidad de la realidad. 

 

Aquí mencionamos el libro de Harari pero donde mejor se explica esto es en el libro Código roto de Jeff Horwitz, el periodista que publicó el escándalo conocido como "Los papeles de Facebook". Se trata de una investigación esclarecedora porque allí se expone el modo en que la empresa de Mark Zuckerberg diseñó algoritmos con el fin de lograr que los usuarios pasen más tiempo navegando en la plataforma. El punto es que una inteligencia artificial que sólo sabe cumplir objetivos, observó que los usuarios se sienten más atraídos por publicaciones, amistades o grupos cuyos posteos fomentan la polémica, las conspiraciones, las fake news y el odio.

 

Lo interesante del libro de Horwitz y la investigación que allí se revela como producto de una filtración, es que Facebook lo sabía y que todas las medidas que tomaron se realizaron siempre y cuando no afectaran al negocio. Pero sobre todo, algo quizás más preocupante, es que los ingenieros aceptaron que los algoritmos tomaban decisiones que eran completamente imprevisibles. Es decir, los algoritmos habían devenido incontrolables. 

 

Sirviéndose de ejemplos como este, Harari plantea un escenario donde habría algo así como dos grandes corrientes dominando la discusión pública en torno a qué hacer. Se trata de un planteo simplista y falaz cuya única intención es posarse en un pretendido lugar de neutralidad que no es tal.

 

Pero lo cierto es que él distingue entre una mirada que sería propia de Silicon Valley y que él denomina "visión ingenua" que considera que, a más información, más cerca se estará de la Verdad y de la democratización de la palabra; y una mirada populista, la cual consideraría que la verdad es relativa y que las instituciones occidentales son solo una mascarada de legitimación del poder de turno. 

 

La falta de precisión de Harari en este aspecto es espeluznante pero el punto es que él construye estos hombres de paja para justificar su posición, la misma que sostienen los grandes organismos supranacionales, esto es, fortalecer instituciones del statu quo y generar acuerdos globales en nombre de una buena gobernanza, llámese Agenda 2030, Pacto del futuro o el nombre que la burocracia de turno proponga. Es decir: está el cuco de los empresarios libertarios de Silicon Valley, prepotentes opositores a cualquier intervención estatal, y luego está el cuco de los Bolsonaro y los Trump que creen que no hay Verdad y entonces se benefician de los bulos porque la gente que los vota a ellos es idiota y manipulable. En el medio está Harari y toda la vieja burocracia que necesita de un nuevo apocalipsis siempre a punto de llegar para poder legitimar su existencia.

 

Ahora bien, lo que Harari no menciona es que esas instituciones cuya legitimidad está puesta en cuestión, no sólo por una serie de forajidos conspiranoicos sino por su propia incapacidad, arbitrariedad y sesgo, al igual que los ingenieros de las compañías, tampoco saben bien qué hacer con la IA. Es decir, los encargados de controlar a los diseñadores que impulsan las fantasías tecnocráticas de manual con argumentos de un iluminismo ramplón y adolescente que, por favorecer su negocio, han sido funcionales a la proliferación de conspiraciones, falsedades y delirios, no tienen para ofrecer más respuestas que una maraña de normas de control siempre obsoletas y el sostenimiento de una casta de burócratas solventados con dineros públicos. 

 

Son los mismos que ensalzaban las redes cuando años atrás favorecían su agenda y ahora las denuncian porque, más allá de que efectivamente son espacio para todo tipo de material cloacal, son también el único canal desde el cual se pueden alzar voces contra la hegemonía cultural progresista.

 

Sin saber verdaderamente qué hacer, demostrando su incapacidad una vez más, el accionar de esta burocracia obedece más a razones ideológicas y a un temor que se evidencia en la creación de diversos dispositivos que garanticen nuevas y sofisticadas formas de control. 

 

Si el fanatismo tecnocrático del espíritu emprendedorista de Silicon Valley lleva al mismo descontrol desregulador que un supuesto populismo relativista para el cual los bulos y la Verdad son solo distintas formas igualmente válidas de hacerse con el poder, las actuales instituciones que proponen regulaciones carecen de legitimidad por su propia incapacidad y por los demostrados sesgos de sus intervenciones pretéritas. 

 

Digamos, entonces que, más allá de los peligros de una tecnología capaz de autonomizarse, un problema más urgente es esta crisis de legitimidad de las instituciones que pretenden limitar dicha tecnología. 

 

Por ello, es necesario concluir afirmando que nuevas instituciones con visiones más equilibradas y mayor eficiencia técnica no serán suficiente para detener todos los eventuales peligros de la IA, pero serán, sin duda, una condición necesaria.

 

lunes, 4 de noviembre de 2024

Alexéi Navalni: memorias de un héroe ruso (publicado el 31/10/24 en www.theobjective.com)

 

“Los escritores de verdad son personas excepcionales. Cuando a mí me preguntan qué se siente al morir por un arma química, son dos las asociaciones que me vienen a la mente: los dementores de Harry Potter y los Nazgul de El señor de los anillos de Tolkien (…) Me apabulla la imposibilidad de entender qué sucede. La vida se me escapa y no tengo voluntad para resistirme. Me muero”.

Pero no fue el caso. El intento de asesinato contra Alexéi Navalni, el activista disidente ruso, líder de la Fundación Anticorrupción cuyas investigaciones apuntaron contra el propio Putin, había fracasado. No fue gratis: la recuperación le deparó dieciocho días en coma, veintiséis en cuidados intensivos y treinta y seis en el hospital. Las secuelas iban a ser permanentes. No sería, por cierto, el último intento de asesinato.

Patriota es el título del extenso libro póstumo donde Navalni cuenta en primera persona sus últimos años de vida en un tránsito entre burocrático y terrorífico que bien deberíamos rebautizar “putinista” antes que “kafkiano”. Está dividido en cuatro partes siendo la más dramática la última, aquella en la que intenta reproducir día por día sus tiempos en la cárcel.

El relato comienza el día del envenenamiento, el 20 de agosto de 2020 y llega hasta el último manuscrito que pudo hacer llegar desde la prisión a principios de 2024. En ese interín, Navalni vivió en Alemania los cuatro meses posteriores al envenenamiento, como parte de su recuperación, y luego, al regresar a Rusia, fue detenido en el aeropuerto. Nunca más recuperó la libertad.  

Definir a Navalni desde el punto de vista ideológico es difícil. No es un intelectual ni tampoco se lo puede ubicar fácilmente en la derecha o en la izquierda. Participó en política hasta que él y su espacio fueron proscriptos, pero su discurso es más moral que político. La suya es una cruzada ética y también, por qué no decirlo, personal, contra Putin, a quien dice odiar, sin ambages. Contra la corrupción valía todo, desde aliarse con conservadores, hasta llamar a un voto útil apoyando a los viejos comunistas, o boicotear elecciones en las que varios espacios y candidatos habían sido prohibidos con artilugios varios.

Por supuesto que hay menciones a la pobreza que la economía centralizada dejó en Rusia, al horror del ocultamiento del desastre de Chernóbil y hasta una autocrítica por haber apoyado a Yeltsin aun siendo demasiado joven. Pero ni siquiera podría decirse que Navalni es un antiestatista. En todo caso, sus críticas al Estado se solapan con el verdadero centro de su ataque, esto es, aquellos hombres que, sea durante la URSS, sea posteriormente a la caída del Muro, lo tomaron por asalto transformándolo en un nicho de corrupción y una cuna de nuevos ricos y prepotentes oligarcas. Para Navalni, los rusos “son unas buenas personas con un mal Estado”.

Dado que no estamos frente a un ideólogo robusto ni a un nacionalista en el sentido clásico, quizás la respuesta al título del libro obedezca más a un interrogante que él mismo se encarga de revelar: ¿por qué volvió a Rusia? Esto es, ¿por qué vuelve a una detención casi segura? Según lo expresa en el libro, vuelve por convicción, por el compromiso que había adquirido con sus seguidores y por la confianza en que gestos como el suyo harán de Rusia un país libre. Hacerlo suponía un riesgo para su vida y decidió asumirlo “patrióticamente”.

En los años previos, Navalni se había transformado en un verdadero tábano del poder. Participaba en manifestaciones donde usualmente acababa preso y creó la fundación desde la cual denunció el ostentoso palacio Gelendzhik que Putin posee a orillas del mar Negro. Además, sufrió varios ataques siendo quizás el más famoso aquel en el que recibió en la cara un polvo verde que casi lo deja ciego de un ojo pero que, sin embargo, no le impidió dar una conferencia de prensa que dio la vuelta al mundo. Sí, lo hizo con un ojo cerrado y con el rostro y las manos teñidas de verde.

Además, metieron preso a su hermano, su familia recibía presiones de todo tipo y hasta su mujer sufrió también un intento de envenenamiento. Cada vez más cercado, fue de los pioneros en usar un blog para hacer sus denuncias y luego un canal de Youtube con millones de visualizaciones. Había un impulso tan vital como sacrificial en Navalni que el poder no podía permitir.

Conociendo el final de la historia, la lectura de Patriota nos lleva de la indignación, al dolor y a la tristeza. Pero el tono de Navalni no cambia en ningún momento. Hay una suerte de optimismo cándido en que las cosas van a cambiar y, sobre todo, una suerte de mandato algo mesiánico. Si había que morir por la patria rusa, que no es el concepto de patria tradicional, sino el ciudadano ruso de a pie que merece vivir mejor, sucederá, más allá de que él consideraba que su relevancia internacional haría que el gobierno de Putin no cruzase ese límite.

Otro aspecto a resaltar es una especie de naturalización de los vejámenes padecidos como si fuera un precio que él sabía que pagaría pero que no le altera la firmeza de sus convicciones. Algo de esto se observa en sus cartas desde la cárcel donde, en el mismo párrafo, es capaz de contar que lo han vuelto a condenar, que ha hecho ejercicios y que ha comido unos ricos pepinos. En este sentido, la forma en que él va relatando su diario desde la cárcel recuerda a esa anotación del diario íntimo de Franz Kafka: “2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”. 

Técnicamente, en prisión, Navalni fue recibiendo distintas sentencias en su contra y cada una de ellas suponía un traslado desde Moscú a lugares remotos en los que paulatinamente lo iban privando del acceso a sus abogados, familia, etc. En ese lapso, llegó a realizar una huelga de hambre de veinticuatro días por no recibir la atención médica que requerían las consecuencias del envenenamiento del año 2020.

No obstante, en una de esas prisiones era continuamente recluido en una celda de castigo (SHIZO) por violaciones a códigos de conducta como tener mal abrochado un botón. “Es el lugar que se utiliza para atormentar, torturar y asesinar presos”, dice. Por cierto, el tamaño y la disposición de la celda recuerda a “La incomodidad”, aquella de La caída de Camus cuya descripción era la siguiente:

“[Se trata de una prisión que se] distinguía por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para poder mantenerse en pie, pero tampoco lo bastante ancha como para poder acostarse. Había que adoptar el género molesto, vivir en diagonal; el sueño era una caída, la vigilia un encogimiento”.

A pesar de que legalmente nadie podía estar allí más de quince días, Navalni permaneció en completo aislamiento en ese lugar durante doscientos noventa y cinco. Cuando no estuvo solo, compartió espacio con alguien que él denominaba “el psicópata”, un desequilibrado mental que gritaba veinticuatro horas y no lo dejaba dormir. Era parte de la tortura, claro.

La última sentencia fue en agosto de 2023. En este caso, fue la más dura: diecinueve años por “extremismo”. Asimismo, como si las condiciones ya descritas no hubieran sido suficiente, lo trasladaron a una cárcel de máxima seguridad en el Círculo Ártico donde lo obligaban a dar paseos matinales con menos treinta y dos grados centígrados.

Fue en esa prisión donde escribió su última carta el 17 de enero de 2024 y fue allí donde apareció muerto casi un mes después, el 16 de febrero. Tenía cuarenta y siete años.  

 

jueves, 31 de octubre de 2024

Identidad y memoria, el viaje al pasado de Michael Ignatieff (publicado el 26.10.24 en The Objective)

 

Imaginemos que en algún baúl de recuerdos, de esos que todos tenemos en casa, encontramos las fotos de nuestros abuelos; ahora imaginemos que ellos se ocuparon de escribir unas memorias para sus nietos y que él fue gobernador de Kiev y ministro de educación del último gabinete del Zar Nicolás II, y ella una princesa que nació en una casa legada a la familia por Catalina la Grande a fines del siglo XVII. Si eres un buen escritor, historiador y filósofo como Michael Ignatieff, y decides hacer un libro con ese material, el resultado no puede ser más que una historia fascinante. ¿Su título? El álbum ruso. Una saga familiar entre la revolución, la guerra civil y el exilio.

Reconocido este mismo año en España con el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, Ignatieff, canadiense nacido en 1947 y discípulo de Isaiah Berlin, lleva casi cincuenta años de labor académica entre las universidades más prestigiosas del mundo. Además, participó activamente en la política local como líder del Partido Liberal en una experiencia personal que bien supo narrar en otro libro magnífico: Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política.

Esta segunda edición de El álbum ruso, treinta siete años después de la primera, tiene el valor adicional de permitirnos una lectura en perspectiva tal como el autor expone en el nuevo prefacio. Es que, claro está, uno de los ejes de la historia es una Ucrania que, al momento de la primera edición, todavía era parte de la URSS; una Ucrania con identidad propia y que, al mismo tiempo, tiene una  historia común con Rusia, lo que hace todavía más dramático asimilar el enfrentamiento actual.

Justamente es en Ucrania donde los abuelos de Ignatieff tuvieron una finca desde 1860 hasta la revolución de 1917 y donde se encuentran enterrados los bisabuelos de él, más precisamente, en una pequeña iglesia ortodoxa rusa perteneciente a un pueblo llamado Krupoderyntsi, el cual se encuentra a unas tres horas al suroeste de Kiev.

La historia de los Ignatieff con el zarismo venía de larga data. De hecho, con 19 años, el abuelo Paul había ingresado en la guardia imperial como lo había hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo.

Precisamente su padre, Nicholas Ignatieff, bisabuelo de Michael, fue el diplomático ruso que en 1878 participó de las reuniones que concluyeron en el tratado que puso fin a la guerra entre rusos y turcos, y jugó un rol clave en la creación de Bulgaria. Además, en 1860, fue el responsable de la negociación del tratado limítrofe de Amur-Ussuri en el que se definió la frontera entre Rusia y China en la región del Pacífico tal cual la conocemos hasta hoy. A propósito, el viejo Nicholas solía contar, a manera de anécdota, que recorrió en seis semanas la distancia entre Pekín y San Petersburgo para comunicarle la noticia al Zar. Sin embargo, en el trayecto fue sorprendido por una tormenta de nieve en la llanura siberiana a la cual sobrevivió pidiéndole a los jinetes cosacos que formaran un círculo con sus caballos para así poder calentarse con el aliento de los mismos.   

Con esa historia a cuestas, la revolución bolchevique suponía los peores augurios.   

“[Mis abuelos] nacieron en una época en la que su pasado era su futuro. Era una vida predeterminada, no un tejido cuya trama pudieran hilar ellos mismos. Crecieron en una época regida por un protocolo de decoro familiar. Sus vidas acabarían en un exilio amorfo, un tiempo sin futuro y un pasado suspendido fuera de todo alcance”.

Con todo, ese exilio amorfo fue mejor que la muerte segura a la cual Paul pudo eludir gracias a la buena imagen que había dejado en la población sus gestos alejados de toda pertenencia aristocrática. En un periplo que supuso un escape de película a través del Mar Negro y estadías provisorias en varias ciudades, finalmente Paul y Natasha, junto a sus hijos pequeños, recalan en Canadá donde tienen la posibilidad de construir una nueva vida.

Allí, los cuatro hijos formarán familias por fuera de la comunidad rusa, en una decisión que muestra también hasta qué punto el exilio generó una fractura con ese pasado. De hecho, George, el padre de Michael, que al escapar con la familia de Rusia en 1919 contaba apenas seis abriles, no frecuentaba los círculos de exiliados ni hablaba ruso en la casa.  

El vínculo entre Michael y George permite a su vez introducirnos en otro aspecto central del libro que va más allá de la historia en sí. Me refiero a las reflexiones que el autor realiza sobre la memoria y la identidad.

Porque el lugar común, lo que uno espera de un libro que intenta reconstruir una historia familiar, es una reivindicación de los orígenes, la revalorización de las raíces. Y, sin embargo, el enfoque es mucho más complejo.

“Yo tenía un pasado de aventureros zaristas, supervivientes de revoluciones y exiliados heroicos. Pero, cuanto más grande era mi necesidad de echar mano de ese pasado, más fuerte se hacía la necesidad de renegar de él, de labrarme mi propio camino”.

Aparecen entonces los dos aspectos: por un lado, la conciencia de que la identidad personal depende de la continuidad que nos brinda la memoria y está atravesada por la historia familiar como un pasado ineludible; sin embargo, por otro lado, esa identidad es también fruto de decisiones libres que nos separan de esa historia. Esa ambigüedad, ese cerrar un capítulo de la historia familiar para, a su vez, independizarse de él y asumir su influencia relativa, atraviesa todo el libro y explica la tensión que tenemos con las fotografías familiares.

Es que éstas son los únicos objetos que, según Ignatieff, realizan la función religiosa de conectar a los vivos con los muertos: a través de ellas nos damos cuenta que compartimos rasgos, estilos, formas, gestos con nuestros antepasados, lo cual nos ubica en un tiempo y en un espacio. La fotografía nos advierte que la identidad personal es una creación que no se hace desde la nada sino sobre la base de una materialidad donde juega lo genético, lo histórico y lo social.   

“Esta es la razón por la cual las viejas fotografías quedan confinadas en una vieja caja de zapatos en el último cajón de la cómoda. Las necesitamos, pero no queremos oír sus reivindicaciones”.

Este punto es por demás interesante porque la fotografía, según Ignatieff, “documentan las heridas” y por ello lastiman ese proceso trabajoso de la memoria por olvidar las cicatrices del pasado. Así, las fotografías son clave para saber quiénes somos y, al mismo tiempo, desafiando el olvido, irrumpen incomodando eso que somos. Esa es la tensión constante que Ignatieff expresa haciendo un recorrido por una historia de Rusia y de Ucrania que le es constitutiva pero, a la vez, completamente ajena, como él mismo reconoce: “Soy un canadiense tan típico de su tiempo y de su lugar de nacimiento, que me siento fraudulento en mi intento de asimilar la evanescente experiencia de otra generación”.

El libro comienza con un proverbio ruso que sirve como epígrafe y reza: “Si vives en el pasado perderás un ojo. Si ignoras el pasado perderás los dos”. Abriéndole los ojos a ese pasado y rindiéndole un homenaje a esos abuelos remotos, Ignatieff nos enseña que conocer de dónde venimos es esencial para saber quiénes somos. Pero no para romantizarlo, sino para ubicarlo y enfocar la mirada en un futuro donde, sabiendo lo que somos, podamos elegir lo que queremos ser.