domingo, 7 de septiembre de 2025

Karina: efecto Streisand, posverdad y kirchnerismo Shrödinger (editorial del 6.9.25 en No estoy solo)

 

En el año 2002, un proyecto que intentaba concientizar acerca de la erosión de las costas de California, publicó varias imágenes entre las que se encontraba, de manera casual, la mansión perteneciente a Barbra Streisand. La reacción de la actriz fue inmediata: denuncia al fotógrafo y exigencia de compensación económica y retiro de la foto. Pero el resultado no deseado también se evidenció rápidamente: si la imagen original había sido descargada solo 6 veces hasta ese momento, en los siguientes 30 días el número llegó a 420.000. La intención de que algo no se vea, la lisa y llana pretensión de censura, generó el efecto contrario haciendo que esa información llegara incluso a aquellos a los que nunca hubiera llegado. Tomó tal estado público este evento que, desde aquel momento, se habla del Efecto Streisand para describir cómo los intentos de censura acaban, paradójicamente, difundiendo aún más la información que se quería ocultar. “Le prohibieron la manzana, solo entonces la mordió. La manzana no importaba. Nada más la prohibición”, reza la canción.

Hace 15 días que la opinión publicada no hace otra cosa que hablar de “los audios” y diversas encuestas muestran que la gran mayoría de la ciudadanía está al tanto del tema. Sospecho que, por torpeza, aunque también podría ser una estrategia comunicacional, tras días de zozobra y silencio, el gobierno logró ahora enlodar la discusión pública de modo tal que ya nadie sabe qué es lo que se está discutiendo. Porque los audios de Karina no dicen nada, pero hoy parecen más importantes que los verdaderos audios escandalosos: los de Spagnuolo. Asimismo, la delirante denuncia impulsada por Bullrich, la cual incluía pedidos de allanamientos a periodistas y conexiones ruso-venezolanas corrió el eje del debate a “libertad de expresión” y le pareció exagerada hasta al propio fiscal Stornelli, si bien halló buena recepción en un juez que necesita hacer favores para que se los devuelvan rápido en el Consejo de la Magistratura.

A la hipótesis ruso-venezolana, el presidente le agregó la advertencia de un presunto intento de magnicidio, no sabemos si a partir de ese brócoli volador que lo sorprendió en plena caravana, inaugurando así un período de anarco-capitalismo mágico donde su soledad no necesitará 100 años para quedar en evidencia.

El enlodamiento de la discusión pública, insisto, sea como estrategia, sea como efecto casual de la inoperancia y los delirios, traslada el terreno de la discusión desde la verdad al de la posverdad. Es que cuando el escenario está tan saturado de información tóxica, ya nadie toma en cuenta los hechos en sí sino cuál es la interpretación de ellos que mejor se ajusta a su ideología previa. Se trata de una estrategia de repliegue porque pierde eficacia en los sectores moderados, pero garantiza el núcleo duro cuando todo parece desmoronarse.

En cuanto a las elecciones, resta ver cuánto de este escándalo repercutirá en los números finales, si bien, salvo un resultado sorprendente a favor o en contra, será muy difícil de medir. Por ahora, la mayoría de encuestas hablan de paridad, con cierto favoritismo del peronismo para septiembre y cierto favoritismo para LLA en octubre. Pero todo cerca del margen de error y con dificultades para medir el impacto de un gobierno al que le está costando “estar en control”.

La semana pasada ya mencionamos una lista enorme de errores no forzados de la administración Milei. A ella podemos agregar una decisión político-electoral también errada: presentar la elección de septiembre/octubre como un plebiscito de la gestión cuando incluso antes de la revelación de los audios había buenas razones para suponer que el gobierno podía perder. Uno entiende el factor simbólico, la relevancia de la provincia de Buenos Aires, pero el gobierno entró solito a una batalla a la cual podría haber ingresado con pretensiones modestas para, ante una eventual derrota, poder construir la épica del derrotado digno en terreno hostil. La temeridad y el impulso a quemar las naves le ha resultado útil a Milei. Pero cuando deja de ser una estrategia para convertirse en un modo de gobernar, falla. No siempre hay que ir alocadamente al frente, especialmente cuando delante solo te espera la pared y cuando los tiempos vienen muy acelerados: hace un mes, el presidente, el ministro de economía y un conjunto de funcionarios que conocen la calle por Street View, a pesar de hacerse los cocoritos en Twitter, se mofaban indicando que el dólar flota. Ahora los estamos viendo hocicar cuando anuncian la intervención del BCRA y cuando le echan la culpa a un banco chino de mover el precio del dólar por comprar 30 millones de dólares. Si no aceptan su inoperancia y/o su complicidad, al menos acepten la sugerencia de ser menos soberbios.

El error de la estrategia se podrá ver, además, si, como es más que factible, al final de octubre, incluso habiendo perdido la provincia de Buenos Aires, el acumulado de los 24 distritos dé ganador al gobierno. Sin embargo, el hecho de haber puesto todo contra la provincia gobernada por Kicillof y, eventualmente, haber fracasado, dejará flotando la idea de una mala elección que objetivamente no sería tal pues estaría ganando cuando tiene, en el haber, la baja de la inflación pero, en el debe, el resto de las variables de la economía las cuales prometen agravarse en lo inmediato, incluso si el gobierno recibe apoyo en las urnas. Es que los votos no multiplican los dólares que hacen falta para que la economía se sostenga sin irse a la mierda. En todo caso, en el mejor escenario, un apoyo popular podría darle margen para algunos ajustes extra y recibir nuevos endeudamientos hasta llegar a la nueva cosecha y así… hasta que un día el mercado diga “Basta”. Y no es que lo afirmemos por adivinos: es que ya hemos estado ahí.

Es más, y con esto podemos cerrar, es claro que el gobierno no quiere perder, pero si gana, deberá hacerse cargo de la explosión de la macro que hoy todavía mantiene a raya dilapidando dólares y con tasas en pesos astronómicas. En cambio, una eventual derrota le permitiría hacer la Gran Macri del día posterior a las PASO 2019 y adjudicarle el lunes negro que vendrá al tránsito de la potencia al acto del riesgo Kuka. La devaluación no sería así la consecuencia necesaria de la impericia y de un modelo que no cierra sino fruto del temor a que vuelvan los Orcos.

Es curioso, porque el kirchnerismo se parece cada vez más a la Armada Brancaleone auspiciada por Adidas. Sin embargo, el gobierno lo señala como a tiro de recibir el último clavo del cajón y, a su vez, como una fuerza maligna a nivel internacional capaz de la operación de inteligencia más sofisticada.

No sabemos, entonces, si estamos ante un kirchnerismo Shrödinger, muerto y vivo a la vez, o simplemente frente a un gobierno carente de buenas excusas y en acelerado proceso de descomposición.

 

 

Reflexiones sobre la estupidez (publicado el 4.9.25 en www.theobjective.com)

 

¿Por qué las personas inteligentes creen en tonterías? ¿Pueden las redes sociales transformarnos en imbéciles? ¿Por qué los más estúpidos creen que el estúpido es el otro? ¿Hay categorías de estupidez? Reunidos por Jean-Francois Marmion, un psicólogo francés que se hizo mundialmente conocido como divulgador, psicólogos, filósofos, sociólogos y escritores, reflexionan sobre estos tópicos en La psicología de la estupidez. Explicada por las mentes más brillantes del mundo, un libro que fue multiventas en Francia y que Península acaba de editar en español. 

No se trata, por cierto, de preguntas simples y las diferencias en los enfoques de los miniartículos y entrevistas que componen este volumen dan cuenta de ello. De hecho, podría decirse que la falta de unidad y los distintos registros, algunos más humorísticos y otros con pretensión académica, incluso con una edición atractiva con colores y resaltados, dificulta la continuidad de la lectura.

Con todo, y a favor del libro, podría decirse que tratar de definir la estupidez resulta tan controversial como cualquier intento de definir la inteligencia, de aquí que muchos de los artículos vayan de un campo a otro sin más, como también es natural que resulte muy presente, probablemente por razones de coyuntura, la cuestión de la manipulación mediática y el adjudicarle estupidez a determinados referentes políticos por el simple hecho de que discrepan con las ideas del autor.

Sin ir más lejos, el profesor de Filosofía, Aaron James, confunde al estúpido con el idiota tal como se lo entendía en la antigüedad, y define al primero como un ser individualista con un gen egoísta que se encuentra sobre todo en Estados Unidos. Otros como el psicólogo Serge Ciccotti, corren el eje del comportamiento cívico para vincular al estúpido con la (ausencia de) inteligencia e indicar que éste posee la tendencia a sobreestimar su nivel de competencia y “sobresale por su capacidad de creer en todo lo habido y por haber, desde las teorías de la conspiración hasta la influencia de la Luna en el comportamiento, pasando por la homeopatía”.

Asimismo, Ciccotti agrega que la irracionalidad (aquí equiparada a la estupidez) estaría vinculada a nuestra necesidad atávica de controlarlo todo, algo que, por ejemplo, se observa en aquellos individuos que frecuentan personas que dicen ser capaces de predecir el futuro.

Por su parte, el filósofo Pascal Engel, hace uno de los intentos más serios del libro tratando de trazar una taxonomía de la estupidez y complejizar el panorama cuando rompe la presunta contraposición entre estupidez e inteligencia. En este sentido, Engel habla de el necio, quien no carece de inteligencia ni es hostil al conocimiento si bien no sabe cómo aplicarlo; o del estúpido inteligente aquel que puede ser muy sabio y culto para brillar en sociedad, pero su inteligencia no acuerda con sus afectos.

“Esta clasificación de tipos de estupidez puede parecer rudimentaria, pero tiene la ventaja de subrayar que la estupidez no es (o no es solo) una incapacidad para comprender o un defecto intelectual, ni es una privación del juicio que dejaría al individuo, de manera permanente o temporal, en un estado de inercia o falta de libertad”.

En este punto se abren distintos aspectos conceptuales que son recogidos por algunos de los participantes del libro. El primero, refiere al derribo del otro gran mito clásico de Occidente: la contraposición entre racionalidad y emoción que, en este caso, se traduciría en la contraposición entre la inteligencia como vinculada al ámbito de lo racional, y la estupidez como emergencia de un comportamiento prerreflexivo gobernado por lo afectivo.

Es aquí donde aparece el gran trabajo de Kahneman sobre los sesgos cognitivos en la que es otra de las grandes discusiones del libro. Como ustedes sabrán, en una investigación que le valió el premio Nobel, Kahneman dio en el eje de flotación de todas aquellas teorías que, entrado ya el siglo XXI, seguían apoyándose en la idea de hombre racional, aquí entendido como homo oeconomicus, mostrando que al momento de tomar decisiones los sesgos cognitivos resultan centrales. No podríamos llamar a éstos fuentes de estupidez, pero explican buena parte de los errores que tomamos como agentes racionales.

Los sesgos cognitivos son errores sistemáticos de nuestra forma de pensar basados en determinadas estructuras y lógicas. En épocas de algoritmos e información cada vez más personalizada, el sesgo más famoso es el de confirmación, esto es, la tendencia a buscar información que confirme nuestras creencias y a desacreditar toda aquella que las contradiga, si bien, sin dudas, el más nocivo de todos es el que algunos llaman sesgo de punto cero, esto es, aquel sesgo que, justamente, nos impide reconocer nuestros sesgos.

Por último, se podría destacar la entrevista al psicólogo, escritor y diplomático, Tobie Nathan quien entiende que la cultura puede ser un antídoto contra la estupidez y responde a esta sensación que seguramente nos ha invadido a todos alguna vez en los últimos años: ¿existen en la actualidad más estúpidos que antes? De ser así, ¿cómo podría explicarse ese fenómeno con un desarrollo civilizatorio como el que ha demostrado la humanidad en el último siglo?

Sin embargo, Nathan es taxativo: “En nuestra época, al renunciar a las filosofías comunes, las personas se han visto obligadas a exponer más sus estupideces. No son más estúpidas de lo que solían ser, yo diría que lo son bastante menos, pero se nota más”.

Seguramente a esto habría que agregar que la combinación entre esta renuncia a las filosofías comunes que daban un marco de creencia más o menos coherente, y la posibilidad de que cualquier estúpido pueda, a través de las redes sociales, ofrecernos una opinión o una conducta capaz de devenir viral al instante, ayuda a confundirnos y creer confirmada la suposición de que, en la actualidad, la cantidad de estúpidos está creciendo en grandes proporciones. No se trataría, entonces, de mayor cantidad de estúpidos sino de mayores canales a través de los cuales dar a conocer la estupidez, uno de los grandes privilegios de estos tiempos.

En síntesis, La psicología de la estupidez es un libro desparejo y algo inclasificable en el que las elaboraciones interesantes coexisten con intervenciones que, quizás ayudadas por el objeto del libro, se prestan a desarrollos donde el afán por la divulgación y la lectura entre amena y jocosa, conspira contra la precisión. Con todo, nos permite conocer pensadores, ideas y reflexiones que bien vale la pena rastrear.  

 

 

Filosofía griega para ser felices (publicado el 30.8.25 en www.theobjective.com)

 

En tiempos en los que no se nos permite otra cosa que vernos y mostrarnos felices, una cita con los principales pensadores griegos para reflexionar sobre qué es la felicidad, por qué buscarla y cómo alcanzarla, resulta una invitación estimulante, especialmente cuando prolifera tanta banalidad y donde pareciera que lo único a rescatar de la antigüedad es esta versión entre extemporánea, new age y pseudo orientalista de los filósofos estoicos.

Afortunadamente, el guionista, escritor y profesor, Daniel Tubau, entiende que los discípulos de Zenón de Citio que florecieran también en Roma gracias a las contribuciones de Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, entre otros, tienen una gran relevancia, pero hay algo más allá, y más acá, de ellos. De aquí que en Siete maneras de alcanzar la felicidad según los griegos (Ariel), el autor se proponga desarrollar comparativamente las reflexiones de los estoicos, pero también de Sócrates y Platón, Aristóteles, Demócrito, los escépticos, los cínicos y los epicúreos.

A trazo grueso, si bien podría decirse que en general todos acordarían en considerar a la felicidad (eudemonía) como el bien supremo, el contenido de la misma varía entre las escuelas y los autores.

Para Sócrates, por ejemplo, la virtud moral, el autodominio y guiarse por el método dialéctico como forma de alcanzar la verdad eran elementos centrales para alcanzar la felicidad; y en su discípulo, Platón, la felicidad se obtiene cuando el alma se orienta hacia el mundo ideal donde, gracias a conocer la Idea del Bien, el filósofo se comporta con virtud y gobierna de manera justa.

Aristóteles, por su parte, en su clásica querella contra Platón, entiende que la felicidad debemos buscarla en este mundo y no en aquel de las formas perfectas. El Estagirita defiende el ideal de vida contemplativa, pero al momento de cultivar las virtudes entiende que éstas deben trascender lo teórico para efectivizarse en la práctica. La apuesta por la racionalidad no deriva en un rechazo a las pasiones sino en la búsqueda de un término medio, por ejemplo, la valentía es el término medio de la temeridad y la cobardía; la generosidad el del despilfarro y la tacañería; la mansedumbre el de ser iracundo y no sentir ira alguna, y la magnanimidad el de la vanidad y la humildad.

Tubau encuentra antecedentes de esta perspectiva aristotélica en Demócrito, el atomista, aquel que entendía que el vivir bien estaba vinculado al buen ánimo (euthymia), el cual se obtenía en la moderación del placer y en la armonía de la vida evitando tanto los excesos como las carencias.

Empezamos en este punto a ver una cierta constante más allá de las diferencias, una suerte de visión negativa de la felicidad en el sentido de que, en contraste con las concepciones actuales asociadas al consumo, el deseo irrefrenable y la autoexplotación, en la gran mayoría de los pensadores y escuelas antiguas, la felicidad está vinculada a algún tipo de restricción, (auto) control y moderación.

Si tomamos el caso de los cínicos, sea en la versión de Antístenes o en la del más famoso Diógenes, el perro, se trata de vivir conforme a la naturaleza y oponiéndose a las artificiosas convenciones sociales a través de ejemplos prácticos y evitando sesudas reflexiones, como demostraba Diógenes ingresando a contramano de los asistentes una vez que la obra de teatro había concluido. Sin embargo, claro, el perro pasó a la posteridad por el cultivo de la autarquía viviendo en un tonel con lo mínimo indispensable y practicando el hablar franco, la parresía, como una forma de desafío al poder. Una anécdota que ilustra su autosuficiencia es aquella en la que se afirma que mientras Corinto era asediada y los ciudadanos corrían desesperados tratando de salvar sus pertenencias, Diógenes hacía lo mismo pero con las manos vacías afirmando “es que todo lo mío lo llevo conmigo”. En cuanto a su franqueza, claro está, contamos con la legendaria anécdota con Alejandro Magno en la que éste le pregunta qué desea y Diógenes, echado en el piso, le pide simplemente que se apartara para no taparle el sol.

En los estoicos encontramos aspectos similares, de hecho, Zenón de Citio, su fundador, habría sido discípulo de Crates, el Cínico, si bien Tubau indica que la cuestión del autodominio en esta escuela tiene una justificación más bien metafísica ya que su rechazo al placer y la riqueza, que en los cínicos era un acto de rebeldía, en los estoicos deviene de la aceptación racional del orden cósmico.

Para los estoicos, hay que distinguir lo que no depende de nosotros, por ejemplo, el clima, de lo que sí depende de nosotros, (nuestras opiniones, impulsos, deseos y aversiones) y hacer foco allí porque la felicidad y la virtud la encontraremos en la imperturbabilidad del alma (ataraxia) que surgirá como consecuencia de un control de las pasiones y de ser indiferentes a aquellas cosas que no podemos controlar. 

En apariencia, los grandes rivales de los estoicos serían aquellas escuelas que conectaban la felicidad con el placer. Sin embargo, hay que matizar esa afirmación. Tubau menciona el caso de Aristipo, fundador de la escuela cirenaica que ve en el placer el bien supremo pero que, sin embargo, también aboga por el autocontrol.

En el caso de los epicúreos, el énfasis está puesto de nuevo en el placer, aunque no se trata de los placeres concupiscentes sino del placer de no sufrir dolor en el cuerpo, y de aquellos que, una vez más, no generan turbación en el alma.

Su famoso tetrafármaco indica, por ejemplo, que no hay por qué temerle a los dioses (porque ellos no se ocupan de nosotros ni castigan ni recompensan) ni a la muerte (porque cuando muramos no vamos a sentir nada); que el bien es fácil de alcanzar y el mal es fácil de soportar.

Por último, los escépticos, con Pirrón a la cabeza, afirman que, dado que no es posible tener certeza de la verdad ni a través de los sentidos ni a través de la razón, la única forma de encontrar la ataraxia no es, como en los estoicos, aceptando ser parte de un orden cósmico, sino asumiendo la ignorancia y, con ello, la suspensión de cualquier afirmación acerca del mundo.

El libro de Tubau culmina con una propuesta y con un intento de responder a la pregunta sobre qué es y cómo alcanzar la felicidad. En cuanto a la primera, la salida es ecléctica:

“(…) ser estoicos cuando no hay más remedio que soportar situaciones extremas; pirrónicos y cínicos ante las convenciones sociales absurdas (…); escépticos ante las grandes promesas de los políticos (…); epicúreos para darnos cuenta de que no sentir dolor y no estar enfermo es ya casi la felicidad (…); cirenaicos para disfrutar de todo tipo de placeres; aristotélicos y epicúreos para considerar las consecuencias del exceso; aristotélicos, platónicos, democriteos y escépticos académicos para buscar los placeres de la investigación, la curiosidad y cierta trascendencia, que no tiene por qué ser religiosa (…)”.

Y en cuanto al interrogante central, en una línea que podríamos definir entre escéptica y existencialista con algunas reminiscencias de El mito de Sísifo de Camus, Tubau considera que la filosofía nos enseña que la felicidad no es el estado emergente del cumplimiento de un propósito, aquello que se obtiene cuando alcanzamos la meta. Se trata, más bien de la trama más que del desenlace, de ese camino hacia el conocimiento que, como el horizonte, se mantiene siempre lejano aun cuando creamos que estamos avanzando.