“¿Usted está de acuerdo con la reforma del
Artículo 168 de la Constitución Política del Estado para que la Presidenta o
Presidente y la Vicepresidenta o el Vicepresidente del Estado puedan ser
reelectas o reelectos por dos veces de manera continua?”. Quédese tranquilo que
no estoy abogando por un “Macri eterno”. Se trata, simplemente, de la pregunta
del referéndum constitucional boliviano que se celebró el domingo 21 de febrero
y que había sido impulsado por el gobierno para dejar abierta la posibilidad de
que Evo Morales y Álvaro García Linera pudieran volver a presentarse como
candidatos a presidente y vice, respectivamente, en las elecciones que
determinarán quién ocupará el Palacio Quemado a partir de 2020. El resultado,
que tenía carácter vinculante, arrojó un ajustado triunfo del No (51,39% contra
48,69%) y significa, sin dudas, un paso más hacia lo que pareciera ser una
reconfiguración del mapa político de Latinoamérica. Con todo, cabe hacer
algunas salvedades: el resultado no deja de ser exiguo si se toma en cuenta que
el MAS gobierna Bolivia desde 2005 y además se da en un referéndum, consulta donde
lo que suele suceder es que electores enormemente diversos acaban aglutinándose
detrás de un sí o un no para, al día posterior, volver a disgregarse. En otras
palabras, un referéndum de este tipo favorece la polarización pero no garantiza
que esa polarización pueda sostenerse cuando se voten candidatos. Naturalmente,
la oposición al MAS presentará este resultado como un camino inexorable hacia
el fin de Evo Morales pero en su foro interno sabrá que será muy difícil
trasladar automáticamente ese 51% a un candidato opositor, pues lo único que
los reúne es el voto contra Evo y contra las reelecciones (casi) indefinidas
pero no más que eso, al menos, por ahora. En cambio, quienes votaron por el Sí,
probablemente, votan por Evo independientemente de si ese voto supone una
reforma constitucional. Quieren que siga Evo y entonces votan lo que Evo pide,
lo cual, por cierto, no es para nada irracional.
Como solemos decir en esta revista, desde una
perspectiva amplia, tiene sentido hablar de “gobiernos populares” en
Latinoamérica y allí incluir a referentes con trayectorias, construcciones y
experiencias políticas de lo más diversas y que, en todo caso, tienen en común
haber sido la respuesta a las demandas populares tras la larga década
neoliberal que gobernó la región durante los años 90. Pero Chávez no es
Kirchner, ni Lula es Correa, Ni CFK es Evo porque Venezuela, Argentina, Brasil,
Ecuador y Bolivia, si bien comparten un pasado común, tienen dinámicas
políticas propias. Y a su vez, de todos estos procesos, puede que el boliviano
sea el más radical, en el sentido de que logró unir, con éxito, a un dirigente
sindical aymara con un intelectual neomarxista que estuvo preso acusado de
participar en acciones guerrilleras. En uno de los países más pobres de la
región, el “populismo” del MAS alcanzó un inédito crecimiento sostenido del PBI,
acumuló reservas, generó políticas de inclusión y tuvo la capacidad, no sin
tensiones, claro, de poder liderar los heterogéneos espacios y las heterogéneas
identidades de la plural Bolivia generando, a su vez, una Constitución
enormemente original que hasta el día de hoy sigue siendo objeto de estudio y
faro para asentar las bases de un nuevo tipo de Estado.
Sin embargo, también es verdad que hay elementos
comunes a los procesos por los que deben atravesar estos gobiernos populares.
No solo tienen en común que sus adversarios parecen extraídos de la misma matriz,
sino que hay una dinámica vinculada a las formas de liderazgo y a la política
económica y social de los gobiernos populares que parece generar las propias
condiciones de destrucción del proceso. Por supuesto que no lo decimos en los
términos marxistas de una necesidad histórica, pero tanto en Argentina, como en
Venezuela, Bolivia, Ecuador y Brasil hay al menos dos elementos a resaltar que han
sido inherentes a los procesos históricos que se desarrollaron fuertemente
desde el comienzo del siglo XXI en la región. El primero, que en Argentina lo
conocemos bien por haber transitado el peronismo, es el problema de la sucesión
del líder; y el segundo podríamos explicarlo sintéticamente así: los gobiernos
populares tienen más resistencia en las clases medias y sin embargo son los que
más han contribuido al crecimiento y al fortalecimiento de esas mismas clases
medias que luego los rechazan.
Sobre la primera cuestión, la experiencia
histórica no permite ser demasiado optimista pues de hecho, buena parte de la
turbulencia política de la década del 50, 60 y 70 en la Argentina tuvo que ver
con la disputa acerca de quién o quiénes serían los ungidos por “el General”.
Con menos dramatismo, sin proscripciones y sin sangre derramada, en la actualidad,
el resultado de las últimas elecciones también puede leerse como parte de un
proceso que tenía como principal dificultad la ausencia de referentes que
pudieran hacerse cargo del legado kirchnerista. Si esto se debió a limitaciones
de los aspirantes o a mezquindades de la conducción poco importa. Lo cierto es
que a pesar de conocer, ya desde 2013, que era imposible una nueva reelección,
el kirchnerismo no quiso/no logró/no supo/no pudo construir un heredero. La
situación de Chávez fue similar más allá de que el hecho de saberse con una
enfermedad terminal hizo que ungiera públicamente a su sucesor (algo que puede
servir para ganar elecciones pero no necesariamente para sostener la
gobernabilidad y aplacar las internas). Correa también tiene dificultades para
seleccionar un sucesor y parece estar obligado a jugar sus cartas hacia una
nueva reelección. Y la única excepción en este sentido parece haber sido la de
Brasil, en la que Lula y Dilma pusieron funcionar como un “matrimonio político”
independientemente de las enormes dificultades de gobernabilidad por las que
atraviesa nuestro vecino país.
En lo que respecta al segundo aspecto, pareciera
tratarse de una paradoja irresoluble pues una fuerte inversión pública, el
fomento del mercado interno, políticas sociales inclusivas y un Estado presente
en materia educativa y salud, han generado ascenso social. Y sin embargo, esos
sectores que se han visto favorecidos han elegido, con el correr de los años, a
candidatos que promueven políticas contrarias a esas conquistas. Probablemente
la llave del asunto está en que “clase media” es una categoría cultural y no
económica. Esto significa que no tiene sentido decir “si alguien gana un peso
más que tanto es de clase media y si gana un peso menos que tanto es de clase baja”.
Si bien dentro de la clase media hay muchas “clases medias”, buena parte de
estas clases medias son antipopulares salvo cuando la crisis económica las
golpea de lleno. De aquí que el “piquete y cacerola la lucha es una sola” que
sonaba en 2001, haya sido un encuentro absolutamente circunstancial que apenas
algunos años después volvería a su tensión histórica, aquella en la que la
clase media entiende a la protesta social y a los excluidos como un problema de
tránsito.
No se me ocurre cómo los procesos populares
pueden eludir este fenómeno que históricamente ha puesto límites a este tipo
proyectos y no me satisface abogar por una abstracta necesidad de “brindar la
batalla cultural” más allá de que algo de lo que allí pueda incluirse
seguramente brinde alguna respuesta. En cuanto a la problemática de la sucesión
en los liderazgos fuertes, bien podría discutirse hasta qué punto es posible
avanzar en cambios radicales sin ese tipo de referentes pero independientemente
de cuál sea la respuesta, nos guste o no, las sociedades occidentales de la
actualidad mantienen cierto recelo hacia la posibilidad de mandatos que se
extiendan indefinidamente o por largo tiempo. En este contexto, Evo Morales
tiene una ventaja: le quedan cuatro años para ayudar a erigir un sustituto que
demuestre que, si bien lo que se ha hecho en Bolivia ha sido posible por un
hombre, la única garantía de que ese legado sea estable, es, justamente, que sea
capaz de trascender la vida de ese hombre.
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