La leyenda cuenta que allá por el
490 a. C, Filípides corre 41,8 kilómetros desde Maratón hasta Atenas para
comunicar la buena nueva: “Hemos vencido”. Éstas serían sus últimas palabras
porque, tras pronunciarlas, caería muerto. Filípides era un hemeródromo,
término cuyo significado literal es “el que corre un día entero” y era uno de
los tantos mensajeros a los que se les requería servicio cada vez que había que
comunicar algo urgente. Incluso se dice que habría recorrido la distancia desde
el Ática hasta Esparta, más de 200 kilómetros, en un solo día, para pedirle a
los lacedemonios que intercedieran a favor de los atenienses contra los persas.
La corrida de Filípides fue tan
célebre y trágica al mismo tiempo que hizo que maratón pasara a designar el nombre de la gran competencia de resistencia
del atletismo y que esos casi 42 kilómetros transitados se transformaran en una
marca universal.
Con esa leyenda de fondo y
tomando como referencia lo que podría considerarse el primer manual de
reflexión sobre el deporte en general, escrito por Filóstrato, el ateniense
(170 d. C.), la escritora, periodista y licenciada en Letras Clásicas, Andrea
Marcolongo, regresa a las librerías con El
arte de Correr. De Maratón a Atenas, con alas en los pies (Taurus).
Sin embargo, lo que a primera
vista podría parecer un intento de revisar el evento histórico que significó la
caída del rey persa Darío, es más bien una gran excusa para narrar una
experiencia personal de la autora: la preparación para correr la maratón de
Atenas que va desde la ciudad de Maratón hasta el estadio Panatenaico de la
capital griega.
El libro ofrece datos de color y
algunas curiosidades quizás no del todo conocidas por el gran público. Por
citar alguna de ellas: si en la actualidad, la competencia, a nivel planetario,
requiere transitar 42 kilómetros y 195 metros en lugar de los 41,8 kilómetros
originales, se debe al capricho del príncipe de Gales que, en los Juegos
Olímpicos de 1908, extendió la carrera unos 400 metros para que la largada fuera
desde el Castillo de Windsor. Asimismo, se menciona cómo ya entre los egipcios
existía una ley que castigaba con la muerte a aquel corredor que salía segundo
tras haber sido vencedor en la competición anterior, o el caso de Aristión, el
pugilista que ganó su competencia en los Juegos Olímpicos estando muerto. Efectivamente,
mientras le rompía los dedos del pie a su competidor para lograr que se
rindiera, Aristión era estrangulado por éste con tanta buena (o mala) suerte
que el rival aceptó su derrota una fracción de segundo antes de que le llegara
la muerte a quien sería el ganador de la competencia.
Pero en línea con el espíritu de
Filóstrato, el libro también incluye algunas reflexiones personales sobre el
deporte en general y el running en
particular.
Allí, Marcolongo, resalta la
particularidad del correr como un deporte solitario que no se enseña y que
parece connatural del ser humano, además de tratarse de una actividad que va
mucho más allá de lo físico para conectar con lo mental. De hecho, para la
autora, la preparación de casi cinco meses para el evento en cuestión le
permitió comprender ese kairós
griego, al que define como un tiempo sin principio ni fin, un continuo estar
haciendo (corriendo), y aquello que se suele conocer como estado de conciencia flow y supone estar inmerso completamente
en una actividad y permanecer al mismo tiempo presente ante uno mismo.
En otro de los capítulos, Marcolongo
advierte sobre tres olas que están invadiendo el running: la salutista, la ecológica y la tecnológica.
En cuanto a la primera, la autora
señala sentirse algo incómoda con esta especie de tiranía de lo sano sobre el
deseo, más allá de que da la bienvenida al mejoramiento de la calidad de vida
que eso puede suponer. Algo similar sucede con la segunda ola, la ecologista:
sin llegar a suscribir al delirio radical de aquellos runners que pretenden que los corredores hagan la actividad dando
vueltas de manzana y sin traslados, para disminuir la huella de carbono,
Marcolongo resalta que la moda del running
contribuye a tomar conciencia respecto a la necesidad de un ambiente habitable.
Por último, la ola tecnológica supone, para la autora, una gran paradoja: se
nos dice que correr es liberador pero cada vez más nos encontramos presos de
una serie de dispositivos y aplicaciones que nos controlan los pasos, lo que
comemos y la actividad que realizamos, de modo que, de repente, nos vemos
rindiendo cuentas al reloj o caminando solos en casa para que el teléfono
registre que cumplimos la meta diaria.
Por último, correr ha sido para Marcolongo,
según sus propias palabras, un gimnasio de feminismo y campo de batalla más
profundo que haber leído a Simone de Beauvoir. En este sentido, aunque aclara que
no le interesa opinar sobre el feminismo, considera que el hecho de poseer
ovarios y útero la ha impulsado a solidarizarse con toda mujer, especialmente
porque en el running se observa lo
que ella considera una suerte de desventaja asociada, por ejemplo, a las
dificultades que podría traer la menstruación al momento de realizar la
actividad deportiva. Marcolongo agrega además que, a sus 38 años, y por el
hecho de ser mujer, se vio obligada a tener que resignar su maternidad por
preparar la carrera, dilema que, por razones biológicas, no se le presenta a
los varones y que, según la autora, por cuestiones insondables, no podría
resolverse con una mínima planificación familiar.
A diferencia de su libro
anterior, Desplazar la luna, un texto
que también partía de una experiencia personal, en este caso, haber pasado una
noche en solitario en el Museo de la Acrópolis como excusa para contar y
reflexionar acerca del saqueo del Partenón por parte de los británicos, El arte de correr nos dice demasiado
acerca de la autora y muy poco acerca de la historia de la batalla de Maratón y
del contexto cultural, político y filosófico en el que ésta tuvo lugar. En el
mismo sentido, la lógica de lo que por momentos es un diario íntimo acaba
dejando en segundo plano los atisbos de reflexiones generales que podrían darle
otro vuelo al libro.
Por cierto, ¿cómo terminó la
historia? Marcolongo corrió la maratón y llegó. “Venció”, si bien,
afortunadamente, no compartió el destino trágico de Filípides. Sin embargo,
queda abierto a interpretación si el haber cumplido el objetivo supone
necesariamente un final feliz, pues, a decir de la autora, “La felicidad de
salir airosa de la prueba no estaba a la altura de la ansiedad y la fatiga que
durante días y semanas había experimentado para conseguirla”.
Probablemente porque es necesario
aceptar que buena parte de las metas que nos planteamos en la vida, una vez
alcanzadas, nos dejan esa sensación agridulce que nos lleva a reflexionar
acerca de si valió la pena la energía invertida y a preguntarnos “y ahora qué”,
a menos de tres semanas de la maratón griega, Marcolongo decidió volver a entrenar
y a ponerse un nuevo objetivo más modesto: los 10 kilómetros de la San
Silvestre Vallecana.
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