En los primeros 6 meses de
gobierno, Trump firmó más decretos que Biden en toda su gestión. Son unos 170
de los cuales 26 fueron firmados el primer día de mandato. Evidentemente, Trump
tuvo claro eso de los “primeros 100 días” de gobierno que surge casi de una
intuición de sentido común, esto es, aquella que indica que las grandes
transformaciones y las decisiones más difíciles es mejor tomarlas rápido y al
principio.
Refiriendo a Maquiavelo,
el filósofo Leo Strauss recuerda que en el capítulo 26 de Los discursos del florentino, se indica que el príncipe que desee
un poder absoluto “debe renovarlo todo, debe establecer nuevos magistrados con nuevos nombres, nuevas autoridades y
nuevos hombres; debe hacer pobres a los ricos y ricos a los
pobres (…) En suma, no debe dejar
intacto nada en su país, y no debe
haber ningún rango o riqueza que sus
posesores no reconozcan que se deben al príncipe. Los modos que debe emplear
son, casi siempre, crueles y hostiles, no solo para cada vida cristiana, sino,
incluso, para cada vida humana”.
Sin embargo, claro está, esto que cuadra bien
para describir la figura del tirano no hace justicia con Trump, quien utiliza
instrumentos perfectamente constitucionales ni, por caso, con Milei, quien
también ha gobernado dentro de los límites constituciones, si bien el congreso
ha sido generoso al otorgarle un instrumento que durante un año le dio enorme
capacidad de acción. Podremos discutir los diseños constitucionales, el peso
que tiene los presidentes, etc., y hasta, quizás, podríamos preferir otras
formas de administración, pero aquí no hay una deriva autoritaria salvo que se
asuma como tal los insultos a la inmaculada profesión de los periodistas que
ambos mandatarios suelen proferir. Desde aquí, preferimos discursos públicos
más sosegados pero la democracia no está en peligro por los eventuales
exabruptos contra algunos periodistas. No son tan importantes, muchachos.
Pero esta larga introducción no pretendía dar
razones a favor o en contra de este tipo de liderazgos, los cuales podríamos
denominar, populistas, sino de advertir la relación conflictiva entre velocidad
y democracia. Con esto quiero decir que más allá de la harto sabida regla de
los “100 días”, no solo los mencionados, sino cualquier gobierno democrático se
enfrenta a una problemática novedosa: los tiempos de la sociedad son mucho más
veloces que los tiempos de la política. Dicho con otras palabras, con nuestras
subjetividades moldeadas algorítmicamente, la democracia debe ajustarse a un
frenesí que paradójicamente es antipolítico porque va en contra de los tiempos
de la deliberación, de discusiones que, para hacerse carne en la sociedad y
crear una masa crítica, no pueden acelerarse.
¿De qué manera? En primer
lugar, para bien o para mal, la subjetividad algorítmica a la que nos hemos
acostumbrado, celular en mano, nos lleva a suponer que todos nuestros
requerimientos pueden y deben ser respondidos automáticamente. Cualquier duda
la resuelve el buscador de Google o cualquier IA alternativa de una manera que
un político o el Estado, aun cuando se haya modernizado, no podría hacerlo
jamás. Ese hiato de velocidad y la consecuente frustración que genera conlleva
una insatisfacción crónica.
Una segunda
característica, una vez más, para bien o para mal, es la sensación y, por qué
no, la efectiva constatación de que gracias a internet hoy podemos hacer las
cosas por nosotros mismos. Esto en un doble sentido: por un lado, con una
imponente capacidad asociativa capaz de conectar a nivel masivo a usuarios de
todo el mundo para sumarlos a una causa, y, por el otro, para encarar proyectos
personales, laborales, artísticos, etc. De hecho, no es casual esta explosión
de emprendedorismo asociada, claro está, a la pauperización y a la tendencia
inevitable y acelerada de la pérdida de puestos de trabajo. Si nos podemos
asociar, o lo puedo hacer por mí mismo: ¿para qué necesitaría al Estado? ¿Para
qué legitimar democráticamente a una casta gobernante a la cual, encima, le
pagamos el sueldo?
Un tercer punto, asociado
al primero: imbuidos de la lógica de los likes
y las sobredosis de dopamina que produce una eventual viralización de nuestro
contenido, no solo, como decíamos, enfrentamos la insatisfacción de la dilación
constante por parte del Estado, sino que vivimos en una cambiante demanda casi
siempre asociada a la queja y la victimización, casualmente, aquello más
viralizable, es decir, exitoso, en la lógica virtual. Con nuestro narcisismo
sostenido a base de likes, estamos
obligados a los mensajes y a la exposición constante en una espiral adictiva
que luego se replica en la relación que tenemos con nuestros representantes. El
“no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, a su vez, se enmarca en un clima de
época donde el deseo irrefrenable e inducido no solo es impulsado por algunos
políticos. Es algo peor aún: en una mixtura de malas interpretaciones entre la
máxima evitista del “donde hay una necesidad, nace un derecho” y la máxima
feminista “lo personal es político”, cualquier capricho individual se
transforma en una demanda “legítima” frente al Estado y, de nuevo, frente a la
democracia. En la sociedad infantilizada donde la competencia de víctimas tiene
dos objetivos, la inimputabilidad y la legitimación pública para que la palabra
de quien se presente como víctima sea incontrovertible, los problemas
personales siempre son generados o por el sistema o por representantes
individuales sobre los que, presuntamente, encarna el sistema. Por ello, lo
tiene que resolver el Estado con diversas formas de reconocimiento, desde el
simbólico hasta el material. Sin embargo, de la misma manera que se necesita el
próximo mensaje, la próxima foto para ser likeado,
la demanda contra el sistema no cesa: lo propio de quien se siente adeudado en
la sociedad infantil, es que la deuda no termina nunca. Por eso hay sectores
que son esencialmente insatisfechos. Y no lo hacen porque quieren cambiar el
mundo o por revolucionarios; o en todo caso, lo hacen para cambiar su mundo, ese de revoluciones pequeñitas
donde todo lo que tienen para ofrecer es una identidad.
¿Supone esto exculpar a
la política y a la dirigencia? Para nada. De hecho ya indicamos que son los
demagogos los que le hacen creer al electorado que detrás de cualquier deseo
hay un derecho, como si el Estado fueran los reyes magos.
Y algo más: las máximas políticamente
correctas de la participación popular atravesadas por una naif versión de
solucionismo tecnológico para progres con culpa, instala que haciendo un video
de tik tok, firmando un change.org, escrachando el mensaje incorrecto del día y
aportando una suscripción en la plataforma de periodistas precarizados o
colaborando en un crowdfunding para que Pablo Iglesias junte 150.000 euros y
abra un nuevo bar antifascista, estás haciendo algo por el bien de la
humanidad. Lo paradójico es que inmediatamente se cae en la cuenta de que todas
esas acciones no conducen a nada, pero en lugar de poner en entredicho el
modelo de subjetividad sobre el cual se ha constituido esta forma de
participación, firmamos una segunda solicitada en Change y devenimos una patrulla perdida de la virtualidad que
expresa sentimientos mientras scrollea.
Pero hay más, en la lógica influencer, la política de hoy necesita
abrir frentes todos los días. No es solo la obvia recomendación de cualquier
asesor de “controlar la agenda”; ni siquiera el espíritu confrontativo de
algunos presidentes. Es también la dinámica de las redes llevada al extremo. La
discusión pública se transforma en Twitter: sin mediación, con carencia de
vocabulario, a los insultos limpios y rodeados de bots, hashtags y energúmenos
para ganar la batalla por un par de horas hasta la batalla de mañana.
Hay que mantener a la opinión pública engaged como pretende el algoritmo de la
red social para que permanezcas allí mucho tiempo. Porque no vienen ni siquiera
por nuestras mentes: vienen por un ratito de nuestra atención. Y ni siquiera es
un plan de gente oscura. Son gobiernos con funcionarios que han crecido en la
dinámica de las redes y trasladan ese modelo a la discusión pública.
No es casualidad que esa
lógica produzca crédulos manipulables destinados a expresar sus frustraciones y
sus odios, por derecha o por izquierda, o, en el mejor de los casos, incrédulos
y apáticos que ven el circo desde afuera y se decantan por otros estímulos.
A los gobiernos, por lo pronto,
ya no se les exige que hagan políticas públicas. En todo caso, no estorben y
entreténganos. De aquí que para muchos gobiernos populistas su peor enemigo no
sean las instituciones sino el aburrimiento de los usuarios. Las instituciones
no tienen ninguna legitimidad en el mundo veloz. Lo que queremos son memes y
ser parte del tema del día. La democracia debería temerle menos al fascismo que
a la velocidad.
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