“Los escritores de verdad son
personas excepcionales. Cuando a mí me preguntan qué se siente al morir por un
arma química, son dos las asociaciones que me vienen a la mente: los dementores
de Harry Potter y los Nazgul de El señor de los anillos de Tolkien (…)
Me apabulla la imposibilidad de entender qué sucede. La vida se me escapa y no
tengo voluntad para resistirme. Me muero”.
Pero no fue el caso. El intento
de asesinato contra Alexéi Navalni, el activista disidente ruso, líder de la
Fundación Anticorrupción cuyas investigaciones apuntaron contra el propio
Putin, había fracasado. No fue gratis: la recuperación le deparó dieciocho días
en coma, veintiséis en cuidados intensivos y treinta y seis en el hospital. Las
secuelas iban a ser permanentes. No sería, por cierto, el último intento de
asesinato.
Patriota es el título del extenso libro póstumo donde Navalni cuenta
en primera persona sus últimos años de vida en un tránsito entre burocrático y
terrorífico que bien deberíamos rebautizar “putinista” antes que “kafkiano”.
Está dividido en cuatro partes siendo la más dramática la última, aquella en la
que intenta reproducir día por día sus tiempos en la cárcel.
El relato comienza el día del envenenamiento,
el 20 de agosto de 2020 y llega hasta el último manuscrito que pudo hacer
llegar desde la prisión a principios de 2024. En ese interín, Navalni vivió en
Alemania los cuatro meses posteriores al envenenamiento, como parte de su
recuperación, y luego, al regresar a Rusia, fue detenido en el aeropuerto.
Nunca más recuperó la libertad.
Definir a Navalni desde el punto
de vista ideológico es difícil. No es un intelectual ni tampoco se lo puede
ubicar fácilmente en la derecha o en la izquierda. Participó en política hasta
que él y su espacio fueron proscriptos, pero su discurso es más moral que
político. La suya es una cruzada ética y también, por qué no decirlo, personal,
contra Putin, a quien dice odiar, sin ambages. Contra la corrupción valía todo,
desde aliarse con conservadores, hasta llamar a un voto útil apoyando a los
viejos comunistas, o boicotear elecciones en las que varios espacios y
candidatos habían sido prohibidos con artilugios varios.
Por supuesto que hay menciones a
la pobreza que la economía centralizada dejó en Rusia, al horror del
ocultamiento del desastre de Chernóbil y hasta una autocrítica por haber
apoyado a Yeltsin aun siendo demasiado joven. Pero ni siquiera podría decirse
que Navalni es un antiestatista. En todo caso, sus críticas al Estado se
solapan con el verdadero centro de su ataque, esto es, aquellos hombres que,
sea durante la URSS, sea posteriormente a la caída del Muro, lo tomaron por
asalto transformándolo en un nicho de corrupción y una cuna de nuevos ricos y
prepotentes oligarcas. Para Navalni, los rusos “son unas buenas personas con un
mal Estado”.
Dado que no estamos frente a un
ideólogo robusto ni a un nacionalista en el sentido clásico, quizás la
respuesta al título del libro obedezca más a un interrogante que él mismo se
encarga de revelar: ¿por qué volvió a Rusia? Esto es, ¿por qué vuelve a una
detención casi segura? Según lo expresa en el libro, vuelve por convicción, por
el compromiso que había adquirido con sus seguidores y por la confianza en que
gestos como el suyo harán de Rusia un país libre. Hacerlo suponía un riesgo para
su vida y decidió asumirlo “patrióticamente”.
En los años previos, Navalni se
había transformado en un verdadero tábano del poder. Participaba en
manifestaciones donde usualmente acababa preso y creó la fundación desde la
cual denunció el ostentoso palacio Gelendzhik que Putin posee a orillas del mar
Negro. Además, sufrió varios ataques siendo quizás el más famoso aquel en el que
recibió en la cara un polvo verde que casi lo deja ciego de un ojo pero que,
sin embargo, no le impidió dar una conferencia de prensa que dio la vuelta al
mundo. Sí, lo hizo con un ojo cerrado y con el rostro y las manos teñidas de
verde.
Además, metieron preso a su
hermano, su familia recibía presiones de todo tipo y hasta su mujer sufrió
también un intento de envenenamiento. Cada vez más cercado, fue de los pioneros
en usar un blog para hacer sus denuncias y luego un canal de Youtube con
millones de visualizaciones. Había un impulso tan vital como sacrificial en
Navalni que el poder no podía permitir.
Conociendo el final de la
historia, la lectura de Patriota nos
lleva de la indignación, al dolor y a la tristeza. Pero el tono de Navalni no
cambia en ningún momento. Hay una suerte de optimismo cándido en que las cosas
van a cambiar y, sobre todo, una suerte de mandato algo mesiánico. Si había que
morir por la patria rusa, que no es el concepto de patria tradicional, sino el ciudadano
ruso de a pie que merece vivir mejor, sucederá, más allá de que él consideraba
que su relevancia internacional haría que el gobierno de Putin no cruzase ese
límite.
Otro aspecto a resaltar es una
especie de naturalización de los vejámenes padecidos como si fuera un precio
que él sabía que pagaría pero que no le altera la firmeza de sus convicciones.
Algo de esto se observa en sus cartas desde la cárcel donde, en el mismo
párrafo, es capaz de contar que lo han vuelto a condenar, que ha hecho
ejercicios y que ha comido unos ricos pepinos. En este sentido, la forma en que
él va relatando su diario desde la cárcel recuerda a esa anotación del diario
íntimo de Franz Kafka: “2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la
guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”.
Técnicamente, en prisión, Navalni
fue recibiendo distintas sentencias en su contra y cada una de ellas suponía un
traslado desde Moscú a lugares remotos en los que paulatinamente lo iban
privando del acceso a sus abogados, familia, etc. En ese lapso, llegó a
realizar una huelga de hambre de veinticuatro días por no recibir la atención
médica que requerían las consecuencias del envenenamiento del año 2020.
No obstante, en una de esas
prisiones era continuamente recluido en una celda de castigo (SHIZO) por violaciones
a códigos de conducta como tener mal abrochado un botón. “Es el lugar que se
utiliza para atormentar, torturar y asesinar presos”, dice. Por cierto, el
tamaño y la disposición de la celda recuerda a “La incomodidad”, aquella de La caída de Camus cuya descripción era
la siguiente:
“[Se trata de una prisión que se]
distinguía por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para
poder mantenerse en pie, pero tampoco lo bastante ancha como para poder
acostarse. Había que adoptar el género molesto, vivir en diagonal; el sueño era
una caída, la vigilia un encogimiento”.
A pesar de que legalmente nadie
podía estar allí más de quince días, Navalni permaneció en completo aislamiento
en ese lugar durante doscientos noventa y cinco. Cuando no estuvo solo,
compartió espacio con alguien que él denominaba “el psicópata”, un
desequilibrado mental que gritaba veinticuatro horas y no lo dejaba dormir. Era
parte de la tortura, claro.
La última sentencia fue en agosto
de 2023. En este caso, fue la más dura: diecinueve años por “extremismo”.
Asimismo, como si las condiciones ya descritas no hubieran sido suficiente, lo
trasladaron a una cárcel de máxima seguridad en el Círculo Ártico donde lo
obligaban a dar paseos matinales con menos treinta y dos grados centígrados.
Fue en esa prisión donde escribió
su última carta el 17 de enero de 2024 y fue allí donde apareció muerto casi un
mes después, el 16 de febrero. Tenía cuarenta y siete años.
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