lunes, 5 de febrero de 2024

Los derechos son los padres (publicado el 19/1/24 en www.theobjective.com)

 

En este ejercicio de polémicas baladíes al que fácilmente nos hemos acostumbrado, la llegada del nuevo año nos distrajo con la controversia sobre el rey mago pintado de negro y los saludos de Abascal y Belarra: el primero deseando felicidades a “casi todos”, y la segunda hablando del “genocidio en Gaza” como recordatorio de que la militancia no se relaja ni en un brindis.

Sin embargo, solo algunos se detuvieron en el saludo que Yolanda Díaz había expresado en la red X a propósito de la navidad, y que fuera replicado por la cuenta de Sumar, en la misma red social, el primero de enero: “Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”. Lo que a priori podría parecer una declaración de compromiso, encierra toda una definición cuyo análisis quisiera desarrollar a continuación.

A simple vista, lo primero que cabe preguntar es quién determina cuáles son los “buenos” deseos que merecen transformarse en derechos. ¿La amnistía cuenta como uno de ellos?

Con todo, aun si dejamos de lado ese detalle no menor, surgen rápidamente otros elementos más de fondo y que ya hemos naturalizado. Por lo pronto, toda la retórica de “los derechos” abrazada por la progresía bajo la suposición de que la obligación de los gobiernos es ampliarlos y que esa ampliación solo es posible con el Estado como intermediario.

Aun cuando sea un lugar común, gobiernos que solo hablan de derechos, pero nunca de obligaciones, parecen ser los indicados para dirigir sociedades infantilizadas con discursos victimistas que, en muchos casos, pelean contra fantasmas; sociedades demandantes e insatisfechas a las que se les hace creer que el progreso equivale a una carrera infinita por establecer, como problemáticas de interés público, conflictos personales o de grupos cada vez más minoritarios. Tal es la internalización de esta dinámica que los tecnócratas sociales de la progresía que crece abrazada al Estado, creen tener como función paralela a la protocolización de la vida, el crear conflictos nuevos antes que dar respuesta a los vigentes.

El burócrata social realiza así un trabajo enormemente creativo: por un lado, debe inventar una maraña de reglamentaciones para complejizar las soluciones que ya se mostraron eficaces con los problemas existentes; y, por otro lado, debe imaginar problemas inexistentes para soluciones predeterminadas tanto ideológica como presupuestariamente. Algo así como “tenemos la solución y el dinero. Ahora solo nos falta crear el problema”.     

Asimismo, la frase de Yolanda Díaz recuerda una clásica sentencia de Eva Perón que se ha transformado en bandera del movimiento peronista en la Argentina: “Donde hay una necesidad, nace un derecho”. Sin embargo, más allá de la discusión que pueda darse sobre tal afirmación, nótese que, en todo caso, la referencia a la necesidad planteaba algo del orden objetivo, una carencia que, además, aparecía como una falta que no obedecía a un drama individual sino a una problemática colectiva. “Necesidad”, en este sentido, era comer, tener una casa, educación, salud, que las mujeres voten, etc. Naturalmente los tiempos cambian y el progreso de la humanidad renueva aquello que entendemos por “necesidad” pero, a diferencia de lo que planteaba Evita, la referencia a los “buenos deseos” cuadra más bien con la dinámica caprichosa del narcisismo progresista. Así, no serían necesidades objetivas de las mayorías las que deben hacerse derechos, sino deseos individuales cuyo único criterio de necesidad es la autopercepción. El lenguaje crea realidad y los deseos crean derechos. Tiempos de la política fantástica.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Por lo pronto, un aporte importante lo hizo la deformación producida por una interpretación antojadiza y errónea de aquel lema feminista de “lo personal es político”, el cual, atravesado por el tamiz de la generación de cristal, derivó en la idea de que cualquier insatisfacción respecto al rumbo de una vida individual, es responsabilidad del Estado. Si tengo un conflicto con mi identidad, con mis relaciones, con mi espejo, con mi lugar en el mundo, con mi trabajo, la culpa es siempre del otro, de algo o alguien que hace las veces de opresor. Por lo tanto, ese conflicto individual debe transformarse en un asunto público por el que se hace necesaria la intervención estatal. Que “lo personal es político” haya devenido esta caricatura, no importa. Al fin de cuentas, la historia está para adecuarse a las necesidades del presente.

Por último, y ya que hablamos de reyes magos al inicio de estas líneas, podríamos parafrasear aquella famosa frase que rompe el hechizo y afirmar “los derechos son los padres”, pero no en el sentido de que los derechos no existan o sean “un regalo”, sino en el sentido de que hay algo por detrás que, como adultos, deberíamos reconocer. Me refiero al hecho de que los derechos tienen un costo, del mismo modo que tenía un costo para nuestros padres todo aquello que recibíamos cada 6 de enero.

Decir esto no significa necesariamente subirse a un discurso como el de Javier Milei en Davos, sino que, de hecho, es reconocido por sectores socialdemócratas que, con cierto grado de responsabilidad, entienden que detrás de los discursos floridos de los derechos, hay alguien que paga. Podríamos, en este sentido, remitir al libro de Cass Sunstein y Stephen Holmes, El costo de los derechos, el cual, para escándalo del libertario, indica que no solo los derechos sociales, sino los derechos civiles y las libertades básicas, dependen de los recursos con los que cuente el Estado a través de los impuestos.

Esto significa que, aun una Yolanda Díaz que pudiera acordar con esta última afirmación, debería reconocer que gobernar no es una estudiantina ni puede regirse por grafitis sesentayochescos. En otras palabras, los “buenos deseos” del subjetivismo relativista impulsados por la izquierda progre, van a chocar irremediablemente con el límite de los recursos, lo cual hace que todo derecho sea relativo, en el sentido de que necesita dinero para poder efectivizarse.

Entonces, desafortunadamente, hay un montón de tus deseos que no se van a convertir en derechos porque no tienes derecho a ello; la razón es que son solo tus deseos y tienen un costo que el Estado no tiene por qué solventar. A veces el mundo hay que cambiarlo; pero otras veces está bien como está y el que debe cambiar eres tú porque el problema no es del mundo sino tuyo.

Caprichos individuales, propios e inagotables, entendidos como deseos, frente a recursos materiales ajenos y escasos. Esa parece ser la cuestión en estos tiempos. De aquí se sigue que la labor de un estadista sea la de determinar las prioridades y no hacer un llamamiento naif a una sociedad eternamente adolescente que cree que el Estado funciona como los reyes magos.

 

 

  

 

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