La noticia del intento de
asesinato de Salman Rushdie, quien desde 1989 cargaba sobre sus espaldas la
condena a muerte dictada por la fatwa
de Khomeini, sacudió los medios y las redes sociales de todo el mundo. Con buen
tino se hizo hincapié en el extremismo en el que puede derivar el islamismo
radical y se retrotrajo a la memoria los tristes episodios de derramamiento de
sangre en nombre de la religión.
Afortunadamente, en el mundo
Occidental no aceptaríamos que una autoridad política/religiosa determine la
sentencia a muerte de ninguna persona, menos aún de un escritor por el simple
hecho de escribir un libro, aun cuando éste pudiera considerarse ofensivo. Sin
embargo, en los últimos años se ha instalado en la cuna de la ilustración una
cultura de la cancelación cuyos niveles de violencia han escalado
exponencialmente. Si bien nada es comparable al llamamiento a todos los
miembros de una religión a asesinar a un hombre de a pie, la moda de establecer
linchamientos mediáticos y la “muerte civil” de personas, tiene vasos
comunicantes y algunos paralelismos que es preciso advertir.
“Comunico al orgulloso pueblo
musulmán del mundo que el autor del libro Los
versos satánicos –libro contra el islam, el Profeta y el Corán- y todos los
que hayan participado en su publicación conociendo su contenido, están
condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde
los encuentren”.
Salman Rushdie cuenta que recibió
ese decreto por escrito algunos minutos antes de ser entrevistado en vivo en la
CBS y que en ese momento entendió que él había dejado de ser Salman Rushdie
para asumir un “otro yo”: ya no era el Salman de los amigos sino el satánico autor
de Los versos satánicos, el condenado
a muerte, una criatura con cuernos y ahorcado con la lengua afuera tal como
demostraban las pancartas en ciudades que él nunca había conocido. “¡Qué fácil
era borrar el pasado de un hombre y construir una versión nueva de él, una
versión aplastante, contra la que parecía imposible luchar!”, reflexiona
Rushdie en su autobiografía cuyo título, Joseph
Anton, refiere al seudónimo que tuvo que comenzar a usar desde ese momento.
Aun cuando como bien indica en ese mismo libro, se trataba de una condena
realizada por un tribunal que él no reconocía como tal y que no tenía
jurisdicción sobre su persona, lo cierto es que su vida cambiaría para siempre.
El decreto de Khomeini llegó cinco
meses después de la publicación del libro en septiembre del 88. Pero para esto
ya se habían sucedido hechos sorprendentes: se había prohibido la novela en la
India y en Sudáfrica; un jeque había llamado a los musulmanes británicos a
iniciar acciones legales contra el autor y hubo una amenaza de bomba en la sede
de la editorial inglesa que lo había publicado. Ya ingresados en el año 1989,
hubo manifestaciones en Bradford, que incluyeron quema de libros, y en Londres;
cadenas de librerías retiraron el libro por las presiones, y movilizaciones en
Pakistán e India acabaron con decenas de heridos y algunos muertos.
Luego llegó la fatwa y tras ello sobrevino lo peor: se
profundizó la retirada del libro de las principales cadenas del mundo; se produjo
un conflicto diplomático entre Irán y la Comunidad Europea con retiro mutuo de
los embajadores; manifestaciones de musulmanes en New York; explosiones en una
librería de California y, por si esto fuera poco, el ayatollah ahora ofrece 3
millones de dólares a quien realice el asesinato de Rushdie, recompensa que se
ampliaría al doble algunos años más tarde. De hecho, como la fatwa incluía también a quienes hicieran
posible la circulación del libro, entre el año 91 y 97 se suceden una agresión
con arma blanca al traductor de la novela al italiano y un intento de asesinato
al editor noruego de la novela. También mataron al traductor al japonés y hubo
un atentado contra el traductor turco en el que murieron treinta y siete
personas. La lista de sucesos podría continuar.
Aunque la vida de Rushdie nunca
volvió a ser normal, en los últimos años solía hacer apariciones públicas como
aquella en la que fue atacado semanas atrás. De ayuda fue que, como un gesto de
distensión hacia Occidente, algunos años más tarde de aquella fatwa, el gobierno de Irán afirmara
públicamente que cesaría la persecución, algo que podría ser disuasivo para
muchos pero no para el sector radicalizado que considera que una fatwa no tiene fecha de caducidad. ¿Y
todo esto por qué? Por un libro.
La exposición de estos hechos
pareciera ir en contra del sentido de estas líneas pero no es el caso. De
hecho, no hay semana en la que no sepamos de escándalos con escraches,
prohibiciones y agresiones en el marco de presentaciones, sea de artistas, escritores
o referentes de espacios políticos. Lo más sorprendente es que estos hechos de
violencia no suceden en aquellas ciudades que ni el bueno de Rushdie conocía sino,
en muchos casos, en las principales universidades del mundo con sedes en
Estados Unidos y Europa.
Son ataques que no se hacen en
nombre del islam sino, la mayoría de las veces, en nombre de la perspectiva
“woke” que es enarbolada por la izquierda y que incluye allí reivindicaciones,
de las sensatas y de las otras, de grupos tan variopintos como antirracistas,
LGTB, veganos, ambientalistas, etc.
No vale la pena glosar la
cantidad de eventos en este sentido pero, solo como botón de muestra, tengamos
en cuenta que, en los últimos días, el humorista Ricky Gervais ha decidido
contratar seguridad privada para estar protegido en sus shows después de ser
acusado de transodiante por sus bromas contra la comunidad trans y tras el
intento de agresión con arma blanca que sufriera en mayo último otro humorista
políticamente incorrecto como Dave Chapelle. ¿Y todo eso por qué? Por hacer
bromas.
Lo cierto es que estos ejemplos
muestran que la cultura de la cancelación está llegando a límites insospechados
y, lo que es peor, adopta la misma estructura de los fundamentalismos religiosos.
Si Los versos satánicos merecían una
condena a muerte por ofender al islam, el criterio de la ofensa como límite a
la libertad de expresión en Occidente está promoviendo una preocupante
ampliación de la censura en nombre de las buenas causas y basándose en la
arbitraria subjetividad de cualquiera. Y aquí aparecen algunos aspectos a tomar
en cuenta pues en eso, digamos la verdad, Occidente mantiene su tradición
democrática e individualista ya que aquí no hace falta que el decreto lo
promulgue una autoridad religiosa; alcanza con que cualquier ciudadano se
sienta ofendido por algo para que la cacería comience. Por eso, además de
democrática en el peor sentido del término, la “fatwa progresista” opera anárquicamente y en el formato de
enjambre. No importa qué digas, ni siquiera cuando lo hayas dicho, pues la
cacería puede iniciarse por un mensaje en una red social de diez años atrás;
basta con que alguien, por buenas o malas razones, se sienta incómodo como para
que se crea con derecho a que tu vida cambie para siempre y debas convertirte en
Joseph Anton, el otro yo de Salman Rushdie. Esto no solo tiene que ver con
personajes públicos. También le ocurre a personas corrientes que son
“escrachadas” en las redes por buenas y malas razones. Tras ser “marcada” la
persona en cuestión, lo que sucede a continuación no tiene que ver con obedecer
una autoridad religiosa sino a una cultura que indica que cualquiera que se
queje de algo tiene razón, es víctima y merece el acompañamiento incluso a
través de distintas formas de violencia a ejercer sobre el señalado. Por
cierto, el usuario de una red social que reclama algo adquiere una potencia
religiosa que muchos religiosos envidiarían.
Pero nótese que curiosamente los
paralelismos pueden seguir. Si Rushdie entendía con razón que él estaba siendo
juzgado por un tribunal ilegítimo y sin jurisdicción, la fatwa progresista actúa del mismo modo: son usuarios, muchas veces
incluso anónimos, los que juzgan sin legitimidad y sin jurisdicción, algo que
muchas veces se traslada a compañías e instituciones donde cada vez más
frecuentemente se toman decisiones sobre la vida de las personas por lo que las
redes andan diciendo. Asimismo, del mismo modo que los fundamentalistas
religiosos entienden su fatwa como
inextinguible, el fenómeno de las cacerías en nombre de la nueva moral
progresista se apoya en la eternidad del mensaje perpetuado en las redes. Lo he
escrito aquí, pero cabe recordar el infierno que vivirán en unos años quienes,
habiendo nacido a principios de los años 2000, hayan tenido acceso a las redes
sociales siendo adolescentes y dejando por escrito para la eternidad todas las
tonterías que decimos y pensamos cuando somos adolescentes.
No son pocos los que están
advirtiendo esta deriva. De hecho, y cito de memoria, recuerdo sendos capítulos
de la serie inglesa Black Mirror, en la que, por ejemplo, unos minirobots en
forma de abejas, actuando, justamente, como enjambre, son los encargados de
asesinar a quien sea el más odiado del día en la red social de moda; o el
ejemplo de un delincuente cuya condena no cesa y es actualizada en un loop eterno como el que padece quien
está “condenado” por el archivo siempre arbitrario de Google. Incluso uno de
los capítulos muestra lo terrible que es la condena a una muerte civil, máxime
cuando es injusta, trasladando a la vida real lo que se produce en una red
social cuando alguien es “bloqueado”, lo cual, claro está, no es otra cosa que la
forma más perfecta de la cancelación.
Por si hace falta repetirlo lo
repetimos: nada es comparable con lo que ha sufrido Rushdie. Nada.
Absolutamente nada. Dicho esto, no podemos pasar por alto los peligrosos
avances que nuestra civilización está dando hacia acciones que no se hacen en
nombre de Dios ni del Profeta pero que siguen la dinámica de lo que algunos,
con buen tino, advierten como la nueva “religión woke” en nombre de la justicia
social. Si siglos de ilustración y crítica a la religión han servido para algo,
deberíamos tener los anticuerpos para advertir este proceso; si todavía nos
horroriza lo que ha padecido Rushdie y entendemos que está más cerca de lo que
imaginamos, habrá lugar para la esperanza.
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