lunes, 15 de octubre de 2018

Uber y los libres autoexplotados (publicado el 4/10/18 en www.disidentia.com)


En casi todos los países del mundo la llegada de Uber ha generado conmoción, batallas legales interminables e incluso hechos de violencia casi siempre protagonizados por quienes ven afectado su negocio, principalmente, los taxistas. Más allá de las particularidades de las legislaciones de cada Estado, en general se suele hacer hincapié en que Uber supone un tipo de competencia desleal, que tiene un modelo de negocios que hace difícil su regulación y, por lo tanto, el cobro de impuestos, etc. En Latinoamérica, por ejemplo, Uber comenzó en 2014 y prácticamente se ha extendido por todo el continente con distintos grados de litigiosidad pero con una excelente recepción de los usuarios que encuentran allí precio prefijado, costos más bajos y seguridad. A su vez, con la masificación de los teléfonos celulares y el auge de las aplicaciones, otro tipo de empresas que ofrecen distintos servicios son parte del vocabulario natural de los usuarios. Son empresas particulares porque lo único que ofrecen es una aplicación. Así, Uber, es una empresa gigante de alquiler de coches y sin embargo no posee ni un solo vehículo; lo mismo podría decirse de AirBnB en el ámbito del turismo o una empresa argentina como Mercadolibre, que ya tiene alcance regional y, sin ningún local de venta físico propio, no hace otra cosa que cobrar comisiones por conectar usuarios y marcas que pueden vender desde un juguete usado hasta un televisor de última generación. El negocio de las aplicaciones al servicio de la utopía tecnológica propuesta por Silicon Valley promete mediatizar prácticamente todos nuestros vínculos y su auge es explosivo. Al ya mencionado caso de Uber, que en menos de un lustro y a pesar de las resistencias, está complemente instalada entre los usuarios, podemos sumarle, solo como ejemplo, los casos de Glovo, una empresa fundada en Barcelona en 2015 o Rappi, empresa de capitales colombianos fundada el mismo año, que han inundado las calles de Buenos Aires con miles de “glovers” o “rappiers” que no son otra cosa que, en su mayoría, jóvenes desempleados que disponen de una bicicleta o una motocicleta y se encargan de trasladar pedidos a domicilio. En este caso la resistencia no ha sido grande porque nadie vio afectado su negocio y las empresas se han beneficiado porque tercerizan el servicio y reducen los costos despidiendo a los empleados que se encargaban de los repartos.
Pero lo más interesante es cómo este modelo de negocio está modificando la concepción de “trabajo” y “trabajador” acorde a las exigencias del nuevo esquema que propone el capitalismo financiero. Sin sindicalización, sin cobertura médica, en el mejor de los casos y donde hay regulación, el trabajador (o lo que queda de él) paga un impuesto básico que en Argentina se conoce como Monotributo pero varía de país en país. Lo curioso es que a cambio de las protecciones de las que otrora gozaban los trabajadores, cierto discurso dominante presenta este tipo de vínculos como espacios de libertad, sin horarios y sin jefes, lo cual, sin dudas, es cierto. Porque quien trabaja para Uber y su vínculo laboral empieza voluntariamente cuando se conecta y culmina voluntariamente cuando se desconecta, ya no es un trabajador sino un empresario de sí mismo que negocia, aparentemente de manera libre y en igualdad de condiciones, su tiempo a cambio de un dinero que, naturalmente, no me atrevería a llamar “salario”. Sujetos autónomos y libres entrando y saliendo rezaría otra utopía, la libertaria, sin tomar en cuenta que la gran mayoría de quienes brindan ese servicio, han perdido el trabajo o realizan horas extra por sobre el trabajo que todavía sostienen porque aquella paga ya no les alcanza.
Estos empresarios de sí mismos son el ejemplo claro del cambio de las relaciones laborales en las sociedades en las que vivimos porque son sujetos con sueldos miserables pero que se consideran libres por presuntamente, no tener, como en el capitalismo clásico, de modo visible, un explotador que los explote, situación que aparecía con claridad en las sociedades donde las clases y las identidades resultaban mucho más fijas que en la actualidad. El empresario de sí mismo se cree empresario y cree manejar sus tiempos pero acaba generando su autoexplotación. Es él mismo el explotado y el explotador, y en las condiciones actuales de distribución de la riqueza, su destino es, probablemente, el fracaso y la depresión. Así, para el empresario de sí mismo en el marco de una sociedad del rendimiento y la exigencia, la única revolución que hay es la de las pastillas. Y la razón es simple: como los modelos económicos no parecen jugar ningún rol relevante, ya no hay jefes y nos quieren hacer creer que rigen las condiciones esenciales para una justa carrera meritocrática, que no alcance para llegar a fin de mes acaba siendo una responsabilidad personal. ¿A quién entonces, debemos hacerle la huelga si enfrente no hay explotador y si los gobiernos son vistos como meros administradores de la miseria?
En las páginas 193 y 11 de Topología de la violencia, el filósofo coreano Byung-Chul Han lo explica de este modo: “la desaparición de la instancia de dominación externa no suprime, sin embargo, su estructura de coacción. La libertad y la coacción coinciden. El sujeto del rendimiento se libra a la coacción para maximizar el rendimiento. De este modo se autoexplota. (…) El sistema capitalista pasa de la explotación por parte de otro a la autoexplotación, del deber al poder (…). Su libertad paradójica hace que sea víctima y verdugo a la vez, amo y esclavo. Aquí no hay distinción entre libertad y violencia (…) La violencia sufre una interiorización, se hace más psíquica y, con ello, se invisibiliza. Se desmarca cada vez más de la negatividad del otro o del enemigo y se dirige hacia uno mismo”.
 Si bien a poco de ingresar a la tercera década del siglo XXI y con una revolución tecnológica a cuestas, nadie puede pretender que las relaciones laborales sean las mismas que antaño, el presunto oasis de sujetos libres que entran y salen de una aplicación, tiene más de necesidad y  violencia que de libertad, salvo que, claro está, la autoexplotación de un individuo arrojado a los márgenes del sistema sea interpretada como una decisión autónoma entre una importante gama de opciones. Es que en una sociedad donde no hay trabajadores y todos son empresarios de sí mismo la explotación no desaparece. En todo caso, cambia el explotador porque ya no es un otro sino el propio sujeto y lo que se mantiene constante es que el explotado sigue siendo el mismo aunque ahora, claro está, crea que es libre.   

     

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