En casi todos los países del mundo la llegada de Uber ha
generado conmoción, batallas legales interminables e incluso hechos de
violencia casi siempre protagonizados por quienes ven afectado su negocio, principalmente,
los taxistas. Más allá de las particularidades de las legislaciones de cada
Estado, en general se suele hacer hincapié en que Uber supone un tipo de
competencia desleal, que tiene un modelo de negocios que hace difícil su
regulación y, por lo tanto, el cobro de impuestos, etc. En Latinoamérica, por
ejemplo, Uber comenzó en 2014 y prácticamente se ha extendido por todo el
continente con distintos grados de litigiosidad pero con una excelente
recepción de los usuarios que encuentran allí precio prefijado, costos más
bajos y seguridad. A su vez, con la masificación de los teléfonos celulares y
el auge de las aplicaciones, otro tipo de empresas que ofrecen distintos
servicios son parte del vocabulario natural de los usuarios. Son empresas
particulares porque lo único que ofrecen es una aplicación. Así, Uber, es una
empresa gigante de alquiler de coches y sin embargo no posee ni un solo
vehículo; lo mismo podría decirse de AirBnB en el ámbito del turismo o una
empresa argentina como Mercadolibre, que ya tiene alcance regional y, sin
ningún local de venta físico propio, no hace otra cosa que cobrar comisiones
por conectar usuarios y marcas que pueden vender desde un juguete usado hasta
un televisor de última generación. El negocio de las aplicaciones al servicio
de la utopía tecnológica propuesta por Silicon Valley promete mediatizar
prácticamente todos nuestros vínculos y su auge es explosivo. Al ya mencionado
caso de Uber, que en menos de un lustro y a pesar de las resistencias, está
complemente instalada entre los usuarios, podemos sumarle, solo como ejemplo,
los casos de Glovo, una empresa fundada en Barcelona en 2015 o Rappi, empresa
de capitales colombianos fundada el mismo año, que han inundado las calles de
Buenos Aires con miles de “glovers” o “rappiers” que no son otra cosa que, en
su mayoría, jóvenes desempleados que disponen de una bicicleta o una
motocicleta y se encargan de trasladar pedidos a domicilio. En este caso la
resistencia no ha sido grande porque nadie vio afectado su negocio y las
empresas se han beneficiado porque tercerizan el servicio y reducen los costos
despidiendo a los empleados que se encargaban de los repartos.
Pero lo más interesante es cómo este modelo de negocio está
modificando la concepción de “trabajo” y “trabajador” acorde a las exigencias del
nuevo esquema que propone el capitalismo financiero. Sin sindicalización, sin
cobertura médica, en el mejor de los casos y donde hay regulación, el
trabajador (o lo que queda de él) paga un impuesto básico que en Argentina se
conoce como Monotributo pero varía de país en país. Lo curioso es que a cambio
de las protecciones de las que otrora gozaban los trabajadores, cierto discurso
dominante presenta este tipo de vínculos como espacios de libertad, sin
horarios y sin jefes, lo cual, sin dudas, es cierto. Porque quien trabaja para
Uber y su vínculo laboral empieza voluntariamente cuando se conecta y culmina
voluntariamente cuando se desconecta, ya no es un trabajador sino un empresario
de sí mismo que negocia, aparentemente de manera libre y en igualdad de
condiciones, su tiempo a cambio de un dinero que, naturalmente, no me atrevería
a llamar “salario”. Sujetos autónomos y libres entrando y saliendo rezaría otra
utopía, la libertaria, sin tomar en cuenta que la gran mayoría de quienes
brindan ese servicio, han perdido el trabajo o realizan horas extra por sobre
el trabajo que todavía sostienen porque aquella paga ya no les alcanza.
Estos empresarios de sí mismos son el ejemplo claro del
cambio de las relaciones laborales en las sociedades en las que vivimos porque
son sujetos con sueldos miserables pero que se consideran libres por
presuntamente, no tener, como en el capitalismo clásico, de modo visible, un
explotador que los explote, situación que aparecía con claridad en las sociedades
donde las clases y las identidades resultaban mucho más fijas que en la
actualidad. El empresario de sí mismo se cree empresario y cree manejar sus
tiempos pero acaba generando su autoexplotación. Es él mismo el explotado y el
explotador, y en las condiciones actuales de distribución de la riqueza, su
destino es, probablemente, el fracaso y la depresión. Así, para el empresario
de sí mismo en el marco de una sociedad del rendimiento y la exigencia, la
única revolución que hay es la de las pastillas. Y la razón es simple: como los
modelos económicos no parecen jugar ningún rol relevante, ya no hay jefes y nos
quieren hacer creer que rigen las condiciones esenciales para una justa carrera
meritocrática, que no alcance para llegar a fin de mes acaba siendo una
responsabilidad personal. ¿A quién entonces, debemos hacerle la huelga si
enfrente no hay explotador y si los gobiernos son vistos como meros
administradores de la miseria?
En las páginas 193 y 11 de Topología de la violencia, el filósofo coreano Byung-Chul Han lo explica
de este modo: “la desaparición de la instancia de dominación externa no
suprime, sin embargo, su estructura de coacción. La libertad y la coacción
coinciden. El sujeto del rendimiento se libra a la coacción para maximizar el
rendimiento. De este modo se autoexplota. (…) El sistema capitalista pasa de la
explotación por parte de otro a la autoexplotación, del deber al poder (…). Su
libertad paradójica hace que sea víctima y verdugo a la vez, amo y esclavo.
Aquí no hay distinción entre libertad y violencia (…) La violencia sufre una
interiorización, se hace más psíquica y, con ello, se invisibiliza. Se desmarca
cada vez más de la negatividad del otro o del enemigo y se dirige hacia uno
mismo”.
Si bien a poco de
ingresar a la tercera década del siglo XXI y con una revolución tecnológica a
cuestas, nadie puede pretender que las relaciones laborales sean las mismas que
antaño, el presunto oasis de sujetos libres que entran y salen de una
aplicación, tiene más de necesidad y
violencia que de libertad, salvo que, claro está, la autoexplotación de
un individuo arrojado a los márgenes del sistema sea interpretada como una
decisión autónoma entre una importante gama de opciones. Es que en una sociedad
donde no hay trabajadores y todos son empresarios de sí mismo la explotación no
desaparece. En todo caso, cambia el explotador porque ya no es un otro sino el
propio sujeto y lo que se mantiene constante es que el explotado sigue siendo
el mismo aunque ahora, claro está, crea que es libre.
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