El último lustro viene arrojando, en todo el mundo,
resultados electorales sorprendentes: iniciativas y candidatos que era
imposible que ganaran han ganado y el establishment biempensante se ha sentido
conmovido e indignado, sentimientos que, por cierto, no contribuyen a que cese
su infatigable tendencia a equivocar el diagnóstico sobre este tipo de
fenómenos.
Con todo, probablemente, la conmoción obedezca, en última
instancia, a que toda la cultura occidental de los últimos siglos se ha apoyado
en la idea del progreso moral de una sociedad libre y abierta que se estructura
a partir de agentes racionales que toman decisiones informadas. Sin embargo,
asistimos, a lo largo y ancho de nuestra civilización, a una opinión pública a
merced de la agitación mediática de turno y una política atravesada por las
emociones.
Sí, efectivamente, los grandes liderazgos y la cultura de
masas hoy están en el baúl de los recuerdos del siglo XX pero en tiempos de
liderazgos pulcros, eficientes, horizontales y “CEOcráticos” las emociones
siguen jugando un papel preponderante por más que sigan teniendo peor prensa
que la santa Razón.
En este marco, salvo excepciones, políticos populistas pero
también socialdemócratas y liberales se encuentran a merced de una opinión
pública que alimenta sus prejuicios con posverdad, y procesos eleccionarios que
suelen polarizarse y definirse por la negativa antes que por la positiva. Dicho
de otra manera, los candidatos ya no pugnan por dar buenas razones para que se
los vote porque éstas importan poco. Simplemente buscan tener menos imagen
negativa que el adversario: “¡Cuidado que vienen los populistas….! ¡Cuidado que
vienen los comunistas…! ¡Cuidado que vienen los fascistas…! ¡Cuidado que vienen
los liberales…! ¡Cuidado que vienen los nazis…!”. Siempre está por venir el
mal, el gran fantasma. Se trata de ese otro al que nos enfrentamos y que condensa
toda esa monstruosidad que nos asusta. Así, de todas las emociones,
evidentemente la que se privilegia es el miedo, el terror a ese adversario al
que nos enfrentamos y que aparece como amenaza a la nación, a la identidad, a
los valores, a la diversidad, etc. Esto significa que estamos inmersos en un
proceso de política “IT” y por tal refiero a ese siniestro payaso que ideó
Stephen King y que tuvo su nueva versión cinematográfica el año pasado. Es que
el payaso “IT”, “ESO”, en castellano, adopta la forma que más miedo genera en
aquel que lo enfrente. Si un niño tiene miedo a las serpientes, el payaso se
convertirá en la serpiente más terrorífica o en su metáfora más cercana, del
mismo modo que si su compañero tiene miedo a crecer probablemente el payaso se
transforme en un gigante. En la política “IT”, el candidato que no nos gusta
adopta la forma de todos nuestros miedos. Es más: para distintos electores un
candidato puede representar distintas características, incluso contradictorias
entre sí, como ser populista y liberal, conservador y progresista, de derecha y
de izquierda. Porque lo que importa es que aparezca como “el mal”, aquello que
genera “terror” y a lo que jamás se podría votar en ninguna circunstancia.
Al tanto de este fenómeno, especialmente en el caso de
sistemas bipartidistas y/o con elecciones que se definen a través del balotaje,
no es casual que los asesores de campaña se ocupen más de defenestrar la imagen
del oponente que de ayudar a construir una imagen propositiva del candidato
propio. Y lo hacen sean del signo político que sean porque hoy en día no solo
los conservadores se basan en esta política del miedo sino que también abusan
de ella los sectores progresistas que en
cada elección y en cada lugar del planeta plantean que lo que se juega allí es
la gran batalla final contra el nazismo o el mismísimo Lucifer, en una lógica que
más que a IT nos recuerda a los épicos enfrentamientos de Star Wars entre los sables verdes que representan al bien y los
sables rojos que representan al lado oscuro.
Pero lo cierto es que, al menos para el progresismo
biempensante, esa estrategia no funcionó incluso contra candidatos que a priori
eran incapaces de triunfar, como Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil.
Por todo esto, cuando en procesos electorales nos inviten a
elegir entre globos de un color y de otro habrá que tener mucha agudeza porque es
probable que ambos globos estén representando a un payaso aterrador pero que
solo debería dibujarnos en el rostro una sonrisa sarcástica: la sonrisa de
quien entiende que, al menos en política, nunca estarán demás los matices ni
los intentos de encontrar la complejidad detrás del maquillaje.
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