Tras el encuentro ecuménico que se llevó a cabo días atrás en
Luján, referentes políticos, periodistas e intelectuales no peronistas
fustigaron fuertemente a la figura del Papa Francisco y a esta versión de la
Iglesia crítica del modelo económico. Liberales, progresistas e izquierdistas
recordaron el conservadurismo en materia de moral y costumbres de la Iglesia y
destacaron la necesidad de avanzar hacia una separación definitiva de ésta
respecto del Estado. Pero lo curioso es que la reacción contra la Iglesia
provino incluso de muchos católicos que aceptan todos los pasajes oscuros de la
historia universal de la Iglesia y que incluso han festejado o al menos
justificado el rol de la institución en el año 55 y en el 76 pero que, sin
embargo, no le perdonan haber sido una prenda de unidad para un peronismo que
intenta, a contrareloj, ser competitivo para 2019. Podría decirse que, a la luz
de los acontecimientos, el antiperonismo es un sentimiento religioso más fuerte
que el vínculo con Dios y su representante en la Tierra.
¿Pero qué sucede en el plano conceptual y político? Porque
todas las críticas tienen asidero y llevan mucho tiempo en algunos casos pero
la reacción, esta vez, fue desproporcionada y supuso editoriales y varios días
en tapa de los diarios, TV y radio además de encarnizados cruces en redes
sociales.
Fue entonces que pensé que el mejor aporte que podía hacer
era correr la hojarasca y pensar cuáles son los principios del proyecto
político, si es que podemos hablar en esos términos, claro, de la Iglesia que
lidera Francisco. Porque intuyo que allí uno puede encontrar la respuesta a
buena parte de las tensiones que no tienen que ver con coyunturas, emociones
violentas y narcisismos.
Para ello me voy a servir de un discurso que Francisco diera
en 2010, cuando era simplemente el cardenal Jorge Bergoglio, y que fuera
publicado bajo el título Nosotros como
ciudadanos, nosotros como pueblo. Se trata de un discurso que se da en el
contexto en que la relación con el kirchnerismo no era la mejor. Y cuando uno
lo repasa observa, naturalmente, la base de la doctrina social de la Iglesia pero
una clara coincidencia con La comunidad
organizada de Perón, especialmente en lo que respecta al diagnóstico de la
presencia de antagonismos que deben ser superados. En aquel discurso de Perón,
al menos desde mi punto de vista, el antagonismo central y a partir del cual el
peronismo busca aparecer como una tercera posición superadora, es el que enfrenta
al liberalismo individualista y al comunismo colectivista. Frente a ello, Perón
afirma que la realización individual se da siempre en comunidad, retomando
ideas clásicas ya presentes en Aristóteles, pero la pertenencia a esa comunidad
no debe eliminar la individualidad. Las palabras de Bergoglio, sesenta años
después de las de Perón, obviamente, incluyen otras tensiones o aggiornan esa
“tensión original”, pero están puestas allí para enumerar lo que, considera,
son los cuatro principios necesarios para elaborar su propuesta: 1) que el
tiempo es superior al espacio, esto es, que se trata de estructurar un
proyecto, una narrativa y una finalidad antes que ocupar circunstancialmente un
lugar sin referencia alguna hacia dónde ir; 2) que la unidad es superior al
conflicto, es decir, que frente a algunas lecturas neomarxistas que afirman que
el conflicto es constitutivo a la democracia y a lo humano, éste puede y debe
superarse en un proyecto común; 3) que la realidad es superior a la idea, o
sea, que frente a las vanguardias idealistas que se autonomizan de la realidad
y consideran que pueden cambiarlo todo desde el lenguaje y la ideología, Bergoglio
considera que la idea debe estar al servicio de una realidad que no es maleable
caprichosamente; 4) que el todo es superior a la parte, esto es, lo que les
indicaba anteriormente: que el todo es más que la suma de las partes pero que
ese todo no anula a esas partes sino que las integra.
A lo largo del texto, además, aparecen menciones a la
independencia, a la soberanía y a la justicia social, y se exhorta a que la
finalidad del proyecto sea siempre el Bien Común, elementos que luego
aparecerán, claro está, en las encíclicas que él realizará más adelante en
calidad de Sumo Pontífice. Pero lo más interesante conceptualmente es que
Bergoglio retoma una idea que floreció durante los siglos XVIII y XIX en el
seno de la tradición reconocida como “romántica”. Me refiero a la idea de que
el sujeto de la historia, el sujeto de las trasformaciones, es el pueblo. Allí
está el núcleo central que separa esta propuesta de los puntos de vista
liberales, conservadores, progresistas e izquierdistas. Es el pueblo como ente
cultural-mítico pero encarnado en el hoy y proyectado hacia el futuro, el que
puede y debe superar las divisiones y las tensiones. De esta manera, contra los
liberales, la historia no es la historia de los individuos sino de los grandes
hombres que encarnan a un pueblo en un momento histórico particular; contra los
conservadores, es el pueblo orientado hacia el Bien Común el que debe
transformar la sociedad para devenir comunidad plena y justa; y contra la
izquierda y la progresía, no son las fracciones ni los grupos exigiendo
derechos formales y anteponiendo sus intereses facciosos a los de las mayorías
los que marquen el camino hacia la unidad en el tiempo, aun cuando alguna de
sus exigencias pueda ser razonable. Es más, en tiempos de políticas de
identidad, Bergoglio afirma que “la persona social adquiere su más cabal
identidad como ciudadano en la pertenencia a un pueblo” y no como individuo
agregado a otros en una sociedad ni como individuo vinculado a un grupo en
razón de su etnia, clase, género u objeto de deseo.
Para finalizar, como indicaba al principio, no escribo estas
líneas para defender o criticar presupuestos de la perspectiva de Bergoglio y
la tradición de la cual él abreva en la Iglesia, sino para comprender qué es lo
que puede estar de fondo más allá de los gestos de unos sectores u otros. Si,
además, esto sirve para echar algo de claridad acerca de las tensiones conceptuales
actuales y futuras dentro del espacio nacional y popular, donde también
conviven espacios progresistas y de izquierda, habré colmado sobradamente mis
expectativas pues parecen ser tiempos de demasiada corrección política combinada
con extravíos ideológicos, holgazanería reflexiva y el enorme vacío que deja la
ausencia de un proyecto político.