La fractura del bloque del FPV
trajo enormes controversias la última semana y los principales ataques
recayeron sobre la figura más representativa del grupo “disidente”: Diego
Bossio. Claramente identificado con la gestión de CFK, con participación activa
en la campaña y habiendo sido elegido diputado en la lista del FPV, la decisión
del exdirector de ANSES resultó, para muchos, sorpresiva e indignante. A tal
punto que referentes políticos y ciudadanos comunes a través de las redes
sociales han exigido que renuncie o “devuelva” su banca.
Esto nos traslada a una
inagotable discusión pues: ¿la banca es del partido o es del candidato?
Legalmente no hay dudas de eso y nadie podrá encontrar un vericueto legal para
exigirle a Bossio la “devolución” de la banca. En todo caso, el problema es
“moral” y “político” pero no legal. Pero lo más interesante es que la decisión
de Bossio deja expuesto cierto aspecto aristocratizante de la democracia
representativa que data desde sus orígenes. Para decirlo sintéticamente, la
suposición de que el pueblo no es capaz de gobernar por sí solo sino a través
de sus representantes les ha dado a éstos un margen de maniobra tan
imprescindible como controvertido porque tal margen permite que el
representante resuelva situaciones para las que no tiene un mandato específico
pero también le otorga la posibilidad de acabar alejándose de los intereses de
quienes lo apoyaron. Esto, claro está, va más allá de la discusión acerca de si
la decisión específica del representante es correcta o no. Más específicamente,
no importa si haber roto con el FPV esté mal o esté bien del mismo modo que no
importa si el “No positivo” de Cobos ayudó o no al país. Lo que está en juego
es la relación entre el representante y los representados. Pues los
representados podrían afirmar que, aun cuando estuvieran equivocados, el
representante debería representarlos y llegar hasta las últimas consecuencias
con su “error” pues para eso fue elegido. Frente a eso, el representante puede
mostrar que las razones por las que fue elegido suelen ser múltiples (máxime
cuando se trata de distritos tan grandes y de figuras que no son
representativas de un sector en particular) y que no se le ha dado un mandato
específico sino la confianza en su capacidad para poder discernir, en las
circunstancias que lo requieran, qué es lo mejor para sus representantes (aun
cuando ellos crean lo contrario) o para la sociedad toda, alternativa que, por
cierto, abre otra pregunta imposible de responder a priori: ¿qué debe
privilegiar un diputado nacional? ¿Los intereses del partido, del distrito, de
sus votantes o de toda la Argentina?
Más allá de la posición que cada
uno tome sobre la actitud de Bossio, parece claro que la discusión de fondo es
mucho más rica e interesante que el circunstancial comportamiento de un
representante o los reclamos que tal comportamiento pudieran ocasionar. En todo
caso hay que agotar las instancias formales para tratar de garantizar que la
voluntad popular se encuentre expresada y para ello se deben activar mecanismos
de participación y control pero el aspecto aristocratizante de la idea de
representación, con un grupo de “elegidos” que gobierna, abre el camino hacia
una serie de dilemas y callejones sin salida, eso que los filósofos suelen
llamar “aporías”.
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