lunes, 6 de octubre de 2025

Argentina en crisis. Por la tarde, clase de natación (editorial del 4.10.25 en No estoy solo)

 

El 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribía en su diario una sentencia perturbadora, podría decirse, verdaderamente kafkiana: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación”.

Se trata de una frase que ha tenido un sinfín de interpretaciones y que hasta le ha valido acusaciones, entre ellas, la de banalizar el inicio de lo que sería un período de 30 años de horror y/o demostrar el nivel de ajenidad respecto de la realidad. Sin embargo, a los fines de estas líneas, voy a destacar otras dos interpretaciones posibles, para nada originales, por cierto: la primera sería la que muestra que los grandes sucesos, quizás los más atroces, aquellos capaces de cambiar el destino de la humanidad, son naturalizados y se mezclan con nuestras más banales actividades diarias. No se trataría así del escritor viviendo en la burbuja ni menospreciando un evento como éste sino la demostración de que convivimos con el horror y que aun en ese horror intentamos continuar con una “vida normal” en la medida de lo posible.

El segundo mensaje que podría seguirse de esa anotación es que no se toma real dimensión de los eventos mientras suceden y, como diría Hegel de la filosofía, siempre llegamos tarde. Este último punto no está tan mal porque al menos ayuda a combatir estos tiempos donde cada día añoramos estar formando parte de hechos que cambiarán la historia cuando como mucho acaban destacándose en una story de Instagram. Pero podría ser, simplemente, que Kafka, como quizás buena parte del mundo, no estuviera comprendiendo lo que allí se estaba gestando. No sería, entonces, ni la primera ni la última vez que, con el diario del lunes, todo se ve diferente y claro.

Creo que en Argentina pasa bastante de esto: naturalizamos sucesos conmocionantes y, al mismo tiempo, no tomamos la dimensión de lo que nos pasa hasta mucho tiempo después de sucedido. Probablemente cada país pueda afirmar algo parecido, pero no es menos cierto que la Argentina tiene algo de enigmático que se ve con claridad cuando tenemos la posibilidad de conversar con algún extranjero. El qué pasa en Argentina es una pregunta recurrente que inmediatamente se transforma en por qué les pasa y esas preguntas tan amplias son las más difíciles de responder porque tenemos que alejarnos, abstraernos del detalle pequeño de la internita y ver las grandes tendencias. Y claro que uno puede ensayar respuestas y no todo es lo mismo; tampoco hay un virus del fracaso ni somos los más fracasados, pero no es fácil responder con matices cuándo se jodió Argentina, si es que alguna vez no estuvo jodida; y menos fácil aún es responder cómo puede ser que estando tan jodida se destaque en tantas áreas, tenga unos recursos humanos que muchos países envidiarían, etc. Todo eso es verdad al mismo tiempo.

Sin embargo, hay que decirlo, con 15 años de una economía estancada, el sistema de partidos estallado, lo que pareciera ser el inminente fracaso de un nuevo gobierno, (el tercero consecutivo y de distinto color político), y una crisis social que va más allá de una crisis económica más, nos hemos acostumbrado a vivir siempre un poco peor y, a su vez, a no comprender la relevancia de todo lo que nos ha sucedido. Nos hemos conformado con el malo por conocer antes que por el malo conocido, y nuestra actividad ciudadana se reduce a meros espectadores del evento indignante de turno, como podría ser, sin ir más lejos, la salvajada ocurrida en La Matanza, donde a priori pareciera incluirse, prostitución, narcotráfico y espectacularización disciplinante del horror a través de una transmisión en vivo de los asesinatos. Todo en un marco de lumpenaje social que hasta parece incluir a un joven de clase media que llegó a los narcos tras padecer una estafa cripto, sin comprender la estafa anterior que le habían vendido: la de poder vivir sin trabajar. A su vez el tratamiento de la tragedia también habla de aquello en lo que nos hemos convertido: todo un montón de gente tratando de sacar su tajada del horror, arrojándole el cuerpo de las chicas al gobierno municipal, al provincial, al nacional, discutiendo si se trata de una nueva aparición del patriarcado, etc.

En el plano económico, el amateurismo del gobierno y la inestabilidad emocional y política de quienes toman las decisiones, ha acelerado el desenlace de un plan donde el fin estaba claro y lo único que restaba saber era el cuándo. Cada día hábil es para el gobierno un suplicio y de una semana a otra la actual administración pasa patética y ciclotímicamente de la reelección al helicóptero dando manotazos de ahogado entre los presuntos porcentajes que se llevaba la hermana y la flamante aparición de un candidato que podría estar evolucionando del anarco al narcocapitalismo.

Está claro que no se trata solo de un fenómeno de la Argentina. Ya sabemos que somos los mejores en todo pero tampoco es para exagerar. Todo hoy es veloz, todo hoy pasa rápido y se pierde, lo cual incluye a la paciencia. La insatisfacción crónica, con mejores o peores fundamentos, es la sensación mayoritaria y la victimización una identidad. Pero el nivel de inestabilidad política y emocional por la que atravesamos los argentinos no es normal. Vivimos como si no fuese así, vamos a la tarde a natación, pero la habitualidad al deterioro de todo, lo que Houellebecq llamaría “la ampliación del campo de batalla” sobre un conjunto básico de cosas que pensábamos como dadas y ahora debemos volver a pelearlas, nos joden la vida.

Que otros estén mucho peor no debiera ser un consuelo y si bien la incertidumbre es el zeitgeist, Argentina devino un laboratorio casual, una prueba concreta de un país que objetivamente no tiene los problemas que muchos otros tienen en términos de guerras potenciales, conflictos étnicos, disputas religiosas, carencia de recursos naturales, y, sin embargo, parece condenado a una espiral de pauperización de las condiciones de vida que, insisto, ojalá pudieran medirse solo en términos económicos. Es mucho más profundo que ello. Es una incertidumbre que devino constitutiva, una inseguridad que va más allá de que te afanen un celular en la calle; una inseguridad de esas que duele en los huesos cuando hay humedad.

Entre la derecha que gobierna un país que desprecia y una izquierda que es comentarista de un país que no entiende, toca contentarse con que el próximo fracaso no sea demasiado estrepitoso. Ni siquiera se trata de pedir trabajo para poder pagar la clase de natación. Se trata de abrazarnos a la esperanza de que al menos no se lleven también el agua de la pileta.  

 

Maratón: la experiencia personal y filosófica de correr (publicado el 5.10.25 en www.theobjective.com)

 

La leyenda cuenta que allá por el 490 a. C, Filípides corre 41,8 kilómetros desde Maratón hasta Atenas para comunicar la buena nueva: “Hemos vencido”. Éstas serían sus últimas palabras porque, tras pronunciarlas, caería muerto. Filípides era un hemeródromo, término cuyo significado literal es “el que corre un día entero” y era uno de los tantos mensajeros a los que se les requería servicio cada vez que había que comunicar algo urgente. Incluso se dice que habría recorrido la distancia desde el Ática hasta Esparta, más de 200 kilómetros, en un solo día, para pedirle a los lacedemonios que intercedieran a favor de los atenienses contra los persas.

La corrida de Filípides fue tan célebre y trágica al mismo tiempo que hizo que maratón pasara a designar el nombre de la gran competencia de resistencia del atletismo y que esos casi 42 kilómetros transitados se transformaran en una marca universal.

Con esa leyenda de fondo y tomando como referencia lo que podría considerarse el primer manual de reflexión sobre el deporte en general, escrito por Filóstrato, el ateniense (170 d. C.), la escritora, periodista y licenciada en Letras Clásicas, Andrea Marcolongo, regresa a las librerías con El arte de Correr. De Maratón a Atenas, con alas en los pies (Taurus).

Sin embargo, lo que a primera vista podría parecer un intento de revisar el evento histórico que significó la caída del rey persa Darío, es más bien una gran excusa para narrar una experiencia personal de la autora: la preparación para correr la maratón de Atenas que va desde la ciudad de Maratón hasta el estadio Panatenaico de la capital griega.

El libro ofrece datos de color y algunas curiosidades quizás no del todo conocidas por el gran público. Por citar alguna de ellas: si en la actualidad, la competencia, a nivel planetario, requiere transitar 42 kilómetros y 195 metros en lugar de los 41,8 kilómetros originales, se debe al capricho del príncipe de Gales que, en los Juegos Olímpicos de 1908, extendió la carrera unos 400 metros para que la largada fuera desde el Castillo de Windsor. Asimismo, se menciona cómo ya entre los egipcios existía una ley que castigaba con la muerte a aquel corredor que salía segundo tras haber sido vencedor en la competición anterior, o el caso de Aristión, el pugilista que ganó su competencia en los Juegos Olímpicos estando muerto. Efectivamente, mientras le rompía los dedos del pie a su competidor para lograr que se rindiera, Aristión era estrangulado por éste con tanta buena (o mala) suerte que el rival aceptó su derrota una fracción de segundo antes de que le llegara la muerte a quien sería el ganador de la competencia.

Pero en línea con el espíritu de Filóstrato, el libro también incluye algunas reflexiones personales sobre el deporte en general y el running en particular.

Allí, Marcolongo, resalta la particularidad del correr como un deporte solitario que no se enseña y que parece connatural del ser humano, además de tratarse de una actividad que va mucho más allá de lo físico para conectar con lo mental. De hecho, para la autora, la preparación de casi cinco meses para el evento en cuestión le permitió comprender ese kairós griego, al que define como un tiempo sin principio ni fin, un continuo estar haciendo (corriendo), y aquello que se suele conocer como estado de conciencia flow y supone estar inmerso completamente en una actividad y permanecer al mismo tiempo presente ante uno mismo.

En otro de los capítulos, Marcolongo advierte sobre tres olas que están invadiendo el running: la salutista, la ecológica y la tecnológica.

En cuanto a la primera, la autora señala sentirse algo incómoda con esta especie de tiranía de lo sano sobre el deseo, más allá de que da la bienvenida al mejoramiento de la calidad de vida que eso puede suponer. Algo similar sucede con la segunda ola, la ecologista: sin llegar a suscribir al delirio radical de aquellos runners que pretenden que los corredores hagan la actividad dando vueltas de manzana y sin traslados, para disminuir la huella de carbono, Marcolongo resalta que la moda del running contribuye a tomar conciencia respecto a la necesidad de un ambiente habitable. Por último, la ola tecnológica supone, para la autora, una gran paradoja: se nos dice que correr es liberador pero cada vez más nos encontramos presos de una serie de dispositivos y aplicaciones que nos controlan los pasos, lo que comemos y la actividad que realizamos, de modo que, de repente, nos vemos rindiendo cuentas al reloj o caminando solos en casa para que el teléfono registre que cumplimos la meta diaria.

Por último, correr ha sido para Marcolongo, según sus propias palabras, un gimnasio de feminismo y campo de batalla más profundo que haber leído a Simone de Beauvoir. En este sentido, aunque aclara que no le interesa opinar sobre el feminismo, considera que el hecho de poseer ovarios y útero la ha impulsado a solidarizarse con toda mujer, especialmente porque en el running se observa lo que ella considera una suerte de desventaja asociada, por ejemplo, a las dificultades que podría traer la menstruación al momento de realizar la actividad deportiva. Marcolongo agrega además que, a sus 38 años, y por el hecho de ser mujer, se vio obligada a tener que resignar su maternidad por preparar la carrera, dilema que, por razones biológicas, no se le presenta a los varones y que, según la autora, por cuestiones insondables, no podría resolverse con una mínima planificación familiar.

A diferencia de su libro anterior, Desplazar la luna, un texto que también partía de una experiencia personal, en este caso, haber pasado una noche en solitario en el Museo de la Acrópolis como excusa para contar y reflexionar acerca del saqueo del Partenón por parte de los británicos, El arte de correr nos dice demasiado acerca de la autora y muy poco acerca de la historia de la batalla de Maratón y del contexto cultural, político y filosófico en el que ésta tuvo lugar. En el mismo sentido, la lógica de lo que por momentos es un diario íntimo acaba dejando en segundo plano los atisbos de reflexiones generales que podrían darle otro vuelo al libro.

Por cierto, ¿cómo terminó la historia? Marcolongo corrió la maratón y llegó. “Venció”, si bien, afortunadamente, no compartió el destino trágico de Filípides. Sin embargo, queda abierto a interpretación si el haber cumplido el objetivo supone necesariamente un final feliz, pues, a decir de la autora, “La felicidad de salir airosa de la prueba no estaba a la altura de la ansiedad y la fatiga que durante días y semanas había experimentado para conseguirla”.

Probablemente porque es necesario aceptar que buena parte de las metas que nos planteamos en la vida, una vez alcanzadas, nos dejan esa sensación agridulce que nos lleva a reflexionar acerca de si valió la pena la energía invertida y a preguntarnos “y ahora qué”, a menos de tres semanas de la maratón griega, Marcolongo decidió volver a entrenar y a ponerse un nuevo objetivo más modesto: los 10 kilómetros de la San Silvestre Vallecana.