Los sindicatos en general y los
intentos de revitalizar el peronismo clásico hacen énfasis en el rol ordenador
del trabajo y depositan las esperanzas en el pueblo trabajador como columna
vertebral de un movimiento transformador buscando reeditar condiciones
existentes algunas décadas atrás. ¿Es esto posible?
Comencemos por los efectos
inmediatos de la pandemia: durante el año 2021, por ejemplo, 47,4 millones de
estadounidenses renunciaron a su empleo voluntariamente. A menor escala, el
fenómeno se ha repetido en algunos países desarrollados y en sectores
profesionales a lo largo de todo el mundo. Anthony Klotz, psicólogo
organizacional y profesor en la Universidad de Texas A&M bautizó este
fenómeno como “La Gran Renuncia” (“The
Great Resignation”) y lo adjudicó a diferentes razones entre las que se
pueden destacar la agudización de las crisis existenciales que derivaron en la
pregunta acerca de cómo y por qué seguir trabajando, sumado al hecho de que
muchas personas vivenciaron encontrarse más cómodas trabajando de manera remota,
cerca de su familia y/o administrando sus tiempos.
¿Sirve este
ejemplo para la Argentina? Solo en parte, porque es más fácil hacer una “Gran
Renuncia” en países donde existe casi pleno empleo, crecimiento económico y
capacidad de ahorro. En países pobres o en vías de desarrollo no hay “Gran
Renuncia” porque no hay “Gran Trabajo”. Con todo, es evidente que las cosas han
cambiado incluso para quienes no pueden darse el gusto de elegir.
Vayamos a otro punto: la
sindicalización. Los últimos informes disponibles indican que Argentina está en
el top 3 en cuanto a nivel de sindicalización en Sudamérica y en el top 10 a
nivel mundial. Si lo comparamos con, por ejemplo, Estados Unidos, donde solo un
6% de los trabajadores privados se encuentra sindicalizado, la diferencia es
abismal y se podría decir que, aun con los crecientes niveles de informalidad y
de precarización, la sindicalización continúa teniendo un peso en nuestro país.
Sin embargo, tenemos una
incógnita, no solo en Argentina, claro, respecto al futuro inmediato: la IA trae
bajo el brazo la promesa efectiva de que serán muy pocos los trabajos que se
mantengan en pie de aquí a 10 o 15 años. Frente a este escenario no he visto
aportes demasiados originales: en todo caso, por derecha hablarán de la
destrucción creativa y la reconversión de la oferta laboral, pero por izquierda
e incluso también alguna buena parte de la derecha, reconoce que no hay salida
y que, en todo caso, hacia lo que vamos es hacia una Renta Básica Universal,
esto es, un estipendio otorgado por el Estado a todos los ciudadanos en tanto
tales. Allí, claro, derecha e izquierda discuten el alcance de la misma, los
montos y, sobre todo, el financiamiento: ¿de dónde saldrá el dinero? ¿Aceptarán
ponerlo los empresarios que se han beneficiado de la utilización de la IA
reduciendo los costos laborales? ¿Es posible ser tan ingenuos? Pero seámoslo
por un rato: imaginemos que llega una nueva generación de empresarios
benefactores o, al menos, con mucho miedo a la revuelta popular, y que, por las
buenas o por las malas, aceptan una suba drástica de sus impuestos para cubrir
las necesidades materiales básicas de todos los habitantes. ¿Alguien ha pensado
qué tipo de vida podrá llevar adelante un desempleado eterno con un ingreso que
apenas alcanzará para satisfacer sus necesidades básicas? ¿Acaso todos
desarrollarán sus vetas artísticas y utilizarán su tiempo de ocio para educarse
y participar de los debates públicos? Antes de ser tan tontos es preferible ser
cínicos como Ray Kurzweil, aquel ingeniero que impulsa el transhumanismo y
promete un radical aumento de la expectativa de vida y la posibilidad de aislar
nuestra conciencia, quien afirma que, afortunadamente, en unos 10 años todos
nuestros cerebros van a estar conectados a una computadora para vivir vidas
virtuales sin tener que salir de casa. Si alguien piensa que algo bueno puede
salir de una sociedad así…
Pero es más: incluso si dejamos
de lado la discusión acerca de quién demonios pagará las pensiones de una
humanidad hiperavejentada capaz de vivir 120 o 150 años en breve, y suponemos
que el modelo se va sustentar por los beneficios que derraman y los impuestos
sobre las clases aventajadas de ultrarricos y/o, quizás, de supertrabajadores
autoexplotados, pocos parecen tomar conciencia del nivel de inestabilidad
social o los conflictos geopolíticos que podrían desatarse en la medida en que
el control de la tecnología se atomice en pocas manos.
Y lo peor es que no hace falta
irse tan lejos ya que el interrogante puede plantearse hoy mismo. Aun cuando
muchas veces en Europa esta discusión se mezcle con los choques culturales que
produce la cuestión migratoria, lo cierto es que el nivel de desempleo juvenil
es alarmante. Sin ir más lejos, en España, por ejemplo, se conoció que el
desempleo entre los más jóvenes alcanza el 25%. En Argentina apenas supera el
13% pero triplica a la tasa de los que tienen más de 30 años.
Allí uno observa algunas
tendencias mundiales y otras problemáticas más locales, pero lo más relevante
es que existe una buena cantidad de jóvenes para los que el trabajo ya no
funciona como principio ordenador a nivel social. El trabajo hoy no es un
espacio donde constituir una identidad ni posee algún tipo de valoración moral.
En Argentina se ve esto
claramente y parece tratarse de un fenómeno que atraviesa las clases sociales.
Por ello no debería extrañarse que, en la TV Pública, un exasesor de Alberto
Fernández, enseñe cómo hacer carry trade
al tiempo que somos testigos del aumento de la delincuencia en manos de
adolescentes. Es que, claro está, si el narco te paga, por transformarte en un
soldadito de la falopa, varias veces más de lo que recibirías siendo repositor;
si toda tu vida has sido testigo de padres y abuelos trabajando sin horarios,
sobreviviendo entre las changas y alguna ayuda social… el incentivo, para un
pibe de, pongamos, 14 años, es demasiado grande.
Del otro lado, tenemos a los
“masivos bro”, una generación de pelotudos arrogantes que eructan manuales de
autoayuda y superación personal mientras tradean
criptos, se meten papa para hincharse en el gimnasio y venden cursos de “hazte
millo sin trabajar”. Todo hasta que, claro está, les cae la primera denuncia
por estafa o algún acreedor molesto decide invertir un poco más, ya no en
criptos, sino en sicarios.
Sumemos a este escenario el modo
en que el haber permitido las apuestas online está destrozando pibes y familias
enteras con la misma lógica: ganar plata fácil a diferencia de los boludos que
la hacen trabajando.
En síntesis, el trabajo hoy no
puede ordenar porque, en el mejor de los casos, está desordenado y porque la
vida misma está desordenada. Si a esto le agregamos la posibilidad cada vez más
tangible de millones de personas que van a perder el trabajo para vivir de
algún tipo de ayuda estatal cuya única vinculación con el mundo será a través
de una conexión de Internet para ver boludos bailando en videos de 15 segundos,
la situación se torna desesperante.
Por todo esto, y sin soluciones a
la mano, al menos de mi parte, plantear una sociedad en la que el trabajo pueda
volver a ser el ordenador y recrear un movimiento con el pueblo trabajador como
columna vertebral es, para ser benevolente, un desafío que pareciera ir a
contramano de todas las tendencias, tanto mundiales como locales. Esto plantea,
claramente, un gran desafío especialmente para el peronismo que debe repensarse
en un contexto donde la escasa retribución material percibida por las grandes mayorías,
ha roto el vínculo moral, identitario y social que éstas tenían con el trabajo.
¿Habrá alguien en la clase
dirigente y en los burócratas hacedores de políticas públicas capaz de ofrecer respuestas
originales a una sociedad que en 2 o 3 lustros no se parecerá en nada a la que
hemos conocido?
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