En tiempos donde están a la orden
del día el presunto retorno del fascismo y los giros autoritarios, incluso en
democracias que parecían sólidas, repasar el tumultuoso proceso cuyo desenlace
ubicó a Hitler en el poder resulta imperioso y es lo que hace de El fracaso de la República de Weimar. Las
horas fatídicas de una democracia (Taurus), el nuevo libro de Volker
Ullrich, una lectura obligatoria.
Graduado en Filosofía, Literatura
e Historia, este veterano periodista alemán regresa con un texto que ofrece un
nivel de detalle y precisión admirables para dar cuenta de cuáles fueron los
hechos clave ocurridos entre aquel 1919, en el que se iniciaba la primera
experiencia democrática alemana, hasta aquel fatídico 1933 en el que Hitler,
gracias a los votos, pero, sobre todo, a una serie de intrigas, azares, errores
y mezquindades ajenas, alcanza el cargo de Canciller.
Son diversas las razones que han
dado los historiadores a lo largo de todos estos años para explicar el fracaso
del proceso republicano. Para algunos, el nuevo sistema nunca pudo sacarse de
encima la rémora del Estado autoritario, tanto en lo que respecta a la
influencia de las élites económicas pre y antidemocráticas, como así también al
interior del propio Estado, esto es, en el ejército, la burocracia y el poder
judicial. Para otros, quizás la explicación más generalizada, la humillación y
la pesada carga económica impuesta por la fuerza en el Tratado de Versalles,
generó el caldo de cultivo para la reacción ultranacionalista y de derecha;
otros mencionan los defectos estructurales de la Constitución de Weimar que le
daba al presidente prerrogativas extraordinarias (el famoso artículo 48) y que demostraría
que aquella era la república posible y no la república perfecta. Incluso se
llegó a señalar la mezquindad y la miopía de los partidos y los sindicatos cuya
intransigencia y división dejó la mesa servida a los sectores más
radicalizados.
Ullrich indica que probablemente
todo eso sea verdad pero que, “sin embargo, por pesadas que hayan sido las
cargas heredadas (…) el experimento de la primera democracia alemana no estaba
destinado desde el comienzo a la caída. Había alternativas, y hubo razones por
las cuales no fueron aprovechadas”.
¿Cuáles eran esas alternativas? En
1918-19 los socialdemócratas podrían haber ido más a fondo y haber promovido cambios
sociales mayores más allá de que, cabe decirlo, la nueva Constitución suponía
el fin de la monarquía, garantizaba la libertad de expresión y de reunión, acababa
con la censura, otorgaba el sufragio universal para las mujeres y estipulaba jornadas
laborales de 8 horas, entre otros avances. Sin embargo, no quiso/no pudo dar un
paso más y afectar ciertos privilegios del antiguo régimen.
Asimismo, el gobierno
socialdemócrata de Friedrich Ebert no aprovechó el enorme apoyo que recibió la
república cuando un grupo de etnonacionalistas asesinó al ministro de Asuntos
exteriores de la Nación, Walther Rathenau, en junio de 1922. El ministro
representaba todo lo que la derecha odiaba: era judío, defensor ferviente de la
república, empresario heredero de un grupo empresarial eléctrico e intelectual,
además de escritor talentoso. Si bien los crímenes políticos fueron moneda
corriente, el gobierno podría haber utilizado esa demostración de dolor popular
para arrinconar a los enemigos de la república y no lo hizo.
También hubo alternativas cuando
el gobierno logró controlar la hiperinflación de 1923 que había destrozado la
economía, especialmente la de las clases medias y bajas. Las hubo incluso a
pesar de lo que probablemente haya sido una subestimación de los efectos de la
misma en el electorado. Este aspecto es central y, en este sentido, Ullrich
discrepa incluso con pensadores de la época que trazaban una continuidad lineal
entre la hiperinflación y la llegada de Hitler al poder 10 años más tarde. Refiero,
por ejemplo, a Stefan Zweig quien, en su autobiografía, El mundo de ayer, afirmaba que nada había vuelto al pueblo alemán
un pueblo “tan amargado, tan lleno de odio, tan listo para Hitler como lo
volvió la inflación”; a Sebastian Haffner, que en su libro Historia de un alemán, indicaba que esa vivencia de un dinero que
se evaporaba dejó a Alemania lista “no para el nazismo en particular, pero sí
en general para cualquier aventura fantástica”, o a Thomas Mann quien indicó: “Hay
un camino recto que lleva del delirio de la inflación alemana al delirio del
Tercer Reich”.
Otra oportunidad perdida la
representa ese mismo año el modo en que, a pesar de haber podido repeler
fácilmente una intentona golpista de Hitler, el gobierno no logra sacar a un
rival radical y peligroso de la escena. Es más, hasta se permitió que la
justicia actuara vergonzosamente con Hitler condenándolo a apenas cinco años de
prisión con libertad condicional al poco tiempo de estar encarcelado, lo que
permitió que el genocida estuviera libre hacia fines de 1924.
Aun en el terreno de los
contrafácticos, Ullrich también entiende que, si los comunistas hubieran
superado sus diferencias, el monárquico Paul von Hindenburg jamás hubiera
llegado a presidente como lo hizo en 1925. Se trató de un punto de inflexión
porque el viejo Mariscal de campo del Imperio Alemán, aun cuando fue mucho más
respetuoso de la Constitución de lo que se esperaba y se negaba a entregar el
cargo de Canciller a Hitler, estuvo lejos de ser un republicano y no dudó en
hacer uso de la potestad que le otorgaba la Constitución para suspender las
garantías y disolver el Parlamento según las necesidades políticas.
A propósito de Hindenburg,
Ullrich recoge una frase de Theodor Lessing, el filósofo de la cultura, que
bien uno podría utilizar para tantísimos políticos de la actualidad:
“Según Platón, los filósofos
deberían ser los líderes del pueblo. No sería precisamente un filósofo el que
estaría subiendo al trono con Hindenburg. Más bien sería solo un símbolo
representativo, un signo de interrogación, un cero. Uno podría decir: ‘mejor un
cero que un Nerón’. La historia muestra, por desgracia, que siempre detrás de
un cero se oculta un Nerón”.
Por último, en 1930, la ruptura
de la coalición de gobierno entre los partidos de centro y socialdemócratas,
acabó con la democracia de hecho y allanó el camino a lo que sucedería tres
años más tarde cuando, tras conspiraciones e intrigas palaciegas, el
exCanciller Franz Von Papen, sediento de venganza por haber sido desplazado,
acuerda con Hitler formar parte de su gobierno y convence a Hindenburg para que
designe al Führer nuevo Canciller.
En síntesis, además del rigor
histórico del trabajo de Ullrich, el libro es valioso porque nos permite
comprender que las democracias no necesariamente caen de manera abrupta. Tal como
ha sucedido con la experiencia de la República de Weimar, son una infinita
cantidad de factores los que juegan y los que muchas veces acaban degradando
paulatina e imperceptiblemente la calidad democrática hasta que un día es
demasiado tarde. Sobre todo, incluso visto desde la perspectiva histórica de
los que ya conocemos el final, Ullrich hace énfasis en que la República de
Weimar no tenía un destino inexorable ni Hitler era su consecuencia necesaria.
Al fin de cuentas, todo depende
de la manera en que actúan determinadas personas en situaciones concretas y,
con ello, el autor no se refiere solamente a aquellos que están en los
principales espacios de decisión sino, con mayor o menor responsabilidad, a
todos los ciudadanos. De aquí que el libro culmine con una frase que, a la luz
de algunas decisiones populares y de los comportamientos de los líderes,
incluso en sistemas democráticos, resulte, al mismo tiempo, tan esperanzadora
como preocupante: “La historia siempre está abierta (…) Está en nuestras manos
que nuestra democracia fracase o sobreviva”.