miércoles, 21 de mayo de 2025

Cómo mueren las democracias: el caso de la República de Weimar (publicado el 14.5.25 en www.theobjective.com)

En tiempos donde están a la orden del día el presunto retorno del fascismo y los giros autoritarios, incluso en democracias que parecían sólidas, repasar el tumultuoso proceso cuyo desenlace ubicó a Hitler en el poder resulta imperioso y es lo que hace de El fracaso de la República de Weimar. Las horas fatídicas de una democracia (Taurus), el nuevo libro de Volker Ullrich, una lectura obligatoria.

Graduado en Filosofía, Literatura e Historia, este veterano periodista alemán regresa con un texto que ofrece un nivel de detalle y precisión admirables para dar cuenta de cuáles fueron los hechos clave ocurridos entre aquel 1919, en el que se iniciaba la primera experiencia democrática alemana, hasta aquel fatídico 1933 en el que Hitler, gracias a los votos, pero, sobre todo, a una serie de intrigas, azares, errores y mezquindades ajenas, alcanza el cargo de Canciller.

Son diversas las razones que han dado los historiadores a lo largo de todos estos años para explicar el fracaso del proceso republicano. Para algunos, el nuevo sistema nunca pudo sacarse de encima la rémora del Estado autoritario, tanto en lo que respecta a la influencia de las élites económicas pre y antidemocráticas, como así también al interior del propio Estado, esto es, en el ejército, la burocracia y el poder judicial. Para otros, quizás la explicación más generalizada, la humillación y la pesada carga económica impuesta por la fuerza en el Tratado de Versalles, generó el caldo de cultivo para la reacción ultranacionalista y de derecha; otros mencionan los defectos estructurales de la Constitución de Weimar que le daba al presidente prerrogativas extraordinarias (el famoso artículo 48) y que demostraría que aquella era la república posible y no la república perfecta. Incluso se llegó a señalar la mezquindad y la miopía de los partidos y los sindicatos cuya intransigencia y división dejó la mesa servida a los sectores más radicalizados.

Ullrich indica que probablemente todo eso sea verdad pero que, “sin embargo, por pesadas que hayan sido las cargas heredadas (…) el experimento de la primera democracia alemana no estaba destinado desde el comienzo a la caída. Había alternativas, y hubo razones por las cuales no fueron aprovechadas”.

¿Cuáles eran esas alternativas? En 1918-19 los socialdemócratas podrían haber ido más a fondo y haber promovido cambios sociales mayores más allá de que, cabe decirlo, la nueva Constitución suponía el fin de la monarquía, garantizaba la libertad de expresión y de reunión, acababa con la censura, otorgaba el sufragio universal para las mujeres y estipulaba jornadas laborales de 8 horas, entre otros avances. Sin embargo, no quiso/no pudo dar un paso más y afectar ciertos privilegios del antiguo régimen.

Asimismo, el gobierno socialdemócrata de Friedrich Ebert no aprovechó el enorme apoyo que recibió la república cuando un grupo de etnonacionalistas asesinó al ministro de Asuntos exteriores de la Nación, Walther Rathenau, en junio de 1922. El ministro representaba todo lo que la derecha odiaba: era judío, defensor ferviente de la república, empresario heredero de un grupo empresarial eléctrico e intelectual, además de escritor talentoso. Si bien los crímenes políticos fueron moneda corriente, el gobierno podría haber utilizado esa demostración de dolor popular para arrinconar a los enemigos de la república y no lo hizo.

También hubo alternativas cuando el gobierno logró controlar la hiperinflación de 1923 que había destrozado la economía, especialmente la de las clases medias y bajas. Las hubo incluso a pesar de lo que probablemente haya sido una subestimación de los efectos de la misma en el electorado. Este aspecto es central y, en este sentido, Ullrich discrepa incluso con pensadores de la época que trazaban una continuidad lineal entre la hiperinflación y la llegada de Hitler al poder 10 años más tarde. Refiero, por ejemplo, a Stefan Zweig quien, en su autobiografía, El mundo de ayer, afirmaba que nada había vuelto al pueblo alemán un pueblo “tan amargado, tan lleno de odio, tan listo para Hitler como lo volvió la inflación”; a Sebastian Haffner, que en su libro Historia de un alemán, indicaba que esa vivencia de un dinero que se evaporaba dejó a Alemania lista “no para el nazismo en particular, pero sí en general para cualquier aventura fantástica”, o a Thomas Mann quien indicó: “Hay un camino recto que lleva del delirio de la inflación alemana al delirio del Tercer Reich”. 

Otra oportunidad perdida la representa ese mismo año el modo en que, a pesar de haber podido repeler fácilmente una intentona golpista de Hitler, el gobierno no logra sacar a un rival radical y peligroso de la escena. Es más, hasta se permitió que la justicia actuara vergonzosamente con Hitler condenándolo a apenas cinco años de prisión con libertad condicional al poco tiempo de estar encarcelado, lo que permitió que el genocida estuviera libre hacia fines de 1924.

Aun en el terreno de los contrafácticos, Ullrich también entiende que, si los comunistas hubieran superado sus diferencias, el monárquico Paul von Hindenburg jamás hubiera llegado a presidente como lo hizo en 1925. Se trató de un punto de inflexión porque el viejo Mariscal de campo del Imperio Alemán, aun cuando fue mucho más respetuoso de la Constitución de lo que se esperaba y se negaba a entregar el cargo de Canciller a Hitler, estuvo lejos de ser un republicano y no dudó en hacer uso de la potestad que le otorgaba la Constitución para suspender las garantías y disolver el Parlamento según las necesidades políticas.

A propósito de Hindenburg, Ullrich recoge una frase de Theodor Lessing, el filósofo de la cultura, que bien uno podría utilizar para tantísimos políticos de la actualidad:

“Según Platón, los filósofos deberían ser los líderes del pueblo. No sería precisamente un filósofo el que estaría subiendo al trono con Hindenburg. Más bien sería solo un símbolo representativo, un signo de interrogación, un cero. Uno podría decir: ‘mejor un cero que un Nerón’. La historia muestra, por desgracia, que siempre detrás de un cero se oculta un Nerón”.

Por último, en 1930, la ruptura de la coalición de gobierno entre los partidos de centro y socialdemócratas, acabó con la democracia de hecho y allanó el camino a lo que sucedería tres años más tarde cuando, tras conspiraciones e intrigas palaciegas, el exCanciller Franz Von Papen, sediento de venganza por haber sido desplazado, acuerda con Hitler formar parte de su gobierno y convence a Hindenburg para que designe al Führer nuevo Canciller.

En síntesis, además del rigor histórico del trabajo de Ullrich, el libro es valioso porque nos permite comprender que las democracias no necesariamente caen de manera abrupta. Tal como ha sucedido con la experiencia de la República de Weimar, son una infinita cantidad de factores los que juegan y los que muchas veces acaban degradando paulatina e imperceptiblemente la calidad democrática hasta que un día es demasiado tarde. Sobre todo, incluso visto desde la perspectiva histórica de los que ya conocemos el final, Ullrich hace énfasis en que la República de Weimar no tenía un destino inexorable ni Hitler era su consecuencia necesaria.

Al fin de cuentas, todo depende de la manera en que actúan determinadas personas en situaciones concretas y, con ello, el autor no se refiere solamente a aquellos que están en los principales espacios de decisión sino, con mayor o menor responsabilidad, a todos los ciudadanos. De aquí que el libro culmine con una frase que, a la luz de algunas decisiones populares y de los comportamientos de los líderes, incluso en sistemas democráticos, resulte, al mismo tiempo, tan esperanzadora como preocupante: “La historia siempre está abierta (…) Está en nuestras manos que nuestra democracia fracase o sobreviva”.

 

 


La Argentina de Milei: ¿fragmentación, posideología y desterritorialización? (editorial del 18.5.25 en No estoy solo)

 

El periodismo ha dejado trascender una presunta discrepancia estratégica entre Karina Milei y Santiago Caputo de cara a las elecciones de este 2025. Para la primera, sería necesario hacer de la LLA un partido nacional que ofrezca candidaturas en cada distrito. Para el segundo, sería más redituable, políticamente hablando, negociar con las estructuras ya vigentes (gobernadores, intendentes, etc.) para no alterar el orden de los distritos y, en todo caso, luego aplicar el “palo y zanahoria” desde la Casa Rosada.

Sigo sin entender por qué se plantea que allí habría una tensión cuando en realidad se trata de dos estrategias perfectamente compatibles. De hecho, “donde puedo armo” y “donde no puedo, transo”, estuvo presente el último fin de semana con relativo éxito si tomamos como ejemplo el triunfo de la lista propia de LLA en Salta Capital y en San Salvador de Jujuy, y el triunfo en alianza con Zdero en Chaco.

¿Podemos encontrar en estas estrategias, aun cuando puedan ser circunstanciales, algunos indicios de la reconfiguración del mapa político y del modo de hacer política en la Argentina de Milei?

Sin dudas y, en este sentido, son de destacar algunos hechos que eventualmente podrían transformarse en tendencia. El primero es una fragmentación distrital que, en términos generales, desde hace ya varios años, controlan los oficialismos provinciales. Claro que cuando hay una figura competitiva a nivel nacional todo eso mínimamente se ordena, pero la política argentina hoy debe dividirse en 24 (o quizás más si interpretamos como “provincias” algunos municipios de la provincia de Buenos Aires y las grandes ciudades del interior). Un ejemplo clásico que hasta hace poco era excepcional, fue el Movimiento Popular Neuquino, pero en los últimos años han aparecido otros, como ser el cordobesismo inaugurado por De la Sota.

Si este fenómeno ya es de por sí interesante, agreguemos que la división en 24 es completamente posideológica. Porque, ¿cómo definimos ideológicamente al cordobesismo? ¿Es de izquierda, de centro o de derecha? ¿Son peronistas no kirchneristas? ¿A qué Perón reivindican y cómo hacen para ganar en una provincia donde Macri o Milei pueden sacar el 70%? ¿Y Sáenz en Salta qué es? ¿Se diferencia mucho de Zdero, Sadir o Passalacqua? Por supuesto que hay excepciones como la de Insfrán en Formosa donde ideológicamente hay claridad, pero en general, lo que tenemos son oficialismos posideológicos que se parecen como si la ideología fuera un asunto de la política a nivel nacional. El escenario es paradójico porque el gobierno de Milei está sobreideologizado, más que el de la propia CFK. Sin embargo, en casi todas las provincias, se eligen oficialismos que pueden acoplarse a cualquier gobierno. Reducir esto a la simple transa política o a la cintura de dirigentes venales, es no comprender que el fenómeno es más profundo.

El otro hecho a destacar se deriva de la que mencionamos como la estrategia supuestamente caputiana de no ir a disputar en cada distrito sino, más bien, negociar desde la Casa Rosada despreciando incluso el territorio.

Más allá del halo de misterio que hay detrás de Caputo, de lo cual se sigue que muchas de las cosas que se le atribuyen, las buenas y las malas, pueden no ser ciertas, esta estrategia sería coherente con esto que se repite entre los analistas de seguir la línea iniciada por el Movimiento 5 Estrellas en Italia que tan bien desarrolla Giuliano Da Empoli en Los ingenieros del caos.

Para quien no lo tenga presente, Da Empoli cuenta la historia del experto en marketing, el italiano Gianroberto Casaleggio, quien en el 2000 entrevió que el futuro de la política estaría signado por internet. Fue él quien propuso al humorista Beppe Grillo “para convertirlo en el primer avatar de carne y hueso de un partido algoritmo, el Movimiento 5 Estrellas, asentado enteramente en la recopilación de datos de los electores y la satisfacción de sus demandas, ajeno a todo sostén ideológico”.

Desde el blog de Beppe Grillo, un blog en el que lo que se buscaba era la exacerbación de las pasiones negativas de los usuarios, en muy poco tiempo, el Movimiento 5 Estrellas, jactándose de no ser ni de izquierda ni de derecha, se transformó en un fenómeno exitoso que le permitió formar parte de distintas coaliciones de gobierno durante varios años.

De esta manera, Italia habría sido así algo así como un experimento que luego se replicó en otros países. Según Da Empoli, “lo que convierte a Italia en el Silicon Valley del populismo es que aquí, por primera vez, el poder ha sido tomado por una nueva modalidad de tecnopopulismo postideológico, sustentado no ya sobre ideas, sino sobre algoritmos desarrollados por ingenieros del caos. No se trata, como en otros lugares, de políticos que contratan perfiles técnicos, sino más bien de perfiles técnicos que toman directamente las riendas del movimiento mediante la fundación de un partido y la elección de los candidatos que más se ajustan a su visión, hasta asumir el control del gobierno de toda la nación”.

Decíamos que este tipo de movimientos ya no hablan de izquierdas y derechas, pero esto no significa que eliminen los antagonismos. Todo lo contrario, los exacerban, casi siempre en la lógica “pueblo versus élites” de modo de captar el voto enojo. Así, el populismo tradicional se abraza al algoritmo de los ingenieros estableciendo un nuevo maridaje.

Los ingenieros del caos debe ser el libro más citado por los analistas argentinos en estos últimos meses, pero sus ideas se aplican al caso Milei solo de manera parcial, especialmente en lo que planteábamos algunas líneas atrás: además de no ser el producto de un ingeniero sino de haberse forjado a sí mismo a través de las redes y la televisión, el de Milei es un gobierno sobreideologizado que tiene bien claro hacia dónde va, aspecto que lo diferencia de las construcciones provinciales y de las alternativas nacionales a tal punto que LLA parece hoy el único partido nacional aun cuando en algunos distritos ni siquiera logre presentar candidatos. Pero su principal oposición, el peronismo, está explotado y en un proceso de descomposición del cual no parece fácil salir.

Es importante detenerse aquí porque una opción sería pensar que el problema es la fragmentación y que todo se solucionará cuando haya un nuevo orden y una conducción clara, sea la de CFK, sea la de alguien que la reemplace. Sin duda, un gran acuerdo de unidad puede gravitar al momento de los votos, tal como se vio en el Chaco donde un peronismo unido hubiera peleado cabeza a cabeza, pero el problema no es la falta de unidad sino la falta de programa. Es decir, los votos están ahí, a tiro. Si hasta haciendo un gobierno horrible casi gana en primera vuelta en 2023...lo que faltan son buenos diagnósticos y mejores ideas. La descomposición, en este sentido, es más doctrinal que electoral.

Es que tanto CFK como el propio Axel parecen políticos del siglo XX con una militancia que piensa el territorio de dos maneras equivocadas: como un espacio casi mitológico en el que se encontrarían las verdaderas fuerzas nacionales y populares; o como un objeto de estudio para paper de otros ingenieros, los del orden (progresista) egresados de Sociales.

Ambos puntos de vista restan políticamente porque, en el mejor de los casos, el territorio está en disputa y es tan diverso que habría que hablar de múltiples territorios o, lo que es más preocupante aún, de una al menos parcial desterritorialización de la política. En este sentido, al ejemplo del Movimiento 5 Estrellas, hay que agregarle el caso Milei 2023, ganando en un país extensísimo con potentes tradiciones políticas y construcciones territoriales que hacían inimaginable un fenómeno así, ya no decimos 30 años atrás, sino 10. Por si hace falta hay que recordarlo: ganó sin un gobernador, sin un intendente, sin un concejal, sin un puto consejero escolar y gobierna, hasta ahora, sin nada de eso y con un puñado de representantes en las cámaras que le sirven para muy poco. ¿Y en serio vamos a seguir hablando de territorio? Asimismo, es ese supuesto territorio el que le está dando la espalda al peronismo y el que está desterritorializado, emprendiendo o trabajando precariamente con apps y construyendo mercados alternativos de semiinformalidad a través de billeteras virtuales.

Naturalmente no hay que ser taxativos pues sin dudas estamos en un proceso de transición. Quien mejor lo entiende es el propio gobierno que parece actuar en las dos líneas, esto es, en la vieja dinámica de construcción territorial y en la otra, aquella que entiende que las construcciones militantes del boca en boca, el barrio, el club, etc., no son determinantes porque la pertenencia y la dependencia hoy están más asociadas a las comunidades (des-organizadas) virtuales.

Y sí, claro, si como dijera el filósofo, entre lo viejo que no muere y lo nuevo que no acaba de nacer, aparecen los monstruos, la política argentina es hoy una gran bestia fragmentada en 24 partes con un partido radical extinto, un PJ en proceso de descomposición más doctrinal que electoral, y una coalición, que pretendía ser la nueva derecha, lastrada por la propuesta anarcocapitalista; una bestia que navega entre la posideología de gobiernos provinciales indistinguibles y un partido de gobierno sobreideologizado con un líder mesiánico que viene por una revolución trascendente para la que el cargo de presidente resulta un cargo menor.

Todo eso a la vez y con 50 millones de personas adentro.

martes, 13 de mayo de 2025

¿Odiamos lo suficiente a los periodistas? (editorial del 17.5.25 en No estoy solo)

 

En la disputa in crescendo que Milei tiene con los medios de comunicación, desde hace algunas semanas, el presidente viene difundiendo la idea de que no odiamos lo suficiente a los periodistas. Se trata de una frase frecuentemente utilizada por los trumpistas, los cuales, cabe aclararlo, tuvieron y tienen que lidiar contra una prensa que es mucho más opositora que la prensa a la que enfrenta Milei.

La referencia a Trump, además, viene al caso porque el encono contra el periodismo está presente en referentes del populismo de derecha y las fuentes neorreaccionarias, desde Murray Rothbard, pasando por Steve Bannon hasta Curtis Yarvin. Para decirlo en términos del debate argentino: los periodistas serían parte de “la casta”, engranaje esencial del poder real que impone condiciones al poder formal, el único elegido por la vía democrática.

Con todo, para ser más precisos, el presidente habla indistintamente de los periodistas en general y de los “periodistas ensobrados”, lo cual comportaría una tensión ya que daría a entender que el problema sería una parte del periodismo y no su totalidad. En sus acciones, el presidente parece estar más cómodo con esta última idea pues suele brindar entrevistas a un grupo selecto de periodistas los cuales, podemos sospechar, son considerados “no ensobrados”, si bien son tan poquitos que, evidentemente, parecen ser una excepción.

Asimismo, se da que los periodistas presuntamente no ensobrados son los que coinciden ideológicamente con el presidente, o los que, al menos, no lo incomodan con el sano ejercicio de la repregunta, de lo cual se seguiría que el “ensobramiento” pareciera funcionar como una categoría ideológica antes que moral:  son ensobrados los que no piensan como yo. El problema, claro está, es que, en el presidente, las diferencias ideológicas muchas veces se confunden con diferencias morales.

Dicho esto, y a favor de Milei, en todo caso, cabe mencionar que no hay aquí ninguna novedad: pensemos si no en esta idea de “nadie es kirchnerista gratis”, algo que luego los kirchneristas han utilizado contra los no kirchneristas, los cuales serían, o bien venales individualistas o, en el mejor de los casos, idiotas manipulables.

Los republicanos, pero, sobre todo, los periodistas, afirman que el ataque contra ellos es propio de los populistas y con ello agrupan al mileísmo y al kirchnerismo en un mismo paquete. No les falta razón en su caracterización del populismo, por cierto, más allá de que en la indiferenciación y en la distinción maniquea, se manejan, como siempre, de manera corporativa. Es que si contra Menem estábamos mejor y contra Cristina estábamos incómodos porque nos corrían por izquierda, contra Milei estamos mejor que nunca porque somos víctimas del más malo del mundo, el incorrecto perfecto, el puteador y discriminador de las agendas minoritarias que el buenismo debe defender.

Ahora bien, todos sabemos que el análisis de los medios y del periodismo abandona los claustros universitarios y se transforma en un tema de la agenda pública a partir del conflicto con las patronales del campo, con 678 como símbolo y nave insignia. No es este el espacio para discutir el programa, si bien cabe mencionar que los intentos de reducir 678 a emblema de periodismo oficialista no buscan otra cosa que pasar por alto lo que resultaba indigerible para el establishment periodístico. En otras palabras, el diferencial de 678 no fue su evidente y nunca ocultado “kirchnerismo” (al fin de cuentas, programas oficialistas habían existido mucho antes y seguirán existiendo), sino el hecho de haber mostrado los hilos del entramado de poder del cual forma parte el periodismo. A veces lo hizo mejor, a veces peor, a veces con repeticiones excesivas, a veces con maniqueísmos, pero no hubo otro dispositivo comunicacional que diera en el punto de flotación del periodismo como lo hizo 678. Desde la existencia de ese programa nada volvió a ser igual para los periodistas y la estigmatización consecuente sobre esa experiencia televisiva, es proporcional al daño infligido. ¿Contra quién? Contra una verdadera casta de presuntos intermediarios entre la realidad y la audiencia que presumían de neutralidad y objetividad, sea por ingenuos, sea por cínicos.

Pero incluso al interior de 678 el debate se mantuvo abierto. Para decirlo de manera esquemática, una mitad del panel creía que el periodismo podía salvarse, que había una forma correcta de hacer periodismo, (distinta a la de “la corpo”, claro), de lo cual se seguía que los Verbitskys eran buenos y los Lanatas eran malos; la otra mitad del panel, por su parte, iba por momentos algo más allá para poner en tela de juicio el lugar del periodismo en general.

A esto debemos agregar que, lamentablemente, en el barullo de aquel debate y en el fragor de una disputa pública diaria, acabó imponiéndose, probablemente, me atrevería a decir, a costa de lo que pensaba todo, o casi todo, el panel, la idea de que el buen periodismo era el periodismo militante. Por si esto no alcanzara, entre los propios que no entendían y los ajenos que tergiversaban, por vivos o por tontos, se instaló que el periodismo militante era aquel que militaba la causa (correcta) y que, en tanto tal, frente a una realidad incómoda, debía sacrificar la verdad en pos del beneficio de la facción. No es falso que buena parte de la militancia lo pensara así, pero, hay que decirlo, como definición de periodismo es una mierda. Recuerdo en aquel momento haberlo escrito: mostrar que todo periodista habla desde un determinado lugar, con sus intereses, su ideología, etc., no puede derivar en que el periodismo se reduzca a comunicar la realidad que nos conviene. Es más, el hecho de que la neutralidad o la objetividad sean, por definición, inalcanzables, tampoco implica que debamos renunciar a ellas. Aun pidiendo disculpas por la segunda autorreferencia, sigo creyendo que la mejor figura para describir la labor del periodista es la de Sísifo, aquel condenado a llevar una piedra pesada hasta la cima de la montaña sabiendo que antes de llegar siempre se le va a caer. Así, la condena es la conciencia del esfuerzo inútil por alcanzar esa objetividad (la cima), pero no debe suponer nunca una renuncia a intentar acercarse lo más posible a ella.

Sin embargo, les comentaba que una mitad del panel hacía énfasis en el periodismo en general advirtiendo que la división entre “buenos” y “malos” era, al menos, problemática. Allí aparecía otra discusión más interesante y que apuntaba a otro de los estandartes del periodismo: su rol como gendarmes y mediadores necesarios para la buena salud de la república democrática.

Creo que en ese punto el debate se hacía más profundo porque lo que se exponía es que había en el periodismo una pretensión de representación que disputaba con la representación de la política. El periodista, así, no solo representaría y contaría la realidad tal cual es, siendo solo un médium neutral entre la verdad y la audiencia, sino que también representaría lo que “la gente dice/piensa/necesita”. De hecho, es usual escuchar periodistas afirmar “a nosotros nos eligen todos los días” para distinguirse de los políticos que son elegidos cada dos o cuatro años. El punto es que para poder sostener ese lugar privilegiado que ninguna otra profesión ostenta, el periodista necesita instalar que no pertenece a una facción, que no representa a una parte. Caso contrario, jugaría en el mismo barro de la política. Eso es, entonces, lo que buena parte del periodismo, desde Página 12 hasta Clarín, no le perdonó a 678: la exposición de que ellos también pertenecen a una parte y que, si representan algo, solo representan a esa, su facción.

A su vez, nótese que esta perspectiva podría interpretarse a favor de los que ven en el mileísmo y en el kirchnerismo dos formas de populismo, por derecha y por izquierda, respectivamente. No están del todo errados si entendemos por populismo esta idea de buscar una relación sin mediaciones entre el líder y el pueblo. Sin embargo, desde un punto de vista, llamemos, “doctrinal”, el kirchnerismo tiene una ventaja con el mileísmo en este punto, en el sentido de que la crítica al periodismo como representante del pueblo viene acompañado de la revalorización de la política como único espacio de representación popular a través de elecciones que no serán diarias pero que son, o deberían ser, algo más profundas y racionales que la decisión de hacer zapping. Que la mayoría de nuestros políticos no estén a la altura y que su inoperancia explique la llegada de Milei es otra cosa, pero lo cierto es que, en la política, cabe decirlo, están representadas todas las partes, no solo las del gobierno de turno.

Para Milei, en cambio, la política es la casta, una categoría directamente moral ya y, en ese sentido, la ausencia de toda mediación, sea la del periodismo, sea la de otras instituciones o instancias, establecería una relación directa, ya no con toda la diversidad de ideas y posicionamientos representados en la política, sino con una sola postura. ¿Cuál? La del líder, claro, aquel que ha sido elegido, no solo por el voto popular sino también, como si con esto no alcanzara, por las infalibles fuerzas del cielo.

 

 

 

 

Masivos bro y soldaditos narco: la crisis del trabajo como ordenador (editorial del 10.5.25 en No estoy solo)

 

Los sindicatos en general y los intentos de revitalizar el peronismo clásico hacen énfasis en el rol ordenador del trabajo y depositan las esperanzas en el pueblo trabajador como columna vertebral de un movimiento transformador buscando reeditar condiciones existentes algunas décadas atrás. ¿Es esto posible?

Comencemos por los efectos inmediatos de la pandemia: durante el año 2021, por ejemplo, 47,4 millones de estadounidenses renunciaron a su empleo voluntariamente. A menor escala, el fenómeno se ha repetido en algunos países desarrollados y en sectores profesionales a lo largo de todo el mundo. Anthony Klotz, psicólogo organizacional y profesor en la Universidad de Texas A&M bautizó este fenómeno como “La Gran Renuncia” (“The Great Resignation”) y lo adjudicó a diferentes razones entre las que se pueden destacar la agudización de las crisis existenciales que derivaron en la pregunta acerca de cómo y por qué seguir trabajando, sumado al hecho de que muchas personas vivenciaron encontrarse más cómodas trabajando de manera remota, cerca de su familia y/o administrando sus tiempos.

¿Sirve este ejemplo para la Argentina? Solo en parte, porque es más fácil hacer una “Gran Renuncia” en países donde existe casi pleno empleo, crecimiento económico y capacidad de ahorro. En países pobres o en vías de desarrollo no hay “Gran Renuncia” porque no hay “Gran Trabajo”. Con todo, es evidente que las cosas han cambiado incluso para quienes no pueden darse el gusto de elegir.

Vayamos a otro punto: la sindicalización. Los últimos informes disponibles indican que Argentina está en el top 3 en cuanto a nivel de sindicalización en Sudamérica y en el top 10 a nivel mundial. Si lo comparamos con, por ejemplo, Estados Unidos, donde solo un 6% de los trabajadores privados se encuentra sindicalizado, la diferencia es abismal y se podría decir que, aun con los crecientes niveles de informalidad y de precarización, la sindicalización continúa teniendo un peso en nuestro país.  

Sin embargo, tenemos una incógnita, no solo en Argentina, claro, respecto al futuro inmediato: la IA trae bajo el brazo la promesa efectiva de que serán muy pocos los trabajos que se mantengan en pie de aquí a 10 o 15 años. Frente a este escenario no he visto aportes demasiados originales: en todo caso, por derecha hablarán de la destrucción creativa y la reconversión de la oferta laboral, pero por izquierda e incluso también alguna buena parte de la derecha, reconoce que no hay salida y que, en todo caso, hacia lo que vamos es hacia una Renta Básica Universal, esto es, un estipendio otorgado por el Estado a todos los ciudadanos en tanto tales. Allí, claro, derecha e izquierda discuten el alcance de la misma, los montos y, sobre todo, el financiamiento: ¿de dónde saldrá el dinero? ¿Aceptarán ponerlo los empresarios que se han beneficiado de la utilización de la IA reduciendo los costos laborales? ¿Es posible ser tan ingenuos? Pero seámoslo por un rato: imaginemos que llega una nueva generación de empresarios benefactores o, al menos, con mucho miedo a la revuelta popular, y que, por las buenas o por las malas, aceptan una suba drástica de sus impuestos para cubrir las necesidades materiales básicas de todos los habitantes. ¿Alguien ha pensado qué tipo de vida podrá llevar adelante un desempleado eterno con un ingreso que apenas alcanzará para satisfacer sus necesidades básicas? ¿Acaso todos desarrollarán sus vetas artísticas y utilizarán su tiempo de ocio para educarse y participar de los debates públicos? Antes de ser tan tontos es preferible ser cínicos como Ray Kurzweil, aquel ingeniero que impulsa el transhumanismo y promete un radical aumento de la expectativa de vida y la posibilidad de aislar nuestra conciencia, quien afirma que, afortunadamente, en unos 10 años todos nuestros cerebros van a estar conectados a una computadora para vivir vidas virtuales sin tener que salir de casa. Si alguien piensa que algo bueno puede salir de una sociedad así…

Pero es más: incluso si dejamos de lado la discusión acerca de quién demonios pagará las pensiones de una humanidad hiperavejentada capaz de vivir 120 o 150 años en breve, y suponemos que el modelo se va sustentar por los beneficios que derraman y los impuestos sobre las clases aventajadas de ultrarricos y/o, quizás, de supertrabajadores autoexplotados, pocos parecen tomar conciencia del nivel de inestabilidad social o los conflictos geopolíticos que podrían desatarse en la medida en que el control de la tecnología se atomice en pocas manos.

Y lo peor es que no hace falta irse tan lejos ya que el interrogante puede plantearse hoy mismo. Aun cuando muchas veces en Europa esta discusión se mezcle con los choques culturales que produce la cuestión migratoria, lo cierto es que el nivel de desempleo juvenil es alarmante. Sin ir más lejos, en España, por ejemplo, se conoció que el desempleo entre los más jóvenes alcanza el 25%. En Argentina apenas supera el 13% pero triplica a la tasa de los que tienen más de 30 años.

Allí uno observa algunas tendencias mundiales y otras problemáticas más locales, pero lo más relevante es que existe una buena cantidad de jóvenes para los que el trabajo ya no funciona como principio ordenador a nivel social. El trabajo hoy no es un espacio donde constituir una identidad ni posee algún tipo de valoración moral.

En Argentina se ve esto claramente y parece tratarse de un fenómeno que atraviesa las clases sociales. Por ello no debería extrañarse que, en la TV Pública, un exasesor de Alberto Fernández, enseñe cómo hacer carry trade al tiempo que somos testigos del aumento de la delincuencia en manos de adolescentes. Es que, claro está, si el narco te paga, por transformarte en un soldadito de la falopa, varias veces más de lo que recibirías siendo repositor; si toda tu vida has sido testigo de padres y abuelos trabajando sin horarios, sobreviviendo entre las changas y alguna ayuda social… el incentivo, para un pibe de, pongamos, 14 años, es demasiado grande.

Del otro lado, tenemos a los “masivos bro”, una generación de pelotudos arrogantes que eructan manuales de autoayuda y superación personal mientras tradean criptos, se meten papa para hincharse en el gimnasio y venden cursos de “hazte millo sin trabajar”. Todo hasta que, claro está, les cae la primera denuncia por estafa o algún acreedor molesto decide invertir un poco más, ya no en criptos, sino en sicarios.

Sumemos a este escenario el modo en que el haber permitido las apuestas online está destrozando pibes y familias enteras con la misma lógica: ganar plata fácil a diferencia de los boludos que la hacen trabajando.

En síntesis, el trabajo hoy no puede ordenar porque, en el mejor de los casos, está desordenado y porque la vida misma está desordenada. Si a esto le agregamos la posibilidad cada vez más tangible de millones de personas que van a perder el trabajo para vivir de algún tipo de ayuda estatal cuya única vinculación con el mundo será a través de una conexión de Internet para ver boludos bailando en videos de 15 segundos, la situación se torna desesperante.

Por todo esto, y sin soluciones a la mano, al menos de mi parte, plantear una sociedad en la que el trabajo pueda volver a ser el ordenador y recrear un movimiento con el pueblo trabajador como columna vertebral es, para ser benevolente, un desafío que pareciera ir a contramano de todas las tendencias, tanto mundiales como locales. Esto plantea, claramente, un gran desafío especialmente para el peronismo que debe repensarse en un contexto donde la escasa retribución material percibida por las grandes mayorías, ha roto el vínculo moral, identitario y social que éstas tenían con el trabajo.

¿Habrá alguien en la clase dirigente y en los burócratas hacedores de políticas públicas capaz de ofrecer respuestas originales a una sociedad que en 2 o 3 lustros no se parecerá en nada a la que hemos conocido?

Byung-Chul Han, azote de la sociedad tecnológica (publicada el 8.5.25 en www.theobjective.com)

 

Byung-Chul Han, el filósofo superventas nacido en Seúl, ha sido galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025 por “su brillantez para interpretar los retos de la sociedad tecnológica”.

Autor de más de una treintena de libros, Byung-Chul Han arriba a Alemania, sin conocer el idioma, para estudiar filosofía, literatura y teología entre Friburgo y Múnich, doctorándose en 1994 con una tesis sobre Martin Heidegger, influencia que es posible rastrear en buena parte de sus escritos.

Más allá del enfoque particular que el autor suele dar a problemáticas contemporáneas, una posible explicación de su éxito está menos en una pretensión divulgadora que en la forma de su escritura, constituida por sentencias potentes, casi aforismos por momentos y, sobre todas las cosas, por una enorme capacidad para crear categorías.

El neoliberalismo, la tecnología y lo que podríamos llamar una suerte de “cultura contemporánea de la positividad” son temas recurrentes de sus obras y objetos de crítica permanente incluso cuando busca posicionarse en asuntos tales como la identidad, la violencia, el control, los rituales, el arte, el amor, la vida contemplativa, el trabajo o la información.

Uno de los enfoques que más ha trascendido de Byung-Chul Han es su denuncia al imperativo de la transparencia. Hoy se exige no solo a los gobiernos, sino a cada uno de nosotros, ser transparentes, y lo que a priori pareciera encomiable, encubre una forma de control. A propósito, nuestro comportamiento en las redes es la demostración de ello: todo debe ser exhibido, todo debe estar a la vista, especialmente nuestra vida privada. El no mostrar es sospechoso; el pudor tiene mala fama. De aquí que la sociedad de la transparencia, tal como se denomina uno de sus libros, sea también pornográfica en el sentido de que presenta todo a la vista.

Si en los objetos de culto, su existencia es más importante que el hecho de que sean vistos, en la sociedad de la transparencia sucede exactamente lo contrario: las cosas revisten un valor solo en la medida en que están expuestas. La paradoja es que esto no nos permite ni ver ni conocer en profundidad. Al contrario: “[Las cosas] no desaparecen en la oscuridad, sino en el exceso de la iluminación”.

A su vez, decíamos que estábamos frente a una nueva forma de control. Para graficar esto, Byung-Chul Han retoma el clásico panóptico de Bentham popularizado por las reflexiones de Michel Foucault. Para quienes no lo recuerden, se trata de aquella cárcel en la que los prisioneros no tenían contacto entre sí ni tampoco con el vigilador que, presuntamente, los controla desde la torre. Esa arquitectura que impedía la comunicación entre los reclusos y que los llevaba a ser vistos sin poder ver, generaba la introyección del control, esto es, ante la posibilidad de ser vigilados, los prisioneros se comportaban según la norma.

En el panóptico digital sucede lo opuesto: los reclusos, es decir, todos nosotros, somos “obligados” a comunicarnos y a expresar nuestras ideas y pensamientos todo el tiempo; entregamos nuestros datos por necesidad interna de ser vistos y aprobados, no por coacción; estamos vigilados pero no por el policía de la torre sino por otros usuarios que controlan qué decimos, qué opinamos y, si nos desviamos del canon, la consecuencia será una tormenta de mierda y la cancelación:

Cuando hacemos click en el botón Me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El Smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital”.

Sin la conciencia de la vigilancia, entonces, somos controlados creyendo ser libres; y si la vieja cárcel actuaba sobre nuestros cuerpos para conformar una biopolítica, el nuevo modelo actúa ya sobre nuestras mentes y deviene una psicopolítica, categoría que, justamente, da título a otro de sus libros.

Por otra parte, esta falsa percepción de libertad que ofrece el neoliberalismo conecta con otra idea de Byung-Chul Han que resulta clave para comprender el mundo del trabajo. Incluso de manera provocadora, el autor afirma que la verdadera sociedad sin clases la ha logrado el capitalismo financiarizado antes que el comunismo.  La razón es que hoy habitamos una sociedad del rendimiento donde ya no hay explotadores y explotados puesto que el trabajador devino un empresario de sí mismo que se autoexplota.

Se trata de un cambio radical en las relaciones porque, en esta sociedad del rendimiento neoliberal, quien fracasa no responsabiliza al sistema o a un tercero, sino que se responsabiliza a sí mismo y se avergüenza. Cuando la explotación era ajena, había posibilidad de una solidaridad contra el explotador, pero cuando la explotación es autoinfligida, la agresión se introyecta, viene hacia uno mismo. Por ello, el tiempo actual no es el de la revolución sino el de la depresión.   

El aroma del tiempo, La desaparición de los rituales, En el enjambre, Infocracia y No-cosas, son algunos de los títulos relevantes que podrían sumarse a los ya mencionados.

Conservador para algunos, demasiado prolífico y previsible, especialmente en sus últimos textos, para otros, lo cierto es que Byung-Chul Han parece no pasar de moda aun cuando predica con el ejemplo y vive alejado de las redes, los flashes y los medios masivos a los que pocas veces ofrece alguna entrevista.

Si este nuevo galardón deviene una buena excusa para leerlo, bienvenido sea.

Zizek y los pájaros aplastados por el progreso (publicada el 5.5.25 en www.theobjective.com)

 

Hay una jaula con un pajarito. El mago se prepara para su truco ante una platea expectante. ¿Acaso hará que se esfume y aparezca en el bolsillo de su colaborador? Nada de eso: la jaula es aplastada y todos entienden que es imposible que el ave haya sobrevivido. El estupor es total y los rostros están desencajados entre el horror y la incredulidad. En ese momento el mago se acerca al niño que llora y hace aparecer al pajarito. Sin embargo, el niño descree del mago y lo acusa de utilizar un reemplazo. La escena culmina cuando se observa al colaborador del mago, en soledad, tirando el pajarito aplastado a la basura.

El Truco final (The Prestige) es el nombre de la película al que pertenece este fragmento, Christopher Nolan su director, y el filósofo esloveno, Slavoj Zizek, quien lo utiliza como metáfora para describir su mirada acerca del progreso en su más reciente libro, editado por Paidós y titulado, justamente, Contra El progreso.

“El truco no podía hacerse sin violencia y muerte, pero su efectividad depende de la ocultación de los residuos rotos y escuálidos de lo que ha sido sacrificado, deshaciéndose de ellos donde nadie importante los vea. Ahí reside la premisa básica de la noción dialéctica de progreso: cuando llega una etapa nueva y superior, debe de haber un pájaro aplastado en algún lugar”.

Esta concepción del progreso recuerda a aquella que Walter Benjamin describiera a través del ángel de la historia, aquel que tiene los ojos fuera de sus órbitas mirando un pasado en el que solo ve catástrofe, escombros y muerte, pero sobre el cual no puede volver porque la tempestad que sopla desde el Paraíso prometido le enreda las alas y lo obliga a continuar aun cuando el precio a pagar por esa continuidad sea más muerte y más catástrofe.  

Contra el progreso es un libro desparejo, conformado por una serie de artículos de distinto nivel, extensión y profundidad: a veces demasiado coyunturales, a veces demasiado inasibles cuando a la influencia lacaniana de siempre, ahora Zizek le agrega elementos de la física cuántica para explicar, por ejemplo, la lucha de clases o la relación entre las dos Coreas. Dicho esto, hay una cosa encomiable en este libro del autor de El sublime objeto de la ideología, y es su intento de, autodefiniéndose un “comunista moderadamente conservador”, evitar lecturas lineales del marxismo, criticar a la izquierda progresista y denunciar las injusticias existentes sin salirse del paradigma occidental.

En este sentido, afirma categóricamente que no existe una teleología, esto es, una finalidad determinada de antemano con etapas que han de cumplirse siempre en aras de esa meta, y, con ello, pretende quitarse de encima desde Hegel, Marx y la Escuela de Frankfurt, hasta lecturas más de derecha como las de Fukuyama, los tecnócratas de la IA, y el aceleracionismo de la dialéctica oscura de Nick Land.

Para Zizek no existe el progreso en general, sino que, en todo caso, existen progresos relativos a un sistema, una cosmovisión, un paradigma, una civilización. Progresar, en este sentido, es hacer efectivas las potencialidades de cada sistema.

Pensemos, por ejemplo, en cuántos de los ideales de la revolución francesa se han cumplido. Será materia discutible, pero, en todo caso, podría acordarse que tan solo una parte de esas reivindicaciones son hoy una realidad. ¿Qué ha pasado, entonces, con todo aquello que ha quedado en promesa? 

“La tarea consiste en desenterrar la potencialidad oculta, los potenciales emancipatorios utópicos, que fueron traicionados en la realidad de la revolución y el resultado final, el surgimiento del capitalismo de mercado utilitarista”.

En esta misma línea, en otro de los artículos del libro, el autor refuerza la idea a partir de la metáfora de una historia holográfica:

“La mecánica cuántica define un holograma como la imagen de un objeto que no solo atrapa su estado real, sino también su patrón de interferencia con otras posibilidades que se perdieron cuando se hizo realidad su estado final”.

Dicho más fácil, Zizek está afirmando que nuestra actualidad es contingente y es solo la efectivización de una de las tantas opciones potenciales que ofrecía nuestro paradigma. Fue esto, pero podría haber sido otra cosa y es allí donde hay que ir a buscar, esto es, en esas potencias que se quedaron en el camino, aquellas que, por las razones que fueran, se frustraron.

Ahí se ve claramente la apuesta de Zizek por no quitar los pies del paradigma civilizacional occidental: la solución no está afuera ni en el relativismo tan propio de la izquierda progresista que le sirve en bandeja el escenario a la crítica certera de la derecha. Es más, Zizek denuncia con claridad cómo, por ejemplo, en África, el discurso descolonizador que se invoca contra Occidente es generalmente utilizado por dictadores para justificar aberraciones que el paradigma occidental jamás permitiría.

De aquí que, según Zizek, la izquierda debe abandonar esa actitud culpógena cada vez que se la acusa de eurocentrista y asumirse como tal. La razón es que es en esos valores occidentales donde, por un lado, existe el potencial emancipador y donde, por el otro, se ha hecho realidad una serie de derechos y una concepción de la igualdad y la libertad que brinda a Occidente las herramientas de autocrítica para reconocer su pasado colonizador, racista y sexista, el mismo de otras civilizaciones que, sin embargo, no lo reconocen como tal.

De esta manera, en la asunción de ese legado y en la búsqueda de alianzas con los movimientos de los países periféricos, habría una llave capaz de encontrar nuevas respuestas a un paradigma en crisis con un Estado de Bienestar que observa desde atrás las mutaciones vertiginosas del capitalismo.    

Así, entonces, lejos de cualquier mirada decrecentista, de hecho dedica un artículo a despotricar contra la variante del comunismo ecologista de Kohei Saito, Zizek invita a frenar el tren del progreso tal como la entendemos hoy, esto es, como un camino inexorable hacia la catástrofe climática.

¿Cómo lograrlo? Buscando en los valores de nuestra civilización alternativas para, sin caer en el relativismo, ser capaces de redimir a todos esos pájaros aplastados que representaron aquellos progresos emancipatorios que quisieron, pero nunca pudieron llegar a ser.