Oblómov, el personaje de aquella
obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado
y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo
psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante
no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de
grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá
recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al
mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por
Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.
La razón es que la aparición del
virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que
hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya
estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido,
Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a
una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la
“tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.
Porque incluso antes de la
pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo
de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad, y,
ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun
el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si
a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida
confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que
alguien todavía quiera salir a la calle.
Asimismo, vivimos una época donde
el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda.
Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero
ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se
complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado
por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una
presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los
heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad
en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor
aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro
que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones
virtuales.
La era de la búsqueda del placer
ha acabado:
“Ya no se disfruta con, se
disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla
rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo,
sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece
está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la
nación, el pasado, la moral, las minorías”.
Dentro de los temores preferidos
al momento de pensar el fin del mundo, el calentamiento global pica en punta y,
en este aspecto, Bruckner es igualmente implacable:
“Las palabras de la difusora de
pavor colectivo, Greta Thunberg, son reveladoras en este sentido: ‘No quiero
vuestra esperanza, no quiero vuestro optimismo, quiero que sintáis pánico,
quiero haceros sentir el miedo que me acompaña cada día’. Los doctrinarios del
declive y el apocalipsis quieren paralizarnos en el terror para que nos
quedemos en casa y comerles la oreja a las jóvenes generaciones. Que el
diagnóstico sea justo o no es lo de menos, es el síntoma de un estado de ánimo
anterior al acontecimiento y que lo ha confirmado”.
Como corresponde a una etapa
civilizacional en la que se prefiere la victimización a la heroicidad, el
padecimiento al protagonismo, Bruckner entiende, junto a Günther Anders, que
“hemos pasado del tiempo de las revoluciones al tiempo de las catástrofes”. El
héroe deja el lugar al sobreviviente.
El calentamiento global, a su
vez, funciona así como nuevo relato totalizante, una nueva religión que es la
responsable de todo, de las tormentas pero también de las revueltas, de las
hambrunas, del terrorismo, de lo que el Estado no hizo y, sobre todo, del humor
social e individual.
En este punto, en un capítulo
delicioso, Bruckner traza una breve historia de la transformación de la
meteorología desde una ciencia de la previsión rural o marítima, allá por
finales del siglo XVIII, a una ciencia de la intimidad, de los humores
individuales. Ante vidas banales y repetitivas, el estado del clima es la
novedad insignificante que da sentido al día. Nuestro humor depende de la
presentadora del clima. Sin embargo, claro está, conectado con la atmósfera
catastrofista y con los tiempos puritanos, el clima y su cambio se transforman
en el determinante del humor social a nivel universal.
“La meteorología ya no es el
barómetro del alma, sino el termómetro de la insensatez humana, se ha convertido
en una ciencia de la alerta e, incluso, de la alarma (…) La meteorología es un
sermón cotidiano, una amonestación, una advertencia de Gaia que nos castiga por
nuestros excesos mediante catástrofe”.
El desastre por venir se conjuga
así con un llamado culposo a no consumir, a abrazar el decrecentismo: odia tu
coche, controla tu huella de carbono, consume verde, pero, sobre todo: quédate
en tu casa.
El paso de la claustrofobia a la
agorafobia afecta, naturalmente, la vida pública y, al mismo tiempo, no agranda
ni hace más significativa la vida privada, esa gran conquista de la modernidad:
“La vida en el interior en lugar de la vida interior”, o sea, una mera
ampliación cuantitativa del tiempo doméstico, -estar más en casa-, que deriva
en un encogimiento cualitativo del espacio público.
Por ello, viene el tiempo de los
que andan en pantuflas, esos que salen a la calle con la ropa de entrecasa solo
para mostrar que ese es un tránsito circunstancial para volver a la banalidad hogareña.
Es un nuevo tipo de bando: no son ni los empresarios y comerciantes sometidos a
la lógica del cálculo ni los rebeldes y bohemios que se rebelan contra el
capitalismo. Se trata de los “desertores de la vida”, los que “preferirían no
hacerlo”, aquellos que rechazan al burgués pero también al antiburgués,
aquellos que no trabajan pero tampoco les interesa hacer la revolución: “no
quieren sembrar el porvenir sino esterilizarlo”.
Son hombres disminuidos que viven
tirados en el sofá, móvil en mano, y necesitan de una realidad aumentada para
completarse. En el gráfico de la evolución son hombrecillos que andan doblados,
no alcanzan a ser Homo Erectus porque
no se pueden enderezar.
Según Bruckner, este escenario
debería encender la alarma de Occidente frente a sus enemigos, los eslavófilos
pro Putin, el fundamentalismo islámico, el autoritarismo chino, aquellos que
vienen diagnosticando la crisis de nuestra civilización por su inclinación
hacia la ampliación de derechos de minorías o el debilitamiento de la fe. Sin
embargo, Bruckner entiende que, más allá de los excesos en estos aspectos, se
trata de una marca civilizacional. Más problemático, en cambio, es esta
tendencia, también claramente occidental, a la insatisfacción constante, a la
exigencia de derechos sin asumir responsabilidades, a un modelo que va hacia
grandes sectores de la población mantenidos sin trabajo viviendo de la ayuda
estatal y entretenidos a través de las pantallas; átomos indignados esperando
la catástrofe inminente desde el sofá de la casa, sin la experiencia de lo
común, asistiendo impávidos al desmoronamiento de unos valores que,
naturalizados, se olvida que fueron también una conquista.
Aun así, Bruckner considera que
hay posibilidad de un renacimiento y que, en las nuevas generaciones, como hay
quienes asumen su papel de víctima esencial, también hay quienes están
dispuestos a levantar determinadas banderas. La atrofia, el llamado a la
retracción, a quedarse en casa, se ha instalado, pero entra en tensión con
fuerzas que reaccionan frente a ello.
“El fin del mundo es, sobre todo,
el fin del mundo exterior”, el fin del mundo fuera de casa, indica Bruckner.
Habrá que quitarse las pantuflas,
pues, y salir a recuperarlo.