martes, 3 de diciembre de 2024

Vivir en zapatillas: un alegato contra el confinamiento voluntario (publicado el 27.11.24 en www.theobjective.com)

 

Oblómov, el personaje de aquella obra que Iván Goncharov publicara allá por 1859, es un hombre que vive acostado y al que cada decisión, incluso la más trivial, le implica un alto costo psicológico. Cada día duerme más y gracias a una cotidianeidad insignificante no sufre grandes turbaciones pues no conoce ni de grandes alegrías ni de grandes aflicciones. Su vida transcurrirá en horizontal y, naturalmente, morirá recostándose en el ataúd que creó con sus propias manos. En Vivir en zapatillas. Sobre la renuncia al mundo en la actualidad, el nuevo libro de Pascal Bruckner, editado por Siruela, la figura de Oblómov es la del Hombre pospandemia.

La razón es que la aparición del virus implicó, además de un movimiento de aceleración tecnológica al que hubiéramos arribado de todas maneras, la cristalización de un proceso que ya estaba en marcha: el del miedo al mundo de “allá afuera”. En este sentido, Bruckner considera que hay que temerle más al autoconfinamiento voluntario que a una “cuarentena eterna” impuesta por regímenes totalitarios. Antes que la “tiranía sanitaria”, el problema sería “la tiranía sedentaria”.

Porque incluso antes de la pandemia el estado de ánimo de nuestro tiempo era el fin del mundo. Todo tipo de catástrofes naturales, conflictos armados, terrorismo, inseguridad, y, ahora, enfermedades “invisibles” en la que cualquiera puede ser el portador, aun el que parece sano, configuraban el escenario perfecto para el retraimiento. Si a eso se lo complementa con un avance tecnológico que nos permite una vida confortable controlada a través del móvil, lo que llamaría la atención es que alguien todavía quiera salir a la calle.

Asimismo, vivimos una época donde el contacto con el otro es peligroso y donde la piel no puede estar desnuda. Son tiempos de “cubrirse”. Empezó hace treinta años con el preservativo, pero ahora es la mascarilla, los guantes, el velo, el burkini, etc. Esto se complementa, según Bruckner, con la instalación de un clima de señalamiento, impulsado por el feminismo radical especialmente contra los varones blancos, de una presunción de agresividad sobre cualquier clase de vínculo, particularmente los heterosexuales. La consecuencia de ello sería no solo la baja de la natalidad en países europeos, sino una crisis en las relaciones humanas y un mayor aislamiento, pues son tantos los riesgos que implica el acercamiento a un otro que, tanto hombres como mujeres, prefieren la soledad o las conexiones virtuales.        

La era de la búsqueda del placer ha acabado:

“Ya no se disfruta con, se disfruta contra: los hombres, el patriarcado, el capitalismo, la camarilla rival (…) Los inquisidores del bajo vientre son legión, sea cual sea su credo, sus lealtades. (…) El deseo de disfrutar de todo lo bueno que la vida ofrece está prohibido o, incluso, condenado como un pecado contra el planeta, la nación, el pasado, la moral, las minorías”.

Dentro de los temores preferidos al momento de pensar el fin del mundo, el calentamiento global pica en punta y, en este aspecto, Bruckner es igualmente implacable:

“Las palabras de la difusora de pavor colectivo, Greta Thunberg, son reveladoras en este sentido: ‘No quiero vuestra esperanza, no quiero vuestro optimismo, quiero que sintáis pánico, quiero haceros sentir el miedo que me acompaña cada día’. Los doctrinarios del declive y el apocalipsis quieren paralizarnos en el terror para que nos quedemos en casa y comerles la oreja a las jóvenes generaciones. Que el diagnóstico sea justo o no es lo de menos, es el síntoma de un estado de ánimo anterior al acontecimiento y que lo ha confirmado”.

Como corresponde a una etapa civilizacional en la que se prefiere la victimización a la heroicidad, el padecimiento al protagonismo, Bruckner entiende, junto a Günther Anders, que “hemos pasado del tiempo de las revoluciones al tiempo de las catástrofes”. El héroe deja el lugar al sobreviviente.

El calentamiento global, a su vez, funciona así como nuevo relato totalizante, una nueva religión que es la responsable de todo, de las tormentas pero también de las revueltas, de las hambrunas, del terrorismo, de lo que el Estado no hizo y, sobre todo, del humor social e individual.

En este punto, en un capítulo delicioso, Bruckner traza una breve historia de la transformación de la meteorología desde una ciencia de la previsión rural o marítima, allá por finales del siglo XVIII, a una ciencia de la intimidad, de los humores individuales. Ante vidas banales y repetitivas, el estado del clima es la novedad insignificante que da sentido al día. Nuestro humor depende de la presentadora del clima. Sin embargo, claro está, conectado con la atmósfera catastrofista y con los tiempos puritanos, el clima y su cambio se transforman en el determinante del humor social a nivel universal.

“La meteorología ya no es el barómetro del alma, sino el termómetro de la insensatez humana, se ha convertido en una ciencia de la alerta e, incluso, de la alarma (…) La meteorología es un sermón cotidiano, una amonestación, una advertencia de Gaia que nos castiga por nuestros excesos mediante catástrofe”.

El desastre por venir se conjuga así con un llamado culposo a no consumir, a abrazar el decrecentismo: odia tu coche, controla tu huella de carbono, consume verde, pero, sobre todo: quédate en tu casa.

El paso de la claustrofobia a la agorafobia afecta, naturalmente, la vida pública y, al mismo tiempo, no agranda ni hace más significativa la vida privada, esa gran conquista de la modernidad: “La vida en el interior en lugar de la vida interior”, o sea, una mera ampliación cuantitativa del tiempo doméstico, -estar más en casa-, que deriva en un encogimiento cualitativo del espacio público. 

Por ello, viene el tiempo de los que andan en pantuflas, esos que salen a la calle con la ropa de entrecasa solo para mostrar que ese es un tránsito circunstancial para volver a la banalidad hogareña. Es un nuevo tipo de bando: no son ni los empresarios y comerciantes sometidos a la lógica del cálculo ni los rebeldes y bohemios que se rebelan contra el capitalismo. Se trata de los “desertores de la vida”, los que “preferirían no hacerlo”, aquellos que rechazan al burgués pero también al antiburgués, aquellos que no trabajan pero tampoco les interesa hacer la revolución: “no quieren sembrar el porvenir sino esterilizarlo”.

Son hombres disminuidos que viven tirados en el sofá, móvil en mano, y necesitan de una realidad aumentada para completarse. En el gráfico de la evolución son hombrecillos que andan doblados, no alcanzan a ser Homo Erectus porque no se pueden enderezar.

Según Bruckner, este escenario debería encender la alarma de Occidente frente a sus enemigos, los eslavófilos pro Putin, el fundamentalismo islámico, el autoritarismo chino, aquellos que vienen diagnosticando la crisis de nuestra civilización por su inclinación hacia la ampliación de derechos de minorías o el debilitamiento de la fe. Sin embargo, Bruckner entiende que, más allá de los excesos en estos aspectos, se trata de una marca civilizacional. Más problemático, en cambio, es esta tendencia, también claramente occidental, a la insatisfacción constante, a la exigencia de derechos sin asumir responsabilidades, a un modelo que va hacia grandes sectores de la población mantenidos sin trabajo viviendo de la ayuda estatal y entretenidos a través de las pantallas; átomos indignados esperando la catástrofe inminente desde el sofá de la casa, sin la experiencia de lo común, asistiendo impávidos al desmoronamiento de unos valores que, naturalizados, se olvida que fueron también una conquista.

Aun así, Bruckner considera que hay posibilidad de un renacimiento y que, en las nuevas generaciones, como hay quienes asumen su papel de víctima esencial, también hay quienes están dispuestos a levantar determinadas banderas. La atrofia, el llamado a la retracción, a quedarse en casa, se ha instalado, pero entra en tensión con fuerzas que reaccionan frente a ello.

“El fin del mundo es, sobre todo, el fin del mundo exterior”, el fin del mundo fuera de casa, indica Bruckner.

Habrá que quitarse las pantuflas, pues, y salir a recuperarlo.   

 

 

Lo nuevo de Guy Standing: menos tiempo es menos democracia (publicado el 2.12.24 en www.theobjective.com)

 

Resulta paradójico, pero es probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues, en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y, sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.

Si a esta experiencia disruptiva la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva, de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al diagnóstico.  

Para Standing, las mayorías han perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda y duradera.

Para ello, el autor recurre a dos distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será la distinción entre el ocio y el recreo.    

“La ciudadanía de la antigua Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un sentido más general o independiente (work, en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.

Los ciudadanos atenienses, entonces, no laboreaban. Sin embargo, sí trabajaban, concepto que incluía actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades vinculadas a la poesía, el teatro o la música.

Esto que al mundo contemporáneo le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos porque el ocio era visto como skholé, un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero, estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo a otro, sino trabajar y volcar su tiempo a los asuntos de la polis.

En este punto, claro está, el lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo entendido como labour, esto es, trabajar y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del pleno empleo, el derecho al trabajo (labour) o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de formación como ciudadano.        

La consecuencia de esta transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:

“Si interpretamos el ocio como una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de consumo en sí misma”.

Ahora bien, donde el texto deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.

Según el autor, para recuperar el tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la propiedad y de determinados activos.

Así, la distribución del capital rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento ecológicamente sostenible.

Asimismo, haciendo una pirueta teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y deteriora la discusión pública:

“Lo que sí pueden hacer los Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta incrementaría el crecimiento”.

El impuesto a los pasajeros frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas del primer mundo.

En síntesis, Standing hace un llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los conceptos, bien merece una oportunidad.