Si bien la vedette
parece haber sido esta vez la Sanidad Pública, lo cierto es que resulta ya un
clásico de eventos como los Premios Goya, ver a los referentes de la industria
cultural del cine sentirse en la obligación de expresar su militancia de
ocasión. Esto, claro está, siempre y cuando se trate de una reivindicación
políticamente correcta en torno a alguna de las minorías incluida en la agenda
progresista. De aquí se sigue que quien no abraza “su” causa justa establecida
por el canon del neopuritanismo actual sea sospechoso y “facha” por defecto.
Sin embargo, el
fenómeno es mucho más profundo que las contradicciones de ocasión de un grupo
de artistas del establishment cultural que protestan como si no lo fueran y son
capaces de jactarse de su cara lavada al tiempo que lucen un vestido Armani y
joyas de Rabat.
Para dar cuenta de
ello, me gustaría servirme de las reflexiones del crítico cultural británico
Mark Fisher, quien en uno de sus artículos compilados en K-Punk Vol 1, escrito allá por el 2008, afirma: “la ideología del
capitalismo hoy es “anticapitalista”. El villano de las películas de Hollywood
es habitualmente ‘la corporación multinacional malvada’”.
Por el momento en
que fue escrito, Fisher solo menciona, para graficar, los casos de Wall-E,
Aliens, Terminator 2 y Avatar 1. Sobre esta última, por ejemplo, denuncia el
modo en que su realizador, James Cameron, hace uso de todos los clichés
ambientalistas necesarios para calmar la ecoansiedad juvenil contándonos la
historia de unos seres de piel azul que viven en paz y armonía espiritual con
la naturaleza. Para Cameron, la salida del actual momento civilizatorio
capitalista sería un primitivismo idílico que sería tan risueño como ficticio
hasta para los antiguos adoradores de la pachamama y que se expresa en una
película cuya realización, seguramente, no ha compensado su huella de carbono.
Avatar es,
naturalmente, solo un ejemplo, puesto que la lista de películas con este tipo
de mensajes se ha multiplicado al infinito. La razón es que hoy la industria
está en manos de plataformas como Disney, Netflix o Amazon, expertas en
producciones anticapitalistas que compiten entre sí de modo capitalista y que,
en casos como el de Amazon, por ejemplo, ofrecen toda la diversidad requerida
en pantalla olvidando los derechos sindicales de sus trabajadores fuera de
ella.
Pero permítaseme
una segunda referencia, en este caso literaria, para, al menos, avanzar en
alguna hipótesis que explique el fenómeno. Se trata de un cuento de un escritor
uruguayo que alcanzó cierto reconocimiento de manera más bien póstuma cuando
figuras como Julio Cortázar o Ítalo Calvino lo reivindicaron. Me refiero al
inclasificable Felisberto Hernández, un escritor que sin hacer ciencia ficción
o literatura fantástica es capaz de encontrar “lo extraño” en lo cotidiano.
El cuento, titulado
“Muebles ‘El canario’”, perteneciente a Nadie
encendía las lámparas, de 1947, cuenta la historia de un hombre que,
andando en tranvía, de repente siente algo frío en su brazo y descubre que un
individuo le ha inyectado un líquido desconocido. La zozobra inicial devino
perplejidad cuando observó que el inoculador repartía jeringazos a los usuarios
del tranvía, los cuales recibían el pinchazo con beneplácito.
Regresó a su casa
algo ansioso, se echó a dormir y, a la mañana siguiente, comenzaron los
síntomas: voces en su cabeza con mensajes que parecían los de una radio cuya programación
era auspiciada por “Muebles ‘El canario’”.
Si bien al
principio tuvo dudas, con el correr de las horas se disipó la preocupación por
lo que parecía el principio de una esquizofrenia ya que se trataba claramente
de una transmisión radial con tangos, radioteatro, sección de noticias y toda
la programación común de la época con los avisos pertinentes de la mueblería,
claro está.
Desesperado y
temiendo volverse loco, volvió al tranvía para intentar encontrar una cura y
tuvo la suerte de toparse con otro inoculador que a pesar de estar ocupado
inyectando la sustancia a un grupo de niños, tuvo buena predisposición para ayudarle.
Así fue que ante la pregunta acerca de cómo terminar con esta transmisión
radial que sonaba en su cabeza y que era auspiciada por la mueblería, indicó:
“-Señor, en todos los
diarios ha salido el aviso de las tabletas ‘El Canario’. Si a usted no le gusta
la transmisión se toma una de ellas y pronto. (…)
Después el hombre de la inyección se
acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo: -Yo voy a arreglar su asunto de
otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me
descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las
tabletas”.
El inoculador revelaba el secreto. A
la mueblería no le interesaba vender muebles sino las tabletas que las personas
debían tomar para que el líquido inyectado no tuviera efecto. La empresa que
había creado el remedio había generado la enfermedad y el negocio estaba en
otra parte.
¿No será entonces que ese discurso
anticapitalista de las corporaciones es la tableta que ahora quieren que
consumamos? ¿No será que muchos de los artistas que la van de protoanarquistas
al tiempo que lloran subsidios estatales, quieren recibir los beneficios del
capitalismo pero con una, llamemos, “limpieza de conciencia sustentable”?
El imperio del bien no quiere que
nos demos cuenta que es, ante todo, un imperio; el establishment cultural no se
quiere reconocer como tal y, salvo excepciones, premia a las películas no por
su calidad sino por el hecho de contar el tipo de historia que la ideología
vigente requiere. Todo el tiempo se habla de libertad pero se cancela a aquel artista
que se aleje del modelo de una obra que tenga “un mensaje comprometido acorde a
los tiempos”.
El ritual anticapitalista con su
liturgia se despide hasta el año que viene. Todo ha transcurrido como se
preveía. Los malos son muy malos y los buenos son muy buenos. Por cierto: la
nueva versión de la tableta ha sido un éxito y se ha agotado.