Aun a riesgo de hacer psicología
barata, llama la atención que en los chats que habrían intercambiado los
perpetradores del atentado contra CFK se refieran a ella como “la vieja”. La
expresidenta es una persona de 69 años pero su aspecto no es el de una “vieja”;
ni siquiera recuerdo que en esas movilizaciones en las que sus más acérrimos
adversarios despiden toda su rabia contra ella, se refieran a la actual
vicepresidenta de esa manera. Por supuesto que al lado de los epítetos con los
que generalmente la señalan sus detractores, poner el énfasis en su edad parece
menor. Sin embargo, y a esto iba todo este rodeo, puede que en ese detalle
superficial haya un elemento que no está siendo tenido demasiado en cuenta en
el debate político: el factor generacional.
Efectivamente, y esto incluso se
puede conectar con algo que la propia CFK mencionó en la aparición que realizó
días atrás junto a los “curas villeros”, el atentado contra su persona marca
una ruptura con el pacto democrático constituido desde 1983. Esta ruptura pueda
entenderse desde lo ideológico pero, y he aquí el sentido de estas líneas,
puede que también deba hacerse desde lo generacional.
Dicho en otras palabras, ha
irrumpido en el debate público toda una generación para la cual la democracia y
ciertos acuerdos básicos son puestos en cuestión. Excederían los límites de estas
líneas dar cuenta de todas las razones para explicar este fenómeno pero el
hecho de que hoy en día la posibilidad de una dictadura militar sea algo lejano
ayuda a que la estabilidad institucional sea vista como algo “dado” que no hace
falta defender simplemente porque “es”. Pero otro aspecto que seguramente juega
es el largo proceso de deterioro de la vida en Argentina que algunos torpemente
adjudican a la democracia y no a las decisiones económicas llevadas adelante
por algunos gobiernos en particular. Lo cierto es que hay una generación que
observa que con la democracia no se come o se come mal; que con la democracia
se cura solo a veces porque la atención médica es muchas veces mala y/o cara; y
que con la democracia no se educa porque el nivel de la educación es cada vez
peor. Una vez más: ¿es culpa de la democracia? No. Pero es difícil hacérselo
entender a todo el mundo, máxime a quien ha nacido en este sistema y cada año
vive peor.
Si bien en cada país esto tiene
sus variantes, en el caso argentino se dio un cambio de modelo generacional que
en este espacio denominamos el paso del “Eternauta al Joker”, esto es, el paso
de una generación sub 45 (aquella que vivió los buenos años del kirchnerismo),
comprometida con la idea de un héroe colectivo, a una generación sub 25,
(aquella que llega a la vida adulta tras 10 años de un país, como mínimo,
estancado) cuya conexión con lo público se produce desde el exabrupto
individual. Son jokers, individuos marginales, precarizados, en algunos casos
hasta con patologías psiquiátricas, cuyas acciones pueden generar estallidos
sociales en escenarios donde el fracaso de la política brinda el caldo de
cultivo necesario. Tienen bronca pero también se ríen sin saber bien el porqué.
El ser nativos digitales les impide comprender con precisión si están
asesinando en la realidad o en un videojuego. Son seudónimos e identidades
múltiples “escondidos” en vivos de Instagram.
En general se los asocia con la
derecha porque su discurso es antipolítico. Sin embargo, también hay violencias
e individualismo en algunos discursos desde la izquierda y el progresismo. ¿O
es que acaso el énfasis en la subjetividad como único criterio de verdad, los
escraches y la cultura de la cancelación no pertenecen también a un clima
cultural de disolución de lo comunitario y poco apego a las instituciones
democráticas?
Algo parecido sucede cuando
enfocamos el modo en que las nuevas generaciones se relacionan con la historia
bajo la suposición de que conocer lo que ha ocurrido puede ayudar a no cometer
los mismos errores, presupuesto que, por cierto, la historia se ha encargado de
rechazar.
Aquí nos enfrentamos con una
veinteañera que cree que matar a la vicepresidenta es un acto patriótico que
implica un coraje alcanzado gracias a estar “poseída” por el espíritu de San
Martín. No lo dice por tener un brote psicótico. Lo dice porque está
desquiciada, es impune y no entiende un carajo de la historia. Sin embargo, una
vez más, la ignorancia no es solo el pan de la derecha. De hecho, una de las
características de la línea progresista de izquierda en la actualidad es crear
su propio Ministerio de la Verdad para adecuar la historia a los intereses y a
la nueva moral imperante. Así, la historia acaba siendo ignorada por unos e
inventada por otros.
Esto no significa que todo sea lo
mismo. Tampoco debe leerse esto en la línea de que todo pasado fue mejor. De
hecho, hasta no hace mucho tiempo la opción democrática era despreciada por la derecha
pero por la izquierda también. Sin embargo, claro está, con el retorno de la
democracia, ese debate que parecía estar saldado intenta renacer aunque más no
sea con lo que afortunadamente parece ser un hecho gravísimo pero aislado.
Y puesto que hablamos de fortuna
y referíamos al discurso de la vicepresidenta, bien cabe mencionar un aspecto
que pasó de largo probablemente por esa suerte de miopía que genera la
irrupción de lo inesperado y lo indeseado. Es que CFK afirmó que no hacía falta
ninguna ley contra “los lenguajes de odio”, que ya existían las normas
adecuadas para combatirlo. Esto debería sosegar la pasión de los que pretenden
ser más cristinistas que Cristina e intentan instalar la necesidad de nuevas
regulaciones que, en la práctica, terminarían abriendo la puerta a censuras y
autocensuras propias de un tiempo en que la libertad de expresión depende de
cuán ofendido se puede sentir un individuo que se sienta aludido. Ante la
magnitud de lo que ocurrió y pudo haber ocurrido, la sobreactuación para
congraciarse con la líder o la tribuna, no llevan a buen puerto.
Para finalizar, digamos que más
allá de lo ideológico, quizás la preocupación tenga que posarse también en lo
generacional, por derecha, pero también por izquierda. En todo caso, puede que
estemos asistiendo a un nuevo capítulo de lo que habría inaugurado el mayo del
68, esto es, una revolución que opone generaciones antes que sistemas políticos
o económicos. En otras palabras, si aquel París fue una revolución contra los
padres antes que una revolución contra el capitalismo, puede que tengamos que
tener en cuenta ese elemento al menos como una de las variables en juego. Por
derecha, se nos ofrece la revolución de no pagar impuestos llevada adelante por
lúmpenes que nunca los pagaron; por izquierda, se nos invita a liberar los
cuerpos individuales tras fracasar el intento de liberar al pueblo y a la clase
trabajadora.
Mientras la agenda de la
juventud, de derecha a izquierda, pase por temas tales como oponerse a la
vacunación, combatir la ansiedad climática o discurrir acerca de si debemos
hablar con la “o” la “a” o la “e”, habrá motivo para ser pesimistas. Que
tengamos conciencia de que no todo pasado ha sido mejor, no debería
comprometernos con la tontera de suponer que todo futuro es superador.
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