domingo, 14 de agosto de 2022

Del poder del relato al poder relatado (editorial del 13/8/22 en No estoy solo)

 

De repente parece que el poder quema y nadie lo quiere. Todo el mundo prefiere ser víctima, incluso los poderosos. De la “patria es el otro” pasamos a “el poder es el otro” y el “poder del relato” devino “poder relatado”.

Se trata de un fenómeno cultural que excede la Argentina pero que en términos políticos se ha puesto en evidencia en los últimos años en nuestro país. Puede que la distinción entre poder formal y real sobre el cual tanto hincapié hizo el kirchnerismo especialmente a partir del conflicto por la 125 haya permitido que este aspecto formara parte del debate público. CFK, con razón, por cierto, expuso que alcanzar la administración del Estado no suponía tener el poder o, en todo caso, implicaba tener solo una cuota del mismo. Si ello además fue utilizado para la construcción del adversario político, cerrar filas en torno a su liderazgo y, de vez en cuando, ¿por qué no?, victimizarse, es otro asunto, pero al menos en un principio se trató de un señalamiento en tono de denuncia y con el fin de disputar un espacio. Dicho de otra manera, se exponía que no se poseía el poder como forma de intentar recuperarlo.

Sin embargo, ya en los últimos años del kirchnerismo comenzó un lento proceso que, insistimos, no es solo argentino, por el cual la clase política parece sentirse más cómoda en el lugar de la oposición. Todos son opositores incluso los oficialistas que son opositores de los opositores y hasta opositores de sí mismos. Como si tener poder y asumirlo fuera un problema. Quizás como parte de una cierta tradición liberal que entiende al poder (concentrado) como una forma indefectiblemente autoritaria, lo cierto es que, por izquierda y por derecha, nadie dice tener el poder y nadie quiere hacerse cargo de tenerlo. Esto va de la mano de sociedades insatisfechas, a veces con razón y a veces sin ella, que depositan su ira contra el gobierno de turno para refrendar el dicho italiano: “Piove? Governo ladro”.

Este fenómeno atraviesa la dinámica de la administración de los gobiernos pero también forma parte de un espíritu de época en el cual la denominada cultura “Woke” sobresale estableciendo una competencia por conseguir el status de víctima esencial para devenir acreedor eterno. La política, en ese sentido, se adaptó a la dinámica del periodismo que considera que el buen ejercicio de la profesión es denunciar cosas. El mayor ejemplo local en ese sentido es el de Carrió. Su labor es menos la “judicialización” de la política que la “periodistización” de la misma. En la gran mayoría de los casos expone conspiraciones delirantes pero al hacerlo en formato de denuncia se transforma automáticamente en “víctima” que está “en la verdad”. Es una suerte de Cassandra invertida. Como ustedes recordarán, en el mito, Cassandra tenía el don de conocer la verdad pero como castigo se le quita la posibilidad de la persuasión de modo tal que nadie creería en la verdad que provenía de su boca. El caso de Carrió suele ser al revés: tiene el don de la persuasión pero la verdad no sale (casi) nunca de su boca.

No casualmente es también un tiempo de teorías conspirativas. La lógica es clara: quien denuncia algo se transforma en víctima automática. Si lo denunciado es una trama compleja y hasta inverosímil no importa porque la verdad es un detalle y a nadie le importa. Buscamos sumar derechos y quitar responsabilidades; buscamos poder adjudicarle al otro nuestros propios errores. Hasta la estrategia de Durán Barba siguió esa línea cuando intentó posicionar a Macri como un hombre que luchaba contra el poder del “Círculo rojo” en esta idea de que “Macri era un hombre de izquierda”.

Y nótese que en la actualidad sucede algo parecido con las principales figuras del gobierno. Si Macri se pasó los cuatro años de su mandato echándole la culpa a CFK para no reconocer su propia ineptitud y las consecuencias de su plan, no faltan a la verdad quienes afirman que en los últimos años hay una tendencia excesiva al “ah, pero Macri”, más allá de que, claro está, la herencia de CFK fue muchísimo más benévola que la que dejó el expresidente de Boca.

Pero no se trata solo de echar culpas al otro. Esto sucedió siempre. Aquí lo que estamos viendo son gobernantes que se refieren al gobierno como algo ajeno. Son comentaristas de una realidad que presentan como distante y de una administración de la que no parecen formar parte. Alberto Fernández da discursos todos los mediodías hablando del país que debemos tener como si no fuera un presidente que ha consumido dos tercios de su mandato. Uno escucha sus discursos y piensa: “ojalá este tipo sea presidente pronto”. El caso de CFK es todavía peor porque directamente habla del gobierno en tercera persona y al presidente, que llegó a ese lugar por una decisión de ella, ni siquiera lo menciona. Un paracaidista húngaro diría que CFK es la líder opositora y que por alguna razón propia de la dinámica política del país solo se comunica a través de epístolas twitteras.

Para concluir con el tridente mencionemos a Massa. El superministro parece haber llegado, si no de otra galaxia, de una fuerza política que no pertenecía al gobierno. Menos que menos alguien podría creer que se trataba del presidente de la cámara de diputados de la coalición oficialista. Si su llegada supone acuerdos, confianza, estabilidad y dólares frescos, ¿por qué no lo hizo antes? ¿Dónde estaba? ¿A qué se dedicaba? ¿Acaso no era una de las tres patas del gobierno? 

Para finalizar, pensemos estas ideas en el marco de lo que durante el gobierno de CFK se estableció como la discusión sobre “el relato”. Se trató de un término creado por el progresismo antiperonista incómodo con el avance del kirchnerismo sobre una agenda que creían propia. De hecho no es casual que a la moda de la palabra “relato” le siguiese la idea de un gobierno que “se apropiaba” de las buenas causas. Pero, justamente, como esas causas eran buenas, lo que tuvo que establecerse era que en realidad se trataba de una mascarada, una puesta en escena que ocultaba sus verdaderos intereses. Esa es la diferencia con un gobierno como el de Macri.  Hubo enormes promesas de campaña incumplidas y sendas mentiras pero a Macri no se lo acusa de hacer un “relato”. No se le dice “mentiroso” sino que sus detractores lo llaman “hijo de puta”. Naturalmente habrá muchos que digan lo mismo de CFK pero con ella y con el kirchnerismo en general lo que aparece es la idea de “la trampa”; “el engaño”; un ser algo distinto de lo que se es. A Macri, sus detractores, lo putean por lo que es y por lo que dice ser; al kirchnerismo, sus detractores, lo putean por lo que dicen que es pero no por lo que el kirchnerismo dice ser. Naturalmente habrá excepciones pero hay allí una diferencia interesante. Ahora bien, frente a la acusación de “armar un relato”, el kirchnerismo ofreció la idea de que toda política implicaba un relato, una narrativa y que eso no suponía posicionarse en la mentira o en la falsedad. Así, todo pensamiento político tendría una articulación narrativa y el kirchnerismo vaya si tenía la suya. En todo caso, se trataba de imponer ese relato sobre el otro con las herramientas de la democracia en pos de dar la tan bastardeada “batalla cultural”. ¿Qué sucede hoy? El FdT no tiene y, lo que es peor, ni siquiera pretende estructurar un relato. Apenas si tiene por allí al presidente erráticamente tratando de hacer equilibrio entre un peronismo “blanco” y capitalino sobre fino colchón de federalismo y una socialdemocracia ochentosa y alfonsinista cuya conexión hoy parece estar dada más por el nivel de inflación que por el espíritu republicano. Dentro de ese amplio abanico hay una bolsa de discursos que oscilan entre la corrección política y slogans de aquellos buenos tiempos. Nada más. El resto es un gobierno que es visto como ajeno hasta por quienes lo componen. “¡Es usted el que gobierna! ¿Yo, señor? No, señor”.

Aquí nadie gobierna ni tiene el poder. Los tiempos de disputar un relato dejan el lugar a un poder relatado no solo por los adversarios, lo cual es un problema, sino, muchas veces, por los propios actores que deberían ostentarlo.    

 

 

 

 

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