Especialmente
a partir del conflicto con las patronales del campo, allá por el año 2008, se
instaló fuerte la idea de que el verdadero cambio de la Argentina tenía que ser
un cambio cultural. Para decirlo sintéticamente, se afirmaba que el sentido
común argentino era un sentido común liberal antipopular que estaba siendo
estructurado por los medios de comunicación. Era, entonces, el momento de dar
“la gran batalla” que era “la batalla cultural”. Influenciados por ciertas
lecturas del teórico italiano Antonio Gramsci, la misma idea atravesó buena
parte de Latinoamérica y para muestra basten las palabras de Álvaro García
Linera en el décimo encuentro de Intelectuales realizado en Caracas en el año
2014: “es más fácil hacer una revolución que profundizar la revolución. Porque
es más fácil hacer una revolución aprovechando la crisis del orden neoliberal
pero es mucho más difícil anular el orden neoliberal en el espíritu, en la
ética, en el habla (…) en el sentido común”. (…) Hay que utilizar todas las
herramientas posibles para desmontar el viejo orden lógico y ético del mundo
para introducir las pautas de un nuevo orden lógico y ético del mundo: la
escuela, la radio, la televisión, la universidad, los debates, las reuniones,
la academia, los sindicatos, los barrios, las reuniones entre amigos, el
teatro, el dibujo, absolutamente todo”.
Creo
que hay que ser muy obtuso para negar la importancia de las batallas culturales,
más allá de que luego haya discusiones acerca de los diagnósticos, los modos,
el alcance, etc. Pero a juzgar por el resultado de las elecciones que se vienen
dando en Argentina últimamente hay diversas interpretaciones acerca de quiénes
han sido los ganadores de esa batalla y hasta qué punto puede llegar a ser un
error pensar que ésta es la única batalla que hay que dar.
Una
mirada posible podría ser que el gran ganador ha sido Macri por varias razones:
en primer lugar, su gobierno, enormemente inepto en casi todas las áreas, fue
eficaz en lo que tiene que ver con “la batalla cultural” a punto tal que en los
primeros meses del 2016 ya estaba instalado que el problema de la Argentina no
eran los modelos económicos sino la corrupción, que los derechos eran
prebendas, y que el Estado debía reducirse para impulsar el emprendedorismo
individualista. En ese contexto, el macrismo revalida en las urnas, específicamente
en las elecciones de medio término, permitiendo que un candidato menor como
Esteban Bullrich triunfe ante la principal espada del peronismo: CFK. Y si en
lugar de Esteban Bullrich ponían un ladrillo iba a ganar igual, con todo
respeto por el actual senador. Es más, podría pensarse que el gran triunfo de
Macri se confirma en el hecho de que en 2019 el kirchnerismo tuvo que ceder sus
principales espacios a todos aquellos peronistas o no peronistas que lo
criticaron: desde el propio Alberto Fernández, pasando por Felipe Solá, varios
gobernadores, Pino Solanas, Massa y hasta un candidato en la ciudad que no se
define como kirchnerista y lleva a Victoria Donda en la lista. Claro que no es
comparable pero siempre se recuerdan aquellas declaraciones en las que Thatcher
decía que su mayor legado había sido que su adversario, Tony Blair, hubiera
tenido que acomodar su discurso y acabar “pareciéndose a ella”. Este no es el
caso de Alberto Fernández, claro está, porque Fernández asumiría con un
discurso que se aleja de Macri pero alguna pluma macrista optimista podría
decir que estos cuatro años desastrosos al menos sirvieron para que el
peronismo deba moderarse para ganar.
Sin
embargo, por otro lado, algo parecido, y utilizando el mismo comentario de
Thatcher, recuerdo haber escrito durante el año 2015 cuando Macri de repente se
“kirchnerizaba”, se moderaba para parecer desarrollista y te decía que no ibas
a perder nada de lo que era tuyo. Era un “MaKri” porque, al menos en las
promesas de campaña, se escribía con K y el estar obligado a prometer lo que no
iba a cumplir, a mostrarse como lo que no era para poder ganar la elección,
podía interpretarse como uno de los grandes legados de una batalla cultural que
el kirchnerismo parecía haber librado con relativa eficacia, o, al menos, eso
era lo que parecía. Esto podría confirmarse tras la paliza electoral que en
agosto último recibiera el gobierno. Es más, alguien podría decir, en caso de
que en octubre triunfe Alberto Fernández, que nos la pasamos repitiendo que el
sentido común argentino es liberal pero entre 2003 y 2023 tendremos 16 años de
gobierno popular, y el peronismo, que estaba contra las cuerdas y a merced de
un gobierno que lo persiguió y que además tuvo el apoyo del establishment
nacional e internacional, los medios, Estados Unidos, el FMI y los presupuestos
de Nación, Provincia y Ciudad, no solo resistió sino que se reinventó para
arrasar en las urnas.
¿Este
resultado supone que triunfó el discurso de la solidaridad por sobre el
emprendedorismo, el del Estado de Bienestar contra el modelo de Estado mínimo,
el de la patria grande latinoamericana por sobre el alineamiento a la política
estadounidense? ¿Puede decirse que, contrariamente a lo que se piensa, el
sentido común es más peronista que liberal?
Sinceramente
creo que no, aunque probablemente haya que pensar que no hay un solo sentido
común en la Argentina sino que coexisten cosmovisiones distintas que según las
tendencias y las épocas son más o menos preponderantes. A lo sumo, si hubiera
un solo sentido común no se sigue de él necesariamente un voto hacia algún u
otro candidato de esta dividida Argentina.
Pero
en todo caso, y a manera de hipótesis, del mismo modo en que advertimos que es
un error suponer que la economía es la única razón para determinar el voto,
puede que el kirchnerismo haya depositado demasiadas esperanzas en el hecho de
que librar esa batalla cultural y alzarse con la victoria, garantizaba
resultados electorales. Es más, si bien el panperonismo se nutre fuertemente de
ese kirchnerismo fuertemente ideologizado habría que admitir que el resultado
de estas elecciones poco tienen que ver con batalla cultural alguna, al menos
en lo que respecta a subir ese techo de 30 o 35 puntos que CFK tenía. De hecho
se orillan los 50 puntos y es posible que se los supere gracias a una
estrategia electoral muy inteligente y frente a una crisis económica descomunal
capaz de arrasar con todo, incluso con el sentido común liberal, si es que
fuese el único existente. Pero esos casi 20 puntos de diferencia no votaron a
Alberto Fernández porque Clarín mienta
o porque abracen la utopía de la patria grande. Quizás lo hicieron simplemente
porque tienen menos plata en el bolsillo que hace 4 años.
Que
la batalla cultural pueda no ser determinante y que deba admitirse que hay
otras variables que inciden en el voto, no significa que sea una disputa que
deba dejar de darse pero sí supone adjudicarle su real magnitud y relevancia.
Porque lo más cómodo siempre es suponer que quien no vota kirchnerismo es un
lobotomizado lector de Clarín. Pero
eso no explica cómo puede ser que a veces, ese lector o algún lector que no votó
kirchnerismo ni peronismo en los últimos años (porque no comparte para nada esa
cosmovisión), finalmente vuelva a
depositar la confianza en el movimiento que liderara Perón.
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