Uno de los
aspectos más significativos del cacerolazo que el último jueves 13 tuvo lugar
especialmente en los lugares más acomodados de la ciudad de Buenos Aires, fue
la dificultad para unificar la consigna. Así, en esta manifestación, se podía
encontrar una multiplicidad variopinta de reclamos que incluía carteles que
hablaban de corrupción, inseguridad, límites a la compra del dólar,
clientelismo, ideología, derecho a viajar a Punta del Este, uso de la cadena
nacional, soberbia presidencial, persecución, rigurosidad impositiva, límites a
la libertad de expresión, reelección, y hasta una actitud desafiante ante el supuesto
miedo que intentaría impartir la presidenta. Claro que, más allá de la
variedad, lo que tenían en común los ciudadanos que se expresaron libremente
era un antikirchnerismo furioso que en algunos exudaba tintes antidemocráticos.
Ahora bien, más allá de que el blanco predilecto de esta heteróclita lista de
reclamos haya sido Cristina Fernández y su marido, un patrón común de varios de
los comentarios que pudieron recoger enviados de la Televisión Pública y Canal
9 entre otros, fue la comparación con el proceso chavista. Justamente, en esta
misma columna, la semana pasada se comentaba, a modo de hipótesis, que la
intención de los formadores de opinión antikirchneristas era hacer crecer una
sensación de temor entre cierta clase acomodada argentina. Tal cometido se estaría
llevando a cabo, entre otros modos, a través de la agitación del fantasma populista
que hoy encarnaría el presidente bolivariano y la razón es que Chávez
representa lo que algunas décadas atrás representaba la Cuba de Fidel Castro:
el enemigo de los ideales burgueses liberales. Ese terror atávico que puede
remontarse con otros nombres y en otros contextos hasta los principios de la
historia argentina como nación cuando ese otro amenazante era la barbarie, el
malón, el inmigrante anarquista, el peronismo, etc., hoy se condensa en esa
controvertida figura que es Chávez y su proceso de socialismo del siglo XXI.
Pero, a su
vez, al lado de los carteles que en el cacerolazo exigían “no transformarnos en
Venezuela”, aparecía una consigna clásica de la antipolítica argentina, a
saber: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. En esta combinación
aparecen elementos bastante más interesantes porque paradójicamente, aquellos
individuos que golpearon sus cacerolas y recibían amplificación por los medios
del Grupo Clarín, La Nación y
Editorial Perfil, entre otros, se afirman republicanos al tiempo que, sin
saberlo, están criticando a uno de los ejes centrales de la democracia que
dicen defender: el sistema representativo. En otras palabras, si “se tienen que
ir todos” los representantes es porque aparentemente han traicionado al pueblo
y esto es posible porque las democracias representativas eximen al
representante de todo tipo de obligación para con sus representados. Para
apoyar tal afirmación no hace falta referirse a críticos de este tipo de
modelos como Carl Schmitt o Karl Marx. Alcanza con Hans Kelsen: “Desde el
momento en que las constituciones modernas prohíben expresamente toda
vinculación formal del diputado a las instrucciones de sus electores, y hacen
jurídicamente independientes las resoluciones del parlamento de la voluntad del
pueblo, pierde todo fundamento positivo la afirmación de que la voluntad del
parlamento es la voluntad del pueblo, y se convierte en una pura ficción”.
Dicho esto,
recuérdese que en plena crisis de 2001-2002, lo que estaba en juego, antes que
el modelo económico, era un modelo de democracia y que incluso hubo muchos que
entendieron que la única manera de acabar con este problema inherente a la
representación era volver a un gobierno asambleario con democracia directa.
Ahora bien,
usted dirá que entre una democracia representativa en el que el representante
adquiere autonomía de los intereses de su representado y una democracia directa
sin intermediarios, deben existir zonas grises, o soluciones donde los aspectos
positivos de cada una puedan compatibilizarse. Por supuesto que sí y, en este
sentido, la gran paradoja es que una de las constituciones que más podría
acomodarse a los intereses de los que el último jueves cacerolearon es la de la
República Bolivariana de Venezuela.
Sí, leyó bien. Por ello, creo que los
caceroleros deberían exigir parecerse a Venezuela y a continuación expondré mis
razones. Chávez asume el poder el 2/2/1999 y jura “por esta moribunda Constitución”.
Como se seguía de esa definición, rápidamente se llamó a un referéndum para
derogar la Constitución de 1961 y luego crear un nuevo texto que fue aprobado
finalmente con más del 71% de los votos. Este texto se incluye dentro de lo que
suele llamarse Nuevo constitucionalismo latinoamericano (junto a las reformas
de Ecuador y Bolivia), y posee una serie de características que lo une a la
tradición del viejo constitucionalismo social. Sin embargo, entre los aspectos
novedosos de esta nueva tendencia, me restringiré, a los fines de este escrito,
al aspecto vinculado a la participación ciudadana. Para ello hace falta
sustituir la idea de “representación” por la de “mandato”. Como se seguía de lo
dicho anteriormente, la representación es una figura del derecho privado y se
encuentra asociada a la posibilidad de asumir la voluntad de un otro incapaz.
Tradicionalmente, entonces, se hablaba de un varón adulto mayor y propietario
que acababa representando a una mujer o a un niño. En tanto los representados
son incapaces, sería absurdo suponer que esa representación debe obedecer al
pie de la letra la voluntad de éstos. Sin embargo, la idea de “mandato” es
distinta porque supone que una persona lúcida y capaz (mandante) le otorga a
otra (mandatario) la potestad para realizar una determinada gestión. Aquí no
hay enajenación de la voluntad, se vigila el cumplimiento de la misión y el
mandante se reserva el derecho de disolver el vínculo en el momento que lo
requiriese.
Trasladado a la política y a un Estado con
millones de habitantes, esto supone una serie de mecanismos revocatorios que no
queden restringidos a cada jornada electoral. En este sentido, la constitución venezolana
es un ejemplo y por ello conviene citar algunos artículos. Si se toma el 72 se
encontrará que “Todos los cargos y
magistraturas de elección popular son
revocables” y que obteniéndose el
apoyo de al menos el 20% de los electores se puede exigir un referéndum
revocatorio una vez transcurrido, al menos, la mitad del mandato. Artículos
como este se encuentran en las constituciones antes mencionadas pero también en
algunos Estados de Estados Unidos. Sin embargo, Venezuela es el país donde la
posibilidad de revocatoria alcanza al presidente y no sólo a gobernadores o
intendentes. De hecho, la oposición a Chávez logró juntar las firmas y someter
al bolivariano a un referéndum revocatorio en 2004 que fracasó por el masivo
apoyo que tuvo Chávez en las urnas. Pero la posibilidad de una participación
ciudadana directa vía referéndum no se circunscribe a la revocatoria de cargos
electivos sino que aparece también, por ejemplo, cuando se trata de un tratado
internacional que afecta la soberanía o delega competencias en órganos
supranacionales (art. 73) o cuando se trata de temáticas o materias de especial
trascendencia nacional en los Estados o Municipios (art. 71). En estos últimos
dos casos se necesita un 15% y un 10% del padrón respectivamente. Con el mismo
espíritu y recolectando firmas de un 10% de los electores, se pueden convocar referendos
para derogar leyes de la Asamblea Nacional o decretos presidenciales también.
Expuesto esto y a manera de conclusión, cabe
indicar que aquellos que salieron a manifestarse con la cacerola podrían
unificar sus reclamos y exigir una reforma constitucional que siga el modelo venezolano.
A través de éste podrían juntar unos millones de firmas para exigir un
referéndum revocatorio el cual ganarían si es correcto el diagnóstico que
indica que hoy más de la mitad de la población desaprueba la gestión kirchnerista.
Asimismo, juntando muchas menos firmas aún podrían llamar a un referendo para
temas de relevancia como el uso de la cadena nacional y la derogación de la ley
de medios si es que consideran que ambas cuestiones afectan la libertad de
expresión. Incluso podrían derogar el decreto presidencial que instituyó la
asignación universal por hijo si es que consideran que fomenta la procreación
irresponsable. Por todo esto es que se puede decir, entonces, que,
paradójicamente, las reivindicaciones de los caceroleros tendrán más
posibilidad de éxito en la medida en que el diseño institucional de este país
se acerque y se parezca cada vez más al de Venezuela.
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