Más allá de que el discurso del
macrismo, por razones estratégicas, siempre evitó el “debate entre modelos”, cabe
preguntarse si no sería posible avanzar en la descripción de las fuerzas
políticas que compitieron en el balotaje a partir de un breve recorrido por el
concepto de libertad sobre el que se sustentarían. Tal empresa resulta difícil
porque ninguna construcción política es homogénea y porque indagar en
concepciones abstractas como éstas suele llevar a balbuceos y perplejidades. A
su vez, todos creemos saber qué es la libertad pero es probable que si hiciéramos
el ejercicio de consultar en cualquier reunión de amigos una definición, cada
interlocutor acabe ensayando una definición distinta o con matices tal como
sucedería con conceptos como “Verdad”, “Justicia” o “Belleza” por citar
algunos.
Si bien ya se ha mencionado en
esta columna alguna vez, al momento de indagar en la idea de libertad, es útil
recurrir a una breve conferencia dictada en 1819 por el pensador político
francés Benjamin Constant y que se conoce con el título: “De la libertad de los
antiguos comparada con la de los modernos”.
Constant entiende que la
concepción de libertad que tenían los antiguos es diferente a la que tienen los
modernos pues para estos últimos la libertad es vista siempre desde la
perspectiva individual. Hay quienes llaman a este modo de entender la libertad,
“libertad negativa” o “libertad como ausencia de impedimento” en tanto se es
libre en la medida en que nada se interponga en el camino del plan de vida
individual. La concepción moderna de libertad acompaña las transformaciones que
se venían dando en la Física, especialmente en lo que tiene que ver con una
nueva manera de entender el movimiento, lejos de aquella idea aristotélica que
vinculaba a éste con el presunto orden natural de los objetos. Dicho
groseramente, y que me perdonen los físicos, en la modernidad aparece la idea
de que lo único que puede frenar la velocidad de, por ejemplo, una pelota es
una resistencia que puede ser la de un ser humano o, simplemente, la del aire.
Si tal resistencia no existiese, la pelota mantendría su velocidad y su andar
de forma pareja eternamente. Con la libertad pasa algo similar: si nada se
interpone en mi camino, y esa nada incluye a otros hombres pero también a, por
ejemplo, el Estado, seré libre.
Más allá de la insuperable
cantidad de matices, se puede decir, como mínimo, que las tradiciones políticas
que se siguen de pensadores como Hobbes, Locke, Kant, entre otros, se apoyan en
esta concepción “moderna” de la libertad, esto es, la libertad entendida como
la posibilidad de verter libremente mi opinión, de profesar una religión, de
escoger mi oficio, de reunirme con quienes quiera, de disponer de mi propiedad
privada y de elegir mis representantes, entre otras tantas cosas.
Distinta era la libertad en la
antigüedad y, por tal, Constant se refiere a la concepción política de la
libertad existente en la Atenas del siglo V AC. Allí la libertad era vista
desde una perspectiva colectiva. No se era libre en tanto se gozaba de bienes
privados sino en la medida en que se participaba de la cosa pública. La
autonomía, esto es, darse la propia ley, no significaba que cada uno podía
hacer lo que quería sino que, como ciudadano, se era parte de las mayorías y
las minorías que en la Asamblea decidían cuáles serían las leyes que regirían el
cuerpo político. Según Constant, esta forma de entender la libertad solo se
podía llevar a la práctica bajo las circunstancias particulares de una sociedad
como la ateniense, esto es, una sociedad pequeña con enorme cantidad de
esclavos que permitía a los hombres libres tener el tiempo necesario para
ocuparse de los asuntos públicos. A su vez, estas pequeñas sociedades solían
recurrir a la guerra antes que al comercio para hacerse de determinados bienes,
en clara oposición a lo que, según Constant, caracterizaría a la modernidad,
esto es, su perpetuo transitar hacia la paz en un mundo donde los hombres
libres e iguales intercambiarían bienes. Sin embargo, claro está, en una
sociedad sin esclavos y con hombres que invierten su tiempo en satisfacer sus
asuntos privados, la lógica de la deliberación constante que caracterizaba a la
antigüedad se trasforma en una utopía. De aquí que la modernidad requiera una
nueva forma de representación política y se pase de la representación directa a
la indirecta. En otras palabras, en la antigüedad cada uno de los ciudadanos
participaba de la asamblea sin ningún tipo de mediaciones ni delegados. ¿Pero
es posible hacer eso en una sociedad de 40.000.000 de habitantes en la que se
trabaja entre 8 y 12 horas diarias? Evidentemente no, diría Constant, de aquí
que los modernos entiendan que la asamblea con participación directa no sea el
formato adecuado para las deliberaciones del cuerpo político y se avance hacia
la idea de “representación”, esto es, la idea por la cual una sociedad o un
conjunto de hombres delega en un sujeto o en un grupo la potestad de la toma de
decisiones. De forma bastante más cruda, Constant lo expresa así: “El sistema
representativo es la forma en la que una sociedad descarga sobre unos
individuos lo que no está dispuesta a hacer por sí misma”.
¿Es posible conciliar esta
concepción de la libertad con el llamado al empoderamiento y la participación
que pregonaba, por ejemplo, el kirchnerismo? ¿O, sin dudas, de la concepción
moderna de la libertad se sigue la concepción PRO de una política de gerentes,
simples administradores de los bienes de una sociedad que solo se ocupa de
satisfacer su plan de vida individual? Asimismo e independientemente de la
posibilidad de identificar al kirchnerismo con una forma de entender la
libertad y a la construcción PRO con otra, ¿cuáles son las consecuencias
negativas de la libertad de los antiguos y de la libertad de los modernos? ¿Se
trata de elegir una en lugar de otra? ¿Acaso es posible encontrar un punto
intermedio? Preguntas que intentaremos responder la semana que viene
(Continuará).
Segunda Parte
En la edición
anterior nos preguntábamos si los proyectos políticos que se enfrentaron en las
últimas elecciones podían ser identificables según dos concepciones de la
libertad, en principio, antagónicas. Más específicamente, decíamos que a partir
de las elaboraciones del francés Benjamin Constant en las primeras décadas del
siglo XIX, era posible identificar al menos dos formas de entender la libertad.
Una, que nos resulta más familiar, denominada “de los modernos”, y otra
denominada “de los antiguos”. La libertad de los modernos es una libertad
individual entendida como ausencia de impedimento. En este sentido seremos
libres en la medida en que nada se interponga en nuestro camino. ¿Libres para
qué? Para decir lo que pensamos, reunirnos, poseer y disponer de nuestra
propiedad privada, elegir a quien queremos que nos represente y formar parte
del culto que nos plazca. En cuanto a la libertad de los antiguos, se trataba
de una “libertad colectiva”. Tal definición, que podría ser casi un oxímoron
para un moderno, se basa en la idea de que el Hombre solo puede realizarse como
parte de su comunidad y no por fuera de ella. De aquí que para los antiguos
peor castigo que la muerte sea el destierro pues esto implicaba la pérdida de
ciudadanía y todo lo que ello trae aparejado, esto es, la pérdida de los derechos,
de brindarse su propia ley como parte de la Asamblea y de alcanzar su identidad
(algo que solo era posible como parte de una comunidad organizada bajo un único
régimen político). En este sentido, la contraposición entre una libertad y la
otra es clara, pues, para los modernos, la libertad es una exigencia individual
contra una comunidad y un Estado que, casi por definición, la amenazan; y para los
antiguos, la libertad (que es colectiva) solo es accesible a través de esa
comunidad y ese Estado.
Por último, en
la nota de la semana pasada, concluíamos que la noción de representación era
esencial a la libertad moderna porque un individuo absorbido en sus asuntos
personales, ocupado enteramente de cumplimentar su plan de vida, necesita
elegir administradores de la cosa pública que lo eximan de esa tarea, a
contramano de lo que sucedía con los antiguos que, ocupados del autogobierno
colectivo y entendiendo que no hay plan de vida por fuera de la comunidad,
entendían que debían ser ellos mismos, y en Asamblea, los encargados de tomar
las decisiones.
En este marco
es que nos preguntábamos si no era posible entender las diferencias entre
macrismo y kirchnerismo, (o entre un partido conservador con algunos rasgos de
“derecha moderna y liberal” y un peronismo de centroizquierda que también
tienen elementos “liberales” como el que representa el kirchnerismo), partiendo
de la suposición de que cada una de estas construcciones políticas se basa en
concepciones divergentes acerca de la libertad.
Y la respuesta
es difícil porque cualquier construcción política capaz de alcanzar amplias
mayorías en tiempos posmodernos es difícilmente delineable. Con todo, algunos
trazos gruesos se pueden hacer. En el caso del macrismo, la pregunta es si, de
una vez por todas, en Argentina, el liberalismo será coherente. En otras
palabras, ¿habrá llegado el momento en que los que son liberales en lo
económico serán también liberales en lo político? La pregunta es pertinente
porque en Argentina no fue nunca así pues los liberales económicos eran
conservadores en lo político y en lo moral, y mientras pedían que el Estado no
tuviera injerencia en el mercado, restringían la participación política y apoyaban
la injerencia de la Iglesia hasta en las alcobas. En el macrismo conviven
algunos cuadros liberales jóvenes “progresistas” más permeables a avances como
el matrimonio igualitario, con figuras absolutamente retrógradas que, por cierto,
no están en las cuartas ni en las quintas líneas sino en las primeras. Los
sectores más coherentemente liberales son identificables con la libertad de los
modernos pero a los conservadores se los puede identificar con la variante
reaccionaria de la libertad de los antiguos, aquella que en nombre del ser
“argentino” y vaya a saber uno qué “espíritu de la comunidad”, se siente
facultado a señalar como una “enfermedad a extirpar” a todos aquellos grupos
sociales que planteen una voz disidente. Porque, no debemos olvidar, mientras
que el discurso en pos de la comunidad puede ser efectivo contra el liberalismo
también puede devenir autoritario. En el caso del kirchnerismo, una vez más, a
grandes rasgos, debemos partir de la tensión existente al interior de la propia
doctrina justicialista. Dicho de otro modo, la “tercera posición” peronista
puede interpretarse como una manera de tratar de resolver el dilema de las dos
formas de libertad aquí planteada pues Perón entendía que había que superar ese
colectivismo que “insectificaba” al individuo tanto como ese individualismo que
despreciaba a la comunidad. En el caso del kirchnerismo, independientemente de
las controversias acerca de si es más o menos que el peronismo, o de si es una
superación o un retroceso, lo cierto es que, en la última década, se dio un
fenómeno particular y es que el movimiento fue hegemonizado por una prédica
progresista que terminó rescatando al peronismo aun cuando esa prédica
progresista fuera enarbolada por sectores no peronistas (y hasta antiperonistas
en algunos casos) que también son parte del kirchnerismo. En este sentido, la
política de Estado en torno a los DDHH fue el estandarte de una aggiornada
“ampliación de derechos modelo siglo XXI” en la que también aparecieron
elementos de la tradición del liberalismo político aun cuando algunos reaccionarios
agiten el fantasma comunisto-populista cada vez que un gobierno osa mencionar
que pretende una “redistribución del ingreso”. Para concluir, sería falso afirmar que en el
kirchnerismo hay un afán colectivista totalizador, una suerte de derivado de la
libertad de los antiguos que habría llegado para acabar con la libertad
individual de los modernos. Es falso en el kirchnerismo como también sería
falso para definir al peronismo más allá de que, insisto, el movimiento
liderado por Néstor y Cristina Kirchner se vio complementado con elementos de
una tradición liberal que no estaban presentes en el peronismo clásico o que,
en todo caso, estaban atenuados por un contexto de época. Lo que restará
evaluar en los próximos años es el perfil que irá adoptando el macrismo al
frente del gobierno nacional. Su liberalismo económico, que intenta disfrazarse
de desarrollismo, es claro tanto como la prédica individualista que busca
reemplazar lo colectivo por una terminología oenegista pasteurizada que habla
de “grupos”, “voluntarios” y “solidaridad” a través de Fundaciones. La lógica
de lo público como “cosa de administradores” y no como espacio de participación
popular también es evidente a partir de la decisión de ubicar CEOs de empresas
al frente de todas las áreas del Estado. Restará ver si en el plano político y
moral vence el progresismo light de una derecha “verde” o si se imponen los
dinosaurios que están ansiosos de revancha social y que, como dijimos antes,
también son parte del PRO. Para este sector, la única libertad individual es la
que se da en el plano económico. Para todo lo demás… están ellos.