De la lista de
disputas que ha tenido el kirchnerismo durante los últimos 10 años, considero
preciso detenerme en la que ha sido la más simbólica pero no por ello menos
real: la denominada “batalla cultural”. Bajo este rótulo se engloban diferentes
aspectos y transformaciones que incluyen una escisión profunda en un paradigma
que había instalado un conjunto de prejuicios en el sentido común. De todos ellos,
hubo uno que en poco tiempo se transformó en el gran eje de la disputa: la credibilidad
de la palabra del periodista. Dicho de otro modo, independientemente de la
importancia de la recuperación de la política y de los duros golpes asestados a
las “20 verdades liberales” que reinaban en las conversaciones de la panadería,
el taxi o la peluquería, la grieta abierta por la discusión en torno a la ley
de medios marcó un punto de inflexión que los medios y periodistas
tradicionales no han podido resolver ni digerir. Así, de repente, el debate se
liberó de los claustros de las facultades de comunicación de las universidades
públicas y el ciudadano común entendió que los medios construyen realidad y que
los periodistas que habían sido los héroes de la sociedad civil en los años 90
defendían intereses que los alejaban de la siempre auto-reivindicada
objetividad. Así es que si hoy alguien afirma que determinado hecho es
verdadero porque lo leyó en el diario o lo vio en la televisión, lo
observaremos con más piedad que enojo. Por supuesto que sigue existiendo una
importante cantidad de ciudadanos que mantiene una mirada ingenua respecto al
rol de los medios de comunicación pero la pérdida de credibilidad en la que han
ingresado los medios y periodistas tradicionales, será algo que necesitará
muchos años para recomponerse. Con todo, los intentos de restaurar ese lugar
privilegiado no han cesado y a la discusión en torno a la posibilidad de un
periodismo no militante, le ha seguido la estrategia “Lanata”, esto es, desacreditar
a aquellos que reivindican la política buscando asociar ésta a la corrupción.
Esto no significa, desde ya, que no haya buenas razones para establecer
conexiones entre una y otra. Tal vínculo ha existido, existe y existirá, en los
gobiernos del mundo y, por supuesto, en este gobierno, como muestra el fallo
contra la ex ministra Felisa Miceli o el procesamiento de los secretarios de
transporte Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi.
Pero quienes consideran que la política es sinónimo de corrupción lo
hacen apoyados en un sesgo ideológico y quienes afirman que la corrupción en la
administración kirchnerista es sistémica simplemente mienten y rehúyen el
verdadero debate acerca de los modelos de país.
Ahora bien, ¿se
trata de la estrategia destituyente de un grupo económico que apela a toda su
prepotencia para horadar la credibilidad de un gobierno? Sí, pero es más que
eso porque, al mismo tiempo, lo que se busca no sólo es que vuelvan al poder
los mismos intereses que otrora lo detentaron sino restaurar un clima cultural
en el que la palabra del periodista vuelva a tener ese rol determinante e
influyente. Por eso, suponer que aquí está en juego una disputa económica sería
empobrecer el debate: está en juego el horizonte, el “lugar en el mundo” de
todos aquellos formadores de opinión que se pavoneaban con el dedo en alto hace
algunos años. Eso es lo que molesta y lo que tanto incomoda a toda la
corporación periodística, incluyendo a muchos que tienen afinidad ideológica
con el gobierno pero quieren defender su pedestal de objetividad.
Que la palabra
del periodista vuelva a tener la misma preponderancia de la que alguna vez gozó
es, entonces, la disputa central hoy porque desde allí se eliminarían todas las
instancias institucionales de prueba y legitimidad. Un periodista podría acusar
y por la sola potencia de su palabra el acusado se transformaría en culpable.
Se trata de retornar a aquella época en la que el periodista era fiscal y juez
(sin aparecer nunca como parte). Algo de esto se explica a partir de la visión
de un reconocido referente de la corporación periodística tradicional como
Jorge Fontevecchia cuando en la nota “Lenguaje performativo”, publicada el
26/5/13 en Perfil, afirma que “es difícil ser hoy Lanata (…).
Difícil por el precio que todo ser humano debe pagar cuando su decir se
convierte en una forma de lenguaje performativo. Un decir que se transforma en
obra, como un escribano, como un juez, como Dios”.
La noción de
lenguaje performativo se la debemos a John L. Austin a partir de un ciclo de
conferencias que se publicaron en 1962 bajo el título Cómo hacer cosas con palabras. Allí, este profesor de Oxford
arremete contra la tradición neopositivsta que afirmaba que sólo tenían sentido
aquellos enunciados que describiesen un estado de cosas, es decir, aquellos
enunciados de los cuales se puede predicar la verdad o la falsedad. Se trata de
enunciados como “CFK ganó las elecciones con el 54% de los votos” o “Boudou ha
viajado con bolsos repletos de dinero el último viernes a las 11AM en un avión
privado”. En tanto proposiciones, estas oraciones pueden ser verdaderas o
falsas y sólo hace falta ir a contrastar con los hechos para notar que la
primera es verdadera y la segunda no. Pero Austin muestra que existen otro tipo
de enunciados que denomina performativos: son aquellos de los cuales no se
puede predicar la verdad o la falsedad pero cuya mera enunciación supone una
acción. Así, cuando decimos “prometo no volver a verte” no sólo estoy
pronunciando una frase sino que estoy realizando la acción de prometer. Lo
mismo cuando un juez dice “los declaro marido y mujer”. No sólo enuncia algo
sino que con la enunciación realiza una acción más allá de la de enunciar. En
otras palabras, los enunciados performativos crean realidad: no había promesa
antes de mi enunciación ni había matrimonio antes que el juez lo declarase. Es más,
podría decirse que toda la tradición cristiana se basa en el acto performativo
del gran performador, que no es otro que Dios, quien creó a partir del lenguaje
cuando dijo “hágase la luz” y la luz se hizo. Al crearse una realidad nueva no
tiene sentido hablar de verdad o falsedad porque no hay ningún hecho
preexistente con el que contrastar el enunciado creador. Sin embargo, para que
el enunciado performativo sea efectivo tienen que darse una serie de
requisitos. Supongamos que el juez dice “los declaro marido y mujer” pero
frente a él hay una persona y no dos; o hay dos pero el juez es un impostor.
Allí el performativo falla pues no logra crear realidad. Esto significa que el
performativo depende de un contexto, de una serie de condiciones externas al enunciado
mismo porque tres chicos de 8 años pueden jugar a que se casan y uno de ellos puede
afirmar “los declaro marido y mujer” que no por eso consideraremos que esta
parejita de niños es un matrimonio constituido.
Es indagando en este tipo de dificultades que
Austin entiende que para comprender el lenguaje performativo se deben tener en
cuenta las 3 dimensiones del acto de habla: la dimensión locucionaria (el acto
de emitir sonidos cuando se pronuncia, por ejemplo, una frase con un
determinado sentido), la dimensión ilocucionaria (la acción que realizamos
cuando enunciamos la frase, lo que venimos llamando, estrictamente, enunciado performativo)
y la dimensión perlocucionaria, (por ejemplo, conformar, creer o razonar, esto
es, la acción que generamos en el otro cuando pronunciamos una frase).
La razón de
incluir esta compleja disquisición acerca de los enunciados, se vincula con la
necesidad de entender la operación que realiza el periodismo tradicional para recuperar
su rol instaurador y creador de realidad. Se trata, entonces, de que la palabra
del periodista vuelva a tener carácter performativo, que alcance con la sola
enunciación para que lo real “aparezca”. Parte de esto se puede observar en las
últimas investigaciones de Lanata: basta con que él enuncie la existencia de
una bóveda para que ésta exista y basta con que él afirme que dentro hay dinero
y que ese dinero es producto de la corrupción para que las suposiciones se
transformen en realidad. No hace falta ninguna corroboración más que la propia
palabra de Lanata pues sus afirmaciones provocan en el auditorio una creencia
que se internaliza con la fuerza de un prejuicio. Pero para que esto sea
posible, para que una palabra por sí misma e independiente de toda
corroboración, tenga efecto de verdad, es necesario generar un contexto en el
que el performativo pueda recobrar la potencia fundacional, algo imposible en
un tiempo en el que el periodismo hegemónico está desacreditado. Es por eso que
la disputa se está dando allí. En este sentido, el triunfo de Lanata no
implicaría nada más y nada menos que el fin de un ciclo político que tiene como
uno de sus méritos la recuperación de la palabra política y de la legitimidad
democrática; implicaría, por sobre todo,
una democracia cuya única legitimidad sea el control remoto y la restauración
de una realidad creada por la palabra de unos periodistas que gritando “Hágase
la corrupción” quieren volver a ser Dios.